AOUELLA NOCHE, AL SALIR DEL CLUB, IAN TUVO QUE regresar a las oficinas. Carlos Méndez le había llamado para avisarle de que habían llegado unos papeles por valija interna a nombre de Ian MacGregor en los que ponía «confidencial». Allí se encontró con Blanca, que aquella tarde no había ido al club.
—Mira —dijo enseñándole una carpeta—. Gálvez nos mando informes a los dos, ¡qué mono!
—¡Monísimo! —resopló ofuscado al escucharla. Se sentó y comenzó a leer los papeles.
—Chicos, ¿tomamos unas cervezas? —propuso Blanca.
—Conmigo no contéis —respondió Ian.
—Conozco un local donde ponen una música de salsa buenísima —sugirió Carlos.
—No me apetece salir —repitió Ian.
—No seas aburrido y ven con nosotros —bromeó Blanca. A todos nos han dado calabazas alguna vez en la vida.
Ian levantó la cabeza de los papeles y con una mirada de enfado respondió:
—Qué parte no entendéis de la palabra ¡no!
—Joder, ¡highlander! —pinchó Blanca guiñándole el ojo a Carlos. ¿Vas a estar con ese humor mucho tiempo?
Este no respondió, y fue Carlos el que habló.
—Recuerdo a una chica que una vez, me…
—No me interesan vuestras historias —interrumpió, y tras cerrar la carpeta con un sonoro golpe, dijo—: Por lo tanto, y como veo que tenéis ganas de dar por culo, ¡me voy! Os dejaré solos y podréis daros por culo mutuamente —dijo marchándose del despacho a grandes zancadas mientras Blanca y Carlos se partían de risa.
Al llegar a su casa, Ian fue directamente al contestador automático con la esperanza de escuchar la voz de Nora. Pero solo había llamado su hermana. Tras ducharse, puso un CD de Tracy Chapman, cogió una cerveza y se sentó descalzo encima de su sillón, donde, tras encender su portátil, comenzó a revisar informes.
Entre los papeles que Gálvez le enviaba, había varias fotos de archivo de Juliana, la hija de Anterbe. Aquella muchacha era la hija de un problemático narcotraficante. En las fotos se la podía ver de compras, con amigos o simplemente sentada en un parque leyendo. Tras el informe sobre Juliana, pasó a revisar el de Sara Cruz. Esta se había casado con Sergio Marcheso, director del hotel Viva la Isla.
«Marcheso», pensó. Me suena ese apellido.
Tras leer los informes, decidió consultar e incluir aquellos nombres en su archivo particular. Desde sus comienzos en la policía y gracias a la idea de su tío Vittorio, comenzó a crear su propio archivo de nombres de capos, bandas y agrupaciones mañosas. Durante años, más de una vez aquel archivo le ayudó. Por eso no se sorprendió cuando, tras introducir el nombre de Marcheso, apareció una ventanita que indicaba que allí había un informe, que procedió a leer.
Sergio Marcheso, siciliano, había llegado a Cádiz hacía veintidós años junto a sus padres y su hermana Virginia. Su padre, Stephano Marcheso, dirigió durante años el suministro de cocaína a varios políticos y gente del espectáculo hasta que Silvio Mazzorino, sin piedad, una noche, cuando volvía a su casa, lo mató. Francesca Olivito, mujer de Marcheso, en venganza mató a Cristina Piamode, mujer de Mazzorino. Fue encarcelada y murió estrangulada dos meses después, dejando solos a dos niños de doce y nueve años, Sergio y Virginia. En ese momento sonó el móvil. Al mirar, vio reflejado el teléfono de Blanca. ¡Qué querría ahora! Dudó si cogerlo, pero al final lo hizo.
—¿Estás bien, highlander?
—Sí.
—¿Has cenado?
—No.
—¿Sabes que eres un borde insensible? —al escuchar cómo este resopló, sonrió y, sin hacerle caso, continuó—: ¿Te gustan las anchoas?
—No y no —respondió ceñudo.
—Entonces, abre —dijo dando un manotazo a la puerta—. Tengo hambre y la pizza se enfría.
—¿Estás en mi puerta? —gritó enfadado levantándose para abrirle.
Al abrir, ella, con cara de guasa, colgó el teléfono.
—¡Hola, guapetón! —saludó alegremente ante el enfado de este—. Aquí estoy, con una pizza familiar de beicon, aceitunas, queso, diez cervezas y un tarro de helado de chocolate con cookies. Haremos un trato. Si me invitas a entrar, te invitaré a cenar. Y… prometo no meterme donde no me llaman.
Él la miró ceñudo durante unos segundos, ¿quién era aquella tía para presentarse en su casa y hablarle como si fuera tonto? Pero al final tuvo que sonreír al observar aquellos alegres ojos y lo cargada que estaba con la pizza, las cervezas, el bolso, las carpetas y el helado. Echándose hacia un lado, dejó espacio para que pasara y soltara todo encima de la mesita baja del salón. Ian cerró la puerta.
—¿Por qué has venido?
—Me tenías preocupada, pedazo de alcornoque —dijo dándole con el dedo dos golpes en la cabeza—. Quería invitarte a cenar y comentarte un par de cosillas que he visto en los informes que Gálvez mandó. Además, quiero valorar la posibilidad que Vanesa nos dio. Quizá el tribal era una manera de comunicarse para esas dos muchachas. Pero lo primero es lo primero —abrió la pizza—. Tengo un hambre de mil demonios, por lo tanto… amén, se abre la veda.
Y tras decir esto, cogió una buena porción de pizza y comenzó a masticarla mientras con la otra mano abría una cerveza. Blanca vio dudar a Ian durante unos segundos y al final sonrió cuando le vio coger una porción de pizza que comenzó a atacar.
—¿Sabes algo de Nora?
Durante unos segundos, él la miró y dejó de masticar.
—El trato era que no te meterías donde no le llaman.
—Era una trola. Se me olvido decirle que además de lesbiana soy tremendamente mentirosa —al ver que este sonreía, insistió—: ¿Puedo seguir preguntando?
—Lo harás de todos modos.
—Realmente tengo dos preguntas. La primera es: ¿qué ha pasado para que tengas esa cara de asesino? —señalándolo con el dedo dijo—: Y quiero la verdad, ¿entendido?
—La verdad —suspiró tras dar un trago de cerveza—: añoro a Nora, y que ella no quiera saber nada de mí me está volviendo loco. Nunca en toda mi vida he estado tan obsesionado con una mujer, y esto me está desconcertando.
Tras un buen trago de cerveza, Blanca asintió:
—Lo sabía. Solo quería escucharlo de tu boquita.
—Si no te importa, no me apetece hablar de eso ahora. ¿La segunda pregunta cuál es?
Blanca sonrió.
—El otro día, en la oficina, qué le dijiste en el despacho al jefe. Su cara, cuando te marchaste, era todo un poema.
—Le di recuerdos para su esposa —respondió Ian al ver lo observadora que era su compañera.
—¿Recuerdos para su esposa? ¿Acaso la conoces?
—Yo no —sonrió al decir aquello—, pero mi tío Vittorio sí.
—¿Tu tío?
Al entender que ella no pararía hasta enterarse de quién era su tío, Ian señaló:
—¿Me guardas el secreto? —ella asintió—. Los agentes encargados del seguimiento de Nora le fueron con el cuento de que entre ella y yo existía algo más. Por lo tanto, él personalmente se ha ocupado de seguirla durante varios días.
—¿El jefe haciendo seguimientos? —rió a mandíbula abierta—. Pero si llevará sin hacer eso años.
—El muy zorro quería cerciorarse de que lo que contaban era cierto antes de expedientarme. Fue a buscar pruebas y las encontró. Es más, fue testigo de nuestra tremenda discusión.
—Y qué tiene que ver tu tío en todo esto —preguntó mientras abría una nueva lata de cerveza.
—Tío Vittorio perteneció hace años a la división criminal antimafia italiana. Colaboró con España para acabar con varias de las organizaciones mafiosas del momento. Desde pequeño, siempre me gustó escuchar sus historias de policías y mafiosos. Me enseñaba sus heridas, yo lo veía como un héroe y tenía claro que algún día quería ser como él. Se retiró hace cinco años y vive en Nápoles con su nueva mujer, Zusie, un bombón brasileño que le tiene a raya. Recuerdo que cuando me trasladé a Madrid para ocuparme de este caso, lo llamé y le comenté que estaba trabajando junto al legendario Enrique Santamaría, un policía justo y un hombre excepcional según mi tío.
—Muy bonita la historia de tu tío, pero sigo sin entender nada de nada.
—Durante los años que cooperaron España e Italia, mi tío y Santamaría trabaron una buena amistad. Aquí viene lo bueno de la cuestión —sonrió con malicia a su compañera—. Durante unas elecciones generales, Santamaría debía vigilar, o más bien hacer de guardaespaldas de las hijas de un conocido político de la época. Por lo visto, Ángeles Silva, hija predilecta del político, hizo que el imperturbable Santamaría olvidara su obligación para ocuparse de su corazón y lo que no era su corazón —sonrió al decir esto último— Tío Vittorio fue uno de los pocos testigos que asistieron a la boda de Santamaría, que se aceleró por el embarazo de Ángeles.
—El jefe dejó preñada a la hija del diputado Silva —gritó incrédula al escucharle—. ¡Santamaría cometiendo una regularidad! No me lo puedo creer —rió junto a Ian—. Joder… qué bueno. ¿Y no le expedientaron?
—Se salvó porque al diputado le interesaba una boda rápida. En caso contrario, habría sido un escándalo para la prensa. Imagínate los titulares: ¡Ángeles Silva, hija del diputado Silva, embarazada de su guardaespaldas!
—Anda con Santamaría. Y parecía tonto.
—Tonto se quedó cuando me dijo que iba a abrirme un expediente por mi negligencia y yo le di recuerdos de mi tío Vittorio para su mujer. Nunca me relacionó con él.
Las risas duraron un buen rato, por lo que Ian se relajó.
Una vez terminaron la pizza, se sumergieron en su mundo de expedientes.