EL SÁBADO POR LA MAÑANA, NORA LLEGÓ HASTA LAS ROZAS. Aparcó su coche y sonrió cuando vio a Ian sentado en los escalones de entrada leyendo el periódico.
—Te estaba esperando, pelirroja —saludó levantándose ágilmente al verla.
—¡Ya estoy aquí! —respondió nerviosa.
Nunca había pasado un fin de semana clandestino con un hombre. Aquello, cuando comenzó a salir con Giorgio, era impensable. Pero dejando de pensar en el pasado, miró a Ian y pensó: «¿Cómo se puede estar tan guapo a cualquier hora del día? Y sobre todo, ¿es normal que todo le siente tan bien?».
—¿Estás preparada para un fin de semana lleno de pasión, lujuria y desenfreno? —dijo este divertido al ver como se ponía colorada como un tomate. Para picarla más le susurró al oído—: Pienso hacerte disfrutar lo no escrito.
—¡Ian! No me digas eso —protestó avergonzaba al notar el ardor en su cara.
Él, divertido, la besó, pero atacó de nuevo.
—Dame tu bolsa, tomatito. Sígueme y te enseñaré donde enloquecerás de placer.
El ático en cuestión tendría unos cien metros. Todo estaba escrupulosamente ordenado, y Nora observó el buen gusto que tenía él para la decoración. Pero lo que más le sorprendió fue el orden.
—No es muy grande, pero es mi casa —sonrió viendo como lo observaba todo.
—Qué ordenado eres.
—Vale. Lo confieso —se burló él—. Esta mañana madrugué para colocarlo. Quería que tuvieras una buena opinión de mí. ¿Lo he conseguido?
—Sí. Lo has conseguido —asintió mientras los brazos de Ian la rodeaban y la atraían hacia él para besarla.
Poco a poco, Nora perdía el control de la situación y comenzó a dejarse llevar por el deseo y la lujuria.
«¡Dios, le deseo tanto, que debe ser pecado!», pensó acalorada.
Ian la alzó entre sus fuertes brazos y en dos zancadas llegó al dormitorio. Con cuidado, la posó en la cama y pronto la aplastó con su fibroso cuerpo para seguir devorándola. Con rapidez pero sin dejar de mirarla, se quitó la camiseta negra y dejó ante ella un sexy torso desnudo, moreno y cuidado.
«Ay, dios… Me vuelve loca», suspiró Nora. Caliente y excitada, comenzó a tocar aquella piel oscura y esos maravillosos abdominales marcados mientras notaba cómo las fuertes manos de él le quitaban la blusa. Semidesnudos y con las respiraciones entrecortadas, se miraron con deseo.
—No pienso dejarte salir de mi cama en todo el fin de semana —murmuró embelesado—. Pienso hacerte el amor de todas las maneras que sé.
—No quiero salir de tu cama —susurró ella con el corazón a cien por hora mientras disfrutaba de aquellos besos.
—Hummm… Me vuelves loco, pelirroja —suspiró y metió su lengua sedosa en la boca de ella, mientras sus dedos le desabrochaban el sujetador.
Cuando por fin consiguió liberar sus pechos, bajó su boca caliente hasta el erecto y duro pezón derecho. Y sin darle tregua, comenzó a succionarlo, haciéndola arquearse de placer, mientras introducía su mano con posesión entre sus piernas.
—Así me gusta. Que disfrutes mi amor —sonrió al verla tan entregada.
—Yo también quiero que disfrutes —susurró entre gemidos.
Él sonrió.
—Ya estoy disfrutando —murmuro al sentir un escalofrío.
Al escucharle, ella enredó sus dedos en el pelo de él para atraerle.
—Escúchame, Ian. A pesar de ser mayor que tú, tengo menos experiencia en dar placer. Mi ex marido solo me buscaba en contadas ocasiones y creo que fue porque yo nunca fui buena para esto —él la besó, pero ella le separó—. Nunca hablé de esto con él, pero creo que realmente fue así. Cuando comencé era demasiado joven, inexperta y poco exigente. Pronto fui madre y luego, con los años, simplemente me acomodé a lo conocido.
Ian le puso un dedo en los labios y la silenció.
—Desde mi punto de vista, creo que tu marido no supo darte el placer y la confianza que necesitabas para desinhibirte —susurró mientras se perdía en su mirada—. Si él, desde un principio, hubiera buscado el placer mutuo, te puedo asegurar que no pensarías así. De todas maneras, no le culpes por ello. A veces las parejas rompen y no solo es por el sexo. La vida tiene muchos matices, cariño.
Aquellos apelativos cariñosos con que Ian la llamaba le encantaban. Para Giorgio, siempre fue Nora. Nunca cariño, ni amor, ni pelirroja, ni cielo. Solo Nora.
—Ya lo sé —respondió al tiempo que se sonrojaba—. Pero deseo y quiero hacer contigo todo. Y para eso necesito que me digas cómo te gusta que te toque, te bese, te ame. ¡Por favor!
—Escucha, amor —sonrió él—. Solo con escucharte o mirarte me pones cardiaco. Me excita tu voz. Me excita tu mirada, tu boca, tu pelo. Toda tú me excitas.
—¿En serio? —susurró con sensualidad.
—Muy en serio —ronroneó chupándole el lóbulo de la oreja. Luego, apoyándose en sus codos para no aplastarla, señaló—: Yo te diré eso que me pides si prometes desinhibirte y disfrutar plenamente.
—Te lo prometo —asintió Nora con seguridad en sus ojos y en su voz.
En ese momento él se quitó de encima y se tumbó junto a ella.
—Ayúdame a quitarme los pantalones —pidió mirándola.
Nora se levanto y sin pensárselo dos veces, tiro de ellos, dejando ante sus ojos el escultural cuerpo moreno, vestido únicamente con unos calzoncillos negros de Calvin Klein.
«¡Qué sexy! Por favor», pensó mientras le miraba.
—Me quitaré la falda —señaló al ver el protuberante bulto latente que aquellos calzoncillos escondían. Anhelaba tenerlo dentro.
Pero Ian la sujetó.
—No te quites la falda —mandó él al ver el deseo en sus ojos—. Dame tu mano.
Ella se la entregó y él la metió dentro de sus calzoncillos, donde un pene grande, sedoso y viril se endureció al sentirla. Nora, al tocarlo con aquel descaro, se excitó aún más.
—Así me gusta, y si mueves la mano así y aprietas un poco, me volverás loco.
Nora, como hechizada, hizo todo lo que él le indicaba.
—Quiero volverte loco.
Ian, con sus caricias, se arqueó de placer. Sentir cómo ella le tocaba le encantaba. Nora comenzó a mover su mano alrededor de aquel miembro tan bien formado y sobre todo tan espectacularmente ardiente y erecto, mientras con la otra mano le quitaba los calzoncillos. El apenas podía hablar, tenía la boca seca, solo podía mirarla sin apenas decir nada. El tacto de su piel, la presión que ejercía y sus movimientos circulares le estaban volviendo loco. De pronto, Nora le escuchó gemir y con un rápido movimiento Ian la atrajo hacia él.
—Nora, para y siéntate encima de mí.
Ella obedeció. Se sentó a horcajadas sobre él, quedando el calor de su miembro justo bajo su húmeda braga. Eso la excitó más y se movió.
—Para, pelirroja, o no podré seguir manteniendo el control —sonrió mientras cogía un preservativo y tras moverse con maestría se lo ponía.
—Quiero que pierdas el control —respondió Nora exigente, asustándose de su propia voz—. Y quiero que lo pierdas aquí y ahora.
Al escuchar aquello, Ian no pudo más. Con un rápido movimiento se sentó en la cama con Nora encima, metió sus manos debajo de ella para levantarla unos milímetros de sus piernas y tras echar la tirilla de sus bragas hacia un lado, introdujo su caliente pene en ella, hasta que se lo clavó.
—Esto es lo que querías, ¿verdad? —susurró sin aliento mirándola a los ojos.
—Sí… Oh… Sí —asintió entre jadeos mientras se agarraba con fuerza a los hombros de Ian.
Ayudándola, tras levantar su falda, Ian posó sus manos en el trasero de ella y asiéndola con fuerza, comenzó a moverla dulcemente mientras le chupaba el apetitoso pezón con ardor.
«Ay, dios… Esto me gusta», pensó Nora mientras notaba arder la boca de Ian en su piel.
En ese momento y por primera vez en su vida, se sintió perversa y sexy. Comenzó a mover ella sola las caderas a un ritmo lento y enloquecedor, mientras a horcajadas y con una mirada salvaje y posesiva hacía entrar aquel pene en ella una y otra vez. Aquella lenta y deliciosa agonía le gustaba y sentía, por cómo la abrazaba, que a Ian también. Llevó su boca hacia la de él y comenzó a besarle con toda la pasión que su cuerpo desprendía, mientras sus movimientos cada vez eran más sincronizados y profundos, hasta que finalmente los dos se arquearon y un escalofrío de placer les recorrió dejándolos abrazados y sentados en la cama, uno encima del otro.
Minutos después, seguían respirando todavía con dificultad. Ian rió a carcajadas cuando observó cómo Nora se quitaba la arrugada falda y tras tirarla al suelo, volvía al ataque. Poco después, los dos se devoraban encima de la cama hasta que juntos y agotados se volvieron a dejar llevar por el placer.
—Madre mía, Nora, ¡me vas a matar! —se burló mirándola sudoroso y agotado.
Feliz se levantó de la cama para ir al baño y desde la puerta bromeó.
—He creado un monstruo sexual.
Aquello les hizo sonreír.
«Lo que me estaba perdiendo», pensó Nora mientras esperaba que Ian regresara a la cama. Deseaba sentirle de nuevo en su interior. Quería que la embistiera con su fuerza bruta y joven y la hiciera delirar de nuevo de placer.
—¿Qué piensas? —gritó él desde el baño.
—Nada, nada —se avergonzó al escucharle.
Sonó el ruido del agua.
—¿Te apetece una ducha? —volvió a gritar.
—Ahora no. Dúchate tú. Más tarde me ducho —dijo poniéndose la camiseta negra de Ian para ir a la cocina a beber agua. Le encantaba. Olía a él.
—Tardo dos minutos. Pon algo de música si te apetece.
Nora, tras coger el agua, se apoyó en una viga con un vaso en las manos para observar el ático. Sus ojos fueron directos hasta la PlayStation. Vaya, era cierto, tenía una. También miró una estantería llena de libros, juegos de la Play y películas en DVD. Sonrió cuando leyó títulos como Rambo, El laberinto del fauno, Los puentes de Madison, Coronel Truman, etcétera.
Había bastantes CD de música. Vio uno de Neneh Cherry, lo puso y la música llenó el ático. Con curiosidad se acercó hasta varias fotos. «¿Serán sus padres?», pensó mientras comprobaba cómo aquella mujer morena era igual a Ian, aunque el hombre pelirrojo no se parecía en nada. En otra aparecían unas chicas, ¿sus hermanas o alguna novia? Decidió no pensar y se fijó en una foto en la que se veía a Ian junto a un grupo de hombres. Todos miraban con desafío a la cámara mientras brindaban y reían.
Se acercó a otra estantería en la que había varios libros de Agatha Christie y John Grisham. Dedujo que le gustaba la novela negra y policiaca. Había tantas cosas que no sabía de él. Sus ojos pasaron por encima de libros llamados Pruebas jurídicas para policía, Leyes del Estado, Manual de supervivencia, Científica policial… «¡Qué aburrimiento!», pensó mientras continuaba leyendo: Entrenamiento de triatlón, Entrenador personal, Nutrición deportiva, aunque sonrió al ver Cómo aguantar a una mujer 24 horas y Hombre y beicon igual a cerdo.
Con una sonrisa en los labios regresó a la cocina para dejar el vaso de agua y al cruzar el salón, un objeto que había en una de las estanterías llamó su atención. Era la figura de un Óscar. Al pie del mismo ponía: «Oscar al policía más sexy».
«¿Policía sexy? ¿Quién le habría regalado aquello?».
Los celos llamaron a su puerta. Hasta ese momento solo se había dedicado a observar. Pero el demonio de los celos le apremiaba para que buscara donde no debía. Pero se negó. No. No lo haría.
Al llegar de nuevo junto a la cama, sonrió al ver su falda tirada en el suelo y las sábanas mal colocadas y con olor a sexo. «Hummm… Me encanta». Se sentó en un lateral para mirar el móvil mientras continuaba pensando quién le habría regalado aquel dichoso Óscar, cuando se le cayó el teléfono al suelo. Se agachó a recogerlo y se sorprendió al ver algo que no esperaba bajo la cama. Ante sus ojos tenía unas esposas.
«¿Qué hace esto aquí?», pensó al cogerlas.
Su mente comenzó a trabajar con rapidez y la desconfianza se apoderó de ella.
«¿Las utilizará con la del Óscar? Ay, dios mío, ¿no será un psicópata?».
Ian, al salir del baño y ver a Nora con las esposas en la mano con cara de no entender nada, maldijo al recordar que las había guardado a última hora debajo de la cama.
—¿Esto es tuyo? —preguntó sorprendida.
«Llegó el momento», pensó Ian.
—Sí. Precisamente sobre eso me gustaría hablar —respondió con calma plantado ante ella con solo una toalla alrededor de la cintura, mojado y sexy.
—¿Y el Óscar al policía más sexy? —volvió a preguntar hipnotizada al ver cómo las gotas de agua resbalaban de su pelo a sus tríceps—. ¡Oh, dios mío! —gritó asustándolo—. ¿Trabajas como stripper en un club?
—¿Qué? —replicó Ian con gesto divertido.
—Ay, dios… ¿Cómo no me he dado cuenta antes? ¡Seré imbécil!, eres joven, guapo, tienes un cuerpo de escándalo, ¡eres stripper!
Nora se llevó las manos a la cara con gesto grave. ¿Estaba saliendo con un chico que hacía desnudos en despedidas de solteras?
—¿Qué estás diciendo? —rió al escuchar aquella barbaridad. ¿Ella creía que era un boy? Y siguiéndole la broma preguntó—: Verdaderamente ¿crees que podría sacar un sobresueldo trabajando los fines de semana?
Al ver la cara de desconcierto de ella, rápidamente añadió:
—Por favor, Nora, no pienses tonterías —aunque se carcajeó—: ¿Yo un boy?
—¿Entonces? —bufó esta con las esposas en la mano.
—Escucha, cariño. Desde hace tiempo quería hablar contigo. Es un tema un poco delicado y…
—Has dicho ¡tema delicado! ¡Delicado! —gritó asustada al pensar en lo peor.
Separándose de él gritó.
—El tema delicado no será que tienes con quién utilizar las esposas, y por eso te ha regalado el Óscar al poli más sexy —Ian intentó hablar, pero ella no lo dejó—. Me estás intentando decir que soy una más que visita tu maravilloso ático en busca de tus placenteras caricias, o quizá —puso cara de terror— eres… eres… ¡dios mío!, un psicópata asesino que piensa descuartizarme.
Ian no sabía si reír o llorar de risa. Aquello era surrealista.
—No digas tonterías, mujer. El Óscar al que te refieres me lo regalaron mis hermanas cuando me gradué —contestó al ver cómo los ojos de Nora lo miraban con la misma desconfianza de meses atrás—. Siéntate y déjame explicarte.
—¿Ahora quieres explicarme algo? —gritó y tiró las esposas encima de la cama mientras comenzaba a vestirse sintiéndose como una imbécil por haber sido engañada—. Me hiciste creer que lo nuestro era algo especial. Ahora entiendo. Lo nuestro es puro sexo. Oh, dios, qué tonta he sido al pensar que yo te podía gustar.
De pronto, la situación divertida comenzó a ser caótica e Ian, acercándose a ella, levantó la voz y dijo:
—¿Quieres hacer el favor de escucharme? Claro que lo nuestro es especial. Y por supuesto, ¡claro que me gustas!
—No has sido sincero. No quiero escucharte —sentenció con una mirada dura.
Al intentar separarse de él, dio un golpe a la mesilla, con tan mala suerte que de esta cayó algo que la dejó atónita.
—Eso… eso es una… ¡dios mío, tienes una pistola!
El pánico se apoderó de ella. Era un psicópata seguro.
—Ven aquí, cariño —gruñó al ver cómo ella lo miraba aterrorizada mientras él recogía la pistola del suelo y la colocaba encima de la mesilla.
—No te acerques a mí —gritó asustada mientras miraba hacia la puerta semidesnuda y con el pelo revuelto.
Si echaba una carrera, quizá llegase a ella antes que él. Pero antes de que comenzara a correr, Ian ya la había tumbado en la cama y con un rápido movimiento, la esposó a la cama mientras ella pataleaba e intentaba gritar. Algo imposible. Le había puesto su mano en la boca.
—Ahora, si te tranquilizas, no chillas y me dejas explicar —dijo muy serio aflojando su mano—, te quitaré la mano de la boca.
Al hacerlo, ella reaccionó y él aulló.
—Joder, Nora, ¡me has mordido! —gritó dolorido.
—¡No te perdonaré esto! —gritó enfadada al tiempo que asustada, ¿y si realmente era un asesino?—. ¡Quítame las esposas! Si me haces algo, todos sabrán que has sido tú, maldito psicópata. ¡Suéltame! Mucha gente sabe que estoy pasando el fin de semana contigo. ¡Te buscarán!
—Cariño —intentó reprimir la sonrisa mientras la veía tan enfadada encima de la cama con su camiseta negra—. No soy ningún psicópata y ten por seguro que eres la última persona a la que haría daño en este mundo.
Soltándola, se levantó, se dirigió hacia su cazadora y tras coger algo del bolsillo, volvió junto a Nora, que continuaba esposada. Abrió la cartera, de la que colgaba una placa, y dijo:
—Soy el subinspector Ian MacGregor y trabajo para el grupo de Respuesta Especial para el Crimen Organizado, el Greco —Nora paró y lo miró—. Estoy infiltrado en el club por el tema que llevó a la muerte a mi amigo el detective Brad, Max para la gente del club. Intentamos atrapar a una banda que se dedica al robo de joyas y obras de arte.
Nora, incrédula, ni se movió. Solo lo miraba a él y a su placa. Ian continuó:
—Brad —señaló con tristeza— era el policía que había infiltrado antes que yo. Él era mi amigo y yo necesito encontrar al desgraciado que lo mató. Ahora bien, ¿crees que habría sido buena idea que el primer día que nos conocimos te hubiera contado esto?
Ella no respondió. Estaba en choque.
—Si no te he dicho nada antes es porque no debía, ni podía. Pero llegados a este punto, y al ser lo importante que eres para mí, prefiero decírtelo y arriesgarme a que me sancionen antes que perderte —sin quitarle el ojo de encima, cogió la pistola y la metió en un doble fondo de la mesilla. Siento mucho que te asustaras al ver esto. No era mi intención.
Nora intentó ordenar sus pensamientos rápidamente. ¿Subinspector? ¿Ian MacGregor? ¿Infiltrados? Entonces, ¿no era monitor de gimnasio?
—No sé de qué manera pedirte perdón —continuó desesperado al ver su cara—, pero no podía hacer otra cosa. Por motivos de seguridad, no puedo ir contándole a todo el mundo a qué me dedico, y menos si encima estoy inmerso en un caso.
—¿Ian MacGregor? —preguntó mirándole a los ojos mientras él asentía con gesto ofuscado, cosa que provocó una sonrisa en Nora—. Te llamas Ian MacGregor y eres subinspector de policía.
—Sí, cariño —asintió esperanzado de que ella le perdonara. No quería perderla. La necesitaba—. Tienes que intentar entender que no podía revelarte quién soy. Por favor, Nora, tranquilízate y piénsalo. Yo nunca te haría daño.
Pero Nora ya lo había pensado.
—Tienes veintiocho años, ¿verdad?
—Sí, mi amor —asintió él con una tímida sonrisa.
—Tu madre ¿sigue siendo napolitana?
Ian sonrió.
—Sí. Y para mayor información, te diré que mi padre es escocés. Vive en Galway. Tengo dos hermanas, Loreta e Ivanna, y dos sobrinos, y estoy loco por ti.
—Me he asustado al ver la pistola —suspiró Nora.
No sabía por qué pero le creía. Le había mentido desde el principio, pero cuando le miraba a los ojos, le creía.
—¿Podrías soltarme?
—Con la condición de que no te vayas —suplicó mirándola a los ojos—, y de que me des la oportunidad de explicarte todo lo que quieras preguntarme. Cariño, necesito que entiendas que todo lo que yo siento por ti es verdadero.
—No me iré —susurró mirándolo con intensidad.
¿Adónde iba a ir? Ese hombre la tenía hechizada y necesitaba sus besos como respirar.
—Pero no quiero ni una mentira más —apostilló Nora mimosa.
—¡Prometido! —sentencio mientras la besaba con esa pasión que solo Ian poseía tan varonil y sensual.
Los besos se hicieron más intensos e Ian tiró a un lado la cartera con la placa para masajearle la espalda, mientras ella se estremecía de placer ante aquellas caricias.
—¡Quítame las esposas! Tenemos que hablar y…
—Luego hablamos —le susurró al oído embrutecido y excitadísimo por la pasión que ella tenía en los ojos—. Ahora, relájate y disfruta, mi amor.
Aquella pasión la llevaba a la locura. El sexo con Ian era caliente y sabroso, una mezcla explosiva que la hacía perder la razón. Sujeta a la cama con las esposas, se sintió débil y vulnerable a las ansias de él, quien con pasión la besaba.
«Voy a explotar de calor», pensó al verse abandonada al placer carnal de aquella manera tan salvaje. Y al final exploto, pero de lujuria, cuando él le insertó su pene y le hizo con posesión el amor.
Durante la noche hablaron en profundidad de sus vidas y sus sentimientos. Ian, más relajado que horas antes, le contó la verdad de su trabajo y su familia. Nora sonrió al saber que el hombre pelirrojo de la foto era su padre, Thomas MacGregor, un rudo escocés de Galway ¡Ahora entendía por qué su pelo rojo le gustaba tanto!
Le contó que tras graduarse en Nápoles en un curso de criminalística y relaciones internacionales, conoció a Brad, un inglés divertido, y a Gálvez, un canario encantador. Estos le animaron a presentarse y ganar una plaza en el Greco y con el tiempo lo consiguió. Tras tres años de intenso trabajo, consiguió plaza en Barcelona como subinspector. Le gustaba vivir allí y a pesar de echar mucho de menos a su familia, decidió comenzar una vida en aquella tierra. Por aquel entonces, en su vida apareció Elsa, con la que vivió durante año y medio. Pero su relación se rompió cuando ella se enamoró de otra persona. Por ello se centró en su trabajo para olvidar y únicamente se permitía sonreír cuando estaba junto a su familia, Brad, Gálvez o Vanesa. Pero tras la trágica muerte de Brad y acabado el caso Spagliatello, pidió el traslado temporal a Madrid para ocuparse del caso que su buen amigo no pudo archivar. Se lo debía.
Nora escuchó atentamente todo lo que contaba. Sentados uno frente a otro en la deshecha cama, vio la tristeza y la rabia en sus ojos cuando le relató lo ocurrido con Brad, y sintió la pena en su mirada cuando señaló quién era en la foto en que se veía a varios hombres sonrientes brindando. Fue una noche llena de confesiones. Ella aprovechó para contarle cosas de su familia, de su desaparecido hermano Luca y de su ex marido, Giorgio.
«¡Menudo idiota, perder una mujer así!», pensó él.
Tras varias horas de confesiones, Nora sintió la necesidad urgente de hacerle el amor y al ver las esposas, lo pilló a traición y se las puso.
—¡Te pillé, MacGregor!
«¡Dios, si hasta su nombre era sexy!», rió ella al tenerlo sujeto a su merced.
Él sonrió y aunque adivinó lo que Nora pretendía hacer, se dejó cazar.
—Ahora el que está esposado eres tú.
Divertido, rió entre dientes al ver su mirada de leona.
—Pelirroja, la primera vez que te esposé a la cama fue para que me escucharas. La segunda vez que lo haga —susurró al notar las manos de ella bajar por sus abdominales— será para no soltarte nunca más.
A la mañana siguiente, tras llamar a Lola y a Chiara y comprobar que todo seguía en orden, se marcharon a dar un paseo por la sierra de Madrid.
Comieron tranquilamente y más tarde pasearon por Las Rozas, mientras la tarde se acababa y ambos sabían que se tenían que separar. Nora tenía unos hijos que atender. Con toda la pena del mundo por ambas partes, se montó en su coche y tras varios besos que la incitaban a más, se despidió de Ian prometiéndole guardar su secreto.
Ian, tras ver desaparecer el coche, subió a su ático y el perfume de Nora continuaba allí. ¡Esa mujer le había hechizado! Al pensar eso, sonrió mirando la foto de su padre. Aquellas palabras eran típicas de él. En ese momento sonó el teléfono y tras cogerlo sonrió:
—Hola, papá, justamente estaba pensando en ti.
—Seguro que la descerebrada de tu madre ya te ha llamado —gruñó Thomas muy enfadado.
—No he hablado con ella, papá —sonrió mientras se acercaba al frigorífico, lo abría y cogía una cerveza—. ¿Qué ha pasado ahora?
—¡Quiere el divorcio! Esa loca italiana va a acabar conmigo.
—Qué ha pasado, cuéntame —suspiró Ian al escucharle. Sus padres y sus problemas.
—Hace dos semanas y con la ayuda de tus hermanas, ¡por fin! —gritó rudamente desde el otro lado del teléfono—, la convencimos para que viniera a pasar unos días conmigo. La fui a recoger al aeropuerto, todo iba de maravilla, estaba feliz y contenta hasta que fuimos a una fiesta que daba Greg Douglas, sabes quién es, ¿verdad?
—Sí, papá —asintió—. ¿Qué pasó?
—Que se ha empeñado en que entre Margeta, la hermana soltera de Greg, y yo existe algo. Dice que le sonreí y que ella me seguía con la mirada. ¡Por san Ninian! Pero si esa mujer tiene una cara de loro estreñido que no puede con ella. Y ahora, hace unos minutos, me acaba de llamar para pedirme el divorcio. ¡Al demonio con la italiana! Se lo firmaré y no quiero saber más de ella. ¿Cómo puede pensar eso de mí? Esta mujer me está volviendo loco —aquello hizo a Ian sonreír. Minutos antes de sonar el teléfono, pensaba lo mismo de otra mujer.
—Tranquilo, papá, tranquilo —susurró sentándose en el sofá. Aquella conversación duraría horas.
Cuando Nora llegó a casa, sus hijos la recibieron con una grata sonrisa que disipó relativamente la tristeza por la separación de Ian. Por la noche, en la cama, recordó lo vivido aquellas últimas horas. ¡Había sido genial! Y se sonrojó al pensar en cómo le había hecho el amor con las esposas puestas, con ojos ardientes y besos dulces. ¡Aquello para su madre seria pecado! Pero ella… deseaba pecar más.