41. Todo el mundo tiene un copo de nieve

El cuaderno verde desaparecido

«El lugar donde se acaba el mundo» fue el decimonoveno y último poema que se le vino a Ka en Kars. Sabemos que Ka escribió dieciocho de ellos, aunque fuera con algunas omisiones, en el cuaderno verde que siempre llevaba consigo en cuanto se le vinieron a la cabeza. El único que no escribió fue el que recitó en el escenario la noche de la revolución. En dos de las cartas que más tarde Ka escribió a İpek desde Frankfurt, y que nunca echó al correo, le dice que era incapaz de recordar aquel poema titulado «Donde Dios no existe», que le era imprescindible encontrarlo para terminar el libro y que por esa razón le estaría muy agradecido si le echaba un vistazo a las grabaciones en vídeo de la Televisión de Kars Fronteriza. El aire de aquella carta, que leí en la habitación de mi hotel en Frankfurt, me provocó una cierta incomodidad, como si Ka, con la excusa del vídeo y el poema, hubiera fantaseado que podría escribirle a İpek una carta de amor.

He colocado al final del capítulo veintinueve de esta novela el copo de nieve que me encontré en un cuaderno que abrí al azar esa misma noche después de regresar a mi habitación ligeramente achispado llevando los videocasetes de Melinda. Creo que según leía el cuaderno en días posteriores acabé entendiendo, aunque sólo sea un poco, lo que pretendía Ka colocando los poemas que se le vinieron en Kars en los diecinueve puntos del copo de nieve.

Cuando Ka supo por los libros que leyó luego que pasa una media de ocho a diez minutos entre que un copo de nieve cristalice en el cielo en forma de estrella de seis puntas, descienda a la superficie de la tierra y pierda su forma, y que cada copo adopta su forma peculiar a causa de muchos factores misteriosos e incomprensibles además del viento, la temperatura, o la altitud de las nubes, intuyó que existía una relación entre los copos de nieve y los seres humanos. Pensando en un copo de nieve escribió «Yo, Ka» en la biblioteca de Kars y más tarde razonó que dicho copo yacía en el lugar central del libro Nieve.

Luego, actuando con la misma lógica, señaló que los poemas titulados «Paraíso», «Ajedrez» y «La caja de chocolatinas» también debían tener un lugar en el imaginario copo de nieve. Para conseguirlo dibujó el suyo usando libros que ilustraban las formas de los copos y colocó en él todos los poemas que se le habían venido en Kars. Así quedaba marcado en un copo de nieve, tanto como la estructura del nuevo libro de poesía, todo lo que hacía que Ka fuera él mismo. El mapa interior de la vida entera de cualquier ser humano debía ser algo parecido. Las ramas de la memoria, la fantasía y la lógica sobre las que Ka colocó sus poesías, las tomó del árbol con el que Bacon clasificaba los conocimientos humanos y, mientras comentaba los poemas que había escrito en Kars, discutía consigo mismo sobre el significado de los puntos situados en los seis brazos de la estrella.

Es por eso por lo que hay que considerar la mayor parte de las notas que llenan los tres cuadernos que Ka escribió en Frankfurt sobre los poemas de Kars como una discusión interior tanto sobre el significado del copo de nieve como sobre el sentido de su propia vida. Por ejemplo, si discutía la posición del poema titulado «Morir a tiros», primero explicaba el miedo del que trataba, analizaba la razón por la que había que situar cerca de la rama de la imaginación tanto el poema como el miedo, y al mismo tiempo que comentaba por qué se encontraba cerca y en el campo gravitatorio de «El lugar donde se acaba el mundo», situado justo sobre la rama de la memoria, creía que aquello le proporcionaba material con respecto a muchas cosas misteriosas. Según Ka, todo el mundo tenía detrás de su vida un mapa y un copo de nieve parecidos y cualquiera, examinando su propia estrella, podría comprobar lo distinta, extraña e incomprensible que en realidad es la misma gente que de lejos resulta tan parecida.

No hablaré más de lo necesario para esta novela de los cuadernos llenos de páginas de notas que Ka tomó sobre su libro de poesía y sobre la estructura de su estrella (¿Qué significaba que «La caja de chocolatinas» estuviera en la rama de la fantasía? ¿Cómo había afectado el poema «Toda la humanidad y las estrellas» al copo de Ka? Etcétera). En su juventud Ka se burlaba de los poetas que se daban una importancia excesiva, que, todavía vivos, iban presumiendo porque creían que en el futuro cualquier estupidez que hubieran escrito sería objeto de investigación académica y que acababan como una estatua de sí mismos que nadie se molestaría en mirar.

Existen algunas circunstancias ligeramente atenuantes para que Ka se pasara los últimos cuatro años de su vida analizando los poemas que él mismo había escrito después de haber despreciado durante años a los poetas que escribían poemas difíciles de entender fascinados por las leyendas de la modernidad. Tal y como se puede apreciar si se leen sus notas atentamente, Ka no se sentía como si hubiera sido él mismo quien hubiera escrito del todo los poemas que se le vinieron en Kars. Creía que «venían» de un lugar fuera de sí mismo, que él era sólo un medio para que fueran escritos y, como si sirviera de ejemplo, recitados. Ka escribió en más de un sitio que tomaba todas esas notas para modificar aquella situación suya de «pasividad», para entender el significado y la simetría oculta de los poemas que había escrito. Y ahí se encuentra la segunda excusa para que Ka comentara su propia poesía: sólo si descifraba el significado de los poemas que había escrito en Kars podría completar las lagunas del libro, acabar los versos que habían quedado a medias y recuperar «Donde Dios no existe», que había olvidado sin llegar a transcribir. Porque después de regresar a Frankfurt, a Ka no se le «vino» ningún poema más.

Por las notas y las cartas de Ka puede comprenderse que al final de aquellos cuatro años Ka había podido resolver la lógica de los poemas que se le habían venido y completar el libro. Por esa razón, mientras bebiendo hasta el amanecer en mi hotel de Frankfurt hojeaba los papeles y los cuadernos que me había llevado de su piso, de vez en cuando me entusiasmaba fantaseando que por allí debían de estar sus poemas y comenzaba a revisar de nuevo el material que tenía entre manos. Poco antes de que amaneciera, repasando los cuadernos de mi amigo y rodeado por sus viejos pijamas, los vídeos de Melinda, sus corbatas, sus libros, sus mecheros (así fue como me di cuenta de que también me había llevado de su piso el que Kadife le envió a Azul y que Ka no pudo entregarle), me quedé dormido entre pesadillas, fantasías y sueños rebosantes de nostalgia (en uno de ellos Ka me decía «Has envejecido» y a mí me daba miedo).

Me desperté a mediodía y me pasé el resto del día en las nevadas y mojadas calles de Frankfurt intentando reunir información sobre Ka sin la ayuda de Tarkut Ölçün. Rápidamente dos de las mujeres con las que había mantenido relaciones en los ocho años previos a su viaje a Kars aceptaron hablar conmigo (les expliqué que iba a escribir una biografía de mi amigo). Nalan, la primera amante de Ka, no es ya que no tuviera noticia del último libro de Ka, es que ni siquiera sabía que escribiera poesía. Estaba casada y regentaba con su marido dos puestos de döner kebap y una agencia de viajes. Hablando a solas me dijo que Ka era un hombre difícil, peleón, malhumorado y excesivamente susceptible y luego lloró un poco. (Más que lamentar la suerte de Ka, lloraba por su juventud sacrificada por sueños izquierdistas).

Hildegard, su segunda amante, ésta soltera, tal y como yo suponía no tenía la menor idea ni de los últimos poemas de Ka ni del libro titulado Nieve. Con un aire juguetón y seductor que me alivió un poco el sentimiento de culpabilidad por haber presentado a Ka como un poeta mucho más famoso en Turquía de lo que era en realidad, me contó que después de conocerle había renunciado a pasar sus vacaciones de verano en Turquía, que Ka era un muchacho con muchos problemas, muy inteligente y muy solitario, que nunca encontraría el amor maternal que buscaba por culpa de su mal genio, que si lo encontraba lo dejaría escapar y que todo lo fácil que era enamorarse de él, resultaba difícil vivir con él. Ka nunca le había hablado de mí (no sé por qué le hice aquella pregunta ni tampoco por qué lo menciono aquí). Hubo algo de lo que no me di cuenta durante nuestra entrevista, que duró una hora y quince minutos, y fue que a su preciosa mano derecha, de largos dedos y muñeca delicada, le faltaba la primera falange del índice. Hildegard me lo mostró en el último momento, cuando nos dábamos la mano para despedirnos, y añadió sonriendo que en un momento de furia Ka se había burlado de aquel dedo incompleto.

Después de haber terminado el libro y antes de que mecanografiaran el cuaderno manuscrito e imprimieran las copias, Ka salió en una gira de lecturas, tal y como había hecho con libros anteriores: Kassel, Braunschweig, Hannover, Osnabrück, Bremen, Hamburgo. Así que, gracias a las Casas del Pueblo que me invitaron y a la ayuda de Tarkut Ölçün, organicé a toda prisa una serie de «sesiones de lectura» en dichas ciudades. También yo me sentaba junto a las ventanillas de los trenes admirado por su puntualidad, limpieza y comodidad protestante, tal y como Ka lo había expresado en un poema, contemplando melancólico los encantadores pueblecitos de iglesias pequeñas que dormitaban al pie de barrancos y a los niños con sus mochilas y sus impermeables multicolores en estaciones diminutas, les decía a los dos turcos de la asociación que habían venido a recibirme con el cigarrillo en los labios que quería hacer exactamente lo mismo que Ka había hecho siete semanas antes cuando había ido para la lectura y en cada una de las ciudades, después de registrarme en un hotel pequeño y barato, de comer döner kebap y hojaldres con espinacas en un restaurante turco mientras hablaba con mis anfitriones de política y de que era una lástima que los turcos no se interesaran por la cultura tal y como había hecho Ka, paseaba por las calles frías y vacías y soñaba que era Ka caminando por esas mismas calles para olvidar el dolor de la pérdida de İpek. Por la noche, después de leer sin ganas un par de páginas de mi última novela en la reunión «literaria» a la que habían acudido quince o veinte personas interesadas en la política, la literatura o lo turco, de repente llevaba el tema a la poesía, les explicaba que era un gran amigo del gran poeta Ka, asesinado poco tiempo atrás en Frankfurt, y les preguntaba: «¿Acaso hay alguien que recuerde algo de sus últimos poemas, que leyó aquí hace poco?».

La gran mayoría de los que habían acudido a la reunión no habían ido a la velada poética de Ka y me daba cuenta de que los que sí habían acudido lo habían hecho bien para preguntar de política o bien por pura casualidad porque no le recordaban por su poesía sino por el abrigo color ceniza que no se había quitado de encima, por su piel pálida, por su pelo revuelto y por sus gestos nerviosos. Sin que pasara mucho me di cuenta de que lo que resultaba más atrayente de mi amigo no eran su vida y sus poemas, sino su muerte. Escuché muchas teorías sobre si lo habían matado los islamistas, los servicios secretos turcos, los armenios, los cabezas rapadas alemanes, los kurdos o los nacionalistas turcos. Con todo, de entre la reunión siempre surgía alguien inteligente, sabio y sensible que había escuchado de veras a Ka. Por aquellas personas atentas y amantes de la literatura apenas pude saber nada útil excepto que Ka acababa de terminar un nuevo libro de poesía, que había recitado unos poemas titulados «Calles de ensueño», «El perro», «La caja de chocolatinas» y «Amor» y que los habían encontrado muy, muy extraños. En algunos lugares Ka había precisado que había escrito aquellos poemas en Kars, pero la audiencia lo interpretó como una manera de atraer a los espectadores que añoraban su patria chica. Una mujer morena, viuda con un hijo y ya en la treintena que se acercó a Ka después de una de las veladas de lectura (y después a mí) recordaba que él había mencionado un poema titulado «Donde Dios no existe»: Ka sólo había recitado un cuarteto de aquel largo poema, según ella muy probablemente para no provocar una reacción negativa del público. Por mucho que la presioné, aquella atenta amante de la poesía no recordaba nada excepto que describía «un paisaje terrible». La mujer, que había estado sentada en la primera fila en la reunión de Hamburgo, estaba segura de que Ka había leído sus poemas de un cuaderno verde.

Por la noche regresé a Frankfurt en el mismo tren en el que había vuelto Ka. Salí del Banhof y, como él, caminé por la Kaiserstrasse entreteniéndome en los sex-shops (sólo en una semana ya había llegado un nuevo vídeo de Melinda). Me detuve al llegar al lugar en el que habían disparado a mi amigo y me dije abiertamente por primera vez lo que ya había aceptado sin darme cuenta. Después de que Ka cayera a tierra, su asesino debía de haber cogido el cuaderno verde de su cartera y haber huido con él. Durante aquel viaje de una semana a Alemania me pasé horas todas las noches leyendo las notas que Ka había tomado sobre los poemas y sus recuerdos de Kars. Ahora mi único consuelo era soñar que uno de los largos poemas del libro me esperaba en el archivo de vídeos de un estudio de televisión en Kars.

Durante un tiempo después de mi regreso a Estambul estuve viendo cada noche en las noticias del cierre de emisión de la cadena estatal cómo estaba el tiempo en Kars y fantaseaba sobre cómo me recibirían en la ciudad. No puedo decir que llegué una tarde a Kars después de un viaje en autobús de día y medio como el de Ka, ni que me instalé maleta en mano y un tanto atemorizado en una habitación del hotel Nieve Palace (no andaban por allí ni las misteriosas hermanas ni su padre), ni que caminé largo rato por las mismas aceras nevadas por las que había caminado Ka cuatro años antes (en aquellos cuatro años el restaurante Verdes Prados se había convertido en una miserable cervecería), que no piensen los lectores de este libro que me iba convirtiendo lentamente en una sombra suya. No sólo nos separaba mi falta de sentimiento poético y de nostalgia, como de vez en cuando insinuaba Ka, sino también el hecho de que donde él veía una ciudad de Kars triste yo veía una pobre. Pero mejor será que ahora hablemos de la persona que nos unía y que sí hacía que nos pareciéramos.

¡Cuánto me habría gustado poder creer con toda tranquilidad que el mareo que noté la primera vez que vi a İpek en la cena que aquella noche me ofreció el alcalde se debía a que se me había ido la mano con el raki y que era una exageración la posibilidad de enamorarme de ella, que los celos que comencé a sentir por Ka aquella noche no tenían ningún fundamento! Mientras una aguanieve mucho menos poética que la que describía Ka caía a medianoche sobre la acera embarrada frente a la ventana de mi habitación en el hotel Nieve Palace no sé cuántas veces me pregunté cómo era posible que no hubiera deducido por las notas de Ka que İpek era tan bella. Lo que escribí en un cuaderno que saqué instintivamente, según la expresión que en aquellos días tan a menudo me salía de dentro, «igual que Ka», bien podría ser el comienzo del libro que están leyendo: recuerdo haber intentado hablar de Ka y del amor que sentía por İpek como si fuera mi propia historia. Pero, mientras tanto, con un rincón de mi nublada mente pensaba que el dejarme absorber por un libro o por los problemas internos de la escritura era la mejor manera, y lo sabía por experiencia, de mantenerme alejado del amor. Al contrario de lo que comúnmente se piensa, si uno quiere puede mantenerse alejado de él.

Pero para eso primero tiene que librarse de la mujer que le sorbe el seso y del fantasma de la tercera persona que le ha impulsado a dicho amor. Sin embargo, ya hacía rato que había acordado una cita con İpek en la pastelería Vida Nueva la tarde siguiente para hablar de Ka.

O yo creía que le había dicho que quería hablar de Ka. Mientras en la misma televisión en blanco y negro de la pastelería, en la que no había nadie más sentado excepto nosotros, aparecía una pareja de enamorados que se abrazaban ante el puente del Bósforo, İpek me explicó que no le era nada fácil hablar de él. Sólo era capaz de exponerle el dolor y la decepción que sentía a alguien que estuviera dispuesto a escucharla con paciencia y le tranquilizaba que dicha persona fuera un amigo lo bastante íntimo de Ka como para venir hasta Kars por sus poemas. Porque si podía convencerme de que no había sido injusta con él podría librarse, aunque sólo fuera un poco, de la desazón que la poseía. Pero también me avisó cautelosamente que le entristecería mucho que no la comprendiera. Llevaba la falda larga marrón de cuando le había servido el desayuno a Ka la mañana de la «revolución» y el mismo cinturón ancho pasado de moda sobre el jersey (los reconocí inmediatamente por las notas de Ka) y en el rostro tenía una expresión medio malhumorada, medio triste, que recordaba a Melinda. La escuché largo rato con atención.