Desde el punto de vista de İpek
Cuando Ka se detuvo a mirarla por última vez mientras se iba al Teatro Nacional escoltado por los dos soldados, İpek todavía creía optimista que realmente llegaría a quererle. Como para ella el creer que podría querer a un hombre era un sentimiento más positivo que quererle de verdad e incluso que estar enamorada de él, se sentía en el umbral de una nueva vida y de una felicidad que habría de durar mucho tiempo.
Por eso, los primeros veinte minutos después de que Ka se fuera no se inquietó lo más mínimo. Más que estar molesta porque su celoso amante la hubiera encerrado en una habitación, estaba contenta. Pensaba en la maleta; le daba la impresión de que si la preparaba lo antes posible y si se concentraba en los objetos de los que no quería separarse en lo que le quedaba de vida podría dejar con más facilidad a su padre y a su hermana y Ka y ella podrían salir de inmediato de Kars sin mayores problemas.
Al no volver Ka media hora después de su partida, İpek encendió un cigarrillo. Ahora se sentía estúpida por haberse convencido de que todo iría bien, el estar encerrada en una habitación agravaba aquella sensación y se sentía resentida consigo misma y con Ka. Cuando vio que Cavit el recepcionista salía del hotel e iba corriendo a algún sitio estuvo a punto de abrir la ventana y llamarle pero para cuando se decidió, el muchacho ya había desaparecido. İpek se distrajo pensando que Ka volvería en cualquier momento.
Cuarenta y cinco minutos después de que Ka se hubiera ido İpek logró abrir a la fuerza la ventana congelada y le pidió a un joven que pasaba por la acera (un sorprendido estudiante de Imanes y Predicadores al que no habían llevado al Teatro Nacional) que avisara en recepción que se había quedado encerrada en la habitación 203. El muchacho, aunque suspicaz, entró en el hotel. Poco después sonó el teléfono de la habitación.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó Turgut Bey—. Si te has quedado encerrada, ¿por qué no has llamado por teléfono?
Un minuto después su padre abría la puerta con una llave de reserva. İpek le dijo a Turgut Bey que había querido acompañar a Ka al Teatro Nacional pero que él la había encerrado en la habitación para no ponerla en peligro y que creía que como los teléfonos de la ciudad no funcionaban tampoco funcionarían los del hotel.
—Los teléfonos de la ciudad ya funcionan —respondió Turgut Bey.
—Hace mucho que Ka se ha ido, estoy preocupada. Vamos al teatro a ver qué les ha pasado a Kadife y a Ka.
A pesar de toda su preocupación, a Turgut Bey le llevó tiempo salir del hotel. Primero no encontraba los guantes y luego dijo que si no llevaba corbata Sunay podía malinterpretarlo. En el camino le decía a İpek que anduviera más despacio, tanto porque le fallaban las fuerzas como para que prestara atención a sus consejos.
—Que no se te ocurra discutir con Sunay —le dijo İpek—. ¡Recuerda que es un jacobino que ha conseguido unos poderes muy especiales!
Cuando Turgut Bey vio a la puerta del teatro la multitud formada por curiosos, estudiantes traídos en autobuses, vendedores ambulantes que llevaban tiempo añorando un gentío parecido y policías y soldados, recordó la excitación que sentía en su juventud en aquel tipo de reuniones políticas. Al mismo tiempo que se agarraba con más fuerza del brazo de su hija buscaba a su alrededor entre feliz y atemorizado una posibilidad de discusión que le convirtiera en parte de aquello o algún movimiento a cuyo extremo pudiera asirse. Pero cuando se dio cuenta de que la multitud le resultaba demasiado extraña empujó con rudeza a uno de los jóvenes que atascaban la puerta, aunque enseguida se avergonzó de lo que había hecho.
La sala todavía no se había llenado, pero İpek sintió que pronto el teatro entero sería una enorme barahúnda y que todos sus conocidos estarían allí, como en uno de esos sueños multitudinarios. Se puso nerviosa al no ver a Ka ni a Kadife. Un capitán los apartó a un lado.
—Soy el padre de Kadife la protagonista —se envalentonó Turgut Bey con voz indignada—. Tengo que hablar con ella de inmediato.
Turgut Bey se comportaba como el padre que decide intervenir en el último momento para que su hija no aparezca en la función del instituto y el capitán se puso tan nervioso como el profesor sustituto que le da la razón al padre. Cuando después de esperar un rato en una habitación con las fotografías de Atatürk y de Sunay colgadas de las paredes İpek vio entrar sola a Kadife, comprendió rápidamente que, hicieran lo que hiciesen, su hermana saldría esa noche a escena.
İpek le preguntó por Ka. Kadife le respondió que había vuelto al hotel después de hablar con ella. İpek le comentó que no se lo habían encontrado por el camino, pero no insistió más en ello. Porque Turgut Bey había empezado a implorarle con ojos llorosos a Kadife que no saliera a escena.
—A estas horas, después de que se haya anunciado tanto, es más peligroso no salir que hacerlo, papá —dijo Kadife.
—Pero ¿tú sabes cómo se van a poner los de Imanes y Predicadores cuando te descubras y lo que te van a odiar todos, Kadife?
—La verdad sea dicha, papá, me resulta bastante gracioso que me diga después de tantos años «No te descubras la cabeza».
—Esto no tiene ninguna gracia, Kadife mía. Diles que estás enferma.
—Pero si no lo estoy…
Turgut Bey lloró un poco. İpek sintió que con una parte de su mente ni siquiera él creía en las lágrimas que vertía, como hacía siempre que podía encontrar el lado sentimental de una cuestión e insistir en él. En la forma de vivir el dolor de Turgut Bey había algo tan superficial pero tan sincero que İpek notaba que podría llorar igual de sinceramente por una razón totalmente contraria. Aquella particularidad de su padre, que le hacía tan bueno y tan encantador, ahora era lo bastante «trivial» comparada con lo que realmente querían hablar las dos hermanas como para avergonzarlas.
—¿Cuándo se fue Ka? —preguntó İpek como si susurrara.
—¡Debería haber vuelto al hotel hace ya mucho! —contestó Kadife con el mismo cuidado.
Se miraron a los ojos asustadas.
Cuatro años después, en la pastelería Vida Nueva, İpek me confesó que en ese momento ambas pensaban en Azul y no en Ka, que se asustaron al comprenderlo por sus mutuas miradas y que, en ese instante, su padre les importaba un bledo. Considero esa confesión de İpek como una muestra de la intimidad que sentía hacia mí y siento que, inevitablemente, a partir de ahora veré el final de la historia desde su punto de vista.
Se produjo un silencio entre las dos hermanas.
Kadife le lanzó a su hermana una mirada que quería decir «Papá nos ha oído». Ambas le echaron un vistazo y comprendieron que entre sus lágrimas Turgut Bey estaba escuchando con atención lo que susurraban sus hijas y que había oído el nombre de Azul.
—Papá, ¿nos permite que hablemos un momento entre hermanas?
—Vosotras dos siempre habéis sido más listas que yo —respondió Turgut Bey. Salió del cuarto pero no cerró la puerta a su espalda.
—¿Lo has pensado bien, Kadife? —preguntó İpek.
—Sí.
—Sé que lo has pensado bien, pero puede que no le veas nunca más.
—No creo —contestó Kadife cuidadosamente—. Pero estoy muy enfadada con él.
Ante İpek se desplegaron dolorosamente las discusiones, las reconciliaciones y los enfados de Kadife y Azul como una historia larga e íntima llena de fluctuaciones. ¿Cuántos años llevaban? No podía saberlo y ya no quería preguntarse a sí misma durante cuánto tiempo habría estado Azul haciéndoselo con las dos a la vez. Con cariño, pensó por un instante que ya en Alemania Ka conseguiría que olvidara a Azul.
Kadife, en uno de esos momentos especialmente intuitivos que se daban entre las hermanas, advirtió lo que estaba pensando İpek.
—Ka tiene muchos celos de Azul —dijo—. Está muy enamorado de ti.
—No podía creerme que en tan poco tiempo pudiera llegar a quererme tanto —contestó İpek—, pero ahora sí me lo creo.
—Vete con él a Alemania.
—En cuanto vuelva a casa prepararé la maleta —dijo İpek—. ¿Crees de verdad que Ka y yo podremos ser felices en Alemania?
—Sí —respondió Kadife—. Pero no le hables más de cosas que han quedado en el pasado. Ya sabe demasiado e intuye más aún.
İpek odiaba aquel aire condescendiente de Kadife de saber más de la vida que su hermana mayor.
—Hablas como si no pensaras regresar nunca más a casa después de la obra —dijo.
—Por supuesto que voy a volver. Pero creía que tú te ibas a ir inmediatamente.
—¿Tienes idea de adónde ha podido ir Ka?
Mientras se miraban a los ojos İpek notó que a ambas les asustaba lo que se les estaba pasando por la cabeza.
—Tengo que irme —dijo Kadife—. Debo maquillar.
—Más que alegrarme de que te descubras la cabeza, me alegro de que te deshagas de la gabardina morada —comentó İpek.
Con un par de pasos de baile Kadife hizo volar las faldas de la vieja gabardina, que le llegaba hasta los pies como si fuera un charshaf Al ver que aquello hacía sonreír a Turgut Bey, que las estaba observando por el hueco de la puerta, las dos hermanas se abrazaron y se besaron.
Debía hacer bastante rato que Turgut Bey había aceptado que Kadife iba a salir a escena. Ahora ni lloró ni ofreció consejos. Abrazó a su hija, la besó y quiso alejarse lo antes posible de la multitud que llenaba la sala del teatro.
Tanto en la atestada puerta de teatro como en el camino de vuelta İpek tenía los ojos muy abiertos por si se encontraban con Ka o con alguien a quien pudieran preguntarle por él, pero no vio nada que le llamara la atención por las aceras. Más tarde me dijo: «De la misma manera que Ka podía ser muy pesimista por las razones más increíbles, me temo que por otras razones igual de estúpidas yo fui demasiado optimista en los cuarenta y cinco minutos siguientes».
Turgut Bey se plantó de inmediato delante del televisor y mientras esperaba que empezara el espectáculo que continuamente anunciaban que se retransmitiría en directo, İpek preparó la maleta que se habría de llevar a Alemania. Elegía ropa y objetos de su armario intentando soñar en lo felices que serían allí en lugar de pensar dónde estaría Ka. Mientras llenaba otra maleta con medias y ropa interior pensando en que quizá nunca podría acostumbrarse a las alemanas a pesar de que previamente había pensado no llevarlas suponiendo que «en Alemania las habría mucho mejores», instintivamente miró por la ventana y vio que se acercaba al hotel el mismo camión militar que en varias ocasiones había ido a recoger a Ka.
Bajó y vio que su padre también estaba en la puerta. Un funcionario civil bien afeitado, con nariz picuda y al que veía por primera vez, dijo «Turgut Yildiz» y le entregó a su padre un sobre cerrado.
Cuando Turgut Bey abrió el sobre con el rostro ceniciento y manos temblorosas, de su interior salió una llave. Al comprender que la carta que había comenzado a leer era en realidad para su hija, se la entregó a İpek después de leerla hasta el final.
Cuatro años después İpek me dio dicha carta tanto como forma de exculparse como porque quería que lo que yo escribiera sobre Ka reflejara honestamente la realidad.
Jueves, ocho de la tarde.
Turgut Bey: Si saca a İpek de mi habitación con esta llave y me hace el favor de entregarle esta carta, será lo mejor para todos nosotros. Discúlpeme. Atentamente.
Querida mía: No he podido convencer a Kadife. Los militares me han llevado a la estación para protegerme. Ya han abierto la vía a Erzurum y me van a alejar de aquí a la fuerza en el primer tren, el de las nueve y media. Tienes que hacer mi bolsa, recoger tu maleta y venir lo antes posible. El vehículo militar te recogerá a las nueve y cuarto. Que no se te ocurra salir a la calle. Ven. Te quiero mucho. Seremos felices.
El hombre de la nariz picuda dijo que regresarían después de las nueve y se fue.
—¿Vas a ir? —le preguntó Turgut Bey.
—Estoy muy preocupada por lo que le pueda haber pasado —respondió İpek.
—Los militares le protegen, no le pasará nada. ¿Vas a irte dejándonos aquí?
—Creo que seré feliz con él. Y lo mismo me ha dicho Kadife.
Y como si la prueba de su felicidad estuviera allí, comenzó a leer de nuevo la carta y luego a llorar. Pero no sabía exactamente por qué lloraba. «Quizá porque me resultaba muy duro dejar a mi padre y a mi hermana», me dijo años después. Yo me daba cuenta de que el hecho de interesarme por cualquier detalle de lo que İpek sentía en aquel momento se debía a lo involucrada que estaba ella en la historia que me estaba contando. «Quizá también me asustaba la otra cosa que se me pasaba por la cabeza», añadió luego.
Una vez que se le calmó el llanto, İpek y su padre subieron a su cuarto y repasaron juntos lo que habría de poner en la maleta, luego fueron a la habitación de Ka y llenaron su enorme bolsa de viaje color cereza con todas sus pertenencias. Ahora los dos hablaban con esperanza del futuro y se contaban que ojalá Kadife acabara rápidamente los estudios después de que İpek se fuera y así podría ir a Frankfurt con Turgut Bey para visitarla.
Una vez hecha la maleta ambos bajaron y se instalaron ante el televisor para ver a Kadife.
—¡Ojalá la obra sea corta y puedas ver que todo acaba bien antes de montarte en el tren! —dijo Turgut Bey.
Se sentaron ante la televisión sin decir nada más y se arrimaron el uno al otro como hacían cuando veían Marianna, pero el pensamiento de İpek no estaba en absoluto en lo que veían. Años más tarde lo único que le quedaba en la memoria de los primeros veinticinco minutos de la retransmisión en directo era que Kadife salía a escena con la cabeza cubierta y un largo y rojísimo vestido y decía: «¡Como usted quiera, padre!». Como comprendió que yo tenía una sincera curiosidad por lo que pensaba en aquel momento, me dijo: «Por supuesto, tenía la cabeza en otro sitio». Al preguntarle reiteradamente dónde podía tenerla, mencionó el viaje en tren que iba a hacer con Ka. Luego que estaba asustada. Pero de la misma manera que entonces no fue capaz de admitir del todo qué era lo que le daba miedo, tampoco me lo explicaría a mí años más tarde. Con las ventanas de su mente abiertas de par en par, todo lo percibía con una enorme profundidad exceptuando la pantalla del televisor que tenía delante y, como esos viajeros que al regresar después de un largo viaje encuentran sus casas, sus cosas y sus habitaciones extrañas, pequeñas, distintas y viejas, miraba sorprendida los objetos que la rodeaban, las mesillas y las arrugas de las cortinas. Me dijo que por aquella manera de mirar su propia casa como si fuera una extraña comprendió que había permitido que a partir de esa noche su vida se encaminara hacia un lugar completamente distinto. Eso era, según ella y tal y como me explicó meticulosamente en la pastelería Vida Nueva, una prueba definitiva de que había decidido ir esa noche con Ka a Frankfurt.
İpek fue a abrir de una carrera cuando llamaron a la puerta del hotel. El vehículo militar que la iba a llevar a la estación había llegado antes de tiempo. Temerosa, le dijo al funcionario civil de la puerta que iría enseguida. Fue corriendo a sentarse junto a su padre y le abrazó con todas sus fuerzas.
—¿Ya ha llegado el coche? —preguntó Turgut Bey—. Si tienes la maleta preparada todavía te queda tiempo.
İpek estuvo un rato con la mirada vacía clavada en el Sunay de la pantalla. Pero no pudo quedarse quieta, corrió a su cuarto y después de echar en la maleta las zapatillas y el pequeño neceser de costura con cremallera que había dejado en la repisa de la ventana, se sentó en el borde de la cama y lloró unos minutos.
Según me contó luego, cuando volvió a la sala de estar ya había tomado la decisión definitiva de abandonar Kars con Ka. Se sentía tranquila porque había expulsado de su interior la ponzoña de la sospecha y la duda y quería pasar sus últimos minutos en la ciudad viendo la televisión con su querido padre.
Cuando Cavit el recepcionista apareció diciendo que había alguien en la puerta, İpek no se inquietó lo más mínimo. Turgut Bey le dijo a su hija que trajera una Coca-Cola de la nevera y dos vasos para compartirla.
İpek me dijo que nunca olvidaría la cara de Fazil cuando le vio en la puerta de la cocina. Su mirada le decía que había ocurrido un desastre y algo más, que İpek nunca había sentido antes, le revelaba que Fazil era alguien muy cercano, de la familia.
—¡Han matado a Azul y a Hande! —dijo Fazil, y se bebió de un trago la mitad del vaso de agua que le ofreció Zahide—. Y sólo Azul habría podido persuadir a Kadife.
Fazil lloró un poco mientras İpek le contemplaba absolutamente inmóvil. Obedeciendo a una voz interior, le contó que Azul se había escondido con Hande y que él había comprendido que les habían delatado por el hecho de que todo un pelotón hubiera formado parte de la redada. De no haberles delatado no habrían acudido tantos soldados. No, era imposible que le hubieran seguido porque cuando Fazil llegó al lugar de los hechos todo había terminado hacía rato. También le dijo que había visto, junto con los niños que habían llegado de las casas vecinas, el cadáver de Azul a la luz de los proyectores de los militares.
—¿Puedo quedarme aquí? —preguntó luego—. No quiero ir a ningún otro sitio.
İpek sacó un vaso también para él. Buscó el abrebotellas mirando en cajones equivocados y armarios que no tenían nada que ver. Recordó el primer día que había visto a Azul y que había guardado en la maleta la blusa de flores que había llevado aquel día. Le dijo a Fazil que pasara y le hizo sentarse en la silla que había junto a la puerta de la cocina en la que se había sentado Ka la noche del martes para escribir su poema a la vista de todos después de emborracharse. Después se detuvo un instante y, como si estuviera enferma, prestó atención al dolor que se extendía por su cuerpo como un veneno: mientras Fazil contemplaba de lejos y en silencio a Kadife en la pantalla, İpek les entregó un vaso de Coca-Cola primero a él y luego a su padre. Una parte de su mente veía todo lo que hacía desde fuera, como una cámara.
Fue a su cuarto y se detuvo un minuto en la oscuridad.
Cogió de arriba la bolsa de Ka. Salió a la calle. Hacía frío fuera. Le dijo al funcionario civil del vehículo militar que esperaba ante la puerta que no se iría de la ciudad.
—Nos da tiempo a llegar al tren —dijo el funcionario.
—He cambiado de idea, no voy, gracias. Por favor, dele esta bolsa al señor Ka.
Una vez dentro, inmediatamente después de sentarse junto a su padre, oyeron el ruido del camión militar marchándose.
—Les he dicho que se vayan —le explicó İpek a su padre—. No me voy.
Turgut Bey la abrazó. Contemplaron un rato más la obra en la pantalla sin enterarse de gran cosa. Se estaba acercando el final del primer acto cuando İpek dijo:
—¡Vamos a hablar con Kadife! Hay algo que tengo que contarle.