LA JUEZA ORTEGA

EN BARCELONA LAS COSAS ESTABAN AL ROJO VIVO. TRAS la puesta en libertad de Spagliatello, la unidad en la que trabajaban Ian, Jordi y otros compañeros no descansó hasta conocer por qué aquella juez había tomado esa decisión.

—Creo que lo mejor es investigar las cuentas de la juez —dijo Jordi frente a otros compañeros—. Seguro que Spagliarello le ha hecho un ingreso.

—¿Creéis que se ha vendido? —preguntó Tina desde su asiento.

—¡Seguro! —asintió Javier—, y estoy seguro de que pronto tendrá un nuevo coche.

—A mí me da que no —respondió otra compañera.

—¿Verdaderamente crees que será tan tonta como para aceptar ese dinero en cuenta sin más? —añadió Ana.

—No lo sé —respondió Jordi—, pero esto no puede quedar así. Sabemos que ese sinvergüenza se está enriqueciendo y trapicheando con el dinero que personas decentes mandan para el apadrinamiento de niños.

—¡Qué asco de mundo! —gruñó Tina—. Pensar que mandas dinero para esas pobres criaturas y tíos como Spagliatello se lo gastan en poner grifería de oro en su yate de fin de semana.

—Veamos —comenzó a decir Ian, que había escuchado todo lo que sus hombres decían mientras analizaba todo lo ocurrido—. Ana y Tina, investigad los movimientos en las cuentas de la juez en los últimos seis meses, Julia y Javier, necesito que repaséis todo lo que tenemos, hasta el ultimo detalle, y Jordi y yo investigaremos a la juez —y tras mirar con determinación a su equipo señaló—: Esta vez lo tenemos que coger.

Una vez comprobadas las cuentas de la juez y conocidos todos los movimientos de Spagliatello, Ian y Jordi se centraron en indagar en la vida de la juez. Allí encontraron la solución al problema. La juez estaba separada y tenía dos niñas gemelas de dos años. En un principio les pareció que aquella mujer tenía una vida muy normal. Pero pasados tres días, Jordi e Ian se dieron cuenta de que la niñera que cuidaba a las niñas, cuando salía a pasear con ellas, siempre era seguida por tres hombres. Eran tres policías retirados, contratados como guardaespaldas.

—Me pregunto por qué unas crías necesitan guardaespaldas para ir al parque —dijo Jordi, desde el coche, mientras tomaba un sorbo de agua.

—Lo mejor será que se lo preguntemos a la juez —asintió Ian, que arrancó el coche e intuyó lo mismo que su compañero.

Al llegar a los juzgados, tuvieron que esperar a que la juez finalizara un juicio para ser atendidos. Esta, al verlos sentados al fondo de la sala, supo que la esperaban a ella. Intentó mantener la calma y la serenidad, aunque sus continuos movimientos delataban el nerviosismo que poco a poco inundaba su cuerpo. Eso no pasó inadvertido para los detectives. Cuando terminó el juicio, esperaron hasta que la secretaria de la juez les indicó que ya podían pasar a su despacho. Ella les esperaba sentada tras su mesa.

—Buenos días, señoría —saludó Ian mientras le enseñaba la placa identificativa—. Somos los detectives Valls y MacGregor.

—Tengo un día muy liado —señaló la juez, indicándoles que se sentaran—. Díganme en que puedo ayudarles, detectives.

—Estamos a cargo del caso Spagliatello —comenzó a decir Ian tranquilamente—. Hace días, conseguimos todas las pruebas necesarias para meterlo entre rejas por desviación de fondos y tráfico de estupefacientes.

—No recuerdo ese caso —dijo la mujer mientras unas gotitas de sudor comenzaron a inundar su frente—. ¿Seguro que es mío?

—¡Segurísimo! —respondió Jordi muy serio—. Si no le importa, querríamos hacerle unas preguntas.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Mire, señoría —comenzó a hablar Ian—. Nuestra investigación en torno al caso Spagliatello la dimos por cerrada cuando conseguimos las pruebas suficientes para incriminarle, pero por alguna extraña circunstancia que aún no conseguimos entender, Spagliatello está en la calle —y clavando sus ojos en la juez, dijo intencionadamente—: Por cierto, hemos visto que tiene usted dos hijas preciosas.

No hizo falta decir más. La mención de sus hijas fue el detonante que hizo saltar en lágrimas a aquella mujer. Desesperada, les contó que Spagliatello, hacía más de un año, la había ayudado en los trámites de adopción de sus hijas. Lo que normalmente solía durar años, ella lo consiguió en menos de dos meses. El problema surgió cuando el caso Spagliatello llegó al juzgado. Recibió una llamada de Toni Bredman, el secretario de Spagliatello, pidiéndole la devolución del favor, en un principio dijo que bajo ningún motivo ella iría en contra de la ley. Pero cuando le insinuaron que sus hijas podían desaparecer tan rápido como llegaron, a ella no le quedó otra opción.

—Si usted soltó a Spagliatello, ¿por qué las niñas llevan escolta? —preguntó Jordi.

—Porque creo en el sistema y sabía que esto pasaría tarde o temprano —asintió la juez, secándose los ojos—. Tengo miedo de que a las niñas les pase algo, y por eso están vigiladas las veinticuatro horas del día —desesperada miró a Ian y dijo—: ¡Dios mío, qué voy a hacer! Saldrá a la luz mi modo fraudulento de adopción, ¡no puedo vivir sin mis hijas! ¿Qué puedo hacer? Por favor, no permitan que me quiten a mis niñas. Son mi vida. Sé que no debí hacerlo, pero deseaba tenerlas junto a mí cuanto antes.

—Señora —respondió Jordi—, intentaremos ayudarla.

—Pero perderé mi vida, la casa, el trabajo, mi familia —respondió ella—. Lo perderé Todo.

—Jueza Ortega —susurró Ian mirándola implacable con sus ojos azabache—. Usted ya ha perdido su vida. Lo siento.

Tres días después, Ian y su equipo brindaron cuando Spagliatello ingreso en la cárcel, donde por fin se pudrirían sus huesos.