35. No soy agente de nadie

Ka y Azul en la celda

La imagen de Kadife e İpek abrazadas al otro extremo del pasillo no abandonó a Ka durante un buen rato. Cuando el vehículo militar, en el que iba sentado al lado del conductor, se detuvo ante el único semáforo de Kars, en la esquina de las avenidas Atatürk y Halitpaşa, Ka vio de repente y con la precisión de un radiólogo desde su alto asiento por entre la hoja despintada de una ventana abierta al aire fresco y el hueco de unas cortinas que oscilaban con la ligera brisa hasta el más mínimo detalle de una reunión política secreta que estaba teniendo lugar en el segundo piso de la antigua casa armenia que había algo más allá; y mientras una preocupada y blanca mano de mujer cerraba las cortinas supuso con una sorprendente exactitud lo que estaba ocurriendo en aquella habitación: dos veteranos militantes de los principales nacionalistas kurdos de Kars estaban intentando convencer a un mancebo de una casa de té, cuyo hermano había sido asesinado en las redadas de la noche anterior y que estaba sudando a chorros junto a la estufa a causa del esparadrapo marca Gazo que le envolvía el cuerpo, de lo fácil que sería entrar en la delegación de la dirección provincial de seguridad de la avenida Faikbey por la puerta lateral y hacer estallar la bomba que llevaba encima.

Al contrario de lo que suponía Ka, el camión militar no se dirigió a dicha delegación ni al ostentoso centro de la Seguridad Nacional, herencia de los primeros años de la República, por donde dobló, sino que, sin apartarse de la avenida Atatürk, cruzó la calle Faikbey y fue directamente al cuartel general del ejército justo en el centro de la ciudad. Aquel terreno, que en los sesenta se había proyectado que fuera un parque, fue rodeado por muros después del golpe militar de los setenta y se convirtió en un espacio cubierto por residencias militares donde niños aburridos montaban en bicicleta entre escuálidos álamos, por nuevos edificios de mando y pistas de entrenamiento; y así tanto la casa en la que se hospedaba Pushkin cuando iba de visita a Kars como los establos construidos cuarenta años después para la caballería cosaca del Zar se libraron del derribo, tal y como decía el periódico Nación Libre, próximo a los militares.

La celda donde tenían preso a Azul estaba justo al lado de aquellos históricos establos. El camión militar dejó a Ka ante un antiguo y atractivo edificio de piedra que estaba bajo las ramas dobladas por el peso de la nieve de un viejo árbol del paraíso. Dentro, dos hombres muy educados, que Ka acertadamente presintió que serían agentes del SNI, le ataron al pecho con los rollos de esparadrapo Gazo que tenían en las manos una grabadora que podía considerarse primitiva para los noventa y le mostraron dónde estaba el botón de puesta en marcha. Además, sin el menor asomo de ironía, le advirtieron que se comportara con el preso de abajo como si realmente lamentara que hubiera caído en semejante situación y como si quisiera ayudarle y que consiguiera grabar una confesión de los crímenes que había cometido u organizado. A Ka no se le había ocurrido que aquellos hombres pudieran ignorar la verdadera razón por la que le habían enviado allí.

En el sótano del pequeño edificio usado como cuartel general por la caballería rusa en tiempos del Zar, al que se descendía por una fría escalera de piedra, había una celda sin ventanas y bastante grande donde se encerraba a los arrestados por faltas de disciplina. Ka encontró la celda, que en la primera época de la República había sido usada durante un tiempo como pequeño almacén y en los cincuenta había sido considerada un refugio modelo en caso de ataque nuclear, mucho más limpia y cómoda de lo que había supuesto.

Aunque el interior estaba bastante caliente gracias a un calentador eléctrico Arçelik que Muhtar, el distribuidor regional, le había regalado a los militares tiempo atrás con la idea de congraciarse con ellos, Azul se tapaba con una limpia manta militar en la cama donde estaba tumbado leyendo un libro. Al ver a Ka se levantó de la cama, se puso los zapatos, a los que les habían quitado los cordones, le dio la mano con aire formal aunque sonriendo y le indicó la mesa de formica que había a un lado con la determinación de alguien que está dispuesto a hablar de negocios. Se sentaron en las dos sillas que había a ambos extremos de la pequeña mesa. Al ver sobre la mesa un cenicero de zinc lleno hasta arriba de colillas, Ka sacó un Marlboro, se lo dio a Azul y le dijo que parecía estar bastante cómodo. Azul le contestó a su vez que no le habían torturado y con una cerilla encendió primero el cigarrillo de Ka y luego el suyo.

—¿Para quién espía esta vez, señor mío? —le preguntó sonriendo simpático.

—Ya no me dedico a espiar —contestó Ka—. Ahora hago de intermediario.

—Eso es todavía peor. Los espías pasan por dinero información que en su mayor parte es sólo chismorreo inútil. Los intermediarios, muy sabihondos con su pose de imparcialidad, meten las narices en los asuntos de otros. ¿Qué es lo que sacas tú de todo esto?

—Salir sano y salvo de esta horrible ciudad de Kars.

—Sólo Sunay puede darle esa garantía a un ateo que ha venido desde Occidente para espiar.

Así fue como Ka comprendió que Azul había leído el último número del Diario de la Ciudad Fronteriza. Odió la sonrisa para su bigote de Azul. ¿Cómo podía estar tan alegre y tan tranquilo aquel militante integrista después de haber caído en manos del Estado turco, de cuya crueldad tanto había protestado, además con dos procesos por asesinato? Ka podía ahora comprender por qué Kadife estaba tan enamorada de él. Encontró a Azul más apuesto que nunca.

—¿Y cuál es el motivo de tu intermediación?

—Dejarte libre —le contestó Ka y con una voz muy tranquila le resumió la oferta de Sunay. No mencionó que Kadife podría llevar una peluca cuando se descubriera ni los trucos de montaje durante la retransmisión en directo para que le quedara algo con lo que negociar. Notó cierto placer mientras le exponía la gravedad de las condiciones y el deseo de los violentos que presionaban a Sunay para que le colgara a la menor oportunidad y, como aquello le hizo sentirse culpable, añadió que Sunay estaba chiflado y que en cuanto se derritiera la nieve y se abrieran las carreteras todo volvería a la normalidad. Más tarde se preguntaría si no lo habría dicho para agradar a los agentes del SNI.

—Con todo, por lo que se ve, mi única posibilidad de salvación consiste precisamente en que Sunay está chiflado —dijo Azul.

—Sí.

—Entonces dile esto: rechazo su propuesta. Y a ti te doy las gracias por haberte tomado la molestia de haber venido hasta aquí.

Ka creyó por un instante que Azul se levantaría, le daría la mano y lo pondría de patitas en la calle. Se produjo un silencio.

—Si no logras salir sano y salvo de esta horrible ciudad de Kars porque has fracasado en tu trabajo de intermediario no será culpa mía —dijo Azul balanceándose tranquilamente sobre las patas de atrás de la silla—, sino porque has ido presumiendo a voz en grito de tu ateísmo. En este país uno sólo puede mostrarse orgulloso de ser ateo si tiene al ejército detrás.

—No voy por ahí mostrándome orgulloso de ser ateo.

—Entonces, bien.

Volvieron a callarse y fumar. Ka notó que no le quedaba nada por hacer sino marcharse.

—¿No le temes a la muerte? —le preguntó entonces a Azul.

—Si eso es una amenaza te diré que no la temo. Si es una curiosidad amistosa, sí, me da miedo. Pero estos tiranos me van a colgar haga lo que haga. No hay nada que hacer.

Azul miró a Ka con una dulzura que le disgustó. Sus ojos decían «mírame, estoy en una situación mucho peor que la tuya, pero ¡estoy más tranquilo!». Ka sintió avergonzado que su inquietud y su incomodidad estaban estrechamente relacionadas con la esperanza de felicidad que llevaba en su interior como un agradable dolor de barriga desde que se enamoró de İpek. ¿No tenía Azul esperanzas parecidas? «Voy a contar hasta nueve y me largo», se dijo. «Uno, dos…». Al llegar a cinco decidió que si no podía engañar a Azul, sería incapaz de llevarse a İpek a Alemania.

Con una repentina inspiración habló un rato de temas intrascendentes. Del desdichado intermediario de una película americana en blanco y negro que había visto en su niñez, de que podría conseguir que se publicara en Alemania el comunicado, si es que por fin lo arreglaban, de la reunión efectuada en el hotel Asia, de que la gente puede tomar decisiones erróneas en su vida por cabezonería, por una pasión momentánea, y luego arrepentirse, por ejemplo, él mismo había dejado en el instituto el equipo de baloncesto a causa de un arrebato parecido y no había podido volver, de que ese día había bajado al Bósforo y había contemplado largo rato el mar, de lo mucho que le gustaba Estambul, de lo bonita que era la ensenada de Bebek las tardes de primavera y de muchas otras cosas. Intentaba no callarse ni por un momento y que las miradas de Azul, que le observaba con una expresión de tremenda sangre fría, no le aplastaran; aquello parecía la última visita antes de la ejecución.

—Esta gente no cumple sus promesas aunque hagas las cosas más extrañas que te pidan —dijo Azul. Señaló un montón de papeles y un bolígrafo que había sobre la mesa—. Quieren que escriba mi biografía, mis delitos, todo lo que quiera contar. Si entonces ven que tengo buena disposición, quizá me indulten por la ley de arrepentidos. Siempre me han dado lástima los imbéciles que se creen esas mentiras y que en sus últimos días abandonan su causa y traicionan su vida entera. Pero, ya que voy a morir, quiero que los que me sigan sepan un par de cosas verdaderas sobre mí.

Tomó uno de los papeles escritos de la mesa. En su rostro apareció el gesto extremadamente grave de cuando estaba realizando la declaración para el periódico alemán:

«En lo que respecta a mi condena a muerte, de fecha veinte de febrero, quiero expresar que no estoy en absoluto arrepentido de nada de lo que he hecho hasta hoy por razones políticas. Soy el segundo hijo de un secretario jubilado de la delegación de hacienda de Estambul. Mi niñez y mi juventud transcurrieron en el modesto y silencioso mundo de mi padre, que frecuentaba secretamente un cenobio Cerrahi. De joven me rebelé contra él y me convertí en un izquierdista impío y en la universidad seguí a los jóvenes militantes y apedreé a los marineros que bajaban de un portaaviones norteamericano. Mientras tanto, me casé, me separé y sufrí una depresión. Durante años no soporté el ver a nadie. Soy ingeniero electrónico. Sentí respeto por la revolución iraní a causa del odio que sentía por Occidente. Volví a ser musulmán. Creí en la idea del imán Jomeini de que “hoy es más importante proteger el islam que rezar y ayunar”. Me inspiré en los escritos sobre la violencia de Frantz Fanon, en las ideas de emigrar ante la tiranía y de cambiar continuamente de lugar de Seyyid Kutub y en Ali Shariati. Me refugié en Alemania después del golpe militar. Regresé. Cojeo del pie derecho a causa de las heridas que recibí en Grozni luchando con los chechenos contra los rusos. Fui a Bosnia durante el asedio serbio y Merzuka, la muchacha bosnia con la que me casé allí, vino luego conmigo a Estambul. Como no podía permanecer más de dos semanas seguidas en la misma ciudad debido a mis actividades políticas y a mi creencia en la emigración permanente, también me separé de mi segunda esposa. Después de romper todas mis relaciones con los grupos musulmanes que me habían llevado a Chechenia y a Bosnia, recorrí Turquía palmo a palmo. Aunque creo que los enemigos del islam deben morir si es necesario, hasta hoy ni he matado ni ordenado matar a nadie. Al anterior alcalde de Kars lo mató un cochero kurdo chiflado al que había irritado su decisión de eliminar los faetones de la ciudad. Yo he venido a Kars por las jóvenes que se suicidan. El suicidio es el mayor pecado. Quiero que tras mi muerte mis poemas queden como mi testamento y que se publiquen. Los tiene todos Merzuka. Eso es todo».

Se produjo un nuevo silencio.

—No tienes por qué morir —dijo Ka—. Para eso estoy aquí.

—Entonces voy a contarte otra cosa —le respondió Azul. Seguro de que Ka le escuchaba con atención, encendió un nuevo cigarrillo. ¿Era consciente de la grabadora que funcionaba silenciosa como una diligente ama de casa en el costado de Ka?

—Cuando estaba en Munich había un cine que proyectaba una sesión doble a precios económicos a partir de las doce de la noche de los sábados —continuó Azul—. Había un italiano que había rodado una película titulada La batalla de Argel en la que se mostraba la tiranía francesa sobre Argelia, y pusieron su última película, Queimada. En ella se mostraban las intrigas de los colonialistas ingleses y las revoluciones que promovieron en una isla del Pacífico donde se cultivaba caña de azúcar. Primero encuentran un líder negro y provocan una revuelta contra los franceses, luego se instalan en la isla y se hacen cargo de la situación. Los negros, como su rebelión había fracasado, vuelven a levantarse, esta vez contra los ingleses, pero éstos les vencen prendiendo fuego a toda la isla. Atrapan al líder negro de estas dos rebeliones y van a colgarle al amanecer. En eso aparece en la tienda de campaña donde le tienen preso Marlon Brando, que era quien le había encontrado al principio, quien había provocado la rebelión, quien llevaba años apañándolo todo y quien, por fin, aplasta la segunda rebelión en favor de los intereses de los ingleses, le corta las ligaduras y le deja libre.

—¿Por qué?

Azul se irritó un tanto.

—¿Por qué va a ser? ¡Para que no le cuelguen! Porque sabía muy bien que si lo colgaban el negro llegaría a ser una leyenda y los nativos convertirían su nombre en bandera de rebelión durante años y años. Pero el negro, que comprende que ésa es la razón por la que Marlon le corta las ligaduras, se niega a que le dejen libre y no huye.

—¿Y lo cuelgan? —preguntó Ka.

—Sí, pero no se ve el ahorcamiento —contestó Azul—. En su lugar se muestra cómo al agente Marlon Brando, que como tú estás haciendo conmigo ahora le proponía la libertad al negro, le apuñala un nativo justo cuando está a punto de dejar la isla.

—¡Yo no soy un agente! —protestó Ka dejándose llevar por una susceptibilidad incontrolable.

—No te obsesiones con la palabra: yo mismo soy un agente del islam.

—Yo no soy agente de nadie —repitió Ka sin que ahora le abrumara la susceptibilidad.

—O sea, ¿que ni siquiera han puesto en este Marlboro una droga especial que me envenene o que relaje mi voluntad? Lo mejor que los americanos le han dado al mundo ha sido el Marlboro rojo. Podría fumar Marlboro hasta que me muriera.

—Si te comportas de una manera razonable podrás fumar Marlboro cuarenta años más.

—A eso es a lo que me refiero cuando te llamo agente —dijo Azul—. Una de sus misiones es desviar a la gente de sus verdaderas intenciones.

—Sólo quiero decirte que es muy poco inteligente dejar que te maten aquí estos sanguinarios fascistas rabiosos. Además, tu nombre no será bandera ni nada parecido para nadie. Este país de borregos está muy apegado a su religión, pero al final hace lo que le manda el Estado y no la religión. Todos esos jeques rebeldes, todos esos que se levantan porque estamos abandonando nuestra religión, los militantes entrenados en Irán, en cuanto consiguen un poco de fama les pasa como a Saidi Nursi y de ellos no queda ni la tumba. Los cuerpos de los líderes religiosos que algún día podrían convertirse en bandera en este país los meten en un avión y los tiran al mar en cualquier lugar ignoto. Tú ya sabes todo eso. Las tumbas de los militantes de Hizbullah en Batman, que se habían convertido en lugar de peregrinación, desaparecieron en una noche. ¿Dónde están ahora esas tumbas?

—En el corazón de la nación.

—Eso son palabras vacías. Sólo el veinte por ciento de la nación vota a los islamistas. Y a un partido moderado, además.

—Si son moderados, ¿por qué se asustan tanto los militares como para dar un golpe? ¡Explícamelo! Se acabó tu mediación imparcial.

—Yo soy un intermediario imparcial —Ka elevó instintivamente la voz.

—No lo eres. Eres un agente de Occidente. Eres un esclavo que no acepta que los europeos le manumitan y como todos los esclavos de verdad ni siquiera sabes que lo eres. Como en Nişantaşi te europeizaste un poco y aprendiste a despreciar de corazón la religión y las tradiciones de este pueblo, te ves como su señor. En tu opinión, la manera de ser bueno y moral en este país no pasa por la religión, ni por Dios, ni por compartir la vida de tus compatriotas, sino que consiste en imitar a Occidente. Quizá digas un par de cosas en contra de la opresión que sufren los islamistas y los kurdos, pero tu corazón aprueba en secreto el golpe militar.

—Además puedo conseguir esto: Kadife llevará una peluca debajo del pañuelo, así cuando se descubra la cabeza nadie le verá el pelo.

—¡No lograréis hacerme beber vino! —dijo Azul elevando la voz—. Yo ni seré europeo ni les imitaré. Viviré mi propia historia y seré yo mismo. Creo firmemente que uno puede ser feliz sin imitar a los europeos, sin ser su esclavo. Ya sabes esa frase que tanto repiten los admiradores de Occidente para insultar a esta nación: para ser europeo hay que ser antes individuo, pero en Turquía no hay individuos. Ése es el sentido de mi ejecución. Yo, como individuo, me opongo a Occidente, no les imitaré precisamente porque soy un individuo.

—Sunay tiene tanta confianza en la obra que también puedo buscarte otra solución. El Teatro Nacional estará vacío. Primero la cámara que haga la retransmisión en directo mostrará la mano de Kadife alargándose hacia el velo. Luego, con un truco de montaje, se verá el cabello de otra actriz.

—Es muy sospechoso que luches tanto para salvarme.

—Soy muy feliz —dijo Ka con el mismo sentimiento de culpabilidad de alguien que mintiera—. No he sido tan feliz en mi vida. Quiero proteger esa felicidad.

—¿Y qué es lo que te hace feliz?

Ka no respondió «Porque estoy escribiendo poesía» como se le ocurriría más tarde. Tampoco «Porque creo en Dios».

—¡Porque estoy enamorado! —soltó de un golpe—. Y mi amada vendrá conmigo a Frankfurt —por un instante se sintió lleno de alegría por poder confesarle su amor a alguien que no tenía nada que ver.

—¿Quién es esa amada tuya?

—İpek, la hermana mayor de Kadife.

Ka vio que Azul fruncía el ceño. De repente se arrepintió de haberse dejado llevar por el entusiasmo. En silencio, Azul encendió otro Marlboro.

—Es un don de Dios el que uno sea tan feliz como para compartirlo con alguien que va al cadalso. Suponte que acepto la propuesta que me ofreces aunque sólo sea para que puedas huir de la ciudad y para que tu felicidad no salga perjudicada, que Kadife participa en la obra de una manera adecuada para no dañar su honra con la intención de no fastidiarle la alegría a su hermana. ¿Cómo puedo estar seguro de que cumplirán su palabra y me dejarán libre?

—¡Sabía que ibas a decir eso! —replicó Ka emocionado. Guardó silencio por un instante. Se llevó un dedo a los labios haciéndole a Azul un gesto que significaba «cállate y presta atención». Se desabotonó la chaqueta y detuvo ostentosamente la grabadora que llevaba sobre el jersey—. Te lo garantizo yo, primero te dejarán libre —continuó—. Y Kadife sólo saldrá a escena después de que tú le envíes aviso, desde donde te escondas, de que te han dejado libre. Pero para que pueda conseguir que Kadife acepte el trato necesito que escribas y me entregues una carta en la que digas que estás dispuesto a aprobar el acuerdo —iba pensando los detalles según hablaba—. Conseguiré que te dejen donde quieras y según las condiciones que propongas —susurró—. Te puedes esconder en algún sitio que nadie pueda encontrar hasta que se abran las carreteras. Confía en mí también para eso.

Azul le alargó uno de los papeles que había sobre la mesa.

—Escribe aquí que tú, Ka, como intermediario y aval, a cambio de que Kadife salga a escena y se descubra la cabeza sin que eso suponga mancillar su honra, me garantizas que me dejarán libre y que podré salir de la ciudad sano y salvo. ¿Cuál será el castigo para el garante si no cumples tu palabra y me tienden una trampa?

—¡Que me pase a mí lo mismo que a ti! —respondió Ka.

—Escríbelo entonces.

—Escribe tú también —le dijo Ka alargándole otro papel— que aceptas el acuerdo que te he propuesto, que seré yo quien le transmita la noticia a Kadife y que será ella misma quien decida. Si Kadife acepta, lo escribirá en un papel que luego firmará y entonces a ti te dejarán libre de la manera más adecuada antes de que ella se descubra. Escribe todo eso. En cuanto a dónde y cómo han de soltarte, eso no lo discutas conmigo sino con alguien en quien puedas confiar más. Te propongo a Fazil, el hermano de sangre del difunto Necip.

—¿El muchacho enamorado de Kadife que le enviaba cartas?

—Ése era Necip, murió. Una persona muy especial, un regalo de Dios —dijo Ka—. Fazil también es buena persona, como él.

—Si tú lo dices, confiaré en él —dijo Azul, y comenzó a escribir en el papel que tenía delante.

El primero en terminar de escribir fue Azul. Cuando Ka acabó con su propia carta de garantía, vio que Azul le sonreía con aquella mirada suya ligeramente sarcástica pero no le importó demasiado. Estaba extraordinariamente feliz porque por fin lo había encarrilado todo y podría irse de la ciudad con İpek. Intercambiaron las cartas en silencio. Ka vio que Azul doblaba la que le había entregado Ka sin leerla y se la metía en el bolsillo, así que él hizo lo mismo y, apretando el botón de manera que Azul lo viera, puso de nuevo en marcha la grabadora.

Se produjo un silencio. Ka recordó las últimas palabras que había dicho antes de apagar el casete.

—Sabía que ibas a decir eso —dijo—. Pero si una de las partes no confía en la otra, entonces no se puede llegar a ningún acuerdo. Tienes que creer que el Estado será fiel a su palabra.

Se sonrieron mirándose a los ojos. Mucho después y a lo largo de años, cada vez que Ka pensara en aquel instante, notaría arrepentido que su propia felicidad le había impedido ver la furia de Azul y que si se hubiera dado cuenta no habría hecho la siguiente pregunta:

—¿Aceptará Kadife el trato?

—Sí —le contestó Azul echando chispas por los ojos.

Callaron un poco más.

—Ya que quieres llegar a un acuerdo que me ate a la vida, háblame de tu felicidad —dijo Azul.

—No he querido así a nadie en toda mi vida —Ka encontró sus palabras simples y estúpidas, pero, aun así, continuó—. Para mí, en la vida no hay otra posibilidad de felicidad sino İpek.

—¿Qué es la felicidad?

—Encontrar un mundo en el que puedas olvidar toda esta pobreza y toda esta crueldad. Tener a alguien en tus brazos como si tuvieras al mundo entero… —habría seguido, pero Azul se levantó de repente.

Fue entonces cuando comenzó a venírsele a Ka a la cabeza el poema que titularía «Ajedrez». Echó una mirada a Azul, que seguía de pie, sacó el cuaderno del bolsillo y empezó a escribir a toda velocidad. Mientras escribía los versos que hablaban de la felicidad y el poder, de la sabiduría y la ambición, Azul, intentando comprender lo que ocurría, miraba el papel por encima del hombro de Ka. Él sintió esa mirada en su interior y luego vio que estaba incluyendo en el poema lo que implicaba. Observaba el poema como si en lugar de ser su propia mano la que lo escribiera fuera la de algún otro. Comprendió que Azul no se daría cuenta de aquello; le habría gustado que al menos sintiera que lo que movía su mano era una fuerza completamente distinta. Pero Azul se sentó en la cama y, como un auténtico reo de muerte, se dedicó a fumar con la cara larga.

Dejándose llevar por una atracción incomprensible sobre la que más tarde pensaría a menudo, Ka quiso abrirle su corazón de nuevo.

—Me he pasado años sin poder escribir poesía —dijo—. Ahora, en Kars, se me han abierto todos los caminos que me llevan a ella. Lo que aquí siento en mi corazón lo atribuyo al amor a Dios.

—No quiero decepcionarte, pero el tuyo es un amor a Dios sacado de las novelas occidentales —le respondió Azul—. Aquí, si crees en Dios como un europeo, quedas en ridículo. Y entonces uno acaba por ser incapaz de creer que cree. No perteneces a este país, es como si no fueras turco. Primero intenta ser como todos los demás y ya creerás luego en Dios.

Ka notó en lo más profundo que Azul no le apreciaba lo más mínimo. Cogió unos cuantos papeles de la mesa y los dobló. Llamó a la puerta de la celda diciendo que tenía que ver a Kadife y a Sunay lo antes posible. Cuando la puerta se abrió se volvió hacia Azul y le preguntó si tenía algún mensaje personal para Kadife. Azul sonrió:

—Ten cuidado —le dijo—. No vayan a matarte.