LOS AÑOS PASARON Y CON ELLOS LLEGARON OTROS HIJOS para Nora y Giorgio. Tres años después de nacer Luca, llegó Hugo, y cuando ya nadie esperaba un nuevo nacimiento vino una preciosa niña a la que llamaron Lía. En el caso de Chiara, tras Valentino y varios abortos llegaron doce años después las mellizas Claudia y Laura.
Valeria y Pietro hicieron de Lidia y Luana unas niñas felices, y a pesar de que ambas sabían que sus padres, Luca y Verónica, habían fallecido cuando eran pequeñas, querían con locura a sus tíos, quienes siempre fueron buenos y excelentes padres.
Tía Emilia vivió en Egipto durante diez años, tras los cuales su relación con Brian acabó. Él se enamoró de una arqueóloga rusa. Tras ese desengaño amoroso, que le partió el corazón, se trasladó a vivir a París, donde se le conocieron infinidad de amantes y desde donde, gracias a su trabajo, viajó por todo el mundo.
Susana, a pesar de ser una excelente madre y esposa, vivía siempre angustiada por el qué dirán, cosa que Giuseppe, siendo hombre, miraba de otra manera. Siempre pensó que su hermana no llevaba buena vida. Era coordinadora de un programa de televisión, vivía a su manera, y no se extrañó, a pesar del dolor que sintió, cuando un día recibió una llamada de París indicándole que su hermana Emilia se había suicidado con una sobredosis de barbitúricos. La prensa sensacionalista achacó aquel incidente a la ruptura que tuvo con su último novio, un guitarrista de un grupo de rock francés.
Con el tiempo, Giorgio y Enrico recibieron varias ofertas de trabajo importantes, y la última les había trasladado a vivir a España, concretamente a Madrid. Aquello provocó la cólera de Loredana, al verse relegada a vivir sola y alejada de sus amados hijos en Venecia. Pero el destino volvió a cambiar la vida de Nora y Chiara cuando una noche recibieron una llamada de Italia; era Vicenta, la vecina de Loredana, quien les informó de que esta estaba en el hospital.
Todo lo rápido que pudieron, Enrico y Giorgio volaron de vuelta a Venecia, y allí se encontraron con una desmejorada mujer, quien al verles rompió a llorar. Loredana tenía una depresión grandísima, y los médicos les informaron de que en su estado necesitaba una vida tranquila y familiar y no les quedó más remedio que llevarse a su madre con ellos a España. Durante seis meses viviría con uno, y otros seis con el otro. Aquello provocó el malestar general en los dos matrimonios.
Desde su llegada hacía más de diez años a Madrid, Chiara y Nora cuidaban la una de la otra, y ellas cuidaban a todos los demás. Chiara insistió hasta la saciedad en que ella necesitaba tener nuevamente su propio negocio y tras mucho pelear con Enrico, montó el salón de belleza Chiara. Con los años se ganó una buena clientela, que asistía religiosamente todas las semanas a que ella y sus empleadas les practicasen nuevos e innovadores peinados y tratamientos.
Por su parte, Nora hizo varios trabajos fotográficos, su pasión, en la revista de Antonello, un amigo de Giorgio, quien tras ver los trabajos que realizaba, acertó en que Nora tenía una sensibilidad especial para captar el momento mágico de las cosas y sobre todo una gran versatilidad. Pero cuando nació la pequeña Lía, dejó aquello que tanto le gustaba para cuidar a tiempo total de su preciosa hija.
Loredana, durante los seis meses que vivía con Chiara, criticaba su forma de arreglarse y peinarse. Cuestionaba cómo alimentaba a su familia, el dinero que gastaba, etcétera, pero a Chiara la vida y las circunstancias la habían hecho fuerte y, como ella decía, «lo que el rottweiler me dice, me entra por un oído y me sale por otro». Con Enrico, hacía tiempo que su corazón se había cerrado a su cariño; convivían juntos, pero hacían vidas separadas aunque a veces sus cuerpos se encontraban durante la noche.
Pero Nora fue diferente. Quería una familia como la que sus padres habían formado, pero no eran Giuseppe ni Susana, y tampoco las circunstancias acompañaban. Giorgio, a quien los años volvieron, como decía su hermano, «ambicioso», pasaba más tiempo fuera del hogar que dentro, y había dejado muy claro a Nora que no quería escuchar problemas al llegar a casa, ¡ya tenía bastantes en el trabajo!, por lo que se acostumbró a asumir y callar. Lógicamente, Loredana se dio cuenta de aquello, y aprovechaba todo lo que podía para amargarle y hacerle la vida imposible a su nuera y a sus nietos, quienes cada día tenían menos relación con su abuela paterna. Odiaban cómo se comportaba con su madre, sin merecérselo.
Un día Chiara, tras llegar de trabajar, se encontró a Enrico en la cama enfermo.
—¿Qué te pasa? —preguntó al verle arder de fiebre, mientras intentaba no mirar a su suegra, que en su ausencia había metido en la habitación el sillón antiguo, feo y mugriento perteneciente a su marido, que había traído desde Italia, y que cada seis meses había que trasladar a casa de Nora.
—Me encuentro mal —respondió sin apenas mirarla.
—Llamaré al médico ahora mismo —susurró Chiara mientras abría el cajón de su mesilla para coger la agenda, pero se sorprendió al ver que allí no estaba.
—No hace falta que le llames, vino hace horas —respondió Loredana mirándola con cara de provocación. Sabía que había hecho algo que reprocharía aquella.
—¿Cómo que vino hace horas? —preguntó Chiara con cara de pocos amigos, mirando a su marido—. ¿Por qué no me has avisado?
—Le dije a mamá que te avisara.
—¡Loredana! —miró a su odiosa suegra—. ¿Cuándo me has avisado?
—Lo intenté —mintió mientras ponía paños de agua fría a su hijo en la frente— pero tú no me cogías el teléfono. Quizá estabas muy ocupada en el gimnasio —dijo maliciosamente al ver la bolsa que esta portaba en la mano.
—Eso es mentira —respondió Chiara, que saco del bolsillo del pantalón su móvil y, tras comprobar que no había ninguna llamada perdida, grito:
—¡Estás mintiendo, como siempre! Mi teléfono no tiene ninguna llamada perdida, y menos tuya.
—¿Por qué iba a mentir?
—Porque eres una mala persona y, sinceramente, cada día que pasa pienso que estás realmente loca —respondió Chiara, sin medir sus palabras. Ya nadie disimulaba con nadie y a veces volver a casa era volver al campo de batalla—. Disfrutas con este tipo de maldades.
Su suegra, sin mirarla, sonrió sin que su hijo la viera.
—No olvides que no soy Nora, ni tengo la paciencia que ella tiene. Por lo tanto, ¡ojito con las tonterías en mi casa!
—¡Chiara! —gritó Enrico al escuchar aquello y ver a su madre llevarse la mano al corazón—. No te permito que hables así a mi madre, ella está delicada.
—¡Perfecto! —gruñó Chiara al escucharle—. A mí no me permites que le hable así a tu santa madre, pero a ella le permites que se meta en nuestras vidas, que despida al servicio, que tire la comida que yo preparo para los niños, que se meta continuamente conmigo, y ahora también que nos mienta.
—Hijo —susurró Loredana mirando con ojos de tristeza fingida—, yo intento ayudar en esta casa pero todo lo que hago parece mal recibido por ella.
—Chiara, por favor —susurró Enrico débilmente. Conocía las peleas entre su madre y su mujer—, ahora no, me encuentro fatal. No comencéis con una de vuestras absurdas peleas.
—De absurdas, nada —protestó Chiara—, y ahora mismo quiero que salgan de mi habitación ese sillón y ella. Me voy a cambiar de ropa y no quiero que esté aquí.
—El médico dijo que me quedara con él. Necesita una persona para cuidarlo, tiene fiebre y no se encuentra bien.
—¡Quieres salir de mi habitación! —gritó con dureza mirando a su suegra, mientras chispas saltaban de los ojos de las dos—. Ya le cuidarás luego.
—¡Papá! —gritaron al unísono Claudia y Laura, quienes, al ver a su padre en la cama, se abalanzaron sobre la misma para darle un beso. Rápidamente Loredana, al ver aquella invasión de las pequeñas sobre su hijo, las cogió del brazo y tras darle a una un bofetón y a otra un azote, las echó de la misma, dejando a la madre de las niñas sin palabras por lo que acababa de hacer. Las niñas comenzaron a llorar buscando los brazos de su madre. Aquello provocó la cólera de Chiara.
—¡Eres mala! —gritó Claudia, que miró con enfado a aquella mujer que se hacía llamar «nona», abuela en italiano.
—Pero ¿por qué les pegas? ¡Estás loca! —gritó Chiara—. ¿Quién te has creído para ponerles la mano encima a mis hijas?
—Están agobiando a Enrico. No es momento de besos ni abrazos —respondió con los brazos en jarras.
—Tienen siete años y se han puesto contentas al ver a su padre, ¿acaso es difícil entender eso? —gritó de nuevo Chiara, sin entender la reacción de su suegra y la pasividad de su marido ante lo ocurrido.
Valentino asomó su cabeza y al escuchar lo que ocurría, se quedó en la puerta. A sus veinte años ya entendía muchas cosas, y se había dado cuenta de cómo su abuela continuamente intentaba llevarle la contraria a su madre, a su tía, a sus primos e incluso a sus pequeñas hermanas, ¡era una pesadilla!, pero la quería a pesar de todo. Era su abuela. Nunca fue tan cariñosa como sus otros abuelos, Susana y Giuseppe, pero era de su familia y la quería, aunque desde que ella llegó, sus vidas no volvieron a ser tan perfectas como antaño. Por lo que para dar un soplo de aire fresco a su madre, entró y preguntó:
—Nona, ¿hiciste tiramisú del tuyo? —a su abuela, al verle, se le iluminaron los ojos. Era su Valentino. Su nieto predilecto—. Tengo hambre y me apetece un poco de ese tiramisú tan rico que haces.
—Enseguida te pongo un trozo —dijo saliendo de la habitación acompañada por su nieto, quien guiñándole el ojo a su madre se la llevó a la cocina.
En ese momento Chiara, con cariño, mandó a las niñas a sus habitaciones a jugar y estas, más calmadas, se marcharon dejando a sus padres solos en la habitación.
—¿Qué dijo Deratto? —preguntó Chiara sin acercarse a Enrico, que omitió hablar sobre lo ocurrido. El paso de los años, los continuos problemas con el juego y Loredana habían conseguido que el amor de Chiara y Enrico desapareciese, dando paso a un matrimonio de conveniencia.
—Me hizo unos análisis de urgencia y esta tarde nos dará los resultados.
—¿Qué te duele?
—El estómago, la cabeza, vomité en la oficina varias veces. En fin, todo. Estoy como si me hubieran dado una paliza —luego, incorporándose, dijo—: Dame el móvil, que está en la chaqueta, por si llama alguien.
—Toma —ofreció el móvil—. ¿Necesitas algo más?
—Que dejéis de discutir.
—Enrico, ya sabes lo que pienso al respecto. Creo que eres tú el que tiene que poner a tu madre en su sitio. Cada vez que digo o hago algo, ya ves cómo reacciona.
—Creo que sois tal para cual —protestó dejándola sin palabras.
Mordiéndose la lengua para no seguir discutiendo, salió de la habitación y se encaminó a la habitación de las niñas, que jugaban con sus muñecas. Al verlas tan bonitas, sonrió por la suerte de tener a dos pequeñas tan preciosas y maravillosas. La tarde fue tensa. Loredana le buscaba las cosquillas. Sobre las seis llegó Nora con los niños. Luca y Valentino se pusieron a hablar de sus cosas junto a Hugo, que a pesar de ser tres años menor, se llevaba de maravilla con ellos. Mientras Lía, de ocho años, jugaba con sus primas Claudia y Laura, de siete, quienes le contaron que la nona les había pegado. Lía contestó:
—Es una bruja.
—¡Lía! —regañó Nora al escucharla sin dar crédito.
—Mami —respondió la niña mirándola—, eso es lo que siempre dice la tía.
—Tu tía sabe por qué lo dice —respondió sin saber qué decirle. En el fondo pensaba lo mismo—. Pero tú, señorita, eres pequeña, por lo tanto no vuelvas a decir eso.
—Yo también sé por qué lo digo —murmuró la niña, que miró de nuevo a su madre sin darse por vencida.
—Venga, id a jugar —sonrió Chiara al escucharla, mientras las niñas se marchaban.
—¡Chiara Mazzoleni! —se quejó Nora—. Haz el favor de cortarte con lo que dices delante de la niña.
—Lía es más lista de lo que tú le crees —prosiguió Chiara—. Ella percibe el ambiente cuando esa bruja está en casa, no hace falta que me oiga a mi o a sus hermanos para saber lo que piensa de su cariñosa nona. Y con respecto a los chicos, ¿qué quieres que piensen de semejante ser?
—Tienen que tenerle un respeto. Es su abuela, una persona mayor, y no tienen que olvidar que ella es de la familia.
—Cada vez me recuerdas más a tu madre, ¡la familia! —se burló Chiara, poniendo la voz ronca de Marlon Brando en la película El padrino—. ¡Dios mío, Nora, espabila! ¿No crees que quizá su abuela tiene que respetarlos a ellos para que ellos la respeten?
—Seguramente tendrás razón.
—Por supuesto que tengo razón —asintió Chiara—. Estoy que no puedo más —susurró mientras se sentaba en el salón de la casa—. ¡Cada día la soporto menos!, nos amarga la existencia a mí y a las niñas. Menos mal que Valentino sabe llevarla, con eso de que es su nieto por excelencia. Pero que se ande con ojo. Valentino tiene carácter y eso de que toquen a sus hermanas no le gusta nada. Tú te crees que pegar a las niñas por acercarse a su padre…
—La muy bruja —susurró con odio Nora, que hizo sonreír Chiara—. Y Enrico ¿qué hizo?
—Nada. Decirme que me callara —señaló encendiéndose un cigarrillo—. Lo siento por ti. Pero en dos meses la tienes allí dándote de nuevo la tabarra.
—Calla… no me lo recuerdes. —En ese momento sonó un móvil.
—¿Suena tu móvil?
No respondió al comprobar que el suyo no era.
—Pues el mío no es tampoco —comentó extrañada al comprobar su móvil—. El ruido viene del maletín que tienes aquí.
—Ese es el maletín de Enrico —dijo acercándose a él—. Pero el móvil lo tiene arriba. Me lo pidió antes y se lo di.
El ruido cesó. Pero con curiosidad Chiara abrió el maletín y allí encontró un móvil que nunca había visto. Indicaba tres llamadas perdidas.
—¿Qué haces? —preguntó Nora.
—No sabía que Enrico tuviera más de un móvil —dijo al tiempo que desbloqueaba el teclado.
—Serán cosas del trabajo —comentó Nora para quitarle importancia al tema. Pero en ese momento de nuevo el móvil comenzó a sonar, y sin saber porque Chiara levantó el cojín del sillón y lo puso debajo para que no se escuchara el sonido.
—¿Por qué haces eso? —preguntó riéndose al ver la reacción tan cómica.
—Si te soy sincera, no lo sé —respondió mirándola a los ojos con picardía.
En ese momento se escuchó el timbre de la puerta, y Valentino corrió para abrir. Era Deratto. El doctor amigo de Enrico desde hacía muchos años.
—Buenas tardes, Deratto —saludó Chiara, que salió a recibirle con una forzada sonrisa en sus labios. Nunca se habían caído bien—. ¿Traes ya los resultados de Enrico?
—Sí, querida —asintió algo incómodo.
—¿Qué pasa? —preguntó Nora.
—No se ofendan, señoras, pero me gustaría hablar primero con Enrico.
—¿Qué ocurre? —preguntó Valentino al escuchar aquello.
—Nada, cariño, no te preocupes —susurró Chiara. Y volviéndose hacia el doctor dijo—: Sígueme, Deratto, iremos a la habitación.
—¿Le ocurre algo al tío? —preguntó Luca.
—No os preocupéis, chicos —comentó Nora llevándoselos a la cocina, mientras Chiara iba junto al doctor para ver a Enrico.
Al entrar en la habitación, Enrico saludó familiarmente a Deratto. Loredana se levantó.
—¿Tiene ya los resultados, doctor? —preguntó la mujer rápidamente.
—Sí. Pero quisiera hablar a solas con Enrico.
—¿Qué ocurre? —preguntó Chiara al escuchar aquello.
—Nada importante —dijo el doctor, que miró con complicidad a Enrico.
—Entonces yo me quedo —comunicó Chiara.
—Si ella se queda, yo también —añadió Loredana—. Es mi hijo.
—¡Por favor! —gruñó Enrico—. Chiara, mamá, ¿podéis salir un momento mientras hablo con Deratto?
—Muy bien —asintió dócilmente Chiara—. Un segundo. Voy a coger de mi mesilla una cosa —y sin pensárselo dos veces, sacó su móvil del bolsillo del pantalón y tras apretar el botón de grabación, cerró el cajón y salió al pasillo, donde esperaba una malhumorada Loredana. Sin ganas de estar a su lado, Chiara se fue hacia la cocina. Allí Nora y los chicos reían.
—Tía, te lo pasarías bien en las clases —decía Valentino.
—Nunca me ha gustado ir al gimnasio —contestó Nora—. Soy un poco vaga. ¡Por cierto! —dijo al recordar algo—. ¿Qué ha pasado en el club? Hace unos días, en las noticias, escuché algo sobre que habían encontrado a un hombre muerto dentro de su coche.
—¡Es verdad! —asintió Valentino—. El señor Zimmerman. Por lo visto, salió del club y en su coche, que estaba en el aparcamiento, le dio un infarto.
—Pobre hombre —respondió Chiara, y volviendo al tema anterior preguntó—: Entonces, ¿por fin vendrás conmigo al gimnasio para ponerte estupenda?
—No digas tonterías —respondió Nora—. ¿Qué voy a hacer yo allí?
—Mamá. Eso se acabó —intervino Luca abrazándola—. Mañana vienes al club y te apuntas a pilates, aeróbic, yoga o lo que quieras —luego, al mirar su reloj, dijo—: Me tengo que ir. He quedado con Dulce.
—Dile que pase por casa —asintió Nora al escucharle—. Tengo algo para ella.
Dulce era la novia de Luca. Una chica encantadora y cariñosa, a la cual ni Giorgio ni Loredana tenían ninguna estima por el simple hecho de ser mexicana. «¡Clase inferior!», según Loredana. Se conocieron en el instituto y llevaban juntos tres años. Hecho que provocó una tremenda discusión entre Luca y su padre, quien llegó a decir cosas terribles de aquella pobre muchacha. Desde aquella discusión, la relación entre padre e hijo se rompió. Luca no aceptaba las críticas de su padre ni de su abuela, y estos no aceptaban a Dulce. Dentro de su tremendo clasismo, les parecía vergonzosa aquella relación.
—A ver si la convencéis de que el gimnasio es algo saludable para las personas, y que no existe edad para estar estupenda —dijo Chiara, que hizo reír a todos—. Aunque, hijos, cada vez estoy más convencida de que vuestra madre ha sido criada para ser cocinera, fregona y madre las veinticuatro horas.
—El ejercicio viene bien para el cuerpo y la mente —animó Hugo—. Además, Valentino es un estupendo profesor de yoga. Apúntate a sus clases en el club.
—¿Estás trabajando en el club? —preguntó Nora sorprendida—. ¿Desde cuándo?
—Desde ayer —contestó Chiara—. Todavía no me había dado tiempo a contártelo.
—Pero… ¿y tu carrera de arquitecto? ¿Continuarás con ella?
—Seguiré con ella por no dar un disgusto a la abuela y a papá —suspiró mirando a su madre. Nunca dijo nada, pero estaba al corriente de los problemas de su padre con el juego—. De momento, estoy dando clases de yoga en el club. Mi aspiración es montar mi propio centro de yoga. La arquitectura no es lo mío.
—De momento, termina la carrera y sigue con tus clases; lo que venga después, ya veremos —dijo Chiara tocando el pelo a su guapo hijo.
—Mamá —animó Luca—. Apúntate a las clases de Valentino. Verás cómo te gustarán.
—¡Vale!, ¡vale!, lo pensaré, y vete, Dulce te espera.
—Le dije que pasaría a buscarla sobre las ocho. Queremos ir al cine a ver la última de Keanu Reeves.
—Qué guapo, ¡por dios! —susurró Chiara al escuchar el nombre del actor—. ¿Dónde se meterán los hombres como él?
Quince minutos después, Chiara se dirigió de nuevo a su habitación. En ese momento se abrió la puerta.
—¿Ahora me vas a decir qué ocurre? —preguntó al doctor.
—Nada grave, querida —siseó al hablar, mientras la tomaba del brazo.
—Díselo, Deratto —gritó Enrico desde la cama—. Prefiero que se lo cuentes tú. Al fin y al cabo, eres el médico.
El doctor les miró y con gesto sonriente informó.
—Enrico tiene infección en la orina. Nada importante, no os preocupéis.
—¿Y por eso hemos tenido que salir? —preguntó desconcertada Loredana.
—Le he tomado unas muestras de un lugar que seguramente a su hijo no le gustaría enseñarle —rio el doctor al decir esto, y mirando a Chiara prosiguió—: De todas formas, aparte de la infección en la orina, hemos encontrado algunas cándidas. Te recomiendo que te pongas estos óvulos, y que él se aplique esta crema un par de veces al día.
—¿Cándidas? —exclamó Chiara sorprendida.
—Ya sabes que esas cosas pueden aparecer cuando menos te lo esperas —señaló el doctor mientras le daba unas tabletas vaginales para ella y una pomada para él—. Poneos esto durante diez días y veréis cómo todo desaparecerá.
—¿Qué le has pegado a mi hijo? —gruñó Loredana acercándose a Chiara, quien ni se inmutó por aquel comentario.
—Señora… —comenzó a decir el doctor.
—Qué agradable es, ¿verdad? —y volviéndose a su suegra preguntó—: ¿Quieres ponerte tú también los óvulos y la crema, o vale con que nos los pongamos tu hijo y yo?
—¡Chiara! —gritó Enrico al escucharla.
—¡Chiara qué! —chilló ella con mirada desafiante. Un silencio incómodo reinó en la habitación. Con tranquilidad abrió su mesilla y, tras parar la grabación, se metió el móvil en el bolsillo y volviéndose, dijo al doctor—: Te acompañaré hasta la salida.
—Mañana pasaré a verle —se despidió el médico antes de salir por la puerta.
Tras cerrar, Chiara, inquieta por saber lo que había grabado en su móvil, fue hasta la cocina. Llamó la atención de Nora. Esta dejó a los chicos y fue tras ella.
—¿Qué pasa?
—Ven conmigo —dijo Chiara, y ambas se dirigieron hasta el despacho que tenían en la casa. Tras cerrar la puerta sacó el móvil del bolsillo—. Aquí tengo grabado lo que Deratto ha hablado con Enrico.
—¿Has grabado la conversación? —preguntó alucinada—. ¿Por qué?
—Primero, porque no entiendo qué no podía escuchar yo de esa conversación y, segundo, porque me ha dado la gana —luego, mirándola, dijo:
—Encima me han dicho que tengo cándidas, y justamente hace cuatro días fui a mi revisión ginecológica y Gloria, mi doctora, me dijo que estaba estupenda de todo.
—Pero ¿qué crees que vas a escuchar en esa cinta?
—No lo sé. Pero ahora mismo lo sabremos —dijo pulsando para reproducir.
—Ha costado sacar a las mujeres de aquí ¿Son siempre así?
—Continuamente —respondió Enrico—. ¿Se sabe algo más?
—Caponni está contento contigo.
—¡Pobre hombre! En el fondo me dio pena.
—¡Era un diablo! Por cierto, en los análisis el mismo resultado de la última vez.
—¿Otra vez?
—Vuelves a tener sífilis.
Al escuchar aquello, Nora y Chiara se miraron.
—¡Joder!, otra vez —respondió Enrico.
—Creí, como en otras ocasiones, que era mejor no decirlo delante de tu mujer. He pensado que seguramente no sería ella quien te lo pegara, y me creo en el derecho de decirte, por duodécima vez, que lo primero que debes hacer si tienes relaciones extramatrimoniales es ponerte un preservativo, ¿acaso no lo sabes?
—Siempre pongo mis medios, pero tienes razón. Últimamente soy más despistado. Las mujeres me pierden, y en especial la rubia que conocimos en el Buda.
—Ten cabeza, amigo mío. Sé prudente, y aunque disfrutes cada noche de una fémina diferente, piensa en tu salud. De momento, ya sabes que tengo que ponerte una inyección de penicilina. Y durante varios días encontraré excusas para venir a ponerte las siguientes dosis.
—De acuerdo. Pero que no se entere ninguna de las dos fieras que están fuera esperando.
—Tranquilo. Ya tengo experiencia en mentiras con respecto a ti y a tu hermano. El día que os cobre todos estos favores, os arruino —y sonriendo mientras preparaba el inyectable dijo—: Confía en mí, y ahora date la vuelta, que te ponga esta inyección.
En ese momento, Chiara paró la grabación con cara de descomposición.
—¿Sífilis? ¡Será hijo de puta! —gritó.
—¿Quién? ¿Tu marido, el mío o el médico? —pregunto Nora, todavía sin creer lo que había escuchado.
—Cualquiera de los tres —respondió Chiara.
Furiosa, se dirigió al sillón donde minutos antes había dejado un móvil bajo los almohadones. Sacó el móvil, lo miró, y en ese momento comenzó a sonar. Rápidamente Nora lo tomó y, sin pensárselo dos veces, lo metió de nuevo bajo los almohadones. En ese momento Loredana entró al despacho.
—¿Qué quieres? —preguntó Chiara con cara de pocos amigos.
—Enrico me ha pedido que le suba su maletín de trabajo, ¿lo habéis visto? —preguntó mientras Nora, con el pie, lo empujaba para que quedara bajo la mesita.
—Por aquí no lo veo —respondió esta.
—Dijo que estaba aquí —insistió la mujer.
—Aquí no está —respondió secamente Chiara.
Y tras una desafiante mirada, sin decir nada, la mujer se alejó con paso firme y decidido.
—Sí… Ve, rottweiler, ¡bruja! —resopló Chiara—. Ve con tu podrido hijo.
Cuando estuvieron solas, Nora sacó el móvil escondido, y tras desbloquearlo con manos temblorosas, comenzaron a inspeccionarlo. Había cinco llamadas perdidas y cinco mensajes recibidos. Dos de Giorgio, de voz, y tres escritos de una tal Luz María.
—¡Mamma mia! —gritó Chiara al leer lo que ponía en un mensaje—. ¿Has visto lo que escribe la tal Luz María?
—Déjame ver —comentó Nora, que intentaba tranquilizarse y leyó: «Hola, semental. Confírmame la cena del viernes con tu guapo hermano y con Manuela».
Al leer Nora aquello, le subió la tensión por las nubes.
—Serán hijos de…
—De su madre. Eso ya lo hemos dicho —la cortó Chiara quitándole el móvil de las manos, mientras leía otro mensaje de Luz María: «Todavía tu lengua recorre cada centímetro de mi cuerpo, ¿y la mía en el tuyo?». Soltando el móvil rápidamente dijo—: ¡Qué asco! Por dios. Dónde había metido este la lengua.
—Esto no puede estar pasando —gimió Nora al ver de pronto que el mundo que ella había estado sujetando con pinzas caía ruidosamente sobre ella.
Sabía que su relación desde hacía años no era perfecta. Pero nunca quiso pensar que su marido pudiera tener amantes. Siempre tuvo constancia de los devaneos de Enrico, Chiara se los contaba. Pero nunca intuyó que su serio y pulcro marido pudiera estar jugando al mismo juego que el sinvergüenza de su cuñado.
—Siento decirte que está pasando —susurró Chiara al verla en un estado que le recordó al suyo hacía años, hasta que se centró y continuó su camino—. Alguna vez hemos hablado de estos temas. Ambas sabemos que nuestras vidas en pareja dejaron de ser maravillosas hace mucho tiempo. Yo lo asumí, ¿por qué te empeñas en no querer ver lo que tienes delante?
—Ya, pero esto es…
—¿Esto es qué? —preguntó Chiara con dureza—. No me digas que tu instinto de mujer no te avisaba de que Giorgio estaba con otras mujeres en la cama haciendo lo que no hace contigo. Siento hablarte así, pero no quiero que sigas viviendo una vida de mentira. Nora, ¡sé realista de una puta vez!
—Oh, dios…
—Siento decirte que tu marido es tan cabronazo como el mío. Creo que ya llegó el momento de que salgas de tu sueño rosa y empieces a pensar en ti.
—¿Para cuándo tienen la cita? —preguntó Nora al sentir que la realidad la comía.
—Aquí, ¡al semental!, le ponen que para el viernes.
—Borra los mensajes de entrada, deja el móvil en su maletín y súbeselo.
—¿Que se lo suba? —gritó Chiara intentando recordar su último encuentro sexual con su marido—. Lo que voy a hacer es cortarle los huevos, ¡será cabrón! Me podía haber pegado la sífilis.
—Chiara, escucha —susurró Nora—. El hermano de Lola es detective privado. Lo contrataremos.
—Nora, me pides que disimule en estos momentos —susurró bajando la voz—. ¿Cuánto tiempo tengo que disimular antes de matar a ese hijo de su madre?
—De momento, tienen una cita el viernes. Dejemos que los acontecimientos vayan por sí solos.
—¡Nora Cicarelli! A veces me dejas pasmada con tus reacciones. Hija, toda la vida contigo y todavía me sorprendes. ¡Qué frialdad!
—Ay, dios… Si esto es lo que parece, no sé qué va a ser de mi vida.
—¿Por qué dices eso? ¿Tú estás tonta, Nora?
—No sabría qué hacer. Tengo treinta y nueve años, tres hijos, no tengo trabajo y…
—¿Acaso te estás compadeciendo de ti?
—Creo que sí. Mi vida será para compadecerme.
Chiara, tocándole la cara con cariño, le susurró:
—Mira. Si yo soy capaz de contenerme con respecto a lo que me gustaría hacerle a Enrico, tú eres capaz de contenerte con respecto a compadecerte de tu vida.
—No es fácil —sonrió tristemente Nora.
—¿Quién ha dicho que la vida sea fácil? —murmuró abrazándola—. La vida no es fácil pero omitimos pensarlo. Cualquier cosa requiere su sacrificio y quizá este sea el momento de hacer nuestro propio sacrificio para intentar una vida mejor.
—Mi vida está acabada. No sé qué haré sin Giorgio. Mi vida está centrada en él y en los niños.
—Tendremos que asumir que a Giorgio y al semental se les da muy bien la vida sin nosotras. ¿Alguna vez le has mandado a Giorgio algún mensaje de este tipo al móvil?
—¿Tú estás loca? —respondió escandalizada—. Quizá debí mandarle algún mensaje de esos a Giorgio alguna vez.
—No lo pongo en duda. Pero ahora ya no es momento.
—Mami, mami —gritaron las niñas.
Al verlas acercarse, Chiara miró a su amiga y dijo:
—Dale zumos a las niñas. Subiré el maletín al semental y ya sabes, aquí no ha ocurrido nada hasta que sepamos realmente lo que pasa.
Nora, con toda la tranquilidad que pudo, se encaminó con las niñas a la cocina. Allí seguían Valentino y Hugo, tras servirles a las niñas zumo, vio a Chiara encaminarse hacia la habitación, y en menos de dos segundos volvió a estar de nuevo en la cocina con todos.
—¡Qué rápida!
—¡Para qué seguir allí! Ya le está cuidando su rottweiler particular —susurro con una media sonrisa.