Ka e İpek en el hotel
Ka prefirió regresar a pie. Se lavó la sangre que le caía desde la nariz hasta los labios y la barbilla y la cara entera con agua en abundancia, y despidiéndose con un «Adiós» lleno de buenas intenciones de los bandidos y asesinos del piso como un invitado que hubiera ido por propia voluntad, salió de allí, echó a andar bajo las luces mortecinas de la avenida Atatürk tambaleándose como un borracho, torció sin pensárselo por la calle Halitpaşa e, inmediatamente después de oír que la Roberta de Peppino di Capri seguía sonando en la mercería, empezó a llorar a moco tendido. Fue entonces cuando se encontró con el delgado y apuesto campesino junto al que se había sentado tres días antes en el autobús Erzurum-Kars y en cuyo regazo había caído su cabeza cuando se quedó dormido. Mientras toda Kars seguía viendo Marianna, Ka se dio de frente primero con el abogado Muzaffer Bey en la calle Halitpaşa y luego, doblando por la avenida Kâzim Karabekir, con el directivo de la compañía de autobuses y su anciano amigo, a los que había visto la primera vez que fue al cenobio del jeque Saadettin. Por las miradas de toda aquella gente comprendía que todavía seguía derramando lágrimas, y aunque no los viera, reconocía los escaparates congelados, las casas de té llenas a rebosar, los estudios de fotografía que recordaban que la ciudad había vivido tiempos mejores, las temblorosas farolas, los colmados que exhibían ruedas de queso y los policías de civil apostados en la esquina de la avenida Kázim Karabekir con la calle Karada todos aquellos lugares, objetos y personas ante los que había pasado subiendo y bajando por aquellas calles durante días.
Justo antes de entrar al hotel se encontró con los dos soldados y les tranquilizó diciéndoles que todo iba bien. Subió a su habitación intentando que no le viera nadie. En cuanto se tumbó en la cama empezó a llorar entre sollozos. Después de gimotear largo rato se calló de manera automática. Se quedó tumbado escuchando los sonidos de la ciudad y un par de minutos más tarde, que le parecieron tan largos como las interminables esperas de su infancia, llamaron a la puerta: era İpek. Se había enterado por el muchacho encargado de la recepción de que a Ka le pasaba algo raro y había acudido de inmediato. Al ver la cara de Ka a la luz de la lámpara que encendió mientras se lo contaba se asustó y se calló. Se produjo un largo silencio.
—Me he enterado de tu relación con Azul —susurró Ka.
—¿Te lo ha contado él?
Ka apagó la lámpara.
—Z. Brazodehierro y sus camaradas me han secuestrado. Llevan cuatro años interviniendo vuestras conversaciones —volvió a tumbarse en la cama—. Quiero morirme —dijo, y se echó a llorar.
La mano de İpek acariciándole el pelo le hizo llorar aún más. Sentía en su interior, junto a una sensación de pérdida, la paz espiritual de los que han decidido que nunca serán felices. İpek se echó en la cama y le abrazó. Durante un rato lloraron juntos y aquello los unió aún más.
En la oscuridad del cuarto, y respondiendo a las preguntas de Ka, İpek le contó la historia. Le dijo que todo había sido culpa de Muhtar: no se limitó a llamar a Azul a Kars y a recibirle en su casa, sino que también había pretendido que el islamista que tanto admiraba comprobara por sí mismo que su esposa era una criatura maravillosa. Además por aquella época Muhtar se portaba muy mal con İpek y la acusaba de que no tuvieran hijos. Como Ka sabía, Azul era hábil con las palabras y tenía muchos aspectos que podían entretener e incluso fascinar a una mujer desdichada. ¡İpek había luchado con todas sus fuerzas para evitar el desastre en cuanto comenzó su relación! Primero para que Muhtar, por el que sentía un gran cariño y a quien no quería hacer daño, no se diera cuenta. Luego para librarse de aquel amor que se iba volviendo cada vez más ardiente. Al principio lo que le había resultado atractivo de Azul era su superioridad sobre Muhtar; İpek se moría de vergüenza en cuanto Muhtar comenzaba a decir disparates sobre cuestiones políticas de las que no tenía la menor idea. Y cuando Azul no estaba, Muhtar no paraba de elogiarle; decía que debería venir más a menudo a Kars y regañaba a İpek para que se portara de una manera más amistosa con él. No se dio cuenta de la situación ni siquiera cuando Kadife y ella se mudaron a otra casa; y nunca se la daría a no ser que personas como Z. Brazodehierro se lo contaran. Pero Kadife, que tenía una vista de lince, lo percibió todo desde el día en que llegó a Kars y se unió a las jóvenes empañoladas sólo para estar más cerca de Azul. İpek había notado el interés de Kadife por Azul a causa de su ambición, que ella conocía bien desde que eran niñas. Y al ver que a Azul le agradaba aquello, perdió su entusiasmo por él. Pensó que si Azul se interesaba por Kadife podría librarse de él y logró permanecer alejada de Azul en cuanto llegó su padre. Quizá Ka no se creyera aquella historia que reducía la relación de İpek y Azul a un error que había quedado atrás, pero en cierto momento İpek se entusiasmó y dijo: «En realidad, no es a Kadife a quien quiere Azul, sino a mí». Ka, después de aquella frase que hubiera preferido no oír, le preguntó a İpek qué pensaba ahora de aquel «tipo asqueroso» y ella le contestó que ya no quería hablar más del asunto, que todo había quedado atrás, y que quería ir con él a Alemania. Fue entonces cuando Ka le recordó que también en esta última ocasión había hablado por teléfono con Azul, pero ella le dijo que no había existido tal conversación y que Azul tenía la suficiente experiencia política como para pensar que si llamaba por teléfono podrían localizarle. «¡Nunca seremos felices!», dijo entonces Ka. «¡No, iremos a Frankfurt y allí seremos felices!», le respondió İpek abrazándole. Según İpek, en aquel momento Ka la creyó y luego empezó a llorar otra vez.
İpek le abrazó con más fuerza y lloraron juntos. Más tarde Ka escribiría que en ese momento İpek descubriría, quizá por primera vez en su vida, que llorar abrazada a alguien, pasar con alguien por esa zona de indeterminación que hay entre la derrota y una vida nueva, es doloroso pero también algo que produce placer. Se enamoró más de ella precisamente porque podían llorar juntos abrazándose. Pero mientras la abrazaba entre lágrimas con todas sus fuerzas, por otro lado un rincón de su mente intentaba descubrir qué era lo que debía hacer a partir de ahora e instintivamente prestaba atención a los sonidos que le llegaban del interior del hotel y de la calle. Eran cerca de las seis: habrían acabado de imprimir el número del día siguiente del Diario de la Ciudad Fronteriza, los quitanieves estarían trabajando con furia para abrir la carretera de Sarikamiş, Funda Eser debía haber convencido con dulzura a Kadife de que subiera a un camión militar, la habría llevado al Teatro Nacional y allí habrían comenzado los ensayos con Sunay.
Sólo media hora más tarde fue capaz Ka de decirle a İpek que tenía un mensaje de Azul para Kadife. Se habían pasado aquel rato llorando abrazados y un intento de hacer el amor iniciado por Ka se había quedado a medias entre temores, indecisiones y ataques de celos. Ka había empezado a preguntarle a İpek de manera obsesiva cuándo había sido la última vez que había visto a Azul y si hablaba, se veía y hacía el amor con él a escondidas todos los días. En un primer momento İpek, ofendida porque no la creyera, respondió furiosa a aquellas preguntas y acusaciones, pero luego, teniendo en cuenta el trasfondo emocional de las palabras de Ka y no su contenido racional, le trató con más cariño y Ka recordaría más tarde que mientras por un lado le complacía aquel tratamiento cariñoso, por otro le agradaba hacer daño a İpek con sus preguntas y reproches. Ka, que estuvo gran parte de sus últimos cuatro años de vida arrepintiéndose y culpándose, se confesaría a sí mismo que se había pasado la vida usando el daño que provocaba con las palabras como forma de medir la intensidad del amor que cualquiera pudiera tenerle. Preguntándole a İpek y diciéndole de manera obsesiva que quería más a Azul, que en realidad era a él a quien deseaba, Ka demostraba su curiosidad, más que por las respuestas de İpek, por los límites de su paciencia.
—¡Me estás castigando con estas preguntas por haber mantenido una relación con él! —dijo İpek.
—¡Me quieres para poder olvidarle! —respondió Ka y vio asustado en la cara de İpek que había acertado, pero no lloró. Sintió que acumulaba fuerzas por dentro, quizá por haber llorado en exceso—. Azul le envía un mensaje a Kadife desde donde se esconde. Quiere que rompa su promesa, que no salga a escena y que no se descubra la cabeza. Insiste en ello.
—No podemos decírselo a Kadife.
—¿Por qué?
—Porque así Sunay nos protegerá hasta el final y porque es lo mejor para Kadife. Quiero alejar a mi hermana de Azul.
—No —contestó Ka—. Quieres que rompan —veía que los celos hacían que perdiera puntos en la consideración que İpek le tenía, pero no podía impedirlo.
—Hace ya mucho que Azul y yo no tenemos nada que ver.
Ka pensó que el tono fanfarrón de İpek no era sincero, pero se contuvo y decidió no decírselo. No obstante, un momento después se encontró mirando por la ventana y haciéndolo. Le entristeció ver que actuaba a pesar de sí mismo, sin poder controlar sus celos ni su furia. Habría podido llorar pero estaba pendiente de la respuesta de İpek.
—Sí, en tiempos estuve muy enamorada de él —contestó ella—. Pero ahora ya se me ha pasado y me encuentro bien. Quiero ir contigo a Frankfurt.
—¿Cuánto le querías?
—Mucho —respondió İpek y guardó un decidido silencio.
—Explícame cuánto es mucho —a pesar de haber perdido su sangre fría Ka notó que İpek sufría un instante de duda entre ser honesta y consolarle, entre compartir la pena de amor que sufría y castigar a Ka como se merecía.
—Estuve tan enamorada de él como no lo he estado de nadie —dijo por fin İpek evitando su mirada.
—Quizá porque no conocías a nadie aparte de tu marido Muhtar —dijo Ka.
Se arrepintió en cuanto lo dijo. No sólo porque sabía que la heriría, sino también porque intuía que la respuesta de İpek sería dura.
—Quizá no he tenido demasiadas oportunidades en la vida de intimar con hombres porque soy turca. Probablemente en Europa tú hayas conocido a muchas chicas liberadas. No pienso preguntarte por ellas, pero supongo que te habrán enseñado que un nuevo amor borra las huellas del antiguo.
—Yo soy turco —respondió Ka.
—En la mayoría de los casos, ser turco o es una disculpa o una excusa para algo malo.
—Por eso es por lo que voy a volver a Frankfurt —añadió Ka sin demasiada convicción.
—Y yo iré contigo y seremos felices allí.
—Quieres venir a Frankfurt para olvidarle.
—Siento que si podemos ir juntos a Frankfurt no tardaré mucho en enamorarme de ti. Yo no soy como tú; no puedo enamorarme de nadie en dos días. Si tienes paciencia y no me rompes el corazón con tus celos de turco te querré mucho.
—Pero ahora mismo no me quieres —dijo Ka—. Sigues enamorada de Azul. ¿Qué es lo que le hace tan especial?
—Me alegra que quieras saber la verdad, pero me da miedo tu reacción a mi respuesta.
—No temas —respondió Ka sin creer en lo que decía—. Te quiero mucho.
—Y yo sólo podría vivir con un hombre que me siguiera queriendo después de oír lo que voy a decir —İpek guardó silencio por un instante y desvió la mirada de Ka para clavarla en la calle nevada—. Azul es muy tierno, muy considerado y generoso —dijo con voz muy cálida—. No quiere mal a nadie. En una ocasión estuvo llorando toda la noche por dos perritos cuya madre había muerto. Créeme, no se parece a nadie.
—Es un asesino, ¿no? —dijo Ka desesperado.
—Incluso alguien que le conociera sólo una décima parte de lo que yo le conozco se daría cuenta de lo tonta que es esa idea y se reiría. Es incapaz de hacerle daño a nadie. Es un niño. Le gustan los juegos y las fantasías, como a los niños, imita a la gente, cuenta historias del Şehname y del Mesnevi, tiene muchas personas dentro de sí. Es muy voluntarioso, inteligente, decidido, muy fuerte y muy divertido… Ah, lo siento, no llores, cariño, basta ya, no llores más.
Ka dejó de llorar por un instante y le dijo que ya no creía que pudieran ir juntos a Frankfurt. En la habitación se produjo un largo y extraño silencio interrumpido ocasionalmente por los sollozos de Ka. Ka se tumbó en la cama, le dio la espalda a la ventana y se acurrucó como un niño. Poco después İpek se acostó a su lado y le abrazó por la espalda.
Al principio Ka quiso decirle «¡Déjame!», pero luego le susurró «¡Abrázame más fuerte!».
A Ka le gustó notar en la mejilla que la almohada se había humedecido con sus lágrimas. También era agradable sentir que İpek le abrazaba. Se quedó dormido.
Cuando se despertaron ya eran las siete y ambos sintieron por un segundo que todavía podrían ser felices. No podían mirarse a la cara pero buscaban una excusa para reconciliarse.
—Olvídalo, cariño, vamos, olvídalo —dijo İpek.
Ka fue incapaz de decidir si aquello era una señal de pura desesperación o de la seguridad que sentía de que podría olvidar el pasado. Creyó que İpek iba a irse. Sabía perfectamente que si regresaba de Kars a Frankfurt sin İpek ni siquiera sería capaz de retomar su antigua y desdichada vida cotidiana.
—No te vayas, quédate sentada un rato más —le dijo nervioso.
Se abrazaron después de un extraño e inquietante silencio.
—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! ¿Qué va a ser de nosotros? —dijo Ka.
—Todo irá bien —le respondió İpek—. Créelo, confía en mí.
Ka sentía que sólo podría escapar de aquella pesadilla si obedecía como un niño a lo que İpek le decía.
—Ven, te voy a enseñar las cosas que voy a meter en la maleta que me voy a llevar a Frankfurt —le dijo İpek.
Salir de la habitación le sentó bien a Ka. Dejó la mano de İpek, que había tomado mientras bajaban las escaleras, antes de entrar en las habitaciones de Turgut Bey, pero se sintió orgulloso de notar que les miraban como si fueran una «pareja» mientras cruzaban el vestíbulo. Fueron directamente al cuarto de İpek. Ella sacó de un cajón el jersey azul hielo demasiado estrecho como para ponérselo en Kars, lo extendió y le sacudió la naftalina, se colocó frente al espejo y se lo probó por encima.
—Póntelo —le dijo Ka.
İpek se quitó el amplio jersey de lana que llevaba y cuando se puso el estrecho sobre la blusa Ka volvió a quedarse admirado de su belleza.
—¿Me amarás todo lo que te queda de vida? —le preguntó Ka.
—Sí.
—Ahora ponte el vestido de noche de terciopelo que Muhtar sólo te dejaba ponerte en casa.
İpek abrió el armario, sacó de su percha el vestido de terciopelo negro, le sacudió también la naftalina, lo desplegó con cuidado y comenzó a ponérselo.
—Me gusta mucho cuando me miras así —le dijo a Ka cuando sus miradas se cruzaron en el espejo.
Ka observó con una excitación y unos celos que le arrebataban la larga y hermosa espalda de la mujer, el punto sensible de la nuca donde el pelo comienza a escasear y el hueco que se formó entre sus hombros cuando unió las manos sobre el pelo para posar para él. Se sentía muy feliz y muy mal.
—¡Oh! ¿Y ese vestido? —dijo Turgut Bey entrando en la habitación—. ¿Para qué baile te estás preparando? —pero no había la menor alegría en su voz. Ka lo interpretó como celos paternos y aquello le agradó—. Los anuncios de la televisión se han vuelto más agresivos después de que se fuera Kadife —continuó Turgut Bey—. Es un tremendo error que participe en esa obra.
—Papá, explíqueme a mí también por qué no quiere que Kadife se descubra, por favor.
Fueron todos juntos al salón y se sentaron frente al televisor. El locutor que apareció en la pantalla poco después anunció que la retransmisión en directo de aquella noche pondría fin a una tragedia que había paralizado nuestra vida social y espiritual y que con un giro dramático aquella noche los ciudadanos de Kars se liberarían de los prejuicios religiosos que nos habían mantenido alejados de la modernidad y de la igualdad entre los sexos. Se volvería a vivir otro de esos mágicos de incomparables momentos históricos en que en el escenario se unen la ficción teatral y la vida real. En esta ocasión no había necesidad de que los habitantes de Kars se inquietaran porque la Dirección de Seguridad y la Comandancia del Estado de Excepción tomarían todo tipo de medidas de seguridad en el teatro mientras se desarrollaba la obra, que era de entrada libre. Entonces apareció en la escena Kasim Bey, el subdirector de seguridad, en una entrevista que evidentemente había sido grabada con anterioridad. Se había peinado el pelo alborotado en la noche de la revolución y llevaba la camisa planchada y la corbata en su sitio. Aseguró que los ciudadanos de Kars podían ir al gran espectáculo artístico de aquella noche sin la menor preocupación. Dijo también que muchos estudiantes del Instituto de Imanes y Predicadores habían ido ya a la Dirección de Seguridad con la intención de acudir a la velada, que habían prometido a las fuerzas de orden público que aplaudirían la obra con disciplina y entusiasmo en los momentos necesarios como se hace en los países civilizados y en Europa, que en «esta ocasión» no se consentirían desenfrenos, groserías ni gritos de ninguna clase y que, por supuesto, los habitantes de Kars, que personificaban una herencia cultural milenaria, sabían cómo se debe ver una obra de teatro, y desapareció.
El mismo locutor de antes, que salió inmediatamente después, habló de la tragedia que se representaría aquella noche y explicó cómo el actor principal, Sunay Zaim, se había estado preparando durante años para dicha obra. En la pantalla podían verse carteles arrugados de las obras jacobinas con napoleones, robespierres y lénines que Sunay había representado años atrás, fotografías suyas en blanco y negro (¡Qué delgada había estado Funda Eser en tiempos!) y otros recuerdos relacionados con el teatro que Ka supuso que la pareja de actores llevaría en una maleta allá donde fuera (entradas y programas antiguos, recortes de prensa de cuando se pensaba que Sunay hiciera de Atatürk y penosas escenas de cafés de Anatolia). En aquella breve película de presentación había algo aburrido que recordaba a los documentales de arte que ponen en las cadenas estatales de televisión, pero también se emitía a cada momento una airosa fotografía de Sunay claramente tomada hacía poco y que le daba ese aspecto ruinoso pero a la vez presuntuoso de los dictadores africanos, de Oriente Medio o de los países del telón de acero. Los ciudadanos de Kars, después de haber estado contemplando dichas imágenes en la televisión de la mañana a la tarde, habían empezado a creer que Sunay había traído la paz a su ciudad, a considerarle un paisano y a confiar de una manera misteriosa en el futuro. También aparecía cada dos por tres la bandera del estado que habían proclamado los turcos en la ciudad en los días en que turcos y armenios se masacraban mutuamente después de que los ejércitos otomano y ruso se hubieran retirado de Kars ochenta años atrás y que nadie sabía de dónde habrían sacado. Lo que más molestó a Turgut Bey fue precisamente ver en la pantalla aquella bandera apolillada y llena de manchas.
—Este tipo está loco. Nos está buscando un desastre. ¡Que no se le ocurra a Kadife salir a escena!
—Sí, mejor que no salga —dijo İpek—. Pero si le decimos que es idea suya, ya conoce a Kadife, papá, entonces se descubrirá por pura cabezonería.
—¿Y qué podemos hacer?
—¡Que Ka vaya ahora mismo al teatro y la convenza de que no salga! —İpek se volvió hacia Ka levantando las cejas.
Ka, que llevaba un buen rato contemplando a İpek en lugar de la televisión, se puso nervioso al no entender a cuento de qué habría venido aquel cambio de opinión.
—Si quiere descubrirse, que lo haga en casa una vez que se calme la situación —le dijo Turgut Bey a Ka—. Seguro que Sunay prepara otra provocación para esta noche en el teatro. Estoy muy arrepentido de haberme dejado engañar por Funda Eser y haber entregado a Kadife a esa pandilla de lunáticos.
—Ka irá al teatro y la convencerá, papá.
—Sólo usted puede llegar hasta Kadife ahora porque Sunay le tiene confianza. ¿Qué le ha pasado en la nariz, hijo mío?
—Patiné en el hielo —respondió Ka sintiéndose culpable.
—También se ha golpeado en la frente. Tiene un buen moratón.
—Ka se ha pasado el día en la calle —contestó İpek.
—Llévese aparte a Kadife sin que Sunay lo note… —dijo Turgut Bey—. No le diga que la idea es nuestra y asegúrese de que ella entiende bien que es sugerencia suya. Que ni siquiera lo discuta con Sunay, que se invente una excusa. Lo mejor es que diga que está enferma, que le diga «Mañana me descubriré en casa», que se lo prometa. Dígale a Kadife que todos la queremos. Hija mía.
Por un instante los ojos de Turgut Bey se llenaron de lágrimas.
—Papá, ¿puedo hablar a solas con Ka? —İpek se llevó a Ka a la mesa del comedor. Se sentaron en una esquina de la mesa, en la que Zahide sólo había puesto el mantel.
—Dile a Kadife que Azul se lo pidió porque se encontraba en una mala situación, porque no le quedaba otro remedio.
—Primero explícame por qué has cambiado de opinión —dijo Ka.
—Ah, querido, créeme, no tienes por qué sospechar de nada, simplemente le doy la razón a mi padre y eso es todo. Ahora mismo lo más importante es mantener alejada a Kadife del desastre de esta noche, o eso me parece.
—No —replicó Ka cuidadosamente—. Algo ha pasado para que hayas cambiado de opinión.
—No tienes nada que temer. Si Kadife quiere descubrirse, que lo haga luego, en casa.
—Si Kadife no se descubre esta noche —respondió Ka escogiendo las palabras—, nunca lo hará en casa delante de tu padre. Eso tú lo sabes tan bien como yo.
—Lo más importante es que mi hermana regrese sana y salva.
—Hay algo que me da miedo. Que exista algo que me estés ocultando.
—No, querido, no te preocupes. Te quiero tanto… Si me lo pides, me iré a Frankfurt contigo de inmediato. Cuando allí veas con el tiempo lo enamorada que estoy y lo que dependo de ti, olvidarás estos días y me querrás y confiarás en mí.
Puso su mano sobre la de Ka, que estaba caliente y húmeda. Ka estaba esperando algo más, incapaz de creerse la belleza de İpek reflejándose en el espejo de la cómoda, el extraordinario hechizo de su espalda en el vestido de terciopelo de tirantes, el que sus ojos estuvieran tan próximos a los suyos.
—Es como si estuviera seguro de que va a pasar algo malo —dijo luego.
—¿Por qué?
—Porque soy muy feliz. De manera totalmente inesperada, he escrito dieciocho poemas en Kars. Si logro escribir otro más me encontraré con que he hecho un libro que me ha salido prácticamente por sí solo. Además, creo que de verdad quieres venir a Alemania conmigo y siento que ante mí se abre una felicidad aún mayor. Pero tanta alegría es excesiva para mí e intuyo que pasará algo malo, seguro.
—¿Algo como qué?
—Como que en cuanto yo me vaya de aquí para convencer a Kadife, tú acudas a encontrarte con Azul.
—Bah, eso es una tontería —contestó İpek—. Ni siquiera sé dónde está.
—Yo me he llevado una paliza por no decirlo.
—Y que no se te ocurra decírselo a nadie —İpek frunció el ceño—. Ya te darás cuenta de lo absurdos que son tus miedos.
—¿Y bien? ¿Qué pasa? ¿No va a hablar con Kadife? —les gritó Turgut Bey—. La obra comienza dentro de hora y cuarto. Y la televisión ha anunciado que están a punto de abrir las carreteras.
—No quiero ir al teatro, no quiero salir de aquí —susurró Ka.
—No podemos huir dejando a Kadife desdichada detrás de nosotros, créeme —dijo İpek—. Tampoco nosotros podríamos ser felices. Por lo menos ve e intenta convencerla, así nos quedaremos con la conciencia tranquila.
—Hace hora y media, cuando Fazil me trajo el aviso de Azul, eras tú la que me decía que no saliera.
—Dime cómo puedo demostrarte que no voy a escaparme de aquí cuando vayas al teatro, vamos.
Ka sonrió.
—Sube a mi habitación. Yo cerraré la puerta y me llevaré la llave la media hora que esté fuera.
—Muy bien —dijo İpek alegre. Se puso en pie—. Papá, voy a subir una media hora a mi cuarto y Ka, no se preocupe, ahora mismo va al teatro a hablar con Kadife… No hace falta que se levante, hay algo que debemos hacer arriba y tenemos prisa.
—Que Dios os bendiga —dijo Turgut Bey, pero estaba preocupado.
İpek cogió de la mano a Ka, cruzaron el vestíbulo y subieron las escaleras sin que se la soltara.
—Cavit nos ha visto —dijo Ka—. ¿Qué habrá pensado?
—Da igual —le contestó İpek con alegría. Una vez arriba abrió la puerta de la habitación con la llave que le había entregado Ka y entró. En el interior todavía flotaba un olor apenas perceptible a la noche de amor que habían pasado—. Te esperaré aquí. Cuídate. Y no discutas con Sunay.
—¿Le digo a Kadife que somos tu padre y nosotros quienes no queremos que salga a escena o que es Azul?
—Que es Azul.
—¿Por qué? —preguntó Ka.
—Porque Kadife ama a Azul, por eso. Vas allí para proteger a mi hermana del peligro. Olvida tus celos por él.
—Ojalá pudiera.
—Seremos muy felices en Alemania —İpek rodeó el cuello de Ka con sus brazos—. Dime a qué cine vamos a ir.
—Hay un cine en el Museo Cinematográfico que los sábados por la noche, ya tarde, proyecta películas americanas de arte y ensayo sin doblar —le respondió Ka—. Iremos allí. Y antes de ir tomaremos döner kebap y pepinillos dulces en alguno de los restaurantes que hay por los alrededores de la estación. Después de la película podemos entretenernos en casa pasando canales de televisión. Luego haremos el amor. Como mi subvención de refugiado político y lo que gane en las lecturas de este último libro mío darán lo bastante para los dos, no tendremos otra cosa que hacer que amarnos.
İpek le preguntó el título del libro y Ka se lo dijo.
—Perfecto. Vamos, querido, vete ya o mi padre se preocupará y se echará a la calle.
Ka se puso el abrigo y abrazó a İpek.
—Ya no tengo miedo —mintió—. Pero si hubiera algún problema te esperaré en el primer tren que salga de la ciudad.
—Si es que puedo salir de esta habitación —se rio İpek.
—Mira por la ventana hasta que desaparezca por la esquina, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Me da mucho miedo no volverte a ver —dijo Ka cerrando la puerta.
Se metió la llave en el bolsillo del abrigo.
Envió un par de pasos por delante de él a los dos soldados de escolta para poder darse media vuelta en la calle y mirar tranquilamente a İpek en la ventana. Vio que İpek le miraba inmóvil por la ventana de la habitación 203, en el primer piso del hotel Nieve Palace. La lámpara de la mesilla de noche reflejaba una luz anaranjada en sus hombros color miel con la piel de gallina a causa del frío en el vestido de terciopelo, una luz que Ka no olvidaría jamás y que en los cuatro años que le quedaban de vida siempre relacionaría mentalmente con la felicidad.
Ka nunca volvió a ver a İpek.