LAS SEMANAS PASARON Y LA RELACIÓN QUE NORA E IAN habían comenzado se mantenía en secreto para casi todo el mundo, en especial para la gente del club. No querían ser el centro de todas las conversaciones. Por ello, diariamente, Ian la veía pasar a través de los cristales de la clase de musculación y se moría de ganas por abrazarla y besarla. Cuando se cruzaban por el club, ambos se saludaban con una sonrisa e intentaban esconder lo que sus mentes y sus cuerpos realmente deseaban.
En aquella época Nora comenzó de nuevo a saborear el lado dulce de la vida. Ian intentaba facilitarle todo tanto como podía. Intuía que ella nunca lo había tenido fácil. Salían al cine, a cenar, a pasear, e incluso, por primera vez en su vida, Nora acudió a un concierto de música en directo. Ian compró las entradas para ir a ver a Michael Buble. Durante el concierto, y protegidos por la semioscuridad del local, se abrazaron y besaron sin saber que un par de ojos sorprendidos les observaban.
Al salir aquella noche del concierto, Nora salía pletórica de alegría. Sonrió al ver que Ian le compraba un CD del cantante en uno de los puestos. Le había gustado todo: la música, el concierto y sobre todo las caricias y la compañía de Ian, que una noche más no le exigió sexo. Algo que Nora deseaba. Ian, consciente de ello, y aunque se moría por hacerle el amor, esperó. Nora merecía la espera.
Lo que peor llevaba Nora cuando estaba en el club era retener sus deseos de arrancarle los pelos a la pija. Verla correr tras Ian para llamar su atención la enfadaba. ¡Era odiosa aquella niñata! Siempre tan perfecta, con su melena tan bien peinada y tan «fashion victim».
Una noche, cuando Ian llegó a su ático, se encontró un mensaje de Gálvez en el contestador. Vanesa había dado a luz a una preciosa niña de 3200 gramos. Rápidamente marcó el teléfono de su amigo, que era felicidad y alegría. Tras hablar más de una hora, quedaron en que pronto Ian viajaría a Canarias para conocer a su ahijada. Iba a ser el padrino. Aquello le provocó un orgullo inmenso.
Aquel año, por primera vez en mucho tiempo, Nora se sintió especial cuando el 14 de febrero, día de San Valentín, recibió en la oficina una preciosa rosa roja acompañada por una pequeña pecera redonda donde nadaba tranquilamente un pez de color azul. Sorprendida ante aquel inesperado regalo, leyó rápidamente la tarjeta: «Como este pez me siento yo cuando estoy en el club, te tengo tan cerca y no te puedo besar. Te espero a las diez en Il Rustico. No me falles. Ian».
Nora flotaba en una nube mientras releía una y otra vez aquella nota. Miraba la rosa roja y el precioso pez azul. Aquello era lo más romántico que le habían mandado en su vida. De pronto, sonó el teléfono. Era Chiara.
—Nora, necesito contarte algo.
—¿Qué ocurre? —preguntó asustada dejando a un lado la pecera—. ¿Les pasó algo a los niños?
—Los niños están bien —sollozó esta—. Pero soy una imbécil. No tengo cabeza y me merezco lo peor.
—Pero ¿qué ha pasado? Tranquilízate y cuéntamelo.
—Anoche me acosté con Enrico —dijo por fin Chiara.
—Madre del amor hermoso, ¿qué estás diciendo?
—No me pude resistir. Pasó por casa, quería ver a los niños. Se quedó a cenar y luego nos quedamos solos y bueno… ya sabes.
—Pero ¿cómo eres tan tonta?
—Todo lo que me digas me lo merezco —susurró mientras se encendía un cigarro—. Pero cuando Enrico me pone ojitos, no sé controlarme. Una caricia suya puede conmigo. Una sonrisa suya derriba mis defensas, y ya ni te cuento si entro en materia con él. Uf, dios mío.
—Pero… pero ¿no decías que era un picha floja? —suspiró Nora tapándose los ojos intentando entender aquello.
—Lo decía para odiarle, Pero anoche noté algo raro en él. Simplemente fue diferente. Fue dulce, cariñoso, no sé… no sé…
—Parece mentira que sea yo la que te tenga que decir esto —murmuró Nora—. ¿Sabes lo que ha cambiado en él? Que está solo. Que tras un año se está dando cuenta de que todo el monte no es orégano, y seguro que necesita dinero.
Chiara asintió. Ella también lo pensaba.
—¡Soy una imbécil!
—Por dios, Chiara. Te vuelves a fijar en quien no debes —gritó Nora al pensar en el pobre Arturo Pavés, el dentista—. ¿Cuándo vas a aprender que con Enrico debes mantenerte fuerte? ¿Acaso no te han valido veinte años para conocerle?
—Lo sé, lo sé. Pero cuando me mira con ojitos, me deshago como el azúcar. ¡Dios mío! —gritó desde el otro lado del teléfono—. Por qué no le mandaré a hacer puñetas de una vez.
—Al pobre dentista lo tratas fatal, y al patán este le permites meterse en tu cama.
—Nora, si trato a Arturo así es porque es un pesado. Ya le he dejado claro que no quiero nada con él.
—Un pesado que te adora y que, bajo mi punto de vista, se merece una oportunidad —luego, bajando la voz, preguntó—: ¿Realmente no sientes nada por Arturo? Y sobre todo y más importante: ¿sientes algo por Enrico?
—Voy a ser sincera. Amor, lo que se dice amor, no siento por ninguno. Arturo es un tipo genial al que me gustaría tener como amigo, ¡nada más! —señaló sin demasiada convicción—. Pero el efecto que provocan las sonrisas de Enrico en mí no lo provoca nadie.
—Me avergüenza escucharte eso. Si es que te van los chuletas. Seguro que si Arturo fuera un chuleta engreído como lo es Enrico, te gustaría más. Pero da la casualidad que el dentista es un hombre decente. ¡Olvídate de Enrico!, te he visto llorar mil veces por ese desgraciado. Ha podido pegarte la sífilis. Es un mujeriego empedernido, un jugador, ¿quieres que continúe?
Chiara asintió. Nora tenía razón.
¿Sabes lo peor de todo? Que tienes razón. Pero es que se pone tan italiano y tan romántico en ciertos momentos, que puede con mi moral, con mi fuerza y con mi espíritu.
—¡Tú eres tonta de remate! —suspiró Nora—. ¿Te pidió dinero?
—Nada. Ni un euro. Cuando terminamos se vistió, fue a la habitación de los niños y se marchó. No me pidió nada. Solo fue cariñoso.
—Oh… ¡Qué bonito! —se mofó Nora mirando por la ventana.
—Y esta mañana, cuando me he levantado, he recibido dos preciosos ramos de rosas, uno blanco y otro rojo.
—¡Vaya! Estarás contenta por lo solicitada que te encuentras —criticó a su amiga.
—¡Escucha y calla, Cicarelli! —gritó Chiara al coger las tarjetas que portaban los ramos—. En la tarjeta de Arturo pone: «¿Cenas conmigo esta noche?». Y en la de Enrico: «Nunca te he merecido» —y comenzando a llorar dijo—: Llevaba años sin enviarme nada el día de los enamorados, y justo va y lo hace este año. ¡Le odio!
—¿Cenarás con Arturo? —preguntó omitiendo las palabras de Enrico.
Esta no respondió. Al final Nora se compadeció de ella y sus sollozos y preguntó:
—Chiara, ¿por qué lloras?
—Por supuesto que no pienso cenar con Arturo —respondió secándose las lágrimas— y lloro porque no aprendo.
—¿Quieres que vaya a verte? —dijo dulcificando la voz. Quizá estaba siendo demasiado brusca con ella.
—No. Ahora mismo me voy a ir al trabajo. Intentaré olvidarme de este asqueroso día. ¡Odio el día de los enamorados!
Al escuchar aquello, Nora miró su recién llegada rosa y su simpático pez azul. Decidió omitir en la conversación aquellos regalos.
—Escucha, Chiara, tranquilízate. Piensa realmente lo que quieres y si necesitas algo, llámame al móvil. Esta noche salgo de cena con Ian. Y por favor, tranquilízate, ¿capisci?
—¡Capisco! —respondió Chiara.
Tras aquello ambas colgaron.
Aquel bonito día se convirtió en un día tenso. Pensar en Chiara le producía dolor. A veces no entendía realmente qué buscaba. La conocía muy bien y sabía que sería tremendamente feliz si encontrara a esa media naranja que la abrazara por las noches. No entendía la negativa a Arturo Pavés. Parecía un buen hombre que se preocupaba por ella e intentaba hacerle la vida más agradable. Pero ella se empeñaba en cerrarle continuamente todas las puertas, aun reconociendo que le gustaba. Nora temió que un día Arturo se cansase de aquella situación y pasase página.
Pasadas unas horas llamó a la peluquería y, tras comprobar que estaba muchísimo más tranquila y sosegada, decidió finalmente cenar con Ian. Tras salir del trabajo e ir a casa a dejar la pecera, se duchó y se miró en el espejo mientras se ponía el conjunto de lencería negro que había comprado para la ocasión.
Aquella noche sería diferente. El deseo de ambos era recíproco. Pero Nora sabía que él, aun deseándolo, nunca le propondría aquello. Tenía que ser ella la que rompiera aquel muro. Sonriendo ante el espejo y segura de sí misma, se puso un vestido color beige de licra de lo más sexy. A las diez en punto llegó a Il Rustico, donde un increíble Ian, vestido con una camisa azul y unos pantalones negros, se levantó para besarla cuando la vio llegar. Aquella cena fue excepcional. Ian había contratado con antelación uno de los reservados del restaurante. Cenaron sin indiscretas miradas, y pudieron manifestar sus sentimientos con tranquilidad. Al salir del restaurante Ian, mientras se abrochaba la cazadora negra de cuero, preguntó:
—¿Adónde quieres ir a tomar algo?
—Quiero ir a un lugar, pero no sé bien la dirección, aunque sí sé llegar —respondió Nora mirándole a los ojos—. Hacemos una cosa. Coge la moto y me sigues, ¿vale?
Ian, sorprendido por aquello, sonrió y dijo:
—De acuerdo. Pero recuerda, no pienso acostarme contigo.
Nora, al escuchar aquello, sonrió. Una vez en el coche, esperó a que él llegara con la moto y se dirigió hacia la Ciudad de la Imagen. Una vez, allí, metieron el coche y la moto en un aparcamiento.
—¿Adónde vamos, pelirroja? —pregunto tomándola posesivamente de la cintura.
—Es una sorpresa —murmuró nerviosa mientras montaban en un ascensor que supuestamente les sacaría del aparcamiento.
Una vez dentro, Nora le dio a un botón. El ascensor se puso en marcha y acercándose a él, le susurró al oído:
—Hoy quiero ser yo la que te sorprenda a ti.
El ascensor paró. Las puertas se abrieron y, para sorpresa de Ian, Nora sacó de su bolso una tarjeta, la pasó por el escáner de una puerta y esta se abrió. Ante ellos apareció una agradable suite en tonos tostados. Había una cama king size con dosel y un apetecible jacuzzi.
—¿Y esto? —preguntó boquiabierto y excitado al mirar a su alrededor.
Nora, con más nervios que nunca, se quitó la chaqueta y fue hasta un extremo de la habitación. Encendió un equipo de música y Me and Mrs. Jones inundó la estancia. Ian la miró y tragó con dificultad. La noche prometía.
—Quería que esta noche fuera especial —señaló ella.
Paralizado por el deseo que sentía por ella, solo la miraba. Nora, insinuante, cautivadora y tremendamente sexy, se acercó lentamente a él, apagó su móvil y se humedeció los labios.
—Quiero estar contigo. Te deseo, y quiero con todo mi corazón que tú desees lo mismo —susurró cogiéndolo por el cuello para atraerlo hacia ella. Una vez lo besó, le susurró—: Esta noche solo existimos tú y yo.
—¿Sabes, cielo? —dijo excitado—. He deseado esto desde el primer día que te vi. Pero he esperado a que fueras tú quien lo propusiera. No estoy contigo por sexo.
—Ya lo sé —murmuró mordiéndole el lóbulo de la oreja derecha—. Y por eso he sido yo la que ha organizado esto para poder enseñarte algo que me he comprado para ti —dijo bajándose con una mano el tirante del vestido.
«Ay, dios mío, qué descarada me estoy volviendo», pensó tras hacer aquello y sentir cómo él la miraba.
Al ver que él no decía nada pero sus ojos negros ardían de pasión, nerviosa habló.
—Espero gustarte, aunque mi cuerpo no sea el mejor.
—¿Por qué dices eso? —dijo mirándola directamente a los ojos, mientras su respiración cada vez era más profunda.
Nora era preciosa. ¿Por qué continuamente se empeñaba en menospreciarse?
—Estoy un poco nerviosa. Hace tiempo que no hago esto y necesitaría tu ayuda.
La pasión retenida durante meses se desató de tal manera que a ambos les sorprendió. Sus besos, sus caricias, fueron tiernos a la vez que posesivos. La magia de la música, el morbo y el momento acompañaron a que ambos lentamente se desnudaran y se devoraran. Ian la arrasaba con la lengua, y ella arqueó la espalda y se apretó contra él.
—Nora —gimió excitado ante su boca caliente y tentadora.
Con premura Ian le deslizó sus manos por la espalda. Apretó sus pulgares a propósito al recorrer su columna para hacerla gemir. Deseaba tocarla. Le quitó el vestido. Anhelaba tener entre sus manos sus pechos ardientes, lamer su fruto húmedo y devorarla entera.
Vestida solo con la sexy ropa interior, la posó sobre la cama. Él se dejó caer sobre ella, ¡era deliciosa! Su piel era como la seda, y su boca le pedía que la comiera. Sus manos recorrieron su ardoroso cuerpo con pasión mientras notaba cómo poco a poco el frenesí y la lujuria se apoderaban de ella para entregarse por completo a él. Nora era caliente, dulce, ardiente, y eso le gustó.
—Eres preciosa —murmuró mientras su lengua recorría la separación de sus pechos y la devoraba con la mirada.
Entre jadeos, Nora creyó explotar. Nunca la habían tocado ni besado de aquella manera tan posesiva. Un cúmulo de sensaciones se apoderó de ella e inclinándose hacia delante, lo cogió del pelo para atraerlo hacia ella y besarle. Le besó con ardor, con calentura y casi gritó al notar la enorme protuberancia de este que pugnaba por salir del pantalón. Solo pensar en ello, en que aquella dureza entrara una y otra vez en ella, la hacía vibrar.
Ian, recompensado con sus jadeos y su excitación, comenzó a besarla con dulces besos que le quemaban la piel, mientras una de sus manos bajó para acariciarle el interior de los muslos. Su respiración era pesada. Estaba tan excitado, que pensó que se correría antes de quitarse los pantalones. Y no. No quería eso, quería poseerla. Lo necesitaba. Incapaz de aguantar un segundo más, acercó su ardiente boca al pezón duro y rosado y comenzó a succionarlo y chuparlo, mientras ella gemía de placer al notar el calor y la pasión que Ian desprendía.
—Apaga la luz —pidió Nora.
—No, cariño. Quiero mirarte mientras te hago el amor.
Confusa al principio, pero cada vez más segura, comenzó a pasar sus manos por aquel torso desnudo, un torso moreno, ancho y musculoso que provocaba deseo. Un deseo incontenible que la hacía sentirse viva y feliz. Nora bajó sus manos y le tocó la entrepierna por encima del pantalón. Ian, al notarlo, contuvo el aliento y ella se estremeció.
—Detente, o no podré aguantar ni un segundo más —gimió él.
Ella sonrió y levantando las manos, las puso con coquetería y perversión por encima de su cabeza, ofreciéndole una visión tentadora de aquellos pechos llenos tan deseables.
Tras dedicarle una sonrisa la mar de peligrosa, Ian bajó sus manos hasta tocar sus caderas y, haciéndola vibrar de deseo por él, con movimientos circulares continuó hasta la suave parte interna de sus muslos. Al notar la mano de Ian allí, Nora abrió los ojos extasiada.
«Ay, madre del amor hermoso, ¿qué estoy haciendo? Para… No… No pares», pensó.
Los dedos curiosos y grandes de él inspeccionaban cada centímetro de su cuerpo arrancándole oleadas de placer como nunca antes había sentido. Aquellas caricias se hicieron más profundas y Nora jadeó. Se retorció. Chilló. Ian, abrasado por la lujuria del momento, con un rápido movimiento bajó su boca hasta el sitio donde segundos antes sus dedos jugaban. Un fuego abrasador surgió descontrolado en ella al notar los ávidos lametazos de este sobre su sexo. Asustada, intentó cerrar las piernas.
—Abre las piernas, cariño —susurró con voz ronca besándole los muslos.
Acalorada y avergonzada por verse tumbada en la cama desnuda y abierta de piernas, balbuceó:
—Pero yo es que…
«Parezco una fulana. En la vida me he comportado así. Ni siquiera en los buenos tiempos con Giorgio», pensó mientras le miraba a los ojos.
Ian no se dio por vencido. Quería chuparla, lamerla, comérsela entera. Nora era deliciosa y quería disfrutarla. Anhelaba sentirla entregada y enloquecida por él.
—Cariño, no voy a hacerte nada malo —murmuró mientras le pasaba las manos por las nalgas y besaba la parte externa de sus muslos, para seguir por el montículo pelirrojo que deseaba comer—. Solo quiero saborearte y hacerte disfrutar. Abre las piernas para mí.
La excitación de Nora pudo con su vergüenza. Deseaba que le hiciera lo que quisiera. Deseaba abrirse para él, y al final se abrió. Ian, embrutecido por el momento, con su boca caliente y exigente se acercó hasta lo que ella le ofrecía. Primero restregó su mejilla, luego sacó la lengua y con lentitud le recorrió todo su sexo, y por último la cogió de las caderas y, metiendo totalmente su cabeza entre sus piernas, hizo lo que tanto deseaba. La chupó, la lamió y la saboreó mientras ella se arqueaba de placer.
En pocos segundos consiguió tener a Nora donde él quería. Los jadeos de ella aumentaron desbocándole el corazón. El deseo aumentó y cuando Ian le cogió el clítoris entre los dientes y lo excitó con la punta de la lengua, ella, retorciéndose, gritó:
—¡No pares!
Pero no. Ian no iba a parar. Iba a continuar mientras pudiera Su sabor era delicioso. Tan delicioso como toda ella. Cuando el orgasmo a ella la hizo temblar y gritar, Ian no pudo aguamar más. Sudado y excitado, subió su cabeza hasta estar frente a la de ella. La miró y la besó con dulzura. Nora, respirando con dificultad, se volvió a excitar al sentir el sabor de su sexo en los ardientes labios de él. Sin parar de besarla, Ian se quito los pantalones. Sacó un preservativo de su cartera y con la ayuda de ella, se lo colocó.
—Pon las piernas alrededor de mi cintura —ordenó él conteniéndose todo lo que pudo. Ella miraba extasiada aquel miembro grande, duro y erecto que comenzaba a pedir paso entre sus piernas. Y tan pronto ella las subió, él la penetró.
Con dulzura al principio, pero con fuertes y sensuales acometidas al final. Minutos después, un orgasmo conjunto y abrasador les hizo quedar exhaustos, cansados y felices.
Cuando la respiración de ambos se normalizo, Nora, besándole, le susurró:
—Nunca había tenido esta sensación…
—Me gusta saberlo —jadeó con una sonrisa juguetona.
—Aunque no lo creas, esta es la primera vez que… —pero no pudo terminar, solo nombrar aquello la acaloraba—. Me vas a volver loca.
—Quiero volverte loca, pelirroja, pero solo por mí —respondió sonriendo mientras cogía a Nora en brazos para introducirla en el jacuzzi.
Una vez dentro, Ian se sentó en el escalón del jacuzzi y Nora quedó sentada encima.
—¿Lo has pasado bien?
Ella asintió. Aún no se creía lo que había ocurrido. Por primera vez en su vida, un hombre, en este caso un joven, le había hecho el amor con la mirada, la boca y su sexo. Por ello, sin hablar y con la libido por todo lo alto, le besó con delirio. Le mordió el labio inferior mientras sonreía al notar cómo el suave pene de él se hinchaba y latía bajo su cuerpo.
—¿Qué haces, pelirroja? —sonrió al notarla cegada por el momento.
—¡Chsss!, calla —le susurró mirándole a los ojos, y entonces fue ella quien lo hizo entrar en su cuerpo.
Cuando se había empalado por completo, comenzó a moverse sobre él. Se sentía llena y pletórica a la vez que sensual y viva. Ian, incapaz de contener sus impulsos, cogió los pechos que ante él se movían y con las manos resbaladizas por el agua, primero los tocó y luego se los llevó a la boca y los succionó. Deslizó con suavidad sus dientes por los pezones y se los mordisqueó. Nora, consciente de su fogosidad, se apretó contra él y consiguió que esta vez fuera Ian quien se arqueara de placer y echara la cabeza hacia atrás mientras profería unos roncos gemidos volviéndola loca. Exaltada por el momento, comenzó a jugar con él. Movió sus caderas en lentos y apaciguados movimientos circulares y comenzó a subir y bajar sobre él. Enloquecido por lo que ella hacía, finalmente la agarró de las nalgas con sus húmedas manos y la ayudó en su cabalgada mientras resoplaba.
—Cielo… no hemos puesto preservativo —consiguió decir Ian izándose para recibir una y otra vez a su amazona.
Al ver que ella parecía estar en otro mundo y escuchar que soltó un gemido tras apretar sus muslos contra el, con un rápido movimiento Ian salto de ella y convulsionó.