AQUELLA TARDE, CUANDO LLEGARON A CASA DE GÁLVEZ, Vanesa se tiró a los brazos de Ian mientras una curiosa Shanna sonreía. «Están preciosas», pensó Ian con cariño mientras Vanesa observaba con curiosidad a Blanca. ¿Habría algo entre aquella rubia y su guapo highlander?
Durante la cena Blanca, con Shanna en brazos, rió al escuchar las anécdotas que Vanesa contaba de ellos, aunque se entristecieron al mencionar a Brad. Sobre las nueve de la noche el móvil de Ian sonó. Era un mensaje de Méndez en el que ponía «protección conseguida».
Tras acabar la cena y mientras Gálvez e Ian se ponían un whisky, Blanca decidió dejarles un rato de intimidad. Por ello ayudó a Vanesa a acostar a Shanna, y luego a ordenar la cocina.
—¿Os conocéis desde hace mucho? —preguntó Vanesa directamente mientras metía los platos en el lavavajillas.
—Desde que somos compañeros —señaló tirando los restos de la comida a la basura—. Me parece un tipo estupendo.
—Y guapo —afirmo Vanesa con picardía dándole un codazo—. Entonces, ¿no tienes nada con él?
—Pues no.
—No lo entiendo ¿cómo puedes resistirte a esos ojos negros?
—No me impresionan sus ojos —sonrió al contestarle—. Quizá me gustaban más los ojos azules del sassenach.
—Mi sassenach —repitió con tristeza Vanesa al escuchar aquel nombre—. Era encantador, ¿verdad?
Esla asintió con la mirada y Vanesa preguntó:
—¿Cómo conoces esa palabra?
—Mi hermana es una loca de las novelas románticas medievales —rió al ver la cara de esta—. Te puedo decir que su autora preferida es Julie Garwood. Su highlander deseado, Brodick Buchanan, y su sassenach anhelado, Marmaduke.
Al escucharla, Vanesa se llevó las manos con comicidad al corazón. Adoraba recordar aquellos nombres que tantos buenos momentos le habían dado a través de la lectura.
—¡Dios mío!, adoro a Brodick —susurró soñadora.
Pero de pronto Vanesa se dio cuenta de que Blanca había sido la compañera de Brad y sin quererlo, susurró en voz alta:
—Entonces tú eres…
Blanca asintió y se carcajeó.
—¡Ajá! La jodida lesbiana tocapelotas.
—Uf… Por favor, no quería decir eso —se llevó las manos a la boca intentando reprimir una carcajada.
—Tranquila, mujer, puedes reírte —dijo dando con complicidad un codazo a Vanesa, que por fin sonrió—. No pasa nada. También sé que dijo cosas bonitas.
—Sí, por supuesto.
Tras un breve silencio, fue Vanesa quien habló.
—Vamos a ver. Me estás diciendo que tienes delante de ti todo el santo día a un pedazo de highlander, soltero, moreno, atractivo, sexy, y ¿no te atrae nada de nada? —Blanca negó con la cabeza—. Pero si es el tío más sexy que he conocido en toda mi vida. Yo quiero con locura a mi Gálvez, y no lo cambiaría por nada del mundo, pero ¡ay, ay, ay Blanca!, ¿te has fijado bien en Ian?
—A mi hermana le encantaría, y más si conociera sus raíces escocesas. Pero para satisfacer tu curiosidad te diré que lo que realmente me gustan y atraen son las mujeres, rubias, morenas, atractivas, con redondos pechos y muy sexys —dijo, y leyó las mil preguntas en la cara de aquella—. Además, ese highlander solo tiene ojos para Nora. ¡Si yo te contara!
Al escuchar aquello, Vanesa soltó los platos y mirándola a los ojos gritó:
—¿Nora? ¿Quién es Nora?
En ese momento entraron los hombres en la cocina.
—Alguien muy especial —especificó Ian con una estupenda sonrisa— que espero poder presentarte algún día, y ahora —gruñó con cara de pocos amigos a su compañera—, ¿serías tan amable de dejar de hablar de mi vida privada y venir al salón?
Gálvez, al ver cómo Blanca miraba hacia el cielo, sonrió.
—Vanesa —señaló Gálvez cariñosamente a su mujer—, no seas tan curiosa y por favor, corazón mío, prepáranos café —luego miró a sus compañeros y dijo—: Vayamos al salón, tenemos que hablar.
—De acuerdo, os llevaré el café —sonrió Vanesa y, tras mirar a Blanca, le susurró—: Tenemos que hablar.
Con una sonrisa, Blanca asintió mientras Ian ponía los ojos en blanco pensando en por qué a las mujeres les gustaba tanto hablar de las vidas ajenas. Una vez llegaron al salón y se sentaron, fue Gálvez quien habló.
—Veamos, ¿de qué conocéis al fiambre?
—Es el ex cuñado de Nora —contestó Ian, mientras Gálvez asentía.
—Ese pollo era un buscavidas —prosiguió Gálvez—. En los últimos meses se le vio en compañía de Juliana, la hija se Félix Anterbe, y por lo que pude averiguar, a Anterbe no le hacía mucha gracia la nueva compañía de su hija. Por eso hace un mes la mandaron a Francia, a la casa que posee en Versalles —Ian y Blanca le escuchaban atentamente—. Cuando hace unos días me pediste información de Sara Cruz no me llamaron la atención ciertos detalles. Sobre todo porque a Sara Cruz nadie la conoce. No está fichada ni tiene pendiente ninguna causa judicial. Pero esta tarde, tras ver los documentos que el fiambre tenía en la cartera, algo me llamó la atención. Cuando llegué al despacho descubrí ese algo al mirar de nuevo los papeles de Sara Cruz.
—Cada vez estoy más perdida —dijo Blanca mientras Ian escuchaba atentamente.
—En el depósito, entre las tarjetas que me enseñaste —dijo mirando a Ian— había una con una especie de tribal y un curioso mensaje, «ayúdale». Ese tribal ya lo había visto —asintió y encendió el portátil mientras les entregaba una carpeta con papeles y fotos. De pronto apareció en el portátil una imagen—. Os presento a Sara Cruz —y acercando la imagen añadió—: Fijaos en el tatuaje que lleva en su tobillo derecho. Como podréis ver, lleva un tribal entrelazado con dos puntas bien definidas.
—El tribal —susurró Ian—. ¿Puedes acercar más la imagen? Parece como si de las dos puntas del tribal colgara algo.
—Son las letras ene y o —añadió Gálvez.
—¡Madre mía! Cómo se parece a Roberto —exclamó Blanca al mirar la foto—. No pueden negar que sean hermanos.
—Tampoco pueden negar que este es su padre —señalo Ian al observar una foto de Giovanni Caponni mientras su cabeza trabajaba rápidamente. ¿Roberto podría ser hijo de Caponni?
—¿Qué dices? —murmuró Blanca.
—Lo que oyes —asintió Ian—. ¿Qué te apuestas a que Giovanni Caponni es el padre biológico de Roberto y Sara?
—Eso es fácil saberlo —añadió Gálvez.
—Pero —susurró Blanca— ¿cuál es el nexo de unión entre Enrico y Sara?
—Este —afirmo Gálvez al pinchar otra foto—. Juliana Anterbe, la hija del Latino. La foto fue tomada hará unos tres meses y archivada. En esa época la chica todavía estaba aquí en Canarias. Ahora veréis —y comenzó a definir una zona de la foto—. Aquí tenéis: mismo tribal, mismo tobillo. ¿Casualidad?
—¡Imposible! —afirmó Ian muy serio—. Nunca Giovanni Caponni haría tratos con Félix Anterbe.
—Creo que los padres de estas chicas no tienen ni idea de que ellas se conocen —continuó Gálvez—. He comprobado que ambas estudiaron fuera del país, en Suiza, en el colegio para señoritas Sol Futuro. Ambas estuvieron registradas con los apellidos de sus madres.
—Qué curiosa amistad —señaló Blanca.
—Y peligrosa —asintió Gálvez.
—¿Qué querrán decir las letras ene y o?
—No tengo ni idea, pero intentaré ayudaros —sonrió Gálvez echándose hacia atrás en el sillón al ver aparecer a Vanesa con el café.
—Lo extraño es que Enrico portara ese dibujo —dijo Blanca.
—Quizá fuera una misiva secreta —comenzó a hablar tranquilamente Vanesa mientras echaba café en la taza de su marido—. Hace tiempo leí una novela en la que se utilizaba una clase especial de rosa como misiva para pedir ayuda.
—Vanesa, tesoro —susurró Gálvez a su dulce mujer—, esto es la vida real, no una de tus novelas románticas.
—Puede tener su lógica —asintió Blanca observándola con atención.
—No me digas que… —rió Ian.
—Cállate, highlander, y abre las orejas —protestó Blanca mientras los otros se reían.
—Ay, ay, cuánta incultura existe en el mundo —protestó Vanesa al ver a los hombres revolcarse de risa.
—Pero preciosa —suspiró Gálvez, que con cariño la sentó encima de él—, estamos trabajando. Agradecemos tu ayuda, pero no creo que…
—Vale, no diré nada más. Pero que conste que solo era una idea, una suposición.
—Tu suposición me la dejo archivada —respondió Blanca ganándose la confianza de aquella mujer—. Estos machitos se creen que porque han nacido con un pito colgante entre las piernas, son los únicos capaces de pensar con lógica.
—Blanca —señaló Ian—, yo nunca he pensado que tú no pudieras ser tan buen agente como los demás. ¿De dónde has sacado semejante tontería?
Blanca, tras tomar un sorbo de su café, señaló:
—Jodidos machotes tocapelotas, ¡si yo os contara!
Eso les hizo sonreír a todos.
—A veces, para entender las acciones de las mujeres, simplemente has de ser mujer —señaló Vanesa—. Quizá, en ocasiones, no somos tan complicadas como nos pintáis.
—Más que complicadas, sois extrañas —rió Gálvez recibiendo una colleja de su mujer.
—Haya paz… —rió Ian—. Haya paz.
—Tranquilo, amigo —guiñó el ojo Gálvez—. Ya sabes como se las gasta mi preciosa Vanesa.
Al día siguiente, tras leer los datos de la autopsia, regresaron a Madrid. Sigilosamente continuaron con sus investigaciones mientras se sumaban al dolor de Chiara y sus hijos.
La mañana de la incineración fue triste para todos. Mientras el cura daba el último responso ante el féretro, Chiara lloró por Enrico, aquel chico alocado y problemático al que un día, hacía mucho tiempo, conoció y amó.
Tras unos días terribles en los que Giorgio tuvo que conocer demasiadas cosas desagradables sobre la vida de su hermano, desesperado, cogió un avión y voló a Venecia para visitar a su madre y comunicarle lo ocurrido. Y el corazón se le paralizó cuando vio con sus propios ojos la situación que Nora le había comentado. ¿Cómo podía estar su madre en aquella situación? Y sobre todo, ¿cómo él lo había consentido?
Loredana, ajena a lo ocurrido, al ver a su hijo se volvió loca de alegría. Ella vivía en su mundo, un mundo cerrado a todos. ¡Su Giorgio había venido a verla! Pasaron el día juntos y Giorgio fue incapaz de darle la terrible noticia. Loredana estaba totalmente desequilibrada. Por la tarde, y ante el asco que le daba seguir en aquella húmeda y sucia casa, la convenció para ir juntos a dormir a un hotel. ¿Cómo había sido tan mal hijo?, pensó desconsolado mientras observaba la casa de su niñez llena de humedades, vieja, sucia y a su madre enloquecida.
Aquella noche, en la oscuridad de la habitación, Giorgio lloró al pensar en lo mal que había sabido sacarle partido a la vida. A sus cincuenta años y tras hacer repaso a su vida, su conclusión era una madre enferma, un hermano muerto y una familia destrozada. Todo ello gracias a él.
Pensó en Nora, en el daño tan terrible que le hizo durante todos aquellos años en los que simplemente había sido la mujer que le esperaba para cenar por las noches. Como padre, tampoco había sido acertado. El resultado era que uno de sus hijos, Luca, estaba alejado desde que Giorgio descubrió que salía con Dulce. Después de una fuerte discusión, Luca terminó diciéndole que siguiera con su vida y lo dejara en paz. Tras pasar una noche terrible en que la soledad le asfixió, por la mañana llamó a Susana, su ex suegra, quien al escuchar su voz no dudó un segundo en acudir a su lado.
Aquella mañana Giorgio también llamó a su amigo Piero Morunei, un reconocido médico. Aquella misma tarde fijó una cita con él. Tras esa llamada siguió la de Unzo Lopiateli que, como favor, le pidió que mandara una cuadrilla de trabajadores a casa de su madre, Era necesario limpiar, fumigar y arreglarla, costara lo que costara. Sobre las tres de la tarde y mientras Loredana dormía, llegaron Susana y Giuseppe. El abrazo que Giorgio les dio rompió muchas barreras. Desde su separación no había vuelto a hablar con ellos, pero a pesar de todo comprobó que ellos seguían ahí. Tras aquel primer contacto plagado de lágrimas, los tres se sentaron en la salita de la habitación del hotel a charlar sobre todo lo ocurrido mientras Loredana, ajena a la realidad, descansaba.
—Ay, hermoso, no le des más vueltas —dijo Susana entendiendo cómo se encontraba—. Lo de Enrico ha sido una terrible desgracia con la que ya no se puede hacer nada. En referencia a tu madre, en su estado no sé cómo podría tomarlo.
—Tengo cita en una clínica a las seis, y creo que no me van a decir nada bueno. Mi madre no está bien. Es como si fuera otra persona. Apenas la conozco.
—En navidades, cuando las chicas estuvieron aquí —señalo Susana—, fueron a visitarla y les impresionó su estado, también sabrás que las echó con cajas destempladas.
Giorgio negó con la cabeza. Nora, la buena de Nora, no le había contado aquello.
—A pesar de todo —continuó Giuseppe orgulloso de ellas—, fueron a la tienda de mi amigo Fausto Barsoti y compraron dos enormes cestas de navidad con bastante comida y las enviaron en vuestro nombre.
—¿En nombre de mi hermano y mío? ¿Por qué? —pregunto incrédulo por lo que estaba oyendo. Nora no le había dicho nada.
—AI ir de vuestra parte —prosiguió Susana al ver la sorpresa en sus ojos—, tu madre lo aceptaría y se sentiría orgullosa de ello.
—Qué pena —sollozó Giuseppe mientras se secaba los ojos con un pañuelo gris—. Tu madre nunca ha visto el buen corazón de mis chicas. ¡Qué pena!
—Creo que ellas —asintió Giorgio en voz alta y por primera vez en toda su vida—, han sido lo mejor que mi madre, mi hermano y yo hemos tenido. Aunque nunca hemos sabido valorarlo.
—Por lo menos has sabido darte cuenta —añadió Susana sin poder evitarlo.
—Me he dado cuenta demasiado tarde —afirmó con ojos vidriosos a sus ex suegros—. En todo lo referente a Nora, me he equivocado como un burro, y el problema es que ahora es difícil recuperar el tiempo perdido.
—Hijo, lo acabado, acabado está —sentenció Giuseppe.
—A veces, la vida da segundas oportunidades —añadió Susana, al tiempo que Giuseppe volvía la cara rápidamente hacia ella incrédulo por lo que esta sugería con aquella contestación.
—Pero ¿qué dices, mujer?
—Lo que creo y siento —susurró afectada por ver a Giorgio tan triste y ojeroso.
—No discutáis por mí —pidió Giorgio sintiéndose mal por intentar dar pena para recuperar a Nora—. Me porté como un cerdo con ella y creo que merezco todo lo que me está ocurriendo —y mirando a los ojos de Susana dijo—: Además, ahora ella sale con alguien y…
—¿Que sale con alguien? —preguntó Giuseppe prestándole toda su atención, cosa que gustó a Giorgio.
—Sale con un motero del club —susurró con desprecio—, un monitor, alguien que no le conviene y que cualquier día la sustituirá por otra.
—¿Con un motero? —se escandalizó Susana, que comenzó a darse aire con una hoja de papel—. ¿A qué te refieres?
—Creo que estoy hablando demasiado —dijo mirándoles a los ojos—. Y no quiero tener problemas con Nora. Ella es muy libre de hacer lo que desee con su vida. No soy quién para ir contando lo que hace o deja de hacer.
—Por supuesto —asintió Giuseppe.
—No te preocupes —dijo Susana intrigada por aquello que acababa de escuchar—. No discutirás con Nora porque nosotros no diremos nada. Ahora, hijo, cuéntame.
Y tras aquello, Giorgio contó lo que sabía referente a Ian. Eso sí, procuró que lo que dijera de él no sonara nada atractivo.
Después de dos días de pruebas continuas y tras consultar antiguos informes, los especialistas llegaron a la conclusión de que Loredana tenía una enfermedad maniaco depresiva llamada trastorno bipolar. Ahora eran entendibles sus cambios drásticos de euforia a tristeza, sus sentimientos de grandeza y un sinfín de cosas más. Los médicos explicaron a Giorgio que aquella enfermedad no aparecía ni desaparecía de un día para otro. El mejor tratamiento era una combinación de medicinas y psicoterapia.
—Yo no sabía que estaba tan mal —susurró cabizbajo al encontrarse con una terrible enfermedad que no esperaba.
—Escucha —comentó el doctor—, tu madre ahora está en la fase depresiva. Te explico. Los enfermos como ella pasan por dos fases. En la maniaca se sienten eufóricos o irritables, casi no duermen, desordenan sus pensamientos, sienten que ellos son los mejores y se creen los reyes del mundo. Pero ella ahora está en la fase depresiva, y eso hace que no tenga interés por nada de su alrededor, que se descuide, que no coma, que no se concentre y que duerma tanto.
—¿Pero estáis seguros de que tiene esa enfermedad?
—Giorgio, los informes hablan por sí solos. Sé que es duro, pero esta enfermedad no se diagnostica de la noche a la mañana.
—¿Se recuperará?
—Eso depende mucho de ella y de vosotros —respondió el doctor.
—¿De nosotros? —preguntó Giorgio mirando a sus ex suegros, que estaban a su lado.
—Mira, Giorgio, voy a ser sincero. Nosotros en la clínica utilizaremos tratamientos bioquímicos y estabilizadores del ánimo como litio, valproate y carbamazepine. Pero se recomienda que los pacientes cuenten con bastante apoyo tanto a nivel familiar como de un psicoterapeuta, y por supuesto que participen en los grupos de apoyo.
—¿Cuándo le podré decir lo de Enrico? —dijo a punto de llorar.
—De momento, es mejor no decírselo.
—¿Cuánto tiempo tiene que estar ingresada? —pregunto Susana mientras daba unas palmaditas en la mano a Giorgio, quien cada vez se hundía más en su asiento.
—Tal y como ha venido, de momento, seis meses —anuncio el doctor Vitorio Corbali—. Aquí controlaremos su comportamiento destructor y su agresividad. Sabemos que ahora estará reticente en un principio a todo, pero tranquilo, cuando se recupere te agradecerá lo que hiciste por fin.
—¿Saldrá curada? —preguntó Giuseppe compadeciéndose por primera vez de aquella napolitana loca.
—Digamos que saldrá repuesta. Pero deberá seguir tomando una medicación de por vida; si no, puede volver a tener una recaída y con ello fatales consecuencias.
Tres días después, Giorgio volaba de nuevo hacia Madrid. Había solucionado momentáneamente lo de su madre. Estaba arreglando la casa de su niñez y se sintió fatal al recordar lo que había contado sobre la vida de Nora.