UN SEGUNDO

EN Majadahonda, mientras Brad observaba su alrededor y tomaba un sándwich en la cafetería del club, sonrió al ver en la televisión la noticia sobre el encarcelamiento de Spagliatello. «¡Bien! Llamaré al highlander cuando llegue a casa para felicitarle», pensó. De pronto, unas carcajadas llamaron su atención y sonrió al ver a Blanca, su compañera en la sombra, sentada con algunas de las mujeres del club. Levantándose de su sitió, se acercó hasta ellas.

—Señoras…, señoras. Intuyo que tienen un buen día.

—Y tú nos lo has terminado de mejorar —rió Bárbara, una de las mujeres, al ver al guapo profesor—. Siéntate un ratito con nosotras y, por favor, no nos llames de usted, no somos tan mayores.

—Yo nunca utilizaría el ustedes para haceros sentir mayor. Para mí las mujeres no tienen edad —respondió con galantería e hizo sonreír a todas, en especial a Blanca, con quien, desde aquel encuentro fortuito en el jardín del club, su relación cambió para bien—. ¡Por favor!, si sois un ramillete de bellas flores.

—¡Qué adulador! —rió Marga, la más mayor.

—Y guapo —añadió Chiara.

—Y sexy —murmuró Bárbara mirándolo con ojos de deseo.

—¡Chicas! —exclamó María, la más peligrosa—. Lo vais a asustar.

—Tranquila, María —rió Brad—. Desde hace años, no me asusto con facilidad.

—Ups… —gesticuló con maldad Blanca al mirar a su compañero—. Torres más grandes he visto caer.

—Veamos si es cierto eso —sonrió maliciosamente Bárbara y tras apuntar algo en un papel, se lo enseñó y dijo—: ¿Querrás pasarte esta noche por esta dirección para darme un masaje? —y en voz baja le indicó—: Prometo no defraudarte.

Brad, ante aquel descaro, la miró.

—¡Será posible! —regañó Chiara al escucharla.

—Me encantaría —señaló Brad con guasa. Había escuchado a alguno de sus compañeros lo ardiente que era Bárbara en la cama—. Pero no creo que a Samuel, tu marido, le agrade mucho mi visita.

—La casa es enorme. Además, Samuel no es celoso —insistió Bárbara, para sorpresa de todos.

—Querida Bárbara —sonrió Brad mientras se alejaba muerto de risa, ¡qué mujeres aquellas!—. Ten cuidado con lo que propones, no sea que me lo tome en serio.

—Nada me gustaría más que tenerte entre mis piernas —susurró esta al verlo alejarse.

—Oh… qué vulgaridad —protestó Marga, incrédula por lo escuchado.

—Qué descarada eres —murmuró María al escuchar aquello—. ¿Serías capaz de meterlo en casa, con Samuel?

—Sin duda alguna —asintió Bárbara sin quitar ojo al monitor. En ese momento se había parado a hablar con Valentino.

—¡Foquitas mías! —gritó Richard desde la puerta—. ¿Vais a entrar en clase? O mejor dicho, ¿podéis levantar solas el culo de la silla o llamo a la grúa?

Muertas de risa, se levantaron y en diez minutos Richard las tenía empapadas en sudor. Un par de horas después, sobre las once de la noche, Brad, desde el club, decidió mandar un mensaje al móvil de su amigo. «Felicidades, highlander, lo has conseguido». Tras aquello y una vez en el vestuario de hombres, se quitó la sudada ropa para ducharse e ir a un pub llamado House, donde le esperaban Valentino, Kevin y Julio para tomar unas copas. De pronto, escuchó murmullos que provenían del Fondo del vestuario. Desnudo y sin hacer ruido, se acercó al lugar del que provenían los murmullos. Parecían enfadados.

—Lo dejé claro. Nada de fiambres. Ahora tendremos problemas —dijo una voz ronca, que sonó a Brad.

—No pensaba matarlo. Entró antes de lo que esperaba y me pilló con las joyas en la mano.

Al escuchar aquello, Brad se tensó. Por fin tenía algo para el jefe.

—¿Qué hicisteis con el cuerpo?

—Los hombres de Caponni se ocuparon de eso.

Al escuchar aquello, Brad supo de quién era aquella voz. ¡Dios santo! Con sumo cuidado retrocedió unos pasos, pero cuando estaba a punto de llegar hasta su ropa, el inoportuno móvil comenzó a sonar. ¡Había sido descubierto!