AQUELLA NOCHE, CUANDO IAN LLEGÓ A SU CASA, encendió el ordenador. Tenía un mensaje de Juliana. Le pedía el favor de localizar el correo electrónico o el teléfono de Sara. Tras meditarlo unos minutos, pensó que sería buena idea y llamó a Carlos. Seguro que él podría conseguirlo. En menos de una hora, le mandó a Juliana la información. Muerto de sueño, se acostó y dejó el ordenador conectado.
En la quietud de la noche, Ian escuchaba un pequeño timbre, nada fuerte, pero sí lo suficientemente molesto y continuo como para interrumpir su sueño. Desconcertado, se levantó y miró a su alrededor. De pronto, percibió que el ruido provenía del ordenador. Alguien a través del Messenger intentaba ponerse en contacto con él. Era Juliana.
Juliana: Tengo noticias.
Juliana: Mañana su hermano y su marido mandarán un cargamento robado a su padre, desde el muelle 8 de Valencia hasta Sicilia. Debéis detenerlos, le han quitado a su hija. Se la llevan a Sicilia. Sara escuchó una conversación privada. Como represalia, la han separado de la niña y ahora ella espera lo peor.
Ángela: Tranquila, Juliana, ahora me pongo a ello.
Juliana: A veces he oído a mi padre hablar del muelle 56, el 15 de Colombia y el 4 de Barcelona. Lo que no sé es qué guarda, aunque seguro que no es nada bueno.
Ángela: Gracias.
Juliana: ¿Nos ayudarás?
Ángela: No lo dudes.
Tras cortar la comunicación, se puso en contacto con Blanca y con su equipo. En menos de una hora estaban todos de camino a Valencia mientras organizaban el operativo.
—¿Pero qué se supone que habrá en el muelle? —preguntó Carlos.
—De momento, un bebé que no tiene culpa de nada —señaló Ian mientras miraba los planos—. Y casi con seguridad, varias de las obras de arte que buscamos desde hace tiempo.
—Lamberto Rodríguez está al mando del operativo de Colombia y Ángel Valls se ocupará del de Barcelona —añadió Blanca—. Tienen ya firmadas las órdenes de registro. Esperarán hasta que les avisemos.
—Espero que todo este despliegue policial sirva para algo, MacGregor —gruñó Santamaría por haber tenido que interrumpir su sueño—. Si no, cargarás con todas las consecuencias.
Ian lo miró y sonrió. Santamaría parecía molesto, pero sabía que estaba feliz. Con un poco de suerte, por fin podría archivar aquel caso.
—Todo saldrá bien —asintió Carlos, que dio un voto de confianza a su amigo.
—¿Qué más necesitamos? —preguntó Blanca, que omitió el comentario del jefe.
—La orden de registro para el muelle 8 —añadió Ian, que miró a su jefe y sin pestañear le dijo—: Tenga por seguro que cuando termine este caso, aparte de necesitar un favor que no es para mí, necesitaré unas vacaciones.
Enrique Santamaría no respondió, pero sonrió. A las seis de la mañana, la policía de Valencia, en colaboración con la de Madrid, esperaba pacientemente camuflada la llegada de los responsables del barco Sirena de Mar IV, que, tras ser investigado, resultó estar a nombre de Roberto Cruz. En ese momento sonó el móvil de Ian.
—Dígame.
—¿Subinspector MacGregor? —preguntó una voz asustada.
—Al habla. ¿Quién es?
—Sara Cruz —susurró—. Juliana me dio su número.
—¿Estas bien, Sara? —preguntó al oír la voz de aquella muchacha—. ¿Dónde estas?
—He conseguido escapar. Por favor, ayúdeme a recuperar a mi hija.
—Tranquilízate, Sara. Dame tiempo —cerró los ojos para trazar un rápido plan—. ¿Continúas en Canarias?
—Sí. Estoy en una cafetería.
—Dime el nombre de la cafetería.
—La Ola —respondió al verlo escrito en las servilletas—. Por favor, señor, ayúdenos. Mi niña es muy pequeña y…
—Sara, escúchame bien. No te muevas de ahí. Irá a recogerte un hombre llamado Juan Gálvez. ¿Me has entendido? Juan Gálvez.
—Sí —sollozó muerta de miedo—. Por favor, dense prisa. Se llevan a mi niña.
Tras colgar, sin aliento, Ian marcó el teléfono de Gálvez, que sin perder un segundo fue en busca de la muchacha, tardó poco en llegar a la cafetería y como ya la había visto en fotos, le resultó fácil reconocerla.
—Sara, soy Juan Gálvez —se presentó ante aquella mujer nerviosa y ojerosa.
—Gracias —murmuró abrazándole como si lo conociera de toda la vida.
Media hora más tarde, Ian recibió un mensaje de Gálvez: «Está conmigo».
—Atención, atención, se acercan dos coches, un Ferrari rojo y un BMW blanco —se escuchó por radio.
—¡Ian, mira! —susurró Blanca acercándose agachada hasta él—. El coche de Roberto es el de la izquierda, y el Ferrari que llega detrás es el de Marcheso.
—Ten cuidado, que no te vean —susurró Carlos al escucharla.
—MacGregor —llamó Santamaría—. De qué favor me hablabas en la oficina.
—Necesitaré ingresar a dos mujeres y un bebé en el programa de protección de testigos. Y no aceptaré un no, jefe.
—¿Cómo? ¿Pero es que os creéis que todos pueden ingresar en ese dichoso programa? —gritó Santamaría mirándolo y atrayendo la mirada de otros agentes.
—Se lo he prometido, Santamaría. No pienso permitir que nadie les toque un pelo —dijo mirándolo directamente.
Santamaría lo miró, pero al final sonrió.
En ese momento se oyó por la radio:
—Atención, atención, mujer blanca, de estatura media, baja del Ferrari con un bulto que puede ser el bebé en los brazos.
—Atención a todas las unidades, llevan retenido un bebé. Máximo cuidado —repitió Santamaría por el walkie-talkie—. Que nadie se mueva hasta que yo lo indique —y tras mirar a Ian comentó—: Luego hablamos.
De nuevo se escuchó por radio:
—Atención, atención, llegan varios camiones.
Escondidos en los tejados de aquel muelle, decenas de policías e inspectores de distintos departamentos esperaban una orden para hacer su trabajo. Observaron sin ser vistos cómo Roberto, tras saludar a Marcheso, daba órdenes para distribuir las mercancías dentro del barco, mientras este ojeaba unos cuadernos que posteriormente firmó. A todo esto, una mujer paseaba por la cubierta del barco con el bebé a bordo.
—¿Reconoces a la mujer? —preguntó Blanca.
—Katrina —susurró Ian al verla a través de los prismáticos.
—¡Tenías razón cuando decías que estaba liada con Roberto! —murmuró Blanca quitándole los prismáticos.
De nuevo por radio:
—Atención, atención, se acerca un Bentley azul por la derecha, demasiado deprisa.
—¡Caponni! —susurró Ian al reconocer el coche.
Todos miraron hacia el Bentley El fuerte portazo de Caponni al cerrar el coche atrajo la atención de Roberto, mientras una rabia incontenible se apoderaba de él. Desde la lejanía no podían escuchar lo que decían, pero discutían. Cuando menos lo esperaban, Marcheso sacó una pistola y a bocajarro le disparó en la cabeza; el cuerpo de Caponni cayó sin vida en el suelo, como una pluma.
—¡Joder!, se han cargado a Caponni —susurró Blanca incrédula mientras observaba al frío Roberto.
—Vaya… Esta familia se lleva muy bien —exclamó Carlos al ver aquello.
—El dinero y el poder —aclaró Ian—, en la mayoría de los casos, crean enemigos.
Otra vez la radio:
—Atención, atención, llegan a toda velocidad cinco coches más.
—¡Pide refuerzos! —bramó Santamaría a Carlos al ver lo que allí podía ocurrir.
Tras decir aquello se organizó un gran revuelo. Los hombres de Giovanni Caponni, al ver lo ocurrido, sacaron sus pistolas por las ventanillas de los coches y comenzaron a disparar. Los peones que descargaban los camiones corrían para todos lados e intentaban no ser alcanzados por alguna de las balas que volaban a su alrededor.
Marcheso, que no tuvo capacidad de reacción, cayó muerto en décimas de segundo con un tiro en la frente. Roberto corrió en busca de refugio. Cuando ya estaba a punto de alcanzarlo, una bala le dio. Cayó de bruces contra el suelo. El muelle 8 del puerto de Valencia era un hervidero de gente que corría hacia todos lados. Ian alcanzó a ver a Katrina meterse dentro de las dependencias del barco.
—A todas las unidades —gritó Santamaría por el walkie—: Salgan y detengan a esos hijos de puta.
—Bueno, nenes —cargó Blanca sus pistolas guiñando un ojo a Ian y a Carlos—. Comienza el baile y tengo el carné repleto.
—Tened cuidado —gritó Santamaría, que salió tras Blanca.
Aquello, en minutos, se convirtió en un verdadero caos. Los agentes invadieron la zona en pocos segundos. Había varios muertos por el muelle, y muchísimos heridos. Las ambulancias comenzaron a llegar pero no podían actuar, los heridos continuaban tirados por cualquier parte, y el intercambio de tiros aún no había cesado.
Ian, sorteando las balas, llegó hasta el barco y se introdujo en él. El caos reinaba allí también, pero unos sollozos de bebé llamaron su atención. Siguió la estela de aquellos ruiditos y pronto se vio ante una asustada Katrina.
—¿Qué haces aquí? —preguntó la muchacha al ver a Ian frente a ella con una pistola.
—Katrina, soy el subinspector MacGregor —dijo sin pestañear—. Dame a la niña.
—Maldito hijo de puta —gritó esta—. ¿Eres poli?
—Has escuchado bien. Dame a la niña y por favor, no empeores tu situación.
AI escuchar aquello, Katrina se desmoronó y tras dejar a la niña en los brazos de este, comenzó a llorar. Otro policía la esposó y comenzó a leerle sus derechos. Cuando Ian salió del barco con la niña, el tiroteo había cesado. Pudo ver a Blanca, Carlos y el jefe Santamaría. ¡Gracias a dios, todos estaban bien! Tras darle un cariñoso beso a la niña en la cabeza, se la entregó a un médico, mientras él se acercaba con odio a Roberto. Katrina, al ver a Roberto en el suelo ensangrentado, comenzó a gritarle la verdadera identidad de Ian.
—¡Poli de mierda! —escupió mientras continuaba tendido boca abajo. Un tiro le había dado de lleno en la espalda—. Qué pena no haberlo sabido antes para haberte reventado la tapa de los sesos.
—Sinceramente, Roberto, nunca me caíste bien —dijo agachándose a su lado mientras buscaba con la mirada un médico para que lo atendiera—. De todas formas, gracias a tu ayuda y tu prepotencia, hemos conseguido por fin lo que buscábamos.
—Nunca cooperaría con vosotros.
—No he dicho que cooperaras —sonrió Ian con frialdad—. Pero fíjate qué suerte la mía, que en una sola jugada te enchirono a ti y me deshago de Caponni y de Marcheso.
Al ver que Roberto sonreía Ian, deseoso de meterle dos tiros, preguntó:
—¿Qué te hace gracia?
—Me las pagarás cuando salga del trullo, maldito hijo de satanás.
—¡Temblando estoy! —se mofó al escucharle y recordar la cantidad de veces que había oído aquella fatídica frase—. Caponni, tu padre, ¿también te las ha pagado?
—Era un viejo tacaño y codicioso. No aceptaba que su tiempo había pasado y que ahora yo, su único hijo, debía ser el jefe.
—¡Único hijo! ¿Y tú hermana?
—Es una mujer y no cuenta. Además, hice un buen trato con Marcheso: él se encargaba de mi hermana y yo, a cambio, se lo agradecería todos los meses.
—Parece que en vez de tu familia, hables de fichas de ajedrez.
—¿Acaso debo pensar que son algo más? —rió con la frialdad que gobernaba en su corazón—. Para mi ellos, y las guarras con las que me he acostado en el club, son lo mismo. Los considero eslabones que me han hecho llegar hasta mi empeño.
—Sinceramente, Roberto, oyéndote hablar, no sé qué es lo que me das, si pena o asco.
—No descansaré hasta matarte —bufó aquel.
Al escucharle, Ian intentó ser frío y no pensar en su amigo Brad.
—Te pudrirás en la cárcel —espetó Ian dándose la vuelta para alejarse.
—Te pudrirás conmigo —gritó dolorido, y con un rápido movimiento sacó el brazo de debajo del cuerpo empuñando una pistola—. ¡Mírame, cabrón! —gritó haciéndole mirar—. ¿Ves estas dos muescas? Las hice en honor a dos policías que maté. Pronto habrá una tercera.
—Lo dudo. Tira el arma y no me obligues a matarte —respondió Ian muy concentrado mientras empuñaba su pistola.
Pero Roberto prosiguió:
—La primera muesca la hice hace dos años. Me cargué a un policía en Madrid. Fue un auténtico placer verlo retorcerse de dolor mientras se desangraba —rió con malicia al observar la cara de rabia de Ian—. Y ahora que lo pienso, seguro que sabes por quién hice la segunda muesca.
—Brad —susurró Ian, y Roberto, con las fuerzas que le quedaban, se carcajeó.
Al pensar en él sintió que la angustia se apoderaba de todo su cuerpo. Con rabia, quitó el seguro de su pistola mientras le apuntaba y siseó:
—Cállate, hijo de puta, o te meto una bala entre los ojos.
—¡Ian, no! —gritó Blanca, que corrió hacia ellos.
—Esto se pone interesante —silbó con malicia Roberto desde el suelo—. Vaya, veo que conocías a ese inglés. ¡Cuanto lo siento!
—Cállate de una puta vez, Roberto —gritó Ian al escucharle. Apretaba la pistola entre sus manos y notaba cómo un sudor frío le invadía las manos y la frente.
—Escuchó demasiado en el baño, y tuve que matarlo —prosiguió aquel para horror de todos los que le escuchaban—, aunque tengo que decir a su favor que no suplicó. Era valiente ese tío y me caía bien —chasqueó la lengua y, a punto de disparar, dijo—: La vida es así de puta.
—Tú lo has dicho, es así de puta —disparó Ian antes de que lo hiciera Roberto.
En ese momento se oyeron varios disparos.
—Exacto, cabrón —susurró Blanca, que, al igual que su compañero, acertó en el brazo que empuñaba el arma. Este la soltó y del dolor se desmayó.
El sonido de las sirenas llenaba el aire y casi tenían que hablar a voces.
—Highlander, me has asustado —gritó Blanca acercándose hasta él—. Creí que ibas a matarlo.
—Pensaba hacerlo —asintió mientras le ponía el seguro a su pistola—. Por culpa de este desgraciado, Brad no está aquí.
—Tienes razón, pero, por desgracia, no podemos hacer nada para que Brad vuelva —tosió Blanca—. Además, ya sabes lo que habría pasado con Asuntos Internos. Informes, informes y más informes.
De pronto, Blanca observó más de cerca a Roberto.
—¿Por qué no se mueve este hijo de puta? —dijo acercándose para tocarle el pulso—. ¡Highlander, me lo he cargado! ¡Mierda, mierda, me lo he cargado!
Ian se acercó y, tras comprobar lo que esta decía, la miró y dijo:
—No te preocupes, yo también he disparado. Tranquila, Blanca.
—No habéis sido vosotros —respondió Santamaría, quien había escuchado todo—. Me lo he cargado yo —añadió mientras guardaba su arma—. Este cabrón ya no vuelve a hacer ninguna muesca más a costa de la vida de ningún policía. Y por el informe y Asuntos Internos, no os preocupéis. Yo me encargo.
Ian y Blanca se miraron incrédulos.
—Cuenta con mi firma para ese informe —añadió Ian—. Corroboraré todo lo que pongas.
—Y con la mía, jefe —asintió Blanca, que miró con asco el cuerpo de Roberto tendido en el suelo—. Y por muy feo que resulte lo que voy a decir, me alegro de haber acabado con un asesino, un ladrón, un mal hijo y un mal hermano. En fin, una mala persona.
Santamaría asintió.
—Después de más de cuarenta años en la profesión, estoy harto de que estos hijos de puta nos maten y nosotros no podamos hacer nada la mayoría de las veces.
En ese momento se organizó un buen revuelo entre las ambulancias y los coches patrulla.
—¿Qué ocurre? —preguntó Santamaría.
—Jefe —gritó Carlos mientras se acercaba hasta ellos—, los detectives Rodríguez y Valls llamaron desde Barcelona y Colombia. El operativo ha sido un éxito. En los muelles 56, 15 y 4 había escondidos óleos, joyas, coches y cocaína —sonrió excitado por aquellos hallazgos—. Y en el muelle 4 hemos encontrado tal alijo de sustancias psicotrópicas, que podemos enchironar a Anterbe y a su gente para muchos años.
—¡Montesinos! —bramó Santamaría feliz—. Pide una orden de detención contra Félix Anterbe. Yo mismo iré a su casa a detenerle. Quiero que un equipo forense y biológico comience a trabajar en el muelle 4 —y con su normal mala leche bramó—: Me da igual si estáis un día entero recogiendo pruebas o veinte, pero quiero que lo hagáis a conciencia. Por lo tanto, de aquí no se mueve nadie hasta que yo lo diga, o juro que cuando le coja le pateo el culo.
Blanca, al ver las reacciones de distintos compañeros, sonrió a Ian.
—Cómo se gana el cariño de la gente. Este hombre, como siempre, haciendo amigos.
Ian se carcajeó.
—Es parte de su encanto. No lo olvides.
—¡MacGregor! —gritó Santamaría por encima de la frente.
—¡Ay dios! ¿Qué has hecho ahora? —preguntó Blanca sorprendida.
—Te lo digo cuando vuelva —susurró encaminándose hacia él.
—Quería darte las gracias por tu colaboración. Y espero que esa preciosidad pelirroja sea lo bastante convincente para hacerte abandonar Barcelona. Necesito hombres como tú en Madrid —susurró alejándose del grupo para que nadie pudiera oír su conversación—. También quisiera que transmitieras a tu tío mis máximas felicitaciones por tenerte como sobrino.
—Gracias en nombre de los dos. Le encantara saber que aun le recuerda.
Santamaría sonrió.
—Los buenos compañeros nunca se olvidan, aunque sea un jodido chivato.
—El no, señor —sonrió Ian al escuchar aquello—. Fui yo el que decidí guardar la información que él me dio. Simplemente, la utilicé cuando la necesité.
—Muy inteligente por tu parte, muchacho —asintió al escucharle—. Muy bien, dile a Chopi que mi mujer espera impaciente nuestro próximo encuentro.
—¿Chopi? —preguntó Ian mientras un policía se acercaba al jefe con unos papeles en la mano—. Le llamabais Chopi.
Santamaría se carcajeó.
—Si yo te contara… —y tras firmar los papeles y quedar solos susurró—: Por cierto, highlander, no olvides pasarme tus vacaciones.
Aquello hizo gracia a Ian, que decidió contraatacar:
—No lo dudes, Muffi.
Santamaría, al escucharle, se paró en seco con una sonrisa en la boca. ¡Jodido muchacho! Y sonrió al ver cómo se marchaba con su compañera muerto de risa.