Preparativos para la última función
Ya he mencionado que Ka era de esas personas que temen la felicidad porque luego puede hacerles sufrir. Por eso sabemos que sentía con más intensidad la felicidad no cuando la vivía sino en los momentos en los que creía que no la perdería. Después de levantarse de la mesa de Sunay, mientras regresaba a pie al hotel Nieve Palace seguido por los dos soldados de escolta, Ka todavía era feliz porque creía que todo iría bien y que vería de nuevo a İpek, pero en su interior ese miedo a perder la felicidad se agitaba con fuerza. Así pues, al hablar del poema que mi amigo escribió el jueves hacia las tres de la tarde en la habitación del hotel, tengo que tener en cuenta ambas actitudes espirituales. El poema, titulado «El perro», tenía relación con el perro color carbón, al que volvió a ver en su camino de regreso desde el taller de confección. Cuatro minutos después de verlo, entró en su cuarto y escribió el poema mientras la agonía del amor se extendía como un veneno por su cuerpo entre la esperanza de una inmensa felicidad y el temor a perderla. En el poema había huellas de su miedo infantil a los perros, del recuerdo de un perro pardo que le persiguió en el parque de Maçka cuando sólo tenía seis años y de un horrible vecino de su barrio que azuzaba a su perro contra el primero que pasara. Más tarde Ka llegó a pensar que su miedo a los perros era el castigo que se le había dado por las horas de felicidad que vivió de niño. Pero una paradoja le llamó la atención: los placeres infantiles como jugar al fútbol en la calle, recoger moras o coleccionar y jugarse los cromos de futbolistas que salían de los chicles resultaban más atractivos precisamente gracias a los perros que convertían en un infierno los lugares donde disfrutaba de ellos.
İpek subió a la habitación de Ka siete u ocho minutos después de enterarse de que había llegado al hotel. Teniendo en cuenta que Ka no podía tener la seguridad de que ella supiera si había regresado o no y que sólo le había dado tiempo a pensar en enviarle aviso, aquél era un retraso muy razonable y se sintió enormemente feliz porque por primera vez pudieron encontrarse sin que le diera tiempo a pensar en que llegaba tarde e incluso en que ella había decidido abandonarle. Además İpek tenía en el rostro una expresión de alegría difícil de arruinar. Ka le dijo que todo iba bien y ella le replicó lo mismo a Ka. Él, respondiendo a una pregunta suya, le explicó asimismo que soltarían a Azul en breve. Esto también, como todo lo demás, alegró a İpek. Como las parejas extremadamente felices que temen egoístas que las penas de los demás, sus desdichas y todas esas cosas malas, puedan estremecer su propia felicidad, no se limitaron a convencerse de que todo iría bien, sino que se sintieron desvergonzadamente dispuestos a olvidar de inmediato todo el dolor sufrido y la sangre derramada con tal de que no ensombrecieran su felicidad. Se abrazaron y se besaron impacientes varias veces pero no se arrojaron a la cama para hacer el amor. Ka le decía a İpek que en Estambul podrían conseguirle un visado para Alemania en un día, que tenía un conocido en el consulado, que no tenían por qué casarse inmediatamente para conseguirlo, que en Frankfurt podrían casarse como prefirieran. Hablaron incluso de cómo irían a Frankfurt Kadife y Turgut Bey en cuanto resolvieran sus asuntos allí y de en qué hotel se hospedarían. Hablaban con un ansia desbocada de felicidad que les mareaba, incluso les avergonzaba pensar en ciertos detalles por ser demasiado fantásticos, cuando entonces İpek le mencionó a Ka su preocupación por las inquietudes políticas de su padre, su temor a que alguien le tirara una bomba en cualquier sitio por venganza y que a partir de ahora no debía salir a la calle, así que ambos se prometieron que se irían juntos en el primer medio de transporte que abandonara la ciudad. Cogidos de la mano, mirarían por la ventanilla las nevadas carreteras de las montañas. İpek también le contó que ya había empezado a hacer la maleta. Al principio Ka le dijo que no se llevara nada, pero İpek tenía muchas cosas que había llevado consigo desde que era niña y sentiría que le faltaba algo si se separaba de ellas. Plantados frente a la ventana observando la calle nevada (el perro que le había inspirado el poema apareció un instante para luego perderse de vista) y ante la insistencia de Ka, İpek enumeró algunos de esos objetos a los que no podía renunciar: un reloj de pulsera que su madre les había comprado a ambas hermanas cuando vivían en Estambul y que había cobrado aún mayor importancia para İpek porque Kadife había perdido el suyo; un jersey azul hielo de lana de angora de buena calidad que le había traído su difunto tío, que durante un tiempo había estado en Alemania, y que había sido incapaz de ponerse en Kars porque le quedaba demasiado estrecho y pegado al cuerpo; un mantel con bordados de hilo de plata que su madre le había hecho para el ajuar y que no había podido volver a usar porque la primera vez que lo hizo a Muhtar se le había caído mermelada encima; diecisiete botellitas de licor y frasquitos de perfume que había empezado a acumular sin objetivo alguno pero que luego se habían convertido en una especie de amuleto que la protegía y al que se negaba a renunciar; fotos de niña hechas en brazos de sus padres (que Ka quiso ver en ese preciso instante); un vestido negro de noche de buen terciopelo que Muhtar y ella habían comprado juntos en Estambul pero que luego él sólo le permitía usar en casa porque tenía la espalda demasiado abierta y el chal de sedoso satén con encajes que ella había comprado luego para que le cubriera el escote con la esperanza de convencer a Muhtar; unos zapatos de ante que no se había atrevido a usar en Kars por miedo a que el barro los estropeara y un colgante enorme de jade que, como en ese momento lo llevaba encima, sacó para enseñárselo a Ka.
Que nadie crea que me estoy desviando del tema si digo que, cuatro años después de aquel día, İpek, sentada frente a mí en la cena que ofrecía el alcalde de Kars, llevaba colgada del cuello por un cordón negro de satén aquella misma enorme piedra de jade. Justo al contrario, en realidad ahora entramos en el corazón del asunto: İpek era mucho más bella de lo que hasta ese momento yo, o ustedes, que están siguiendo esta historia gracias a mi intermediación, hubiera podido imaginar. La primera vez que la vi fue en aquella cena, frente a mí, y me poseyeron los celos y la estupefacción hasta el punto de confundirme. La historia fragmentaria del desaparecido cuaderno de poesía de mi querido amigo se convirtió de repente ante mis ojos en una historia completamente distinta que irradiaba una profunda pasión. Probablemente fue en ese momento de agitación cuando decidí escribir el libro que ahora tienen en las manos. Pero en ese instante me dejaba llevar poseído por la increíble belleza de İpek, ignorante de la decisión que mi mente había tomado. Envolvía todo mi cuerpo esa sensación surrealista de desesperación y de estar disolviéndome que te posee ante una mujer extraordinariamente bella. Me daba cuenta perfectamente de que el resto de los comensales fingía haber ido con la intención de cruzar un par de frases con el novelista que había llegado a su ciudad, o para chismorrear entre ellos con esa excusa, y de que los ciudadanos de Kars mantenían todas aquellas conversaciones vacuas con el objetivo de ocultarse, y ocultármelo a mí, el único y verdadero tema: la belleza de İpek. Por otra parte, unos celos intensos, que temía que pudieran convertirse en amor, me corroían por dentro: ¡cuánto me habría gustado poder vivir un amor con una mujer tan hermosa como mi difunto amigo Ka aunque sólo fuera por un breve instante! Mi secreta convicción de que Ka había desperdiciado los últimos años de su vida se había convertido de repente en la idea de que «sólo alguien que tenga un alma tan profunda como la de Ka puede ganarse el amor de una mujer así». ¿Podría seducir a İpek y llevármela a Estambul? Le prometería casarme con ella, sería mi amante secreta hasta que todo se fuera al traste, ¡pero quería morir con ella a mi lado! Tenía una frente amplia y decidida, ojos grandes y vaporosos, una boca elegante que era exactamente igual que la de Melinda y que yo no me atrevía a mirar… ¿Qué pensaría de mí? ¿Habrían hablado de mí Ka y ella? Antes de darme tiempo a tomarme una copa ya me había arrebatado el corazón y había alzado el vuelo. Vi que caía sobre mí la mirada furiosa de Kadife, sentada algo más allá… Debo volver a mi historia.
De pie delante de la ventana, Ka tomó el colgante de jade, se lo puso a İpek en el cuello, la besó con toda tranquilidad y le repitió irreflexivamente lo felices que serían en Alemania. Fue en ese preciso momento cuando İpek vio que Fazil entraba a toda velocidad por la puerta del patio, bajó después de esperar un momento y se encontró con su hermana en la puerta de la cocina: probablemente allí le dio Kadife la buena noticia de que habían soltado a Azul. Ambas hermanas se retiraron a sus habitaciones. No sé lo que hablaron entre ellas ni lo que hicieron. Arriba, en su cuarto, Ka estaba tan henchido de nuevos poemas y de una felicidad en la que ahora sí confiaba, que por primera vez permitió que sólo un rincón de su mente siguiera el tráfico de las hermanas por el hotel Nieve Palace.
Más tarde supe por los registros meteorológicos que por entonces el clima se había suavizado de manera notable. El sol había empezado a derretir durante el día los témpanos que colgaban de aleros y ramas y se difundieron rumores en la ciudad de que mucho antes de que oscureciera volverían a abrirse las carreteras y de que la revolución teatral llegaría a su fin. Años después, los que no habían olvidado los detalles de los hechos recordaron que justo en esos instantes la Televisión de Kars Fronteriza comenzaba a invitar a los ciudadanos a que acudieran a la nueva pieza que la Compañía de Teatro de Sunay Zaim representaría aquella noche en el Teatro Nacional. Como pensaban que el recuerdo de los sangrientos sucesos de dos días atrás mantendría alejados a los ciudadanos de Kars de la representación, el presentador estrella de la televisión, el joven Hakan Özge, anunciaba que no se toleraría ningún exceso dirigido contra los espectadores, que las fuerzas de seguridad tomarían posiciones a ambos lados del escenario, que no hacía falta comprar entradas y que los habitantes de Kars podían acudir en familia a tan educativa representación, pero el único resultado que se obtuvo de todo aquello fue que el miedo aumentara en la ciudad y que las calles quedaran desiertas antes de la hora habitual. Todos intuían que en el Teatro Nacional volverían a desatarse la violencia y la locura y, exceptuando a los que estaban lo suficientemente perturbados como para querer estar allí pasara lo que pasase para ser testigos de los acontecimientos (y debo decir que no había que despreciar a esa multitud formada por jóvenes parados sin nada que perder, izquierdistas aburridos inclinados a la violencia, viejos apasionados de dentadura postiza que querían ver a cualquier precio cómo mataban a alguien y atatürkistas admiradores de Sunay, a quien tanto habían visto en televisión), los ciudadanos de Kars preferían ver la velada a través de la anunciada retransmisión en directo. Por aquellas horas Sunay y el coronel Osman Nuri Çolak volvieron a reunirse y, al darse cuenta de que no iba a acudir nadie a la obra, ordenaron que se metiera en camiones militares a los estudiantes del Instituto de Imanes y Predicadores y se los llevaran al Teatro Nacional y que se obligara a un determinado número de estudiantes de instituto y funcionarios de las residencias de profesores y de las oficinas estatales a que se pusieran chaqueta y corbata y fueran a la representación.
Los que más tarde vieron a Sunay en el taller de confección fueron testigos de cómo se había quedado dormido tumbado sobre retales de tela, papel de envolver y cajas de cartón vacías en una habitación pequeña y polvorienta. Pero no era por efectos de la bebida; Sunay, convencido de que las camas blandas pervertirían su forma física, se había acostumbrado durante años a tumbarse a dormir sobre lechos duros y bastos antes de las grandes obras a las que daba verdadera importancia. Antes de dormirse habló a gritos con su mujer sobre el texto de la obra, al que aún no habían dado su forma definitiva, y luego la envió con un camión militar al hotel Nieve Palace para que empezaran con los ensayos.
Puedo explicar el que Funda Eser subiera directamente a las habitaciones de las hermanas en cuanto entró en el hotel Nieve Palace con la actitud de una señora que considera el mundo entero su propia casa y el que se enfrascara rápidamente con ellas en una íntima conversación femenina con su tintineante voz como una prueba de su capacidad como actriz, más notable todavía fuera del escenario. Por supuesto, tenía el corazón y los ojos en la límpida belleza de İpek, pero su mente estaba clavada en el papel que aquella noche debía representar Kadife. Y debo concluir que había deducido la importancia de dicho papel por el valor que le otorgaba su marido. Porque en los veinte años que llevaba interpretando por Anatolia a mujeres oprimidas y violadas, Funda Eser sólo tenía un objetivo cuando salía a escena: ¡dirigirse a los instintos sexuales de los hombres con su pose de víctima! Teniendo en cuenta que el que la mujer en cuestión se casara, se divorciara, se descubriera o se tapara no eran para ella sino medios triviales para presentarla como oprimida y más atractiva, quizá no se pueda asegurar que comprendiera del todo los papeles kemalistas e ilustrados que representaba, pero tampoco es que los autores, varones, de aquellos papeles estereotipados poseyeran una idea más profunda que la suya sobre el erotismo de sus protagonistas femeninas ni sobre su función social. Funda Eser usaba aquellos papeles en su vida fuera del escenario con un instintivo giro sentimental que los autores raras veces habían previsto. De hecho, nada más entrar en la habitación le propuso a Kadife que descubriera su hermoso pelo para ensayar para aquella noche. Cuando Kadife se descubrió sin demasiados remilgos, Funda Eser primero lanzó un chillido y luego le dijo que tenía el pelo tan brillante y tan llamativo que no podía apartar la mirada de él. Sentó ante el espejo a Kadife y mientras la peinaba cuidadosamente con un peine de mica imitación marfil, le explicó que en el teatro lo importante no eran las palabras sino las apariencias. «¡Deja que tu pelo hable como quiera y volverás locos a los hombres!», le dijo, y relajó a Kadife, que se encontraba bastante confusa, besándole el pelo. Era lo bastante lista como para ver que aquel beso ponía en movimiento las secretas semillas del mal de Kadife y lo bastante experimentada como para atraer a İpek a su juego. Sacó del bolso una petaca de coñac y empezó a echarlo en las tazas de té que había traído Zahide. Como Kadife se negó a probarlo, la provocó diciéndole: «¡Pero si esta noche te vas a descubrir!». Y cuando comenzó a sollozar depositó con insistencia leves besos en sus mejillas, su cuello y sus manos. Luego, para divertir a las hermanas, les recitó el Monólogo de la azafata inocente, al que llamó «la desconocida obra maestra de Sunay», pero aquello, más que divertirlas, las entristeció. Al decirle Kadife «Me gustaría trabajar el texto», le replicó que el único texto de aquella noche sería el brillo de su largo y hermoso pelo, que todos los hombres de Kars contemplarían admirados. Y, mucho más importante, también las mujeres querrían tocárselo llenas de envidia y devoción. Por otro lado, poco a poco iba rellenando de coñac la taza de İpek y la suya propia. Les dijo que en la cara de İpek podía leer la felicidad y en la mirada de Kadife la valentía y la ambición. No era capaz de decidir cuál de las dos hermanas era más bonita. Aquel entusiasmo de Funda Eser continuó hasta que Turgut Bey entró en la habitación todo sofocado.
—La televisión acaba de anunciar que Kadife, la líder de las jóvenes empañoladas, va a descubrirse la cabeza durante la representación de esta noche —dijo Turgut Bey—. ¿Es verdad?
—¡Vamos a ver lo que dice la televisión! —dijo İpek.
—Señor mío, permítame que me presente —intervino Funda Eser—. Soy Funda Eser, compañera en la vida del famoso actor y reciente hombre de Estado Sunay Zaim. En primer lugar, debo felicitarle por haber criado a dos hijas tan maravillosas y especiales. Le aconsejo que no sienta el menor miedo por la valiente decisión que ha tomado Kadife.
—¡Los fanáticos religiosos de esta ciudad jamás perdonarán a mi hija! —replicó Turgut Bey.
Pasaron todos juntos al comedor para ver la televisión. Allí Funda Eser tomó de la mano a Turgut Bey y le prometió en nombre de su marido, que controlaba la ciudad entera, que todo iría bien. Fue entonces cuando Ka bajó al oír el ruido y supo por la feliz Kadife que habían dejado libre a Azul. Sin que Ka se lo preguntara añadió que se mantendría fiel a la promesa que le había hecho aquella mañana y que iba a ensayar con la señora Funda para la obra de la noche. Ka consideraría los nueve o diez minutos siguientes, en los que todos hablaban a la vez viendo la televisión mientras Funda Eser le daba coba dulcemente a Turgut Bey para que no se opusiera a que su hija saliera a escena aquella noche, como algunos de los más felices de su vida y los recordaría una y otra vez. Creía optimistamente y sin tener la menor duda que sería feliz y se soñaba formando parte de una multitudinaria y divertida familia. Todavía no eran las cuatro, pero mientras la hora se aproximaba al comedor de altos techos de paredes cubiertas con viejo papel pintado de color oscuro como un reconfortante recuerdo de la infancia, Ka miraba a İpek a los ojos y sonreía.
Cuando en ese momento vio a Fazil en la puerta que daba a la cocina, Ka pretendió meterlo en ella antes de que le arruinara el buen humor a nadie y tirarle de la lengua. Pero el muchacho no permitió que Ka le avasallara: se quedó plantado en el umbral de la puerta de la cocina aparentando estar absorto en alguna imagen de la televisión y examinó desde allí a los presentes con una mirada mezcla de admiración y amenaza. Para cuando Ka logró arrastrarlo hasta la cocina, İpek también lo había visto, así que les siguió.
—Azul quiere hablar con usted una vez más —dijo Fazil con un manifiesto placer de aguafiestas—. Ha cambiado de opinión sobre algo.
—¿Sobre qué?
—Eso ya se lo dirá él. Dentro de diez minutos llegará al patio el carro que tiene que llevarle —dijo, y salió al patio desde la cocina.
El corazón de Ka comenzó a latir a toda velocidad: y no sólo porque no le apeteciera poner el pie fuera del hotel en lo que quedaba de día, sino también porque temía su propia cobardía.
—¡Que no se te ocurra ir! —le dijo İpek dando voz a lo que Ka pensaba—. Ya han identificado el carro. Esto va a ser un desastre.
—No, iré —respondió Ka.
¿Por qué dijo que iría aunque no le apetecía lo más mínimo hacerlo? En su vida había habido muchas ocasiones en que había levantado la mano aunque no se supiera la pregunta del profesor o en que no se había comprado el jersey que de verdad quería sino otro que costaba lo mismo a sabiendas de que era mucho peor. Quizá por curiosidad, quizá por miedo a la felicidad. Mientras subían juntos a su cuarto de forma que Kadife no se diera cuenta de lo que estaba pasando, a Ka le habría gustado que İpek dijera algo, que hiciera algo tan original que le permitiera cambiar de idea y quedarse en el hotel con toda tranquilidad de corazón. Pero mientras miraban por la ventana, İpek se limitó a repetir más o menos la misma idea con más o menos las mismas palabras: «No vayas, no salgas del hotel hoy, no arriesgues nuestra felicidad», etcétera, etcétera.
Ka miró al exterior escuchándola absorto en sus fantasías como una víctima dispuesta al sacrificio. Al entrar el carro en el patio se sorprendió con el corazón roto de su mala suerte. Salió del cuarto sin besar a İpek pero sin olvidar abrazarla y despedirse de ella, llegó a la cocina sin que le vieran los dos «soldados de escolta», que estaban leyendo el periódico en el vestíbulo, y se tumbó bajo la lona que cubría el carro que tanto odiaba.
Que no se crean los lectores que con este inicio estoy preparándoles con la intención de que piensen que el viaje en carro de Ka supondrá un cambio irreversible en su vida ni que el hecho de que haya aceptado la invitación de Azul será un paso decisivo para él. Yo mismo no lo creo en absoluto: ante Ka aparecerían muchas otras oportunidades de darle la vuelta a todo lo que le ocurría en Kars y de encontrar eso que llamaba «felicidad». Pero una vez que los hechos adquirieron su última e inevitable forma, al considerar arrepentido durante los años posteriores el desarrollo de los acontecimientos, pensaría cientos de veces que si İpek hubiera dicho las palabras correctas en su cuarto ante la ventana, le habría disuadido de ver a Azul. En cuanto a las palabras exactas que İpek debería haber dicho, no tenía la menor idea.
Eso demuestra que sería más correcto que pensáramos en Ka, escondido en el carro, como en alguien que ha doblado la cerviz ante su destino. Estaba arrepentido de encontrarse allí y molesto consigo mismo y con el mundo entero. Tenía frío, le daba miedo ponerse enfermo y no esperaba nada bueno de Azul. Como en su primer viaje, mantenía la mente abierta a los sonidos de la calle y de la gente, pero no le importaba lo más mínimo a qué parte de Kars le llevaba el carro.
Al detenerse éste, el carretero le dio un golpe, Ka salió de debajo de la lona y, sin ni siquiera darse cuenta de dónde estaba, entró en un desastroso edificio, como tantos otros que había visto, que había perdido el color por los años y la desidia. Después de subir dos pisos por unas escaleras estrechas y retorcidas (en un momento de alegría recordaría haber visto los ojos de duende de un niño en el umbral de una puerta ante la que se alineaban unos zapatos), entró por una puerta abierta y vio a Hande ante él.
—He decidido no desprenderme de la muchacha que realmente soy —le dijo sonriendo.
—Lo importante es que seas feliz.
—Lo que me hace feliz es poder hacer lo que quiero —replicó Hande—. Ya no me da miedo ser otra en mis sueños.
—¿No es un poco peligroso que estés aquí? —le preguntó Ka.
—Sí, pero una sólo puede concentrarse en la vida cuando está en peligro —dijo Hande—. Me he dado cuenta de que no puedo concentrarme en cosas que no creo, como descubrirme la cabeza. Ahora estoy muy contenta de estar aquí compartiendo una causa con el señor Azul. Y usted ¿puede escribir poesía en este lugar?
La cena en que se habían conocido y hablado dos días antes estaba ahora tan lejos en la memoria de Ka que la miró por un momento como si no recordara nada en absoluto. ¿Hasta qué punto quería Hande subrayar su cercanía a Azul? La muchacha abrió la puerta de la habitación inmediata, Ka entró y se encontró con Azul viendo una televisión en blanco y negro.
—No tenía la menor duda de que vendrías —le dijo Azul satisfecho.
—No sé por qué he venido —contestó Ka.
—Por la inquietud que te corroe —dijo Azul con aire de sabelotodo.
Se miraron con odio. A ninguno de ellos se le escapó que Azul estaba evidentemente satisfecho y Ka arrepentido. Hande salió del cuarto y cerró la puerta.
—Quiero que le digas a Kadife que no participe en el desastre de esta noche —dijo Azul.
—¿No podrías haberle enviado aviso con Fazil? —Ka comprendió por la expresión de Azul que no caía en quién era Fazil—. Ese muchacho de Imanes y Predicadores que me ha traído aquí.
—Ah. Kadife no se lo tomaría en serio. No se tomaría en serio a nadie excepto a ti. Sólo comprenderá lo decidido que estoy con respecto a este asunto si te lo oye a ti. Quizá ella misma haya decidido no descubrirse. Al menos después de ver la manera tan repugnante en que lo anuncian y lo utilizan por televisión.
—Cuando me fui del hotel Kadife ya había empezado a ensayar incluso —dijo Ka con un placer que fue incapaz de ocultar.
—¡Pues dile que me opongo totalmente a que lo haga! Kadife tomó la decisión de descubrirse no por libre voluntad sino para salvarme la vida. Negoció con un Estado que mantiene como rehenes a presos políticos, pero ya no está obligada a mantener su palabra.
—Se lo diré —respondió Ka—. Pero no sé qué hará.
—Me estás diciendo que si Kadife decide hacer las cosas a su manera tú no te haces responsable, ¿no? —Ka guardó silencio—. Si Kadife va al teatro esta noche y se descubre la cabeza, tú serás el responsable. Tú eres quien ha negociado este acuerdo.
Por primera vez desde que llegó a Kars, Ka sintió paz de conciencia y la impresión de estar haciendo lo correcto: por fin el malo hablaba con malas intenciones como los malos y aquello ya no le confundía en absoluto. Ka, con la intención de calmar a Azul, le dijo «¡Es verdad que te han retenido como rehén!» e intentó descubrir cómo debía comportarse para poder largarse de allí sin enfurecerle.
—Dale también esta carta —Azul le alargó un sobre—. Quizá Kadife no se crea mi mensaje —Ka tomó el sobre—. Si un día encuentras el camino correcto y regresas a Frankfurt, asegúrate de que Hans Hansen publica ese comunicado que tantas personas han firmado arriesgándose tanto.
—Por supuesto.
Vio en la mirada de Azul una ligera insatisfacción y un cierto disgusto. Estaba más tranquilo aquella mañana en su celda como un preso que espera su ejecución. Ahora había salvado la vida, pero tenía sobre sus hombros la infelicidad de saber por adelantado que en lo que le quedaba de dicha vida no podría hacer otra cosa sino estar furioso. Ka vio demasiado tarde que Azul se había dado cuenta de que había percibido esa amargura.
—Tanto aquí como en esa Europa que tanto te gusta vivirás de prestado imitándoles —le dijo Azul.
—Me basta con ser feliz.
—Vete, vamos, vete —le gritó Azul—. Y que sepas que los que se conforman sólo con ser felices nunca lo son.