Una invitación a la fuerza
Ka estaba contento de alejarse de Azul, pero inmediatamente después notó que había un lazo maldito que le unía a él: era algo más profundo que la simple curiosidad o el simple odio y en cuanto salió del cuarto Ka comprendió arrepentido que le echaría de menos. A Hande, que se acercaba a él toda bondadosa y pensativa, ahora la encontraba directamente simplona y estúpida pero aquella actitud de superioridad le duró poco. Hande, con los ojos enormemente abiertos, le enviaba recuerdos a Kadife, quería que supiera que, se descubriera o no la cabeza aquella noche en televisión (sí, no dijo en el teatro, sino directamente en televisión), su corazón siempre estaría con ella, y además le explicó a Ka el camino que debía seguir si no quería llamar la atención de los policías de civil una vez que cruzara la puerta del edificio.
Ka salió del piso a toda velocidad y muy inquieto, pero cuando se le vino un poema un piso más abajo, se sentó en el primer escalón que había frente a la puerta en la que se alineaban los zapatos, sacó el cuaderno del bolsillo y lo escribió.
Aquél era el decimoctavo poema que Ka había comenzado a escribir en Kars y de no ser por las notas que él mismo escribió nadie habría entendido las alusiones a diversos hombres con los que se había relacionado en su vida con esa misma combinación de amor y odio: por ejemplo, el hijo de una adinerada familia de constructores que había sido campeón del concurso hípico de los Balcanes a quien había conocido mientras estaba en la escuela secundaria en el Instituto Terakki dili, un muchacho mimado pero lo bastante independiente como para atraer a Ka; o el hijo misterioso de cara pálida de una rusa blanca compañera de instituto de su madre que se había criado sin padre ni hermanos, que había comenzado a tomar drogas en el bachillerato y que no se interesaba por nada pero que a pesar de eso parecía saberlo todo; o el compañero de servicio militar en Tuzla, un tipo apuesto, silencioso y autosuficiente, que se escapaba de las filas de la compañía de al lado para someter a Ka a pequeñas crueldades (como esconderle la gorra). En el poema reconocía que estaba unido a todos aquellos hombres por un amor secreto y un odio evidente e intentaba calmar su confusión mental gracias a la palabra «Celos», que unificaba ambos sentimientos y que era el título del poema, pero además aclaraba que el problema era mucho más profundo: Ka sentía que, pasado el tiempo, las almas y las voces de aquellos hombres se habían introducido en su interior.
Cuando salió del edificio no sabía en qué parte de Kars estaba, pero después de bajar un rato por una cuesta vio que llegaba a la avenida Halitpaşa e, instintivamente, se dio media vuelta y echó una mirada hacia el lugar en el que se ocultaba Azul.
Mientras regresaba al hotel se sintió incómodo porque no llevaba junto a él a los soldados de escolta. Ka se había parado ante el edificio del ayuntamiento cuando se le acercó un coche civil.
—Señor Ka, no tema. Somos de la Dirección de Seguridad, suba y le dejaremos en su hotel.
Ka estaba intentando calcular qué sería menos seguro, si volver al hotel escoltado por la policía o que le vieran subirse a uno de sus coches en medio de la ciudad, cuando se abrió la portezuela. Un tipo enorme que a Ka por un instante le sonó de algo (a un tío lejano de Estambul, sí, al tío Mahmut) tiró de él con un movimiento enérgico y brusco que contradecía por completo la cortesía de poco antes. Mientras el vehículo se ponía inmediatamente en marcha, le descargó en la cabeza un par de puñetazos. ¿O es que se la había golpeado al entrar en el coche? Tenía mucho miedo y en el interior del automóvil había una extraña oscuridad. Alguien, no el tío Mahmut sino otro que se sentaba delante, profería terribles palabrotas. Cuando era niño había un hombre en la calle Poeta Nigâr que les insultaba de manera parecida cuando la pelota se les caía en su jardín.
Ka guardó silencio y pensó que era un niño. Y el coche (ahora que lo recordaba, no era un Renault como todos los que usaba la policía de civil de Kars sino un amplio y ostentoso Chevrolet del 56), para castigar al niño enojado, se sumergió en las calles oscuras de Kars, salió de ellas, dio una vuelta y entró en un patio interior. «Mira al frente», le dijeron. Le agarraron del brazo y subieron dos tramos de escaleras. Para cuando llegaron arriba Ka estaba seguro de que aquellos tres hombres, incluyendo al conductor, no eran islamistas (¿dónde habrían encontrado ellos un coche así?). Tampoco eran del SNI porque ellos, al menos en parte, colaboraban con Sunay. Se abrió una puerta y se cerró otra y Ka se encontró en una antigua casa armenia de techos altos ante la ventana que daba a la avenida Atatürk. En la habitación vio una televisión encendida, platos sucios, una mesa llena de naranjas y periódicos; una batería que luego comprendería que usaban para torturar con corrientes eléctricas, un par de walkie-talkies, pistolas, jarrones, espejos… Se dio cuenta de que había caído en manos de la brigada especial y tuvo miedo pero se tranquilizó cuando su mirada se cruzó con la de Z. Brazodehierro en el otro extremo de la habitación: una cara conocida, aunque fuera la de un asesino.
Z. Brazodehierro estaba actuando de policía bueno. Lamentaba mucho que hubieran tenido que llevar a Ka hasta allí. Como Ka supuso que el tío Mahmut haría de policía malo, prestó atención a Z. Brazodehierro y a sus preguntas.
—¿Qué es lo que quiere hacer Sunay?
Ka contó con entusiasmo hasta el detalle más despreciable, incluyendo la Tragedia española de Kyd.
—¿Por qué ha dejado libre a ese chiflado de Azul?
Para que Kadife se descubra la cabeza en la obra y en la retransmisión en directo por la televisión, le explicó Ka. Dejándose llevar por la inspiración utilizó un término pedante de ajedrez: quizá un «sacrificio» demasiado arriesgado que necesitaría un signo de exclamación. ¡Pero también era un movimiento que desmoralizaría a los islamistas políticos de Kars!
—¿Y cómo sabemos que la chica va a mantener su palabra?
Ka reconoció que Kadife había dicho que saldría a escena pero que nadie podía estar seguro de que realmente lo hiciera.
—¿Dónde está el nuevo escondrijo de Azul?
Ka le contestó que no tenía la menor idea.
También le preguntaron por qué no le acompañaban los soldados de escolta cuando le recogió el coche y que de dónde regresaba.
—De mi paseo vespertino —y al insistir en aquella respuesta, tal y como esperaba, Z. Brazodehierro abandonó en silencio la habitación y el tío Mahmut se plantó ante él lanzándole malas miradas. Como el hombre que se sentaba en el asiento delantero, también él sabía bastantes palabrotas extravagantes. Lanzaba abundantemente aquellas maldiciones entre amenazas y alusiones a soluciones políticas a las que Ka no era ajeno o a los altos intereses de la nación como el ketchup que los niños echan sin pensar sobre cualquier plato sin que les importe si es dulce o salado.
—¿Qué te crees que estás haciendo ocultando el escondite de un sanguinario terrorista islamista pagado por Irán? —decía el tío Mahmut—. Sabes lo que les harán a los liberales cobardicas que han visto Europa como tú, ¿no? —Ka le dijo que de veras lo sabía, pero, con todo, el tío Mahmut le explicó entusiasta cómo en Irán los mullahs habían hecho picadillo a los demócratas y a los comunistas que habían colaborado con ellos antes de que llegaran al poder: les habían metido dinamita por el culo y los habían volado por los aires, habían fusilado a las putas y a los maricones, habían prohibido todos los libros excepto los religiosos y a los progres listillos como Ka primero los habían rapado y luego… añadió unas obscenidades y con cara de harto le volvió a preguntar a Ka dónde se escondía Azul y de dónde regresaba a esas horas de la tarde. Como Ka repitió las insustanciales respuestas de antes, el tío Mahmut, con la misma cara de hastío, le colocó unas esposas en las muñecas—. Mira lo que voy a hacerte —le dijo, y le golpeó un rato dándole puñetazos y bofetadas en la cara sin pasión ni furia.
Espero que mis lectores no se enfaden si escribo honestamente cinco importantes razones que demuestran que a Ka no le perturbó en exceso aquella paliza y que encontré entre las notas que tomó posteriormente:
1. Según el concepto de felicidad que Ka tenía en la mente, la cantidad total de mal y de bien que debía ocurrirle había de ser la misma y, por tanto, la paliza que se estaba llevando en ese momento significaba que podría ir con İpek a Frankfurt.
2. Con una certera intuición propia de las clases dirigentes, Ka suponía que los interrogadores de la brigada especial le consideraban distinto a los ciudadanos de a pie, a los delincuentes y a los miserables de Kars y que, por lo tanto, no sería sometido a muchas más torturas ni palizas que le dejaran marcas u odios permanentes.
3. Pensaba acertadamente que la paliza que se estaba llevando aumentaría el cariño que İpek le tenía.
4. Dos días antes, el martes por la noche, cuando vio la cara ensangrentada de Muhtar en la Dirección de Seguridad había pensado estúpidamente que las palizas que uno se lleva de la policía pueden purificarle del sentimiento de culpabilidad que siente por la miseria de su propio país.
5. Le llenaba de orgullo el encontrarse en la situación de un preso político que no confiesa en el interrogatorio el lugar en que se oculta otro a pesar del castigo.
Veinte años atrás a Ka habría bastado para contentarle esta última razón, pero ahora que se había pasado de moda intuía que su situación era un tanto estúpida. El sabor salado de la sangre que le chorreaba desde la nariz hasta la comisura de los labios le recordaba a la infancia. ¿Cuándo había sido la última vez que le había sangrado la nariz? Mientras el tío Mahmut y los otros le olvidaban en aquel rincón en penumbra del cuarto y se reunían ante la televisión, Ka recordó las ventanas que se le habían cerrado en las narices y las pelotas que se las habían golpeado en la infancia y el puñetazo que se había llevado durante un forcejeo en el servicio militar. Mientras iba oscureciendo, Z. Brazodehierro y sus compañeros veían Marianna reunidos frente al televisor y Ka, con su nariz ensangrentada, estaba tan contento como un niño golpeado y humillado de que se hubieran olvidado de él. En cierto momento le preocupó que le registraran y encontrasen la nota de Azul. Durante largo rato contempló Marianna con los otros, en silencio, sintiéndose culpable y pensando que en ese preciso momento también Turgut Bey y sus hijas estarían viendo la serie.
En una pausa publicitaria Z. Brazodehierro se levantó de su silla, cogió la batería que había en la mesa, se la enseñó a Ka y le preguntó si sabía para qué servía, al no obtener respuesta se lo dijo y guardó silencio un rato como un padre que asusta a su hijo con el palo.
—¿Sabes por qué me gusta Marianna? —le preguntó cuando la serie volvió a comenzar—. Porque sabe lo que quiere. Los intelectuales como tú me ponen enfermo porque no tienen ni idea de lo que quieren. Mucho hablar de democracia y luego colaboráis con los integristas. Mucho hablar de derechos humanos y chalaneáis con los asesinos terroristas… Que si Europa, y le hacéis la pelota a los islamistas enemigos de Occidente… Que si feminismo, y apoyáis a los que les tapan la cabeza a sus mujeres. No te comportas según tu propia conciencia, sino que primero piensas lo que haría un europeo y actúas en consecuencia. ¡Pero ni siquiera eres capaz de ser europeo! ¿Sabes lo que harían los europeos? Si Hans Hansen publica ese tonto comunicado vuestro y si los europeos se lo toman en serio y envían una comisión a Kars, lo primero que haría esa comisión sería dar las gracias a los militares por no haber entregado el país a los islamistas. Pero, por supuesto, los muy maricones protestarían en cuanto volvieran a Europa porque en Kars no hay democracia. Y vosotros por un lado os quejáis de los militares pero por otro confiáis en ellos para que los islamistas no os arranquen la piel a tiras. Pero como es algo que ya sabes, no voy a torturarte.
Ka pensaba que, como le había llegado el turno al «ser buenos», le soltarían sin que pasara mucho y llegaría a tiempo para ver el final de Marianna con Turgut Bey y sus hijas.
—Pero antes de enviarte de vuelta a tu amante en el hotel, quiero decirte un par de cosas sobre ese terrorista asesino con el que has negociado y al que proteges para que las tengas siempre presentes —le dijo Z. Brazodehierro—. No obstante, antes métete esto en la cabeza: nunca has estado en estas oficinas. De hecho, antes de que pase una hora las habremos evacuado. Nuestro nuevo lugar estará en el último piso del dormitorio del Instituto de Imanes y Predicadores. Allí te esperarnos. Puede que te acuerdes de dónde se oculta Azul y de por qué saliste a dar un «paseo vespertino» y quieras compartir esa información con nosotros. Sunay te dijo cuando todavía tenía la cabeza sobre los hombros que ese guapo héroe tuyo de ojos azules mató sin piedad a un locutor de cabeza de chorlito que insultó a nuestro Profeta y que organizó el asesinato del director de la Escuela de Magisterio, espectáculo que tuviste el placer de contemplar con tus propios ojos. Pero hay algo que los trabajadores agentes del servicio de escuchas del SNI han documentado con todo detalle y que hasta ahora nadie te ha dicho quizá para no romperte el corazón y yo he pensado que es posible que fuera mejor que lo supieses.
Y ahora llegamos al punto en el que a Ka, durante los cuatro años siguientes, le habría gustado poder dar marcha atrás en su vida como un proyeccionista de cine que rebobina una película, y que las cosas hubieran sido de otra manera.
—La señora İpek, con la que estás soñando con irte a Frankfurt y ser feliz, en tiempos fue también amante de Azul —dijo Z. Brazodehierro con voz dulce—. Según este informe que tengo delante, su relación comenzó hace cuatro años. Por aquel entonces la señora İpek estaba casada con Muhtar Bey, que ayer se retiró voluntariamente de las elecciones a la alcaldía, y aquel ex izquierdista medio bobo y, con perdón, poeta, lamentablemente no tenía ni idea de que Azul, al que recibía en su casa con tanta admiración porque iba a organizar a los jóvenes islamistas de Kars, estaba teniendo una relación apasionada en su casa con su mujer mientras él vendía estufas eléctricas en su tienda de electrodomésticos.
«Es algo preparado de antemano, no es verdad», pensó Ka.
—La primera en darse cuenta de aquel amor secreto, después de los agentes de Inteligencia, por supuesto, fue la señorita Kadife. Y la señora İpek, que no se llevaba muy bien con su marido, con la excusa de que su hermana venía a Kars para estudiar en la universidad, aprovechó para mudarse con ella a otra casa. Azul seguía viniendo de vez en cuando a la ciudad para «organizar a los jóvenes islamistas», seguía quedándose en casa de Muhtar, su admirador, y cuando Kadife se iba a clase los frenéticos enamorados se citaban en la nueva casa. Eso duró hasta que Turgut Bey vino a la ciudad y el padre y las dos hijas se instalaron en el hotel Nieve Palace. Después fue Kadife, que se había unido a las jóvenes empañoladas, la que ocupó el lugar de su hermana mayor. Por cierto, también tenemos pruebas de que nuestro Casanova de ojos azules pasó una época de transición en la que se lo montó con las dos hermanas.
Ka, haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, logró apartar sus ojos llenos de lágrimas de los de Z. Brazodehierro y clavó la mirada en las tristes y temblorosas farolas de la nevada avenida Atatürk que, ahora que se daba cuenta, podía ver a todo lo largo desde donde estaba sentado.
—Todo esto te lo digo para convencerte de lo erróneo que es que nos ocultes, sólo porque tienes el corazón de mantequilla, el lugar donde se encuentra ese monstruo asesino —dijo Z. Brazodehierro, a quien, como a todos los miembros de brigadas especiales, las maldades le soltaban la lengua—. Mi intención nunca ha sido disgustarte. Pero en cuanto salgas de aquí quizá pienses que todo lo que te he contado no es realmente información conseguida gracias al esfuerzo de la sección de escuchas, que lleva los últimos cuarenta años cubriendo Kars con micrófonos, sino tonterías que me he inventado. Quizá la señora İpek te fuerce a creer que son todo mentiras para no ensombrecer vuestra felicidad en Frankfurt. Tienes el corazón de mantequilla y puede que no te resista, pero, para que no te quede la menor duda de la verdad de lo que te he contado, con tu permiso voy a leerte una parte convincente de sus charlas amorosas, que nuestro Estado grabó con tantísimos gastos y que luego unos secretarios pasaron a máquina.
«Querido, querido, los días que paso sin ti no son vida», dijo, por ejemplo, la señora İpek el dieciséis de agosto de hace cuatro años, un caluroso día de verano, quizá una de las primeras veces que se separaban… Dos meses después Azul, que vino a la ciudad para una conferencia sobre «Islam y privacidad», la llamó desde colmados y casas de té, ocho veces justas en un solo día, y se dijeron cuánto se querían. Dos meses más tarde la señora İpek, en una época en que estaba pensando en fugarse con él pero no acababa de decidirse, le dice «en realidad, en la vida una sólo tiene un amor verdadero y tú eres el mío». En otra ocasión, porque estaba celosa de Merzuka, su mujer, que seguía en Estambul, le deja claro a Azul que no podrán hacer el amor mientras su padre esté en casa. Por último, ¡en los últimos dos días le ha llamado por teléfono otras tres veces! Puede que hoy también le haya llamado. Todavía no tenemos la transcripción de estas últimas conversaciones, pero no importa, pregúntale tú a la señora İpek de qué han hablado. Lo siento mucho, veo que con esto es suficiente; por favor, no llores, mis compañeros te quitarán las esposas, lávate la cara y, si quieres, que te dejen en el hotel.