43. Las mujeres se suicidan por orgullo

El último acto

Sunay había convertido en el último momento el nombre de la obra que había escrito y puesto en escena inspirado por la Tragedia española de Thomas Kyd, e influido por muchas otras cosas, en Tragedia en Kars y el nuevo título sólo llegó a ser usado en la última media hora de los continuos anuncios que se hacían en televisión. La multitud que llenaba el teatro, formada por gente llevada en autobuses bajo vigilancia militar, por aquellos que confiaban en las proclamas de la televisión o en las garantías que había dado la administración militar, por curiosos que querían ver con sus propios ojos lo que iba a pasar al precio que fuera (porque por la ciudad corrían rumores de que la retransmisión «en directo» en realidad era en diferido y que las cintas habían venido de Estados Unidos), y, sobre todo, por funcionarios que habían acudido obligatoriamente (aunque esta vez no se habían llevado a sus familias), no estaba al tanto del nuevo título. Y aunque lo hubieran estado, habría sido bastante difícil que lo relacionaran con aquella obra que contemplaban sin entender demasiado, como el resto de la ciudad, por otra parte.

Resulta difícil resumir la primera mitad de Tragedia en Kars, que vi cuatro años después de su primera y última representación tras sacarla del archivo de vídeo de la Televisión de Kars Fronteriza. Se trataba de una venganza de sangre en un pueblo «reaccionario, pobre y estúpido» pero no se contaba lo más mínimo de por qué la gente había empezado a matarse de repente ni qué era lo que se negaban a compartir; ni los asesinos ni sus víctimas, que caían como moscas, hacían la menor pregunta al respecto. Sólo a Sunay le enfurecía que el pueblo se dejara arrastrar a algo tan reaccionario como una venganza de sangre, discutía al respecto con su mujer y buscaba una segunda mujer más joven y comprensiva (Kadife). Sunay tenía todo el aspecto de ser alguien poderoso, rico e ilustrado, pero también bailaba con el pueblo sencillo, bromeaba con ellos, discutía sabiamente sobre el sentido de la vida y, en una especie de teatro dentro del teatro, les representaba escenas de Shakespeare, Victor Hugo y Brecht. Además, en un desorden espontáneo, salpicaba la obra aquí y allá con breves y educativos monólogos sobre el tráfico de la ciudad, las buenas maneras en la mesa, las particularidades irrenunciables de los turcos y los musulmanes, el entusiasmo por la Revolución Francesa, los beneficios de las vacunas, los preservativos y el raki, la danza del vientre de las prostitutas finas y cómo el champú y los cosméticos no eran sino agua con tinte.

Lo único que mantenía unida aquella obra tan enrevesada por las frecuentes inserciones de añadidos e improvisaciones y a los espectadores de Kars atentos a ella era la actuación apasionada de Sunay. En los momentos en que la obra se hacía pesada, se enfurecía de repente con unos gestos que recordaban los mejores momentos de su vida teatral, echaba pestes de los que habían hecho que el país y el pueblo cayeran en esa situación, caminaba de un extremo al otro del escenario cojeando de manera trágica y relatando recuerdos de su juventud, citas de lo que había escrito Montaigne sobre la amistad o lo solo que en realidad había estado Atatürk. Tenía la cara cubierta de sudor. Nuriye Hanim, la profesora aficionada al teatro y a la historia que también le había contemplado con admiración en la obra de dos noches antes, me dijo años después que desde la primera fila podía percibir perfectamente el olor a raki en el aliento de Sunay. Según ella, eso era un síntoma, no de que el gran artista estuviera borracho, sino de su entrega. En un plazo de dos días, todos los que en Kars le admiraban lo bastante como para atreverse a desafiar cualquier riesgo con tal de verle de cerca, maduros funcionarios del Estado, viudas, jóvenes atatürkistas que ya habían visto cientos de veces las imágenes de televisión, varones a los que seducían la aventura y el poder, estuvieron de acuerdo en decirme que proyectaba una claridad, un rayo de luz, a las filas delanteras y que resultaba imposible mirarle a los ojos largo rato.

También Mesut (el que se oponía a que los ateos fueran enterrados en el mismo cementerio que los creyentes), que formaba parte de los estudiantes de Imanes y Predicadores que habían sido llevados a la fuerza al Teatro Nacional en camiones militares, me contó años más tarde que había sentido la atracción de Sunay. Quizá lo confesara porque había regresado a Kars y había empezado a trabajar en una casa de té después de la decepción que sufrió con el pequeño grupo islamista que se dedicaba a la lucha armada con el que había estado colaborando durante cuatro años en Erzurum. Según él, había algo difícil de explicar que unía a los jóvenes de Imanes y Predicadores a Sunay. Puede que fuera que él poseía el poder absoluto que ellos querían conseguir. O que, gracias a las prohibiciones que había impuesto, les había librado de tener que meterse en problemas peligrosos como la rebelión. «En realidad, después de los golpes militares todo el mundo se alegra en secreto», me dijo. En su opinión, también afectó a los jóvenes el que saliera a escena y se presentara tan abiertamente ante la multitud a pesar de ser un hombre tan poderoso.

Años más tarde, viendo la grabación en vídeo de aquella velada en la Televisión de Kars Fronteriza, yo también pude sentir cómo en la sala se olvidaban las tensiones entre padres e hijos, poderosos y criminales, cómo todos se sumergían en sus terribles recuerdos y fantasías y cómo se notaba la presencia de esa mágica sensación de «nosotros» que sólo pueden comprender quienes han vivido en países extremadamente nacionalistas en los que campea la represión. Era como si gracias a Sunay en la sala no quedara nadie «ajeno» y todos se hubieran fundido desesperadamente unos con otros en una historia común.

Kadife, a cuya presencia en la escena los ciudadanos de Kars no acababan de acostumbrarse, arruinaba aquella sensación. Incluso el cámara que grababa la retransmisión en vivo debía notarlo porque en los momentos más emocionantes enfocaba a Sunay y no se acercaba a Kadife, de tal manera que los telespectadores de Kars sólo podían verla sirviendo a los poderes que desarrollaban los acontecimientos, como una de esas sirvientas de vodevil. Con todo, como desde mediodía se venía anunciando que Kadife se descubriría durante la representación de la noche, los espectadores sentían mucha curiosidad por lo que haría. Se habían extendido bastantes rumores de que lo hacía forzada por los militares, que no saldría a escena y otros parecidos e incluso los que sabían de la lucha de las jóvenes empañoladas pero nunca habían oído su nombre, llegaron a conocerla bien durante aquel medio día. Por todo eso, la imprecisión de su personaje al principio de la obra y el hecho de que saliera cubierta aunque fuera con un vestido rojo y largo provocaron una profunda decepción.

La primera vez que pudo comprenderse que se esperaba algo de Kadife fue en un diálogo entre ella y Sunay que se desarrolló durante el vigésimo minuto de la obra: en un momento en que se quedaban solos en el escenario, Sunay le preguntaba si estaba «decidida o no». Y añadía: «Encuentro inaceptable que te mates porque estás enojada con otros».

Kadife le respondía: «¿Quién puede inmiscuirse en si me mato o no cuando en esta ciudad los hombres se matan como animales afirmando que lo hacen por el bien de la ciudad?». Y luego se largaba de allí como si huyera de Funda Eser, que en ese momento entraba en el escenario.

Cuatro años después, tras haber escuchado de todos aquellos con los que pude hablar lo que había sucedido en Kars aquella noche y mientras, reloj en mano, intentaba reconstruir minuto a minuto la secuencia de los acontecimientos, calculé que la última vez que Azul vio a Kadife fue en la escena en la que decía eso. Porque según los vecinos que me relataron cómo se había desarrollado el asalto y por lo que me contaron los funcionarios de las fuerzas de seguridad que aún seguían de servicio en Kars, cuando llamaron a la puerta, Azul y Hande estaban viendo la televisión. Según el comunicado oficial, cuando Azul vio frente a él a las fuerzas de la policía y del ejército, corrió al interior de la casa, empuñó un arma, empezó a disparar e intentó salvar a Hande gritando «¡No disparen!», según contaban parte de los vecinos y de los jóvenes islamistas que pronto lo convirtieron en leyenda, pero los miembros de la brigada especial al mando de Z. Brazodehierro, que fueron quienes se introdujeron en el piso, dejaron hechos un colador en menos de un minuto no sólo a Azul y a Hande, sino también la casa entera. A pesar del estruendo nadie se interesó por el asunto a excepción de unos cuantos niños curiosos de las casas vecinas. Y eso no sólo porque los ciudadanos de Kars estaban acostumbrados a ese tipo de redadas por las noches, sino además porque nadie en la ciudad estaba de humor como para atender a cualquier otra cosa que no fuera la retransmisión en directo desde el Teatro Nacional. Todas las calles estaban vacías, todas las rejas de los comercios bajadas, todas las casas de té, menos unas pocas, cerradas.

Saber que todas las miradas de la ciudad estaban atentas a él le había proporcionado a Sunay una confianza y una fuerza extraordinarias. Como Kadife notaba que sólo podría encontrar un lugar en el escenario en la medida en que Sunay se lo permitiera, se arrimaba a él presintiendo que únicamente podría llevar a cabo lo que pretendía si se aprovechaba de las oportunidades que él le ofreciera. Me resulta imposible saber lo que pasaba por su cabeza en aquellos momentos porque más tarde, al contrario que su hermana mayor, se negó a hablar conmigo de aquellos días. Los ciudadanos de Kars, que por fin asimilaron en los cuarenta minutos siguientes de la obra lo decidida que estaba Kadife a suicidarse y a descubrirse, lentamente empezaron a sentir admiración por ella. Según Kadife iba ganando presencia, la obra fue evolucionando de la furia medio didáctica medio burlesca de Sunay y Funda Eser a un drama más serio. La audiencia intuía que Kadife estaba representando a una mujer audaz dispuesta a cualquier cosa porque estaba harta de la opresión masculina. Aunque la identidad de «Kadife, la chica empañolada» no se olvidó por completo, le pude escuchar a mucha gente con la que hablé luego, y que se había pasado años lamentándolo por ella, que con la nueva personalidad que representó aquella noche en el escenario se había ganado el corazón de los ciudadanos de Kars. Ahora, cuando salía a escena se producía un profundo silencio y las familias que estaban viendo la televisión en casa se preguntaban después de que hablara: «¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?».

Durante uno de aquellos silencios pudo oírse el silbato del primer tren que dejaba la ciudad en cuatro días. Ka se encontraba en uno de los vagones, en el que los militares le habían subido a la fuerza. Mi querido amigo, que vio que İpek no salía del camión militar cuando regresó y que en él sólo venía su bolsa de viaje, instó a los soldados que le protegían a que le permitieran verla y al no obtener permiso les convenció de que enviasen una vez más el camión al hotel; al volver éste vacío de nuevo les rogó a los oficiales que retuvieran el tren cinco minutos pero cuando por fin sonó el silbato sin que İpek apareciera, Ka se echó a llorar. Mientras el tren se ponía en marcha seguía con la mirada llorosa clavada en la multitud del andén y en la otra puerta del edificio de la estación, la que daba a la estatua de Kâzim Karabekir, buscando una mujer alta con una maleta en la mano que se imaginaba que vería caminando directamente hacia él.

El silbato del tren sonó una vez más mientras aceleraba. En ese preciso instante İpek y Turgut Bey salían del hotel Nieve Palace en dirección al Teatro Nacional. «El tren se va», dijo Turgut Bey. «Sí —contestó İpek—. Dentro de poco se abrirán las carreteras y regresarán el gobernador y el coronel del regimiento». Dijo también algo sobre que así se acabaría de una vez aquel absurdo golpe y que todo volvería a la normalidad, pero no porque considerara importante lo que decía, sino porque notaba que si callaba, su padre creería que estaba pensando en Ka. Y por mucho que pensara en Ka también lo estaba haciendo en la muerte de Azul, aunque ni ella misma fuera consciente del todo. Sentía en su corazón el agudo dolor de haber dejado escapar una oportunidad de ser feliz y una intensa furia hacia Ka. Tenía muy pocas dudas sobre las razones de su ira. Cuatro años más tarde, discutiendo de mala gana conmigo dichas razones, se sentiría incómoda ante mis preguntas y mis sospechas y me diría que había comprendido de inmediato que le sería prácticamente imposible volver a amar a Ka después de aquella noche. Mientras el tren que se llevaba a Ka se alejaba sonando el silbato, İpek sólo sentía una profunda desilusión por él; y quizá también algo de asombro. Pero su verdadera preocupación en ese momento era compartir su dolor con Kadife.

Turgut Bey pudo notar por su silencio que su hija estaba inquieta.

—Toda la ciudad parece abandonada —dijo.

—La ciudad fantasma —respondió İpek por decir algo.

Un convoy de tres vehículos militares dobló la esquina y les adelantó. Turgut Bey comentó que si habían podido llegar era sólo porque debían haber abierto las carreteras. Para distraerse, padre e hija contemplaron las luces del convoy pasando por delante de ellos y perdiéndose en la oscuridad. Según las investigaciones que realicé posteriormente, en el CMS del centro iban los cadáveres de Azul y Hande.

Poco antes Turgut Bey había visto a la luz indirecta de los faros del jeep que iba en último lugar que el periódico del día siguiente estaba expuesto en el escaparate de las oficinas del Diario de la Ciudad Fronteriza y se detuvo a leerlo: «Muerte en el escenario. El famoso actor turco Sunay Zaim asesinado a tiros durante la representación de anoche».

Después de leer dos veces la noticia echaron a caminar a toda velocidad hacia el Teatro Nacional. Delante del edificio estaban los mismos coches de policía y más abajo, a lo lejos, la misma sombra de un tanque.

Les registraron al entrar. Turgut Bey dijo que era «el padre de la protagonista». El segundo acto ya había comenzado, así que buscaron un par de butacas vacías en la última fila y se sentaron allí.

En aquel acto todavía había algunas de las escenas jocosas y de los chistes que Sunay había ido perfeccionando con el paso de los años; incluso Funda Eser ofreció una danza del vientre que se burlaba de las que ella misma hacía. Pero el ambiente general de la obra se había vuelto bastante más serio y un enorme silencio había caído sobre la sala. Ahora Kadife y Sunay se quedaban solos a menudo.

—De todas maneras, me sigue debiendo una explicación de por qué quiere suicidarse —dijo Sunay.

—Eso es algo que una no puede saber del todo —respondió Kadife.

—¿Cómo?

—Si una pudiera saber exactamente las razones por las que se suicida, y si pudiera exponerlas claramente, no lo haría.

—No, en absoluto —dijo Sunay—. Algunas personas se suicidan por amor, otras porque no aguantan las palizas de sus maridos o porque la pobreza les atraviesa hasta los huesos como un cuchillo.

—Mira usted la vida de una manera demasiado simple —respondió Kadife—. En lugar de suicidarse por amor, una espera un poco hasta que se atenúan los efectos del amor. Tampoco la pobreza es una razón suficiente para suicidarse. En lugar de matarse, una abandona a su marido o primero intenta robar dinero de cualquier sitio.

—Entonces, ¿cuál es la verdadera razón?

—Por supuesto, la verdadera razón de todos los suicidios es el orgullo. ¡Al menos por eso es por lo que las mujeres se suicidan!

—¿Porque el amor es un insulto para su orgullo?

—¡No entiende nada! —dijo Kadife—. Una mujer no se suicida porque haya perdido su orgullo, sino para demostrar lo orgullosa que está de sí misma.

—¿Por eso se suicidan sus amigas?

—No puedo hablar en su nombre. Cada cual tiene sus propios motivos. Pero cada vez que pienso en matarme siento que ellas han debido pensar lo mismo que yo. En el momento del suicidio es cuando las mujeres comprenden mejor lo solas que están y lo que significa ser mujer.

—¿Y con esas palabras es con las que ha inducido a sus amigas al suicidio?

—Ellas se suicidaron por su propia y libre voluntad.

—Aquí en Kars todo el mundo sabe que nadie tiene libre voluntad, que la gente sólo se mueve para huir de las palizas y que se unen a cualquier comunidad para protegerse entre ellos. Kadife, confiese que llegó a un acuerdo secreto con ellas y que las impulsó al suicidio.

—¿Cómo podría haberlo hecho? —contestó Kadife—. Al suicidarse se quedaron más solas. Los padres de algunas las repudiaron porque se habían suicidado, por algunas ni siquiera se rezó un responso.

—¿Y ahora se va a matar usted para demostrar que no estaban solas, que esto era un movimiento colectivo? Kadife, guarda silencio… Pero si se mata sin explicar por qué lo hace, ¿no se malinterpretará el mensaje que quiere dar?

—No quiero dar ningún mensaje con mi suicidio.

—De todas formas, hay mucha gente que la está viendo, que siente curiosidad. Por lo menos diga lo que le está pasando por la mente ahora.

—Las mujeres se suicidan con la esperanza de ganar —dijo Kadife—. Los hombres cuando ven que no les queda ninguna esperanza.

—Eso es verdad —dijo Sunay y se sacó del bolsillo una pistola Kirikkale. La atención de toda la sala estaba fija en el brillo del arma—. Ahora que comprendo que he sido derrotado por completo, ¿podría dispararme con esto?

—No quiero que me manden a la cárcel.

—Pero, de todas formas, ¿no se iba a suicidar? Y teniendo en cuenta que si se suicida va a ir al infierno, debe de ser porque no le tiene miedo al castigo ni en este mundo ni en el otro.

—He ahí algo por lo que cualquier mujer podría suicidarse —dijo Kadife—. Para escapar a todo tipo de castigos.

—¡Me gustaría que cuando por fin me dé cuenta de que he sido derrotado mi final fuera a manos de una mujer así! —Sunay se volvió hacia los espectadores con un gesto ostentoso. Se calló un rato. Comenzó a relatar una historia sobre las galanterías de Atatürk y la interrumpió justo cuando notó que estaba aburriendo a los espectadores.

Al terminar el segundo acto Turgut Bey e İpek pasaron entre bastidores y allí encontraron a Kadife. La amplia sala en la que en tiempos se habían preparado para salir a escena los acróbatas llegados de Moscú y San Petersburgo, los actores armenios que representaban a Moliére y las bailarinas y los músicos que habían ido de gira por Rusia, estaba ahora fría como el hielo.

—Creía que ibas a irte —le dijo Kadife a İpek.

—¡Estoy muy orgulloso de ti, hija mía! ¡Has estado maravillosa! —Turgut Bey abrazó a Kadife—. Pero si te hubiera dado el arma y te hubiera dicho «Dispárame», yo me habría levantado, habría interrumpido la obra y te habría gritado: «¡Kadife, que no se te ocurra disparar!».

—¿Por qué?

—¡Porque la pistola puede estar cargada, por eso! —dijo Turgut Bey y le contó la noticia que había leído en el número del día siguiente del Diario de la Ciudad Fronteriza—. Y no es que me asuste porque hayan resultado ciertas algunas de las noticias que Serdar ha escrito con anterioridad con la esperanza de que lo sean —añadió—. La mayoría acaban siendo falsas. Estoy preocupado porque sé que Serdar jamás habría escrito algo tan polémico sin la aprobación de Sunay. Está claro que fue el propio Sunay quien ordenó que se escribiera la noticia. Puede no ser simple publicidad. Quizá quiera provocar que le mates en el escenario. Hija mía, ¡que no se te ocurra apretar el gatillo sin asegurarte de que el arma está descargada! Y que no se te ocurra tampoco descubrirte a causa de ese hombre. İpek no se va. Todavía viviremos mucho tiempo en esta ciudad, no enfurezcas a los religiosos por nada.

—¿Por qué ha renunciado İpek a irse?

—Porque nos quiere más a su familia, a su padre, a ti —dijo Turgut Bey tomando a Kadife de las manos.

—Papá, ¿podemos hablar a solas otra vez? —preguntó İpek. En cuanto lo dijo vio que el miedo cubría la cara de Kadife. Mientras Turgut Bey se acercaba a Sunay y a Funda Eser, que habían entrado por el otro extremo de la alta y polvorienta sala, İpek abrazó con todas sus fuerzas a Kadife. Vio que aquel gesto despertaba temores en su hermana y la tomó de la mano y la llevó hasta un aparte separado del resto de la sala por unas cortinas. Funda Eser salía de allí con una botella de coñac y vasos.

—Has estado muy bien, Kadife —le dijo—. Poneos cómodas.

İpek obligó a Kadife, cada vez con menos esperanzas, a que se sentara. La miró a los ojos de una forma que significaba que tenía malas noticias.

—Han matado a Azul y a Hande en una redada —dijo luego.

Kadife apartó la mirada por un instante.

—¿Estaban en la misma casa? ¿Quién te lo ha dicho? —dijo, pero al ver la expresión decidida de la cara de İpek guardó silencio.

—Me lo ha dicho Fazil, el muchacho de Imanes y Predicadores, y le creí enseguida. Porque lo había visto con sus propios ojos… —esperó un momento a que Kadife, con la cara ahora completamente blanca, asimilara la noticia, y continuó a toda velocidad—. Ka sabía dónde se escondía Azul y después de verte a ti por última vez no regresó al hotel. Creo que fue Ka quien les reveló a los de la brigada especial el escondrijo de Azul y Hande. Por eso no me he ido a Alemania.

—¿Y cómo lo sabes? —le preguntó Kadife—. Puede que no les haya denunciado él sino otro.

—Es posible, ya lo he pensado. Pero puedo sentir con tanta claridad en mi corazón que ha sido Ka quien les ha denunciado, que he comprendido que no lograré convencerme de lo contrario mediante la lógica. No he ido a Alemania porque me he dado cuenta de que no podría llegar a quererle.

Kadife ya había agotado todas sus fuerzas escuchando a İpek. Ésta vio que sólo ahora asimilaba en toda su crudeza la noticia de la muerte de Azul.

Kadife se cubrió la cara con las manos y comenzó a llorar entre sollozos. İpek la abrazó y se echó a llorar también. Mientras lloraba en silencio, İpek percibía con un rincón de su mente que no lo hacía por la misma razón que su hermana. Habían llorado un par de veces de aquella manera en la época en que ambas se negaban a renunciar a Azul y aquella despiadada competición las avergonzaba. Ahora İpek notaba que la lucha había terminado; nunca se iría de Kars. Por un segundo se sintió vieja. Pero también sintió que podría ser capaz de envejecer en paz aceptándolo y de ser lo bastante inteligente como para no pretender nada del mundo.

Ahora le preocupaba más Kadife, que había empezado a llorar con violencia. Podía ver que su hermana sufría de una manera más profunda y destructiva que ella. Le cruzó el corazón un sentimiento de agradecimiento, o tal vez el placer de la venganza, por no estar en su situación y enseguida se avergonzó de ello. Los administradores del Teatro Nacional habían puesto la misma cinta de música de siempre porque aumentaba las ventas de gaseosas y garbanzos tostados entre el público en los intermedios de las películas: sonaba la canción titulada Baby come closer, closer to me que escuchaban en Estambul en los años de su primera juventud. Por aquel entonces las dos querían aprender bien inglés y ninguna de ellas lo había conseguido. İpek notó que su hermana lloraba más al oír la música. Por entre las cortinas podía ver que su padre y Sunay mantenían una encendida conversación en el otro extremo de la sala en penumbra y que Funda Eser les llenaba las copas de coñac con una botella pequeña.

—Señora Kadife, soy el coronel Osman Nuri Çolak —dijo un militar maduro que abrió con rudeza las cortinas y que la saludó con una inclinación hasta el suelo sacada de las películas—. Señora mía, ¿cómo podría consolarla en su dolor? Si no quiere salir a escena, puedo darle una buena noticia: las carreteras están abiertas y las fuerzas del ejército pronto entrarán en la ciudad.

Más tarde, ante el tribunal militar, Osman Nuri Çolak usaría esas palabras como prueba de que había intentado proteger la ciudad de aquel absurdo golpe.

—Estoy perfectamente en todos los aspectos, muchas gracias, señor mío —contestó Kadife.

Por los gestos de Kadife, İpek pudo notar que se le había contagiado algo del aire artificial de Funda Eser. Y por otra parte admiraba sus esfuerzos por rehacerse. Kadife se puso en pie obligándose a hacerlo; se tomó un vaso de agua y caminó arriba y abajo por la amplia sala entre bastidores como un fantasma.

A İpek le habría gustado llevarse a su padre sin que hablara con Kadife antes de que empezara el tercer acto, pero Turgut Bey se acercó a ellas en el último momento:

—No tengas miedo —le dijo refiriéndose a Sunay y compañía—. Son gente moderna.

Al principio del tercer acto Funda Eser cantó la canción de la mujer violada. Aquello vinculó al escenario a los espectadores que encontraban la obra demasiado «intelectual» e incomprensible aquí y allá. Como siempre hacía, Funda Eser vertía lágrimas amargas maldiciendo a los hombres por un lado mientras por otro narraba lo que le había sucedido contoneándose. Después de otras dos canciones y una pequeña parodia de un anuncio que hizo reír sobre todo a los niños (se demostraba que el Aygas estaba fabricado con pedos), el escenario se oscureció y aparecieron dos soldados que recordaban a los que dos días atrás habían salido armados al final de la obra. Llevaron una horca hasta la mitad del escenario y allí la levantaron; en todo el teatro se produjo un silencio nervioso. Kadife y Sunay, que cojeaba ostensiblemente, caminaron hasta situarse bajo la horca.

—No creía que todo pudiera ocurrir tan deprisa —dijo Sunay.

—¿Eso es una confesión de que ha fracasado en lo que pretendía hacer o está buscando una excusa para morir de una manera elegante porque ya está viejo? —replicó Kadife.

İpek notó que Kadife hacía un gran esfuerzo para interpretar su papel.

—Es usted muy inteligente, Kadife —dijo Sunay.

—¿Y eso le da miedo? —respondió ella con un aire tenso y furioso.

—¡Sí! —contestó Sunay galantemente.

—No le da miedo mi inteligencia, sino el que tenga personalidad. En nuestra ciudad los hombres no temen la inteligencia de las mujeres, sino el que sean independientes.

—Todo lo contrario. Inicié esta revolución para que ustedes, las mujeres, pudieran ser independientes como las europeas. Por eso es por lo que ahora le pido que se descubra la cabeza.

—Me descubriré —dijo Kadife—. Y luego me ahorcaré para demostrar que no lo hago ni porque usted me obligue ni para imitar a las europeas.

—Pero sabe perfectamente que los europeos la aplaudirán porque se ha comportado como un individuo y se ha suicidado, ¿no, Kadife? No pasó desapercibido que en la reunión supuestamente secreta del hotel Asia estaba usted muy ansiosa por proporcionar una declaración para el periódico alemán. Se dice que usted ha organizado a las jóvenes que se suicidan, lo mismo que a las que llevan velo.

—Sólo había una que verdaderamente luchara por el derecho a llevar velo y que se suicidase, Teslime.

—Y ahora usted será la segunda.

—No, yo me descubriré antes de matarme.

—¿Se lo ha pensado bien?

—Sí —respondió Kadife—. Me lo he pensado muy bien.

—Entonces también debe de haber pensado lo siguiente. Los que se suicidan van al infierno. Podrá matarme con toda tranquilidad porque al fin y al cabo acabará yendo al infierno.

—No —contestó Kadife—. No creo que vaya a ir al infierno si me suicido. ¡Y a ti te mataré para exterminar a un microbio enemigo de la nación, de la religión y de las mujeres!

—Es usted valiente y habla claro, Kadife. Pero nuestra religión prohíbe el suicidio.

—El Sagrado Corán ordena «No os matéis» en la azora de las Mujeres, es cierto. Pero eso no significa que Dios Omnipotente no vaya a perdonar a las jóvenes que se suicidan y que las envíe al infierno.

—Así que se dispone a hacerlo basándose en una tergiversación.

—De hecho, lo cierto es lo contrario —continuó Kadife—. Algunas jóvenes de Kars se han matado porque no les permitían cubrirse, como ellas querían. El Todopoderoso es justo y ha sido testigo de su sufrimiento. Yo, como ellas, me autodestruiré con ese mismo amor a Dios en mi corazón porque no tengo nada que hacer en esta ciudad de Kars.

—Es consciente también de que eso va a enfurecer a los líderes religiosos que vienen hasta esta pobre ciudad de Kars desafiando la nieve y el invierno para convencer a las mujeres desesperadas de que no se suiciden, ¿no, Kadife?… Sin embargo, el Corán…

—No discuto de mi religión ni con ateos ni con los que simulan creer porque tienen miedo. Además, acabemos con esto de una vez.

—Tiene razón. Yo he sacado a colación el tema no para inmiscuirme en sus valores morales sino por si acaso no me mata con toda tranquilidad por miedo al infierno.

—No se preocupe, le mataré con toda tranquilidad de corazón.

—Bien —dijo Sunay con aire ofendido—. Le voy a confesar la conclusión más importante a la que he llegado después de veinticinco años de vida en el teatro. Nuestros espectadores no pueden soportar un diálogo tan largo sin aburrirse sea cual sea la obra. Si quiere, pongámonos manos a la obra sin alargar más la conversación.

—Muy bien.

Sunay sacó la misma pistola Kirikkale de antes y se la mostró a Kadife y a los espectadores.

—Ahora usted se descubrirá la cabeza. Luego le daré esta arma y me disparará… Quiero repetirles a nuestros espectadores el importante significado de este hecho porque es la primera vez que en una retransmisión en directo…

—Abreviemos —le interrumpió Kadife—. Estoy harta de las palabras de los hombres que explican por qué se suicidan las jóvenes.

—Tiene razón —respondió Sunay jugueteando con el arma que tenía en la mano—. Con todo, me gustaría decir un par de cosas. Para que no se asusten los que han leído la noticia en el periódico y se han dejado engañar por los rumores ni tampoco los ciudadanos de Kars que nos están contemplando en esta emisión en vivo. Mire, Kadife, el cargador de esta pistola. Como puede ver, está vacío —sacó el cargador, se lo mostró a Kadife y lo colocó en su sitio de nuevo—. ¿Ha comprobado que está vacío? —preguntó como un ilusionista experto.

—Sí.

—¡Asegurémonos de todas formas! —sacó una vez más el cargador, se lo enseñó a los espectadores como si fuera un conejo que hubiese sacado de una chistera y volvió a introducirlo en la pistola—. Por último, quiero hablar en mi propio nombre: hace un instante ha dicho que me mataría con toda tranquilidad de corazón. Probablemente le doy asco porque soy alguien que ha dado un golpe militar y ha disparado sobre el pueblo porque no se parecen a los occidentales, pero quiero que sepa que lo he hecho por el bien de la nación.

—Muy bien —contestó Kadife—. Y ahora yo voy a descubrirme. Todos atentos, por favor.

Por un instante apareció en su rostro una expresión de dolor y luego se quitó el pañuelo con un movimiento sencillo de la mano.

Ahora en el salón no se oía ni el vuelo de una mosca. Sunay miró estúpidamente a Kadife como si aquello hubiera sido algo inesperado. Ambos se volvieron hacia los espectadores como si fueran actores novatos a los que se les ha olvidado cómo sigue el diálogo.

Toda Kars contempló admirada durante un buen rato el largo y precioso cabello moreno de Kadife. El cámara reunió todo su valor y por primera vez la enfocó de cerca. En su rostro había aparecido la vergüenza de una mujer a la que se le abre el vestido en medio de una multitud. Era evidente que estaba sufriendo mucho.

—¡Deme el arma! —le dijo a Sunay impaciente.

—Tome —Sunay le alargó la pistola a Kadife sosteniéndola por el cañón—. Apriete el gatillo aquí.

Cuando Kadife tomó el arma en sus manos Sunay sonrió. Toda Kars creía que el diálogo se iba a prolongar y probablemente el propio Sunay lo creyera, porque dijo «Tiene un pelo muy bonito, Kadife. A mí también me provocaría celos de los demás hombres» cuando Kadife disparó.

Se oyó el estampido de un arma. Toda Kars se quedó sorprendida, más que por el ruido, porque Sunay cayó al suelo tambaleándose como si de verdad le hubieran dado.

—¡Qué estúpido es todo! —dijo Sunay—. Nadie entiende el arte moderno, ¡nunca podrán ser modernos!

Los espectadores estaban esperando un largo monólogo del moribundo Sunay cuando Kadife acercó el arma y disparó cuatro veces más. En cada ocasión el cuerpo de Sunay temblaba por un instante, se elevaba y caía al suelo como si fuera más pesado. Aquellos cuatro tiros fueron muy rápidos.

Después del último disparo los espectadores, que además de aquel simulacro de muerte esperaban un didáctico soliloquio sobre ella, perdieron todas sus esperanzas al ver la cara de Sunay cubierta de sangre. Nuriye Hanim, que en el teatro le daba tanta importancia a la verosimilitud de los acontecimientos y de los efectos como al propio diálogo, se disponía a ponerse en pie y aplaudir a Sunay pero le dio miedo su cara ensangrentada y se quedó sentada en la butaca.

—¡Creo que lo he matado! —les dijo Kadife a los espectadores.

—¡Has hecho bien! —gritó uno de los estudiantes de Imanes y Predicadores de las filas de atrás.

Las fuerzas de seguridad estaban tan petrificadas con el asesinato del escenario que ni siquiera pudieron precisar la localización del estudiante que había roto el silencio ni se lanzaron a perseguirle. Cuando Nuriye Hanim, la profesora que llevaba dos días viendo admirada a Sunay en televisión y que se había sentado en la primera fila para poder verle de cerca pasara lo que pasase, se echó a llorar entre sollozos, toda Kars, y no sólo el público del salón, intuyó que lo que había ocurrido en la escena era demasiado realista.

Los dos soldados, corriendo el uno hacia el otro con pasos extraños y cómicos, cerraron los cortinajes tirando de ellos.