44. Hoy aquí nadie quiere a Ka

Cuatro años después, en Kars

Inmediatamente después de que cerraran el telón Z. Brazodehierro y sus compañeros detuvieron a Kadife y, sacándola por la puerta trasera que daba a la avenida Küçük Kâzimbey, la metieron en un camión militar y «por su propia seguridad» la llevaron al antiguo refugio de la guarnición central donde también se había alojado Azul su último día de vida. Unas horas más tarde, cuando las carreteras que llevaban a Kars se abrieron por completo, las unidades del ejército que se habían puesto en marcha para acabar con aquel pequeño «golpe militar» entraron en la ciudad sin encontrar la menor resistencia. De inmediato fueron relevados el ayudante del gobernador, el jefe de la división y otros altos funcionarios acusados de negligencia, y un puñado de militares y de agentes del SNI, a pesar de sus protestas de que lo habían hecho «por el bien del Estado y de la nación», fueron detenidos por colaborar con los «golpistas». A Turgut Bey y a İpek sólo se les permitió visitar a Kadife tres días más tarde. Turgut Bey comprendió en el mismo instante en que ocurrían los hechos que Sunay había muerto realmente en el escenario y se hundió en la depresión. No obstante, se puso en movimiento para llevarse esa noche a casa a Kadife con la esperanza de que a su hija no le ocurriera nada, pero, al no conseguirlo, regresó por las calles vacías del brazo de su hija mayor y, una vez allí, mientras él lloraba, İpek volvió a guardar en el armario todo lo que había metido en la maleta.

La mayoría de los habitantes de Kars que habían contemplado lo ocurrido en la escena sólo comprendieron que Sunay había muerto realmente tras una breve agonía cuando leyeron a la mañana siguiente el Diario de la Ciudad Fronteriza. La multitud que llenaba el teatro se había disuelto después de que se cerrara el telón sumida en la sospecha pero en silencio y en orden y la televisión no volvió a mencionar los acontecimientos de los tres últimos días. Los ciudadanos de Kars, acostumbrados por las épocas de estado de excepción a que las autoridades o las brigadas especiales persiguieran a los «terroristas» por las calles, a que organizaran redadas y emitieran comunicados, pronto dejaron de considerar aquellos tres días como un periodo especial. De hecho, a la mañana siguiente, mientras la Junta de Jefes de Estado Mayor iniciaba un expediente administrativo y se ponía en marcha el comité de inspección de la presidencia de Gobierno, por toda Kars se comenzó a discutir «el golpe teatral» pero no en su aspecto político sino en su dimensión escénica y artística. ¿Cómo era posible que Kadife hubiera podido matar a Sunay Zaim con la misma pistola en la que él había insertado un cargador vacío a la vista de todos?

Como en muchas otras partes de este libro mío, en este asunto, que parecía más materia de prestidigitación que de ilusionismo, me ha sido de mucha ayuda el detallado informe redactado por el comandante inspector enviado desde Ankara para investigar el «golpe teatral» de Kars una vez que la vida volvió a la normalidad. Como Kadife se negó a discutir el asunto a partir de aquella noche ni con su padre y su hermana cuando acudieron a visitarla, ni con los fiscales, ni con su abogado (aunque sólo fuera para que la defendiera ante el tribunal), el comandante inspector, tal y como yo haría cuatro años más tarde, habló con mucha gente distinta (o, más exactamente, les tomó declaración) para descubrir la verdad, y así pudo contrastar todas las posibilidades y los rumores.

Para refutar las opiniones de que Kadife había matado consciente y voluntariamente a Sunay Zaim a pesar de él mismo, en primer lugar demostró que no tenía la menor relación con la realidad el que la joven hubiera disparado con otra pistola que se hubiera sacado del bolsillo en un abrir y cerrar de ojos o que hubiera colocado con la misma rapidez un cargador lleno en el arma. Por mucho que en el rostro de Sunay apareciera una expresión de sorpresa cuando le disparó, tanto los registros posteriores de las fuerzas de seguridad, como el inventario de los efectos personales de Kadife, como la grabación en vídeo de la velada, confirmaban que sólo se habían utilizado una única pistola y un cargador. La opinión, muy querida por los ciudadanos de Kars, de que a Sunay Zaim le había disparado otra persona desde otro ángulo al mismo tiempo fue refutada por los resultados del informe balístico enviado desde Ankara tras la autopsia, que confirmaban que las balas encontradas en el cuerpo del actor procedían de la pistola Kirikkale que había blandido Kadife. Las últimas palabras de Kadife («¡Creo que lo he matado!»), que dieron lugar a que la mayor parte de Kars la convirtiera en leyenda, bien como heroína, bien como víctima, fueron consideradas por el comandante inspector como una prueba de que no había cometido el crimen intencionadamente, así que en su informe, como si quisiera orientar al fiscal que habría de instruir el caso a partir de ese punto, examinó a fondo los conceptos legales y filosóficos de asesinato con premeditación y daños deliberados y explicó que las palabras pronunciadas durante la obra en realidad no pertenecían a Kadife, que las había memorizado con anterioridad y se había visto obligada a pronunciarlas a causa de diversas maniobras, sino al difunto actor Sunay Zaim que era quien lo había planeado todo. Sunay Zaim, que cargó el arma después de repetir dos veces que el cargador estaba vacío, había engañado a Kadife y a todos los ciudadanos de Kars. O sea, según la propia expresión del comandante, que se jubiló anticipadamente tres años después y que, mientras le visitaba en su casa de Ankara, al señalarle sorprendido los libros de Agatha Christie que llenaban sus estanterías reconoció que lo que más le gustaba de ellos eran los títulos, «¡El cargador estaba lleno!». Mostrar como vacío un cargador lleno no era un ejemplo de ilusionismo magistral para un hombre de teatro experimentado: los tres días de violencia inmisericorde que Sunay Zaim y sus compañeros habían desatado con la excusa de la occidentalización y el atatürkismo (incluyendo a Sunay, el número de muertos había sido de veintinueve) habían intimidado de tal manera a los habitantes de Kars que todos estaban dispuestos a creer que un vaso vacío estaba lleno. Desde este punto de vista Kadife no había sido la única que había intervenido en el suceso, sino que también habían participado los habitantes de Kars, quienes contemplaron complacidos, con la excusa de que formaba parte de la obra, la muerte en la escena de Sunay, pese a que él mismo la había anunciado previamente. El informe del comandante refutaba otro rumor, el de que Kadife había matado a Sunay para vengar a Azul, precisando que no se puede acusar a nadie a quien se le entrega una pistola cargada diciéndole que no lo está, y respondía a las afirmaciones de los islamistas que elogiaban a Kadife por haber sido tan astuta como para matar a Sunay y, por supuesto, no suicidarse, y de los republicanistas laicos que la acusaban de lo mismo, que no había que confundir el arte con la realidad. La opinión de que Kadife había engañado a Sunay Zaim asegurándole que iba a suicidarse cambiando de opinión en cuanto lo mató quedó rebatida cuando se demostró que tanto Sunay como Kadife sabían que la horca del escenario era de cartón.

El detallado informe del meticuloso comandante inspector enviado por la Junta de Jefes de Estado Mayor fue considerado con extremo respeto por el fiscal y los jueces militares de Kars. Así fue como Kadife no fue acusada de homicidio por razones políticas sino de imprudencia y negligencia con resultado de muerte, se la condenó a tres años y a un día y salió de la prisión a los veintiún meses. En cuanto al coronel Osman Nuri Çolak, fue condenado a graves penas de cárcel según los artículos 313 y 463 del Código Penal por los delitos de organización de banda armada con intención de matar y de conspiración para el asesinato de autor desconocido, y seis meses después salió indultado gracias a una ley de amnistía parcial. A pesar de que le intimidaron para que no hablara de los sucesos con nadie, en los años siguientes, las noches en que se encontraba con sus antiguos camaradas de armas en las residencias militares y había bebido bastante, decía que «por lo menos» él había tenido el valor de hacer lo que subyace en todo militar atatürkista y, sin ir demasiado lejos, acusaba a sus compañeros de tener miedo a los integristas y de ineptitud y cobardía.

Los otros oficiales, los soldados y algunos funcionarios envueltos en los acontecimientos, a pesar de sus protestas en el sentido de que sólo cumplían órdenes y de que eran unos patriotas, fueron también condenados por el tribunal militar a diversas penas por organización de banda armada, homicidio y uso indebido de la propiedad estatal y pronto salieron libres aprovechándose de la misma amnistía. La publicación por entregas en el diario integrista Testimonio después de que saliera de la cárcel de las memorias (Yo también fui jacobino) de uno de ellos, un joven alférez con la cabeza a pájaros que luego se hizo islamista, fue secuestrada por injurias al ejército. Resultó que el portero Vural había empezado a trabajar para la rama local del SNI inmediatamente después de la revolución. El tribunal aceptó que los demás miembros de la compañía no eran sino «simples artistas». Como Funda Eser sufrió una crisis nerviosa la noche en que mataron a su marido, agrediendo furiosa a todo el mundo y quejándose y denunciando a todos de todo, fue internada en el pabellón psiquiátrico del hospital militar de Ankara donde la mantuvieron en observación durante cuatro meses. Años después de que la dieran de alta, en los días en que todo el país la conocía por el personaje de la bruja que doblaba para una popular serie infantil, me dijo que todavía la entristecía que su marido, que había muerto en el escenario víctima de un accidente laboral, no hubiera podido conseguir el papel de Atatürk por culpa de las envidias y las calumnias y que su único consuelo era que en los últimos años en muchas de las estatuas de Atatürk se tomaran como modelo sus actitudes y sus posturas. El juez militar, con toda la razón, llamó a juicio a Ka en calidad de testigo basándose en su participación en los hechos expuesta en el informe del comandante inspector y, después de que no acudiera tras dos citaciones, redactó una orden de busca y captura para que se le pudiera tomar declaración.

Turgut Bey e İpek fueron a visitar a Kadife cada sábado a la cárcel de Kars, donde cumplía su pena. Los días de primavera y verano en que hacía buen tiempo el tolerante director de la prisión les permitía extender un mantel blanco bajo la gran morera del amplio patio del penal y allí comían los pimientos rellenos que había preparado Zahide, ofrecían albóndigas fritas a los otros presos y mientras entrechocaban los huevos duros para poder pelarlos, escuchaban los preludios de Chopin en el radiocasete portátil Philips que Turgut Bey había hecho reparar. Para que su hija no viviera la prisión como algo vergonzoso, Turgut Bey insistía en considerarla algo así como un internado al que todo ciudadano como es debido debía ir y de vez en cuando llevaba con él a algún conocido como Serdar Bey. Fazil se les unió en una de estas visitas, Kadife comentó que le gustaría verle más y así fue como después de quedar libre se casó con aquel joven cuatro años menor que ella.

Los primeros seis meses vivieron en una habitación del hotel Nieve Palace, donde ahora Fazil trabajaba de recepcionista. Cuando fui a Kars ya se habían mudado a otro sitio con su hijo. Kadife iba todas las mañanas al hotel con Ömercan, su hijo de seis meses, y mientras İpek y Zahide le daban de comer y Turgut Bey jugaba con su nieto, ella se encargaba un rato de los asuntos del hotel. Fazil, para ser independiente de su suegro, trabajaba en el Palacio de la Fotografía Aydin y tenía un empleo en la Televisión de Kars Fronteriza que, según me dijo sonriente, «llaman asistente de programación pero que en realidad es de chico para todo».

Al día siguiente de mi llegada y de la cena que me ofreció el alcalde, a mediodía, me encontré con Fazil en su nuevo piso de la calle Hulusi Aytekin. Cuando me preguntó con toda su buena intención por qué había venido a Kars mientras yo miraba los grandes copos de nieve que caían lentamente sobre la fortaleza y el arroyo Kars, me puse nervioso ya que pensé que había sacado a relucir el tema de İpek, que tanto me había hecho perder la cabeza en la cena que la noche anterior me había ofrecido el alcalde, así que le expliqué, exagerándolo un poco, mi interés por los poemas de Ka y que quizá me gustaría escribir un libro sobre ellos.

—Pero si los poemas no aparecen, ¿cómo podrás escribir un libro? —me preguntó amistosamente.

—Yo tampoco lo sé —le respondí—. Uno de ellos tiene que estar en los archivos de la televisión.

—Esta tarde lo encontraremos y lo sacaremos. Pero te has pasado la mañana pateándote las calles de Kars. Quizá estés pensando en escribir una novela sobre nosotros.

—Sólo he ido a los sitios que Ka menciona en sus poemas —contesté inquieto.

—Sin embargo, por tu cara me doy cuenta de que quieres contar lo pobres que somos y lo distintos que somos a la gente que lee tus novelas. No quiero que a mí me pongas en una novela así.

—¿Por qué?

—¡Si no me conoces! Y aunque me conocieras y me describieras como soy, tus lectores occidentalizados no serían capaces de ver mi vida porque sólo les preocuparía la pena que les da mi pobreza. Por ejemplo, les haría reír el que esté escribiendo una novela islamista de ciencia ficción. No quiero ser descrito como alguien que cae bien pero de quien la gente se ríe despreciándolo.

—Muy bien.

—Sé que te he ofendido —dijo Fazil—. Por favor, no te tomes a mal lo que digo, eres una buena persona. No obstante, tu amigo también lo era, quizá incluso quiso querernos, pero acabó haciéndonos el peor de los males.

Fazil había podido llegar a casarse con Kadife porque habían matado a Azul, así que no encontré del todo honesto que ahora mencionara la acusación de que Ka había denunciado a Azul como algo malo que se le había hecho a él personalmente, pero guardé silencio.

—¿Cómo puedes estar seguro de que esa acusación es cierta? —le pregunté mucho después.

—Toda Kars lo sabe —dijo Fazil con voz suave, casi con cariño, sin echarnos la culpa ni a Ka ni a mí.

En sus ojos vi a Necip. Le dije que estaba dispuesto a hojear la novela de ciencia ficción que me quería enseñar: me había preguntado si me gustaría echarle un vistazo a lo que había escrito, pero había precisado que no podría dármelo y que estaría a mi lado mientras lo leyera. Nos sentamos a la mesa en la que por las noches cenaba y veía la televisión con Kadife y leímos en silencio las cincuenta primeras páginas, escritas por Fazil, de la novela con la que cuatro años atrás había soñado Necip.

—¿Qué tal? ¿Está bien? —me preguntó Fazil sólo una vez y como si se disculpara—. Si te aburre, lo dejamos.

—No, está bien —le contesté y seguí leyendo muy interesado.

Más tarde, mientras caminábamos bajo la nieve por la avenida Kâzim Karabekir, le repetí sinceramente que había encontrado muy buena la novela.

—Puede que lo digas sólo para alegrarme —contestó Fazil feliz—. Pero me has hecho un favor y me gustaría corresponderte. Si quieres escribir una novela, puedes hablar de mí. Con la condición de que yo pueda decirles directamente algo a tus lectores.

—¿Qué?

—No sé. Si se me ocurre mientras todavía estás en Kars ya te lo diré.

Nos separamos después de prometernos que nos veríamos esa noche en la Televisión de Kars Fronteriza. Mientras Fazil se iba a la carrera al Palacio de Fotografía Aydin le contemplé a sus espaldas. ¿Cuánto veía yo de Necip en él? ¿Sentiría todavía en su interior a Necip, como le había dicho a Ka? ¿Hasta qué punto puede uno oír en su corazón la voz de otro?

Aquella mañana, mientras paseaba por las calles de Kars, hablaba con la misma gente y me sentaba en las mismas casas de té que él, a menudo me había ocurrido que me sintiera como Ka. Sentado muy temprano en la casa de té Los Hermanos Afortunados, donde había escrito el poema titulado «Toda la humanidad y las estrellas», yo, como mi querido amigo, me había imaginado cuál sería mi lugar en el universo. En el hotel Nieve Palace, Cavit, el recepcionista, me había hecho notar que había recogido las llaves a toda velocidad, «exactamente como el señor Ka». El dueño del colmado que me invitó a pasar preguntándome «¿Es usted el escritor que viene de Estambul?», mientras pasaba por una de las calles laterales, habló conmigo como había hecho con Ka pidiéndome que escribiera que todas las noticias relativas al suicidio de su hija Teslime cuatro años atrás eran falsas y también me invitó a una Coca-Cola. ¿Cuánto de todo aquello eran coincidencias y cuánto mi imaginación? En cierto momento me di cuenta de que estaba andando por la calle de la Veterinaria, eché un vistazo a las ventanas del cenobio del jeque Saadettin y, para comprender lo que había sentido Ka, subí las empinadas escaleras que Muhtar describía en su poema.

Teniendo en cuenta que encontré los poemas que Muhtar le había dado entre sus papeles de Frankfurt, estaba claro que Ka no se los había enviado a Fahir. Sin embargo, Muhtar, a los cinco minutos de habernos conocido y después de decirme lo «digno de mérito» que había sido Ka, me explicó lo mucho que a Ka le habían gustado sus poemas cuando estuvo en Kars y cómo los había enviado a un engreído editor de Estambul con una carta de elogio. Estaba contento de cómo le iban las cosas y tenía esperanzas de que le eligieran alcalde en las próximas elecciones por el recién creado Partido Islamista (el anterior, el Partido de la Prosperidad, había sido clausurado). Gracias a la dulce, conciliadora y afable personalidad de Muhtar nos recibieron en la Dirección Provincial de Seguridad (aunque no nos dejaron bajar al sótano) y en el hospital de la seguridad social donde Ka había besado el cadáver de Necip. Mientras me mostraba los restos del Teatro Nacional y las salas convertidas en depósitos de electrodomésticos, Muhtar me confesó que había sido «un poco» responsable del derribo del centenario edificio e intentó consolarme diciéndome que, de todas formas, era «una construcción armenia y no turca». Me enseñó uno a uno todos aquellos lugares que Ka había recordado con la esperanza de volver a ver Kars y a İpek, el mercado de verduras bajo la nieve y las ferreterías de la avenida Kázim Karabekir, me presentó en la galería Halitpaşa al abogado Muzaffer Bey, representante de la oposición política, y se fue. Después de escucharle al antiguo alcalde, como había hecho Ka, una historia republicana de Kars, me fui a pasear por los oscuros y tenebrosos pasillos de la galería y al llegar a la puerta de la Sociedad de Amantes de los Animales un adinerado propietario de una granja lechera me invitó a pasar llamándome «¡Orhan Bey!» y con una memoria prodigiosa me contó cómo Ka había entrado allí cuatro años antes cuando mataron al director de la Escuela de Magisterio y cómo se había sentado en un rincón de la gallera quedándose sumido en sus pensamientos.

No me sentó demasiado bien escuchar los detalles del momento en que Ka se dio cuenta de que se había enamorado de İpek teniendo que verla poco después. Así que antes de acudir a mi cita con ella en la pastelería Vida Nueva, entré en la cervecería Verdes Prados y me tomé un raki para que me aliviara la tensión y me librara del miedo a dejarme arrastrar por el amor. Pero en cuanto me senté frente a ella me di cuenta de que todas mis precauciones me habían dejado todavía más desvalido. El raki que me había tomado con el estómago vacío me había dejado confuso en lugar de relajarme. Tenía unos ojos enormes y una cara alargada, como a mí me gustan. Mientras intentaba comprender su belleza, que ahora encontraba más profunda a pesar de que la había tenido presente sin cesar en la imaginación desde la noche anterior, una vez más quise convencerme desesperadamente de que lo que me hacía perder la cabeza era el amor que ella y Ka habían vivido, del que yo conocía hasta el más mínimo detalle. Pero aquello me recordaba dolorosamente otro de mis puntos débiles, que yo era un novelista de espíritu simple que cada mañana y cada noche trabajaba a horas determinadas como un contable al contrario que Ka, que era un auténtico poeta que podía vivir como mejor le apeteciera siendo él mismo. Quizá por eso conté con agradables colores que Ka había llevado una vida cotidiana muy rutinaria en Frankfurt, que se levantaba todos los días a la misma hora, que pasaba por las mismas calles, que iba a la misma biblioteca y que se sentaba a trabajar en la misma mesa.

—En realidad yo estaba decidida a ir a Frankfurt con él —me dijo İpek y añadió muchos pequeños detalles, como la preparación de la maleta, para demostrarlo—. Pero ahora me resulta difícil recordar lo agradable que podía llegar a ser Ka. No obstante, como respeto su amistad con él, quiero ayudarle en el libro que está escribiendo.

—Gracias a usted Ka escribió un libro maravilloso en Kars —dije queriendo provocarla—. Recordó esos tres días minuto a minuto y los escribió en sus cuadernos. Sólo faltan las últimas horas antes de marcharse de la ciudad.

Con una sorprendente honestidad, sin ocultarme nada y esforzándose en exponer a las claras su intimidad con una franqueza que me dejó admirado, me contó las últimas horas de Ka en Kars minuto a minuto, tanto lo que había vivido como lo que había supuesto.

—Pero no tenía ninguna prueba firme que le hiciera renunciar a ir a Frankfurt —le dije intentando acusarla.

—Hay cosas que una entiende enseguida con el corazón.

—Usted ha sido la primera en mencionar el corazón —le dije, y, como si me excusara, le expliqué que en las cartas que no le había enviado pero que yo me había visto obligado a leer para mi libro, Ka contaba que, una vez en Alemania, durante dos años había tenido que tomarse dos somníferos por noche porque no podía dormir pensando en ella, que bebía como una esponja, que mientras caminaba por las calles de Frankfurt cada cinco o diez minutos creía que alguna mujer a lo lejos era ella, que hasta el fin de su vida cada día se estuvo representando en la imaginación durante horas, como si fuera una película a cámara lenta, los momentos de felicidad que había vivido con ella, que en los momentos en que conseguía olvidarla unos escasos cinco minutos se sentía muy feliz, que no había vuelto a mantener relaciones con ninguna otra mujer y que después de perderla no se veía «como un auténtico ser humano, sino como un fantasma», y cuando vi que ella se ponía en pie con una expresión dulce en la cara pero que decía «¡Basta ya, por favor!» y con el ceño fruncido como si se enfrentara a una pregunta misteriosa, comprendí asustado que le había contado todo eso a İpek no para que aceptara a mi amigo, sino, sí, a mí.

—Está claro que su amigo me quería mucho —dijo—. Pero no lo bastante como para intentar venir a Kars una vez más.

—Había una orden de busca y captura contra él.

—Eso no tenía importancia. Podría haber venido a declarar ante el tribunal y no habría tenido problemas. No me malinterprete, hizo bien no viniendo, pero Azul vino muchas veces a Kars ocultamente aunque había órdenes de matarle.

Vi afligido que cuando decía «Azul» aparecía en sus ojos castaños una luz y en su cara una expresión de tristeza genuina.

—Pero a lo que le tenía miedo su amigo no era al tribunal —me dijo como si me consolara—. Había comprendido perfectamente cuál había sido su auténtico crimen y que por eso no fui a la estación.

—Nunca se ha podido probar ese crimen.

—Comprendo perfectamente que usted se sienta culpable por él —dijo muy inteligentemente, y para indicar que nuestra conversación había terminado guardó el tabaco y el mechero en el bolso. Muy inteligentemente porque en cuanto lo dijo me di cuenta con una sensación de derrota que ella sabía que en realidad yo no tenía celos de Ka sino de Azul. Pero luego decidí que İpek no había insinuado nada de eso sino que simplemente yo me encontraba demasiado hundido en mi complejo de culpa. Se puso en pie, era muy alta, todo en ella era hermoso, y se puso el abrigo. Yo me encontraba absolutamente confuso.

—Esta noche volveremos a vernos, ¿no? —le pregunté nervioso. Fue una frase perfectamente innecesaria.

—Claro, mi padre le espera —y se fue con aquel dulce caminar tan propio de ella.

Me dije que lo que lamentaba era que ella creyera de corazón que Ka era un «criminal». Pero me engañaba. En realidad lo que quería era hablar de Ka con dulzura con el cuento del «querido amigo asesinado», sacar a la luz poco a poco sus debilidades, sus obsesiones y su «crimen» y así, a pesar de su sagrada memoria, montarnos en el mismo barco y partir juntos en nuestro primer viaje. El sueño que me había forjado la primera noche de que İpek se viniera conmigo a Estambul estaba ahora muy lejano y sentía el impulso de probar que mi amigo era «inocente». ¿Hasta qué punto significaba eso que de aquellos dos muertos de quien estaba celoso era de Azul y no de Ka?

Me angustió todavía más el caminar por las calles nevadas de Kars al oscurecer. La Televisión de Kars Fronteriza se había trasladado a un nuevo edificio, frente a la gasolinera de la calle Karada. A los dos años de su inauguración el ambiente sucio, fangoso, oscuro y envejecido de la ciudad había dejado de sobra su huella en los pasillos de aquel edificio de cemento de tres pisos que en su momento los ciudadanos de Kars habían considerado un símbolo de desarrollo.

Cuando Fazil, que me recibió alegre en los estudios del segundo piso, me presentó optimistamente y una por una a las ocho personas que trabajaban en la televisión y dijo «A los compañeros les gustaría una pequeña entrevista para las noticias de esta noche», pensé que aquello me facilitaría las cosas en Kars. Cuando Hakan Özge, el presentador de programas juveniles que me entrevistó durante los cinco minutos de grabación, dijo de repente quizá por una sugerencia de Fazil «¡Así que está escribiendo una novela que ocurre en Kars!», me quedé estupefacto y sólo pude balbucear un par de cosas. No hablamos ni una palabra de Ka.

Fuimos al despacho del director y gracias a las fechas encontramos entre las cintas de vídeo de las estanterías, que guardaban por imperativo legal, las grabaciones de las dos primeras retransmisiones en directo desde el Teatro Nacional. Pasamos a una pequeña habitación sin apenas aire y allí, sentado ante un viejo televisor y tomando té, vi primero aquella Tragedia en Kars en la que Kadife había salido a escena. Me quedé boquiabierto al ver cómo Sunay Zaim y Funda Eser se burlaban de ciertos anuncios muy populares cuatro años atrás en sus «viñetas críticas». En cuanto a la escena en que Kadife se descubría mostrando su hermoso pelo e inmediatamente después disparaba a Sunay, la examiné con detenimiento rebobinándola una y otra vez. Realmente la muerte de Sunay parecía parte de la obra. Era imposible que ninguno de los espectadores, exceptuando los de la primera fila, hubiera podido ver si el cargador estaba lleno o vacío.

Observando la otra grabación pude darme cuenta de que muchas de las escenas de O la patria o el velo, las imitaciones, las aventuras del portero Vural y la danza del vientre de la querida Funda Eser eran diversiones que el grupo teatral repetía en cada representación. Los gritos, las consignas políticas y el alboroto de la sala habían convertido en incomprensibles los diálogos en aquella grabación ya de por sí vieja. Pero rebobinando una y otra vez la cinta y escuchándola con atención pude transcribir en el papel que tenía sobre las rodillas gran parte del poema que Ka había recitado y que luego titularía «Donde Dios no existe». Fazil me estaba preguntando por qué Necip se levantaba y decía algo mientras Ka recitaba aquel poema que acababa de venírsele y como respuesta le di lo que había podido escribir del poema para que lo leyera.

Vimos dos veces cómo los soldados disparaban a los espectadores.

—Has paseado mucho por Kars —me dijo Fazil—. Pero hay un sitio que me gustaría enseñarte ahora.

Con un aire un tanto avergonzado pero también algo misterioso me dijo que quería enseñarme la residencia del ahora cerrado Instituto de Imanes y Predicadores en la que Necip había pasado los últimos años de su vida por si quería incluirle a él también en el libro.

Mientras caminábamos bajo la nieve por la avenida Gazi Ahmet Muhtarpaşa vi un perro del color del carbón con una mancha blanca perfectamente redonda en la frente y comprendí que era el mismo perro sobre el que Ka había escrito un poema, así que compré en un colmado pan y huevos duros, los pelé a toda velocidad y se los di al animal, que sacudía feliz el extremo de su cola cortada.

Fazil, vio que el perro no dejaba de seguirnos.

—Es el perro de la estación. No te lo había contado por si no venías, pero la antigua residencia está ahora vacía. La cerraron después de la revolución con la excusa de que era un nido de terroristas y reaccionarios. Desde entonces no hay nadie allí y por eso he cogido esta linterna de la televisión —cuando encendió la linterna y enfocó los ojos tristes del perro que nos seguía el animal sacudió la cola. La puerta del jardín del dormitorio, que en tiempos había sido una mansión armenia y luego el edificio del consulado donde vivían el cónsul ruso y su perro, estaba cerrada con llave. Fazil me ayudó a saltar el bajo muro cogiéndome de la mano—. Por las noches nosotros nos escapábamos por aquí —entró con habilidad por una alta ventana que tenía los cristales rotos y me subió después de iluminar lo que le rodeaba con la linterna—. No tenga miedo. No hay nadie aparte de los pájaros —dijo. El interior del edificio estaba negro como la pez porque los cristales se habían vuelto opacos con la suciedad y el hielo y algunas ventanas habían sido cegadas con tablas, pero Fazil subió las escaleras con una tranquilidad que demostraba que ya había estado allí previamente mientras me iluminaba el camino manteniendo el foco de la linterna hacia atrás como un acomodador de cine. Todo olía a polvo y a moho. Pasamos por puertas rotas la noche de la revolución cuatro años atrás, caminamos entre literas de hierro vacías y oxidadas prestando atención a las señales de los disparos en las paredes y a los nerviosos aleteos de las palomas que habían anidado en las esquinas de los altos techos del piso superior y entre los codos de las tuberías de la calefacción.

—Ésta era la mía y ésta la de Necip —dijo Fazil señalando las camas de arriba de dos literas que estaban una junto a otra—. Algunas noches nos acostábamos en la misma cama para no despertar a los demás con nuestros susurros y hablábamos contemplando el cielo.

Arriba, por entre los pedazos de vidrio de una ventana rota se veían caer lentamente los copos de nieve a la luz de una farola. Los observé con respeto.

—Éste es el paisaje que se veía desde la litera de Necip —dijo Fazil mucho más tarde señalando un estrechísimo hueco algo más abajo. Vi un pasaje, ni siquiera podía llamársele calle, de apenas dos metros de ancho inmediatamente más allá del jardín encajado entre el muro ciego lateral del Banco Agrícola y el muro trasero sin ventanas de otro alto edificio. Desde el primer piso del banco se reflejaba en el fangoso suelo una luz de fluorescente morada. Para que nadie tomara el pasaje por una calle, en medio habían colocado una señal roja de «Prohibido el paso». Al final del callejón, que Fazil, inspirado por Necip, llamaba «el fin del mundo», había un árbol tenebroso y sin hojas que, justo cuando lo estábamos mirando, se puso tan rojo como si estuviera ardiendo—. El letrero luminoso rojo del Palacio de la Fotografía Aydin lleva siete años estropeado —susurró Fazil—. La luz roja se enciende y se apaga y cuando se mira desde la litera de Necip el árbol del paraíso de allá parece como si hubiera estallado en llamas. A veces Necip estaba hasta el amanecer contemplando el espectáculo y fantaseando. A lo que veía lo llamaba «este mundo», y después de una noche de insomnio a veces me decía: «¡He estado toda la noche contemplando este mundo!». O sea, que se ve que se lo contó a tu amigo Ka el poeta y que él lo puso en su poema. Te he traído hasta aquí porque lo comprendí al ver la cinta de vídeo. Pero fue una falta de respeto para con Necip que lo titulara «Donde Dios no existe».

—Fue el difunto Necip quien le describió a Ka ese paisaje que veía como el lugar «Donde Dios no existe» —contesté—. Estoy seguro de eso.

—No puedo creerme que Necip muriera como un ateo —dijo Fazil con precaución—. Solamente tenía ciertas dudas.

—¿Ya no oyes la voz de Necip dentro de ti? —le pregunté—. ¿Todo eso no te da miedo de estar convirtiéndote lentamente en ateo como el hombre de la historia?

A Fazil no le gustó que yo estuviera al tanto de las dudas que le había expuesto cuatro años antes a Ka.

—Ahora estoy casado y tengo un hijo —respondió—. Esos asuntos ya no me importan tanto como antes —de inmediato se arrepintió de estar tratándome como alguien que viniera de Occidente y estuviera intentando arrastrarle al ateísmo—. Ya seguiremos hablando luego —me dijo con voz suave—. Mi suegro nos espera a cenar, mejor que no lleguemos tarde, ¿no?

Con todo, antes de bajar me mostró en un rincón de la amplia habitación que en tiempos había servido de oficina del consulado ruso una mesa con restos de una botella de raki rota y unas sillas.

—Después de que se abrieran las carreteras Z. Brazodehierro y su brigada especial todavía se quedaron aquí unos días y siguieron matando islamistas y nacionalistas kurdos.

Aquel detalle, que hasta entonces había conseguido olvidar, me asustó. No quise pensar en las últimas horas de Ka en Kars.

El perro color carbón, que nos esperaba en la puerta del jardín, nos siguió en nuestro camino de vuelta al hotel.

—Te has puesto triste —dijo Fazil—. ¿Por qué?

—¿Puedes venir a mi habitación antes de la cena? Quiero darte algo.

Mientras Cavit me entregaba la llave pude ver por la puerta del apartamento de Turgut Bey el ambiente brillantemente iluminado del interior y la mesa preparada, pude oír las conversaciones de los invitados y sentí que İpek estaba allí. En la maleta tenía las fotocopias que Ka había hecho en Kars de las cartas de amor que cuatro años antes Necip le había escrito a Kadife y se las entregué a Fazil. Mucho más tarde pensé que quizá lo había hecho porque quería que el fantasma de su amigo muerto le molestara tanto como a mí el mío.

Mientras Fazil leía las cartas sentado en un costado de la cama, yo saqué de la maleta uno de los cuadernos de Ka y volví a mirar la estrella del copo de nieve que había visto por primera vez en Frankfurt. Así fue como pude ver con mis propios ojos lo que hacía mucho que ya sabía con un rincón de mi mente. Ka había colocado el poema «Donde Dios no existe» justo encima del brazo de la memoria. Aquello significaba que antes de irse de Kars había ido a la abandonada residencia que Z. Brazodehierro estaba usando como cuartel general, que había mirado por la ventana de Necip y que había descubierto el verdadero origen del «paisaje» que éste veía. Los poemas que había situado alrededor del brazo de la memoria sólo se referían a episodios que Ka había vivido en su niñez o durante su estancia en Kars. Fue así como acabé por estar seguro de lo que toda Kars ya sabía: que mi amigo, después de no poder convencer a Kadife en el Teatro Nacional y mientras İpek estaba todavía encerrada en su habitación, había ido a la residencia, en la que le estaba esperando Z. Brazodehierro, para revelarle dónde se escondía Azul.

Probablemente en aquel momento mi cara no tuviera una expresión mucho mejor que la descompuesta de Fazil. De abajo nos llegaba la charla apenas audible de los invitados y desde la calle los suspiros de la melancólica ciudad de Kars. Fazil y yo nos habíamos perdido en silencio en nuestros recuerdos ante la presencia irresistible de los que nos habían precedido, mucho más apasionados, complejos y reales que nosotros mismos.

Miré al exterior por la ventana, a la nieve que caía, y le dije a Fazil que ya era hora de que bajáramos a cenar. Primero bajó Fazil, cabizbajo como si hubiera cometido un crimen. Yo me tumbé en la cama y me imaginé con tristeza lo que cuatro años antes habría pensado Ka mientras caminaba desde la puerta del Teatro Nacional hasta el dormitorio, cómo habría evitado la mirada de Z. Brazodehierro mientras hablaba con él, cómo se habría subido al mismo coche que los asaltantes ya que ignoraba la manera de describirles aquella dirección desconocida y cómo les habría señalado desde lejos el edificio en que se ocultaban Azul y Hande diciendo «aquí es». ¿Con tristeza? Me enfadé conmigo mismo porque yo, el «escritor contable», estaba obteniendo un placer secreto, muy secreto, con la caída de mi amigo el poeta e intenté no pensar más en eso.

Abajo, en la cena de Turgut Bey, me hundió aún más la belleza de İpek. Quería abreviar en lo posible aquella larga velada en la que Recai Bey, el culto director de la telefónica, tan aficionado a leer libros y memorias, el periodista Serdar Bey y el propio Turgut Bey, todos, se portaron tan bien conmigo y en la que además bebí en exceso. Cada vez que miraba a İpek sentada frente a mí algo se desplomaba en mi interior. Contemplé avergonzado en las noticias mis nerviosos manoteos durante la entrevista que me habían hecho. Como un periodista adormilado que no cree en lo que hace, grabé en el pequeño magnetófono que siempre llevaba encima en Kars las conversaciones que tuve con los anfitriones y con sus invitados sobre temas como la historia de Kars, el periodismo en Kars y sus recuerdos de la noche de la revolución de cuatro años atrás. Tomándome la sopa de lentejas de Zahide me sentí como si fuera un personaje de una novela del realismo campesino que transcurriera en los años cuarenta. Decidí que la cárcel había tranquilizado a Kadife y la había hecho madurar. Nadie mencionaba a Ka, ni siquiera las circunstancias de su muerte; aquello me destrozaba por dentro todavía más. En cierto momento İpek y Kadife fueron a ver al pequeño Ömercan, que dormía en la habitación de dentro. Yo quise seguirlas pero este humilde autor suyo, del que se dice que «bebe tanto como un artista», se encontraba tan borracho como para no poder tenerse en pie.

Con todo, hay algo que recuerdo muy bien de aquella noche. Ya bastante tarde le dije a İpek que quería ver la habitación 203, en la que se había hospedado Ka. Todos se callaron y se volvieron a mirarnos.

—Muy bien —contestó İpek—. Vamos.

Recogió la llave de la recepción. Subí tras ella. La habitación abierta. Las cortinas, las ventanas, la nieve. Un olor ligero a polvo, a sueño y a jabón. Frío. Me senté en la cama en la que mi amigo había pasado las horas más felices de su vida haciendo el amor con İpek mientras ella me examinaba de arriba abajo. ¿Qué hacer? ¿Morirme allí? ¿Declararle mi amor? ¿Mirar por la ventana? Sí, todos nos estaban esperando sentados a la mesa. Dije un par de tonterías para divertir a İpek y conseguí que sonriera. Cuando me sonrió de esa manera suya tan dulce le dije aquellas palabras tan humillantes explicándole, además, que las tenía preparadas de antemano:

¿Qué me diría si le dijera quenada le hace a uno feliz en la vida excepto el amor ni las no velas que pueda escribir ni las ciudades que pueda ver que esto y muy solo en la vida que quiero vivir en esta ciudad con usted hasta que me muera?

—Orhan Bey —me contestó İpek—. Quise de veras amar a Muhtar pero no pudo ser; amé mucho a Azul pero no pudo ser; creí que podría amar a Ka pero no pudo ser; quise de verdad tener un hijo pero no pudo ser. Ya no creo que pueda amar a nadie. Ahora sólo quiero cuidar de mi sobrino Ömercan. Muchas gracias, pero de todas maneras tampoco usted lo dice en serio.

Le agradecí que por primera vez dijera «Ka» en lugar de «su amigo». ¿Podíamos volver a encontrarnos mañana a mediodía en la pastelería Vida Nueva sólo para hablar de él?

Por desgracia estaba ocupada. Pero, como buena anfitriona, para no desilusionarme me prometió que a la tarde siguiente iría con los demás a despedirme a la estación.

Se lo agradecí, le confesé que no me quedaban fuerzas como para regresar a la mesa (y además me daba mucho miedo echarme a llorar) y me metí en la cama a dormir la mona.

Por la mañana salí a la calle sin que nadie me viera y me pasé el día paseando por Kars, primero con Muhtar y luego con Serdar Bey el periodista y con Fazil. Como el hecho de haber aparecido en televisión en las noticias de la noche había tranquilizado un poco a los ciudadanos de Kars, pude recolectar con facilidad muchos detalles necesarios para el fin de mi historia. Muhtar me presentó al propietario de Lanza, el primer periódico islamista de Kars, con una venta de setenta y cinco ejemplares, y a un farmacéutico jubilado que era el principal columnista del diario y que llegó un poco tarde a la reunión en la redacción. Poco después de saber por ellos que el movimiento islamista estaba retrocediendo en Kars como consecuencia de ciertas medidas antidemocráticas y que, de hecho, ya no había tantas solicitudes para reabrir el Instituto de Imanes y Predicadores como antes, recordé que Necip y Fazil habían planeado matar al anciano farmacéutico porque había besado dos veces de una manera extraña al primero. El dueño del hotel Alegre Kars, que había denunciado a sus clientes a Sunay Zaim, también escribía ahora en el mismo periódico y cuando empezamos a tratar los sucesos del pasado me recordó un detalle que yo casi había olvidado: afortunadamente el hombre que cuatro años atrás había asesinado al director de la Escuela de Magisterio no era de Kars. Se había podido establecer la identidad de aquel dueño de una casa de té en Tokat gracias al informe balístico de Ankara, ya que se demostró que la misma arma había sido usada en otro asesinato aparte del que quedó registrado en la grabación y se había capturado a su propietario original, pero como el hombre, que confesó que Azul le había invitado a venir a Kars, consiguió durante el juicio un informe psicológicamente desequilibrado, acabó tres psiquiátrico de Bakirköy, salió de allí, se instaló en Estambul donde abrió el café Alegre Tokat y se convirtió en columnista del periódico Testimonio, desde donde defendía los derechos de las jóvenes del velo. Por mucho que pareciera que ahora volvía a comenzar la resistencia de las jóvenes empañoladas, quebrada cuatro años médico indicando que estaba años ingresado en el hospital atrás cuando Kadife se descubrió, el movimiento no tenía tanta fuerza en Kars como en Estambul debido a que las más comprometidas con la causa o habían sido expulsadas de la escuela o se habían marchado a universidades de otras ciudades. La familia de Hande se negó a hablar conmigo. Como las canciones interpretadas por el bombero de voz ronca gustaron mucho, se convirtió en la estrella del programa semanal Nuestras canciones fronterizas de la Televisión de Kars Fronteriza. Le acompañaba al saz en aquel programa que se grababa los martes por la noche y se retransmitía los viernes por la tarde el portero del hospital de Kars, gran amigo suyo, amante de la música y uno de los fervientes seguidores del jeque Saadettin Efendi. Serdar Bey el periodista también me presentó al pequeño que había salido a escena la noche de la revolución. «Gafas», a quien su padre no le había permitido participar ni en las representaciones escolares a partir de aquel día, era ya todo un hombretón y todavía seguía repartiendo periódicos. Gracias a él pude saber a qué se dedicaban los socialistas de Kars que leían periódicos de Estambul: aparte de sentir respeto de todo corazón por la lucha a muerte que los islamistas políticos y los nacionalistas kurdos mantenían con el Estado, de escribir comunicados indecisos que nadie leía y de presumir de sus heroicidades y sacrificios del pasado, no hacían nada de provecho. Todos los que hablaban conmigo tenían la esperanza de que llegara un héroe abnegado que nos librara a todos del desempleo, de la pobreza, de la corrupción y de la violencia, y como yo era un novelista relativamente conocido, la ciudad entera me medía por la vara imaginaria de aquel gran hombre que creían que llegaría algún día y me hacían sentir que no les gustaban muchos de mis defectos adquiridos en Estambul, mi ensimismamiento y mi desorden, el que dedicara todo el vigor de mi mente a mi trabajo y a mi historia y mi apresuramiento. Maruf, el sastre cuya biografía entera escuché sentado en la casa de té Unión, me dijo que debería ir a su casa para conocer a sus sobrinos y tomarme una copa con ellos, que debería quedarme otros dos días en la ciudad para acudir a la conferencia que organizaban los miércoles por la noche los jóvenes atatürkistas y que debería fumarme todos los cigarrillos y tomarme todos los tés que me ofrecía por amistad (algo con lo que ya casi había cumplido). El hombre de Varto compañero de servicio militar del padre de Fazil me contó que en aquellos cuatro años muchos nacionalistas kurdos habían muerto o habían sido encarcelados: nadie se unía ya a la guerrilla y ninguno de los jóvenes kurdos que habían llegado tarde a la reunión del hotel Asia estaba ya en la ciudad. El jugador y simpático sobrino de Zahide me introdujo entre la multitud que llenaba las peleas de gallos de los domingos por la tarde y allí me tomé muy a gusto un par de copas de raki, que me ofrecieron en un vaso de té.

Ya era una hora avanzada de la tarde, así que regresé a mi cuarto caminando bajo la nieve como un viajero solitario y desdichado e hice la maleta para poder salir del hotel bastante antes de la hora del tren de forma que nadie me viera. Al salir por la puerta de la cocina conocí al detective Saffet al que Zahide seguía invitando a sopa todas las noches. Se había jubilado, me reconoció porque me había visto en televisión la noche anterior y tenía cosas que contarme. Cuando nos sentamos en la casa de té Unión me dijo que aunque se había jubilado seguía haciendo trabajos ocasionales para el Estado. En Kars un detective nunca se jubilaba. Me explicó sonriendo sinceramente que los servicios de Inteligencia de la ciudad tenían verdadera curiosidad por saber qué era en lo que pretendía meter las narices allí (¿el antiguo «asunto armenio», los rebeldes kurdos, los grupos integristas, los partidos políticos?) y que si le daba esa información él podría ganarse unos cuartos.

Mencioné a Ka un tanto receloso, le recordé que en cierto momento había seguido cada paso de mi amigo cuatro años atrás y le pregunté por él.

—Era muy buena persona, un hombre al que le gustaban mucho la gente y los perros —me respondió—. Pero estaba siempre pensando en Alemania y se encerraba demasiado en sí mismo. Hoy aquí nadie le quiere.

Guardamos silencio largo rato. Le pregunté tímidamente por Azul por si sabía algo y me enteré de que, igual que yo había venido a Kars por Ka, ciertas personas habían venido de Estambul para preguntarle por él. Saffet me contó que aquellos jóvenes islamistas enemigos del Estado habían dedicado todos sus esfuerzos a encontrar la tumba de Azul; pero como muy probablemente habían arrojado el cadáver al mar desde un avión para que la tumba no se convirtiera en lugar de peregrinación, habían regresado con las manos vacías. Fazil, que se sentó a nuestra mesa, comentó que había oído los mismos rumores y que había sabido por sus antiguos compañeros de Imanes y Predicadores que aquellos jóvenes islamistas habían huido a Alemania, recordando que Azul había «emigrado» allí en tiempos, que habían fundado un grupo islamista radical en Berlín que cada vez crecía más y que en el primer número de la revista Hégira, que publicaban en Alemania, habían escrito que se vengarían de los responsables de la muerte de Azul. Supusimos que podían haber sido ellos los que mataron a Ka. Fantaseando que el único manuscrito del libro Nieve de mi amigo podía estar en manos de alguno de los jóvenes azulistas hegiristas de Berlín miré la nieve que caía fuera.

Otro policía que en ese momento se sentó a nuestra mesa me contó que todos los rumores que corrían sobre él eran falsos. «¡Yo no soy un viejo de mirada metálica!», dijo. Ni siquiera sabía lo que quería decir eso. Había querido de verdad a la difunta Teslime y, por supuesto, se habría casado con ella de no haberse suicidado. Fue entonces cuando recordé que Saffet le había quitado el carnet de estudiante a Fazil hacía cuatro años en la biblioteca. Quizá hubieran olvidado hacía mucho aquel incidente que Ka había escrito en su cuaderno.

Cuando Fazil y yo salimos a la calle bajo la nieve, los dos policías, impulsados no sé si por amistad o por curiosidad profesional, vinieron con nosotros y empezaron a quejarse de la vida, de su inutilidad, del dolor de amor y de la vejez. Ninguno de ambos tenía ni siquiera gorro y los copos de nieve se quedaban sin fundirse sobre sus escasos y blancos cabellos. Como le pregunté si en los cuatro últimos años la ciudad se había empobrecido más y, por lo tanto, se había despoblado más, Fazil me contestó que en los últimos años la gente veía más televisión y que ahora los desempleados preferían quedarse en casa viendo todas las películas del mundo gratis por antena parabólica a ir a las casas de té. Todo el mundo había ahorrado para instalarse en la ventana una de esas antenas blancas del tamaño de grandes sartenes y aquélla había sido la única novedad en el entramado de la ciudad.

En la pastelería Vida Nueva nos compramos unos de aquellos maravillosos bollos rellenos de nuez que le habían costado la vida al director de la Escuela de Magisterio y nos los tomamos a modo de cena. Después de que los policías se despidieran de nosotros en cuanto comprendieron que nos encaminábamos a la estación, anduvimos pasando ante rejas echadas, casas de té vacías, casas armenias abandonadas, luminosos escaparates llenos de escarcha y por debajo de castaños y álamos con las ramas cubiertas de nieve mientras escuchábamos el sonido de nuestros pasos en las melancólicas calles iluminadas por escasas luces de neón. Como los policías ya no nos seguían, nos desviamos por las calles laterales. La nevada, que en cierto momento había parecido que fuera a amainar, cobró fuerza de nuevo. El que no hubiera nadie en las calles y el dolor de la sensación de irme para siempre de Kars me corroían por dentro y sentía una cierta culpabilidad, como si me fuera a ir dejando solo a Fazil en aquella ciudad solitaria. A lo lejos, de entre la cortina de tul que formaban dos árboles del paraíso con sus ramas secas y con los carámbanos que colgaban de ellas entrelazados, saltó un gorrión que pasó por encima de nosotros y desapareció entre los enormes copos de nieve que caían lentamente. Las calles, cubiertas por un manto de nieve nueva y blanda, estaban tan silenciosas que no oíamos nada excepto nuestros pasos y nuestra respiración, más rápida según nos íbamos cansando. En una calle en la que a ambos lados se alineaban casas y tiendas, este silencio le dejaba a uno la impresión de estar en un sueño.

En cierto momento me detuve en medio de la calle y observé caer al suelo un copo de nieve que me había llamado la atención allá arriba. En ese instante, Fazil me señaló un pálido cartel en la entrada de la casa de té Sé Luz que llevaba cuatro años en el mismo sitio porque lo habían colgado en un lugar demasiado alto:

EL SER HUMANO ES LA OBRA MAESTRA DE DIOS

Y

EL SUICIDIO ES UNA BLASFEMIA

—Como a esta casa de té vienen los policías nadie se atrevió a tocar el cartel —dijo Fazil.

—¿Tú te sientes como una obra maestra? —le pregunté.

—No. Sólo Necip era una obra maestra de Dios. Desde que Dios le arrebató la vida yo perdí mi miedo al ateísmo y mi deseo de amar a Dios cada vez más. Que Él me perdone.

Caminamos hasta la estación entre copos de nieve que parecían colgar del aire. La construcción de la primera época de la República que mencionaba en El libro negro, aquella preciosa estación de piedra, había sido demolida y en su lugar habían levantado una fea cosa de hormigón. Encontré esperándome a Muhtar y al perro color carbón. Diez minutos antes de que saliera el tren llegó Serdar Bey el periodista, que me entregó los viejos números del Diario de la Ciudad Fronteriza en los que se hablaba de Ka y me pidió que en mi libro hablara de Kars y sus problemas sin ofender a la ciudad ni a sus habitantes. Cuando Muhtar vio que el periodista sacaba aquel regalo, me puso en las manos, casi como si estuviera cometiendo un crimen, una bolsa de plástico que contenía un frasco de colonia, un pequeño queso redondo de Kars y una copia dedicada de su primer libro de poemas, que había impreso en Erzurum pagándoselo de su propio bolsillo. Compré un bocadillo para el perrito color carbón que mi amigo mencionaba en su poema y para mí un billete para Estambul. Mientras le daba de comer al perro, que movía la cola amistosamente, llegaron a todo correr Turgut Bey y Kadife. Se habían enterado de que me iba por Zahide en el último momento. Hablamos con frases cortas del billete, del viaje y de la nieve. Turgut Bey me alargó avergonzado una nueva edición de una novela de Turgueniev (Primer amor) que había traducido del francés en sus años de cárcel. Yo acaricié a Ömercan, que estaba en brazos de Kadife. Los copos de nieve caían a los lados del pelo de su madre, cubierto con un elegante pañuelo de Estambul. Me volví hacia Fazil porque me daba miedo mirar más a los hermosos ojos de su mujer y le pregunté qué era lo que quería decir a los lectores si algún día escribía una novela que ocurriera en Kars.

—Nada —me contestó decidido. Pero al ver que su respuesta me entristecía se compadeció de mí—. Tengo algo en la cabeza, pero no le va a gustar… —dijo—. Si me pone en una novela que ocurra en Kars, me gustaría decirles a los lectores que no creyeran nada de lo que usted pueda decir sobre mí, sobre nosotros. Nadie nos puede entender de lejos.

—En realidad, nadie se cree lo que lee en una novela así.

—No, sí que se lo creen —contestó nervioso—. Para poder verse a sí mismos inteligentes, superiores y humanitarios, querrán creer que somos simpáticos y ridículos y que así podrán comprendernos y querernos. Pero si pone lo que acabo de decirle, por lo menos les quedará la duda.

Le prometí que incluiría sus palabras en mi novela. Kadife se me acercó al ver que yo miraba por un momento la puerta principal de la estación.

—Creo que tiene usted una preciosa hija llamada Rüya —me dijo—. Mi hermana no ha podido venir, pero me ha pedido que salude a su hija de su parte. Y yo le he traído este recuerdo de mi carrera teatral, aunque acabara a medias —y me dio una pequeña fotografía donde se la veía compartiendo el escenario del Teatro Nacional con Sunay Zaim.

El jefe de estación tocó el silbato. Al parecer nadie más iba a subirse al tren. Les abracé a todos uno por uno. En el último momento Fazil me entregó una bolsa con copias de las cintas de vídeo y con el bolígrafo de Necip.

Con las manos llenas de regalos me subí a duras penas al vagón, que ya estaba poniéndose en marcha. Todos me saludaban desde el andén y yo me asomé a la ventanilla para despedirme de ellos. En el último instante vi que el perro color carbón corría alegre a lo largo del andén justo a mi lado con la enorme lengua rosada colgando. Luego todos desaparecieron entre los enormes copos de nieve cada vez más oscuros.

Me senté contemplando entre la nieve las luces anaranjadas de las últimas casas de los suburbios, las habitaciones destartaladas donde se veía la televisión, las delgadas, temblorosas y elegantes columnas de humo de las torcidas chimeneas de los tejados cubiertos de nieve y me eché a llorar.

Abril 1999 - Diciembre 2001