33. Un impío en Kars

Miedo a morir a tiros

En cuanto salió de la casa de té se dio de cara con Muhtar en la acera nevada. Muhtar, que se dirigía absorto a algún sitio a toda prisa, le vio pero fue como si por un instante no le reconociera bajo los intensos y enormes copos de nieve y en un primer momento Ka quiso huir de él. Ambos se decidieron al mismo tiempo y se abrazaron como viejos amigos.

—¿Le transmitiste mi mensaje a İpek? —preguntó Muhtar.

—Sí.

—¿Y qué dijo? Ven, vamos a sentarnos en esa casa de té y me lo cuentas. A pesar del golpe militar, de la paliza que le había dado la policía y de que su alcaldía se había quedado en agua de borrajas, Muhtar no parecía en absoluto pesimista.

—¿Que por qué no me han detenido? Porque cuando amaine la nevada, las carreteras se abran y los militares se retiren, se celebrarán las elecciones municipales, por eso. ¡Díselo así a İpek! —le dijo mientras se sentaban en la casa de té. Ka le aseguró que lo haría. Le preguntó si tenía noticias de Azul—. Yo fui el primero en invitarlo a Kars. Antes, cada vez que venía, se quedaba en mi casa —dijo Muhtar con orgullo—. Pero desde que la prensa de Estambul lo etiquetó como terrorista ya no nos avisa cuando viene para no dañar a nuestro partido. Ahora yo soy el último en enterarme de lo que hace. ¿Qué respondió İpek a lo que le pedía?

Ka le dijo a Muhtar que İpek no había dado ninguna respuesta específica a la propuesta de Muhtar de volver a casarse. Muhtar, con un gesto muy significativo, como si aquello en sí ya fuera una respuesta específica, quiso que Ka supiera lo sensible, lo delicada y lo comprensiva que era su ex mujer.

Ahora estaba muy arrepentido de haberse comportado mal con ella en una época de crisis en su vida.

—Cuando vuelvas a Estambul le entregarás en propia mano a Fahir los poemas que te he dado, ¿no? —le preguntó luego. Al recibir una respuesta afirmativa de Ka apareció en su rostro una expresión de abuelo cariñoso y triste. La vergüenza que sentía Ka iba dando paso a un sentimiento entre la pena y el asco cuando vio que el tipo se sacaba un periódico del bolsillo—. Yo que tú no andaría tan tranquilo por las calles —dijo Muhtar muy satisfecho.

Ka devoró el ejemplar del día siguiente del Diario de la Ciudad Fronteriza que le arrebató de las manos, cuya tinta aún no se había secado: «Triunfo de los Actores Revolucionarios… Días de Paz en Kars, Aplazadas las Elecciones. Los Ciudadanos de Kars Satisfechos con la Revolución…». Luego leyó la noticia de la primera página que Muhtar le señalaba con el dedo:

UN IMPÍO EN KARS

LO QUE PUEDA ESTAR BUSCANDO EL SUPUESTO POETA KA EN NUESTRA CIUDAD EN ESTOS DÍAS DE CONFUSIÓN ES MOTIVO DE CURIOSIDAD

Nuestra edición de ayer, que presentaba al supuesto poeta, despierta reacciones en los habitantes de Kars

Hemos oído muchos rumores sobre el supuesto poeta Ka, que, recitando un poema incomprensible y de mal gusto durante la obra atatürkista que tanta paz y tranquilidad ha traído a Kars, representada anoche con enorme éxito por el gran artista Sunay Zaim y sus compañeros y que estuvo acompañada por el entusiasta apoyo del público, logró aguar la fiesta a nuestros ciudadanos. En estos días en que los habitantes de Kars, que durante años hemos vivido juntos compartiendo el mismo espíritu, nos vemos arrastrados a luchas fratricidas provocadas por potencias extranjeras, en que se divide en dos de manera artificial a nuestra comunidad entre laicos y religiosos, entre kurdos, turcos y azeríes, en que reviven las acusaciones de una masacre de armenios, que ya va siendo hora de que vayamos olvidando, la repentina aparición como si fuera un espía de este tipo vergonzoso, que lleva años viviendo en Alemania tras huir de Turquía, ha suscitado una serie de preguntas entre nuestro pueblo. ¿Es cierto que cuando se encontró hace dos noches en la estación de tren con unos jóvenes de nuestro Instituto de Imanes y Predicadores, por desgracia tan abiertos a cualquier tipo de provocación, les dijo: «Soy ateo, no creo en Dios, pero tampoco voy a suicidarme porque, de hecho, y que Dios me perdone, Dios no existe»? ¿Es la libertad de expresión europea negar a Dios afirmando «El trabajo de un intelectual es insultar los valores más sagrados de una nación»? ¡Vivir de dinero alemán no te da derecho a pisotear las creencias de esta nación! ¿Ocultas tu verdadero nombre y usas el inventado de Ka a imitación de los extranjeros porque te avergüenzas de ser turco? Tal y como han afirmado apesadumbradamente nuestros lectores en sus llamadas telefónicas a nuestra redacción, este impío imitador de Occidente ha venido a nuestra ciudad en estos días difíciles para sembrar la cizaña entre nosotros, ha llamado a las puertas más pobres de nuestros suburbios para incitar a la revuelta, incluso ha tratado de insultar a Atatürk, que nos dio esta patria, esta República. Toda Kars siente curiosidad por saber la verdadera razón por la que este supuesto poeta, que se hospeda en el hotel Nieve Palace, ha venido a nuestra ciudad. ¡Los jóvenes de Kars sabrán darles su merecido a los blasfemos que niegan a Dios y a nuestro Profeta (Q. D. G.)!

—Hace veinte minutos, cuando pasé por allí, los dos hijos de Serdar acababan de imprimir la edición —dijo Muhtar como alguien a quien, en lugar de compartir los miedos y la preocupación de Ka, le agradaba haber sacado a colación un tema divertido.

Ka se sintió absolutamente solo y volvió a leer la noticia con atención. En tiempos, cuando soñaba con su futura y brillante carrera literaria, Ka había pensado que sería objeto de múltiples críticas y ataques a causa de las novedades modernas que aportaría a la poesía turca (ahora ese concepto nacionalista le parecía ridículo y despreciable) y que esa enemistad y esa incomprensión le darían una cierta aura. Como en los años que siguieron, aunque había conseguido hacerse relativamente famoso, no se escribió ninguna de aquellas críticas hostiles, a Ka le obsesionó ahora aquella expresión de «supuesto poeta».

Después de que Muhtar le aconsejara que no paseara por ahí como un blanco andante y le dejara solo en la casa de té, el miedo a ser asesinado se clavó en su corazón. Salió del establecimiento y caminó distraído bajo los enormes copos de nieve, que caían a una velocidad mágica que recordaba una secuencia a cámara lenta.

Para Ka, en los años de su primera juventud, el morir por un ideal intelectual o político o el dar la vida por lo que había escrito era una de las más altas categorías morales que podía alcanzar una persona. Ya en la treintena le había alejado de aquella idea el sinsentido de las vidas de muchos amigos y conocidos que la habían perdido en la tortura por principios absurdos e incluso malvados, que habían sido asesinados en la calle por bandas políticas, que habían muerto en tiroteos mientras atracaban un banco o, peor, porque les había estallado en las manos la bomba que ellos mismos habían preparado. El hecho de llevar años exiliado en Alemania por causas políticas en las que ya no creía en absoluto había cortado de raíz cualquier relación mental entre la política y el sacrificio personal que Ka pudiera haber establecido antes. Cuando estaba en Alemania y leía en la prensa turca que a tal columnista le habían matado por motivos políticos, muy probablemente, los islamistas, sentía rabia por el suceso y respeto por el muerto, pero no le cruzaba el alma ninguna admiración especial por el periodista fallecido.

Con todo, en la esquina de las avenidas Halitpaşa y Kâzim Karabekir imaginó que le apuntaba un cañón imaginario que se alargaba por el agujero congelado de un muro ciego y que de repente le disparaban y moría en la acera nevada, e intentó deducir lo que escribirían los periódicos de Estambul. Muy probablemente la oficina del gobernador y el SNI local intentarían tapar la dimensión política para que no se le diera demasiada importancia al asunto y para que no quedara al descubierto su responsabilidad y los periódicos de Estambul que no tuvieran en cuenta que era poeta bien podían publicar la noticia o no. Aunque luego sus compañeros poetas y los del diario La República intentaran destapar la dimensión política del asunto, eso, o bien disminuiría la importancia del artículo que habría de apreciar su poesía en general (¿quién escribiría el artículo? ¿Fahir? ¿Orhan?), o bien insertaría su muerte en las páginas de arte, que nadie leía. Si realmente existiera un periodista alemán llamado Hans Hansen y Ka lo conociera, quizá el Frankfurter Rundschau diera la noticia, pero ningún otro periódico occidental lo haría. A pesar de que como consuelo se imaginaba que posiblemente sus poemas se tradujeran al alemán y se publicaran en la revista Akzent, Ka veía con toda claridad que si le mataban por un artículo publicado en el Diario de la Ciudad Fronteriza aquello era «irse a la mierda por nada» con todas las de la ley y, más que la muerte en sí, le daba miedo morirse ahora que había aparecido en el horizonte la esperanza de ser feliz con İpek en Frankfurt.

A pesar de todo, recordó a algunos escritores a los que en los últimos años habían asesinado las balas de los islamistas: Ka encontró muy inocentes —aunque le cruzara el corazón un cariño que hacía que se le saltaran las lágrimas— el entusiasmo positivista del antiguo predicador que luego se volvió ateo y que intentaba demostrar las «incoherencias» del Corán (le habían metido un balazo en la nuca), la furia del editor que en sus columnas atacaba sarcásticamente a las jóvenes con velo y a las mujeres con charshaf, a las que llamaba «cucarachas» (una mañana les ametrallaron a él y a su chófer) o la firmeza del columnista que demostraba las relaciones del movimiento isla-mista de Turquía con Irán (voló por los aires junto con su coche al girar la llave de contacto). Sentía rabia, más que por la prensa estambulina y occidental, a las que no les importaban las vidas de aquellos fogosos escritores o las de los periodistas a los que les metían un balazo en la cabeza en alguna callejuela de alguna remota ciudad provinciana por razones parecidas, por el hecho de proceder de una cultura a la que le importaba un pimiento que se pudrieran sus escritores y que poco tiempo después los olvidaba para siempre, y comprendía admirado lo inteligente que era retirarse a un rincón y ser feliz.

Cuando llegó a la redacción del Diario de la Ciudad Fronteriza en la calle Faikbe y vio que habían colgado por dentro en un rincón de la vitrina limpia de hielo el periódico del día siguiente. Volvió a leer la noticia que se refería a él y entró. El mayor de los dos laboriosos hijos de Serdar Bey estaba atando con una cuerda de nailon parte de los ejemplares impresos. Con la intención de que notara su presencia se quitó el gorro y se sacudió la nieve de los hombros del abrigo.

—¡Mi padre no está! —dijo el hijo menor, que llegaba de dentro con el trapo con el que había limpiado la máquina—. ¿Quiere un té?

—¿Quién ha escrito la noticia sobre mí del periódico de mañana?

—¿Hay una noticia sobre usted? —preguntó el hijo menor frunciendo el ceño.

—Sí que la hay —dijo sonriendo amistoso y contento con los mismos labios gruesos el hijo mayor—. Todas las noticias las ha escrito hoy mi padre.

—Si reparten ese periódico por la mañana —Ka pensó un momento—, puede ser malo para mí.

—¿Por qué? —preguntó el hijo mayor. Tenía una piel suavecita y unos ojos increíblemente inocentes que miraban con un sincero candor.

Ka comprendió que sólo podría conseguir información de ellos si les hacía preguntas simples con un tono extremadamente amistoso, como si fueran niños. Así fue como supo por aquellos robustos muchachos que hasta ese momento sólo se habían llevado el periódico, después de pagarlo, Muhtar Bey, un chico que venía de la sede provincial del Partido de la Madre Patria y la profesora de Literatura jubilada Nuriye Hanim, que se pasaba por allí todas las tardes; que los ejemplares que deberían haber entregado en la estación de autobuses para que los llevaran a Ankara y Estambul si las carreteras hubieran estado despejadas ahora estaban esperando con los paquetes de ayer; que el resto lo repartirían ellos la mañana siguiente por Kars; que por supuesto harían otra edición antes del amanecer si su padre se lo pedía; y que su padre se había marchado poco antes de la redacción y que no iría a casa a cenar. Les dijo que no tenía tiempo para tomarse un té, cogió un ejemplar del diario y salió a la fría y mortal noche de Kars.

La despreocupación y la inocencia de los muchachos había calmado un poco a Ka. Caminando entre los copos de nieve que caían lentamente se preguntó si no se estaría pasando de cobarde y se sintió un poco culpable. Pero con un rincón de su mente sabía que muchos desdichados escritores a los que habían llenado el pecho y los sesos de balas o que habían abierto tan contentos el paquete bomba que les había llegado en el correo pensando que se trataba de una caja de dulces que les enviaban sus admiradores, se habían visto obligados a decir adiós a la vida porque se habían metido en el mismo callejón sin salida del orgullo y la valentía. Por ejemplo, Nurettin, el poeta admirador de Europa a quien no le interesaban demasiado aquellos asuntos, cuando un periódico islamista distorsionó un artículo suyo de años atrás, medio «científico» pero sobre todo absurdo, sobre la religión y el arte y lo publicó vociferando «¡Ha blasfemado contra nuestra religión!», y él reivindicó con pasión sus viejas creencias sólo para no ser tachado de cobarde, la prensa laica apoyada por los militares convirtió con sus exageraciones aquel fogoso kemalismo en una carrera heroica que a él mismo le agradó, y el propio Ka había participado en el multitudinario y fastuoso entierro caminando tras un ataúd vacío porque la explosión de la bomba en una bolsa de nailon que una mañana le habían puesto en las ruedas delanteras de su coche le había reventado en innumerables trocitos. Ka sabía por las mínimas y poco entusiastas noticias de las últimas páginas de los periódicos turcos que hojeaba en la biblioteca de Frankfurt que en las pequeñas ciudades provincianas para los periodistas locales de pasado izquierdista, para los médicos materialistas y para los pretenciosos críticos de la religión que caían en ese tipo de competiciones de valentía, en la preocupación del «ay, que no me llamen cobarde» o en la fantasía del «quizá atraiga la atención del mundo, como Salman Rushdie», no se usaban bombas cuidadosamente preparadas como en las grandes ciudades, ni siquiera una vulgar pistola, sino que los furiosos y jóvenes integristas estrangulaban o acuchillaban con sus propias manos a sus víctimas en cualquier callejón oscuro. Por eso, mientras intentaba dilucidar qué diría para salvar la piel y el honor si se le daba la oportunidad de responder a las acusaciones en el Diario de la Ciudad Fronteriza (¿Soy ateo, pero, por supuesto, no he blasfemado contra el Profeta? ¿No creo pero respeto las creencias religiosas?), se volvió con un escalofrío cuando oyó el ruido de pasos de alguien que se le acercaba por la espalda chapoteando en la nieve; era el directivo de la empresa de autobuses a quien había visto en el cenobio del jeque Saadettin Efendi, el cual había visitado el día anterior a aquella hora más o menos. Ka pensó que aquel hombre podría testificar que no era ateo y sintió vergüenza de sí mismo por ello.

Bajó lentamente por la avenida Atatürk admirando la increíble belleza de los enormes copos de nieve, que le daban la sensación entre cotidiana y mágica de que todo se repetía, y frenando bastante en las esquinas de las aceras heladas. En años posteriores se preguntaría por qué llevaba siempre dentro de sí como si fueran postales melancólicas e inolvidables la belleza de la nieve en Kars y las imágenes que había visto mientras caminaba arriba y abajo por las nevadas aceras de la ciudad (tres niños empujando un trineo cuesta arriba, la luz verde del único semáforo de Kars reflejándose en el oscuro escaparate del Palacio de la Fotografía Aydm).

Ante la puerta del antiguo taller textil que Sunay usaba como base vio un camión militar y a dos soldados de guardia. Por mucho que les repitió a los soldados, que se habían refugiado en el umbral para protegerse de la nieve, que quería ver a Sunay, le alejaron de allí como habrían echado a empujones a un pobrecillo que hubiera venido de la aldea para entregar una instancia al Jefe de Estado Mayor. Su idea era hablar con Sunay e impedir que se distribuyera el periódico.

Es importante que demos su justo valor a la inquietud y a la rabia que se apoderaron de él como consecuencia de aquella decepción. Le habría apetecido regresar al hotel corriendo por la nieve pero antes de llegar siquiera a la primera esquina, se metió en el café Unidad. Se sentó en la mesa que estaba entre la estufa y el espejo de la pared y escribió el poema titulado «Morir a tiros».

Ka situaría aquel poema, cuyo principal tema era «el miedo» según sus notas, entre la rama de la memoria y el brazo de la fantasía del hexágono del copo de nieve y pasaría por alto humildemente la profecía que contenía.

Cuando Ka regresó al hotel Nieve Palace tras haber salido del café Unidad después de haber escrito el poema, eran las ocho y veinte. Se tumbó en la cama y trató de calmar su inquietud contemplando los enormes copos que caían lentamente iluminados por la farola de la calle y la N rosada y fantaseando sobre lo felices que serían İpek y él en Alemania. Diez minutos después sintió un deseo insoportable de verla cuanto antes y cuando bajó descubrió con alegría que la familia entera y un invitado estaban sentados alrededor de la mesa, en cuyo centro Zahide acababa de dejar la sopera, así como el brillo del pelo moreno de İpek. Al sentarse en el lugar que le señalaron junto a İpek, Ka intuyó orgulloso por un instante que la mesa al completo estaba al corriente del amor que se tenían y se dio cuenta de que el invitado, que se sentaba frente a él, era Serdar Bey, el propietario del Diario de la Ciudad Fronteriza.

Serdar Bey se alargó y le estrechó la mano con una sonrisa tan amistosa que Ka dudó por un segundo de lo que había leído en el periódico que llevaba en el bolsillo. Tendió el plato para que le sirvieran sopa, puso la mano en el regazo de İpek por debajo de la mesa, acercó su cabeza a la de ella y sintió su olor y su presencia y le susurró al oído que, por desgracia, no había conseguido noticias de Azul. Inmediatamente después su mirada se cruzó con la de Kadife, sentada junto a Serdar Bey, y comprendió que İpek se lo había comunicado en aquel breve instante. Aquello le enfureció y le admiró pero, no obstante, pudo atender a las quejas de Turgut Bey de la reunión en el hotel Asia. Turgut Bey dijo que toda la reunión había sido una provocación y añadió que por supuesto la policía estaba al tanto de todo.

—Pero no estoy en absoluto arrepentido de haber participado en esta reunión histórica —dijo—. Estoy contento de haber visto con mis propios ojos lo bajo que ha caído el material humano, sean jóvenes o viejos, de los que se interesan por la política en Kars. En esa reunión a la que acudí para oponerme al golpe sentí que en Kars no se puede hacer política ni nada parecido con esa base de lo más rastrero, estúpido y miserable y que en realidad los militares tienen razón al no dejarle el futuro de la ciudad a esos saqueadores. Os hago un llamamiento a todos, empezando por Kadife, para que os lo penséis una vez más antes de meteros en política en este país. Además, hace treinta años todo el mundo en Ankara sabía que esa cantante tan pintada y ya madurita que estáis viendo girar la rueda en La Rueda de la Fortuna era la amante del antiguo ministro de Asuntos Exteriores Fatin Rüştü Zorlu, a quien ejecutaron.

Cuando Ka se sacó del bolsillo el ejemplar del Diario de la Ciudad Fronteriza, se lo mostró a los comensales y les dijo que había un artículo contra él, hacía más de veinte minutos que se habían sentado a cenar y, a pesar de la televisión encendida, en la mesa se había hecho el silencio.

—Yo también iba a comentarlo, pero no acababa de decidirme por si lo malinterpretaba y se lo tomaba a mal —dijo Serdar Bey.

—Serdar, Serdar, ¿quién te ha dado qué orden otra vez? —dijo Turgut Bey—. ¿No es una falta de consideración con nuestro invitado? Déselo para que lea él mismo la impertinencia que ha cometido.

—Quiero que sepa que no creo ni una palabra de lo que he escrito —dijo Serdar Bey tomando el periódico que le alargaba Ka—. Me rompería el corazón que pensara que lo creo. Por favor, Turgut, dile tú también que no es nada personal, que en Kars un periodista se ve obligado a escribir artículos así.

—Serdar siempre está enfangando a alguien por orden del gobernador —dijo Turgut Bey—. Vamos, lee eso.

—Pero no me creo nada —insistió Serdar Bey orgulloso—. Ni siquiera se lo creen nuestros lectores. Por eso no hay nada que temer.

Serdar Bey leyó riendo la noticia que había escrito acentuándola aquí y allá con tonos dramáticos e irónicos.

—¡Como ve, no hay nada que temer! —dijo luego.

—¿Es usted ateo? —le preguntó Turgut Bey a Ka.

—Padre, no es ésa la cuestión —replicó İpek furiosa—. Si este periódico se reparte, mañana le pegarán un tiro en la calle.

—No pasará nada, señora mía —dijo Serdar Bey—. Los militares han detenido a todos los islamistas y reaccionarios de Kars —se volvió hacia Ka—. Comprendo por su mirada que no se siente molesto, que sabe que aprecio mucho su arte y su humanidad y a usted como ser humano. ¡No sea tan injusto como para juzgarme por unas normas europeas que no se nos pueden aplicar! A los estúpidos que se creen que en Kars están en Europa, y Turgut Bey lo sabe bien, en tres días les pegan un tiro y se les olvida. La prensa del este de Anatolia sufre grandes presiones. No son los ciudadanos de Kars quienes nos compran y nos leen. Son las oficinas del Estado las que están suscritas a mi periódico. Y, por supuesto, publicaremos noticias del tipo de las que les gustaría leer a nuestros abonados. En todas partes del mundo, incluso en Estados Unidos, los periódicos publican ante todo las noticias que quieren sus lectores. Y si los lectores les piden mentiras, nadie en ningún lugar del mundo querrá disminuir su tirada escribiendo la verdad. ¿Por qué no iba yo a escribir verdades que me aumentaran las ventas? Además, tampoco la policía nos permite publicarlas. En Ankara y en Estambul tenemos ciento cincuenta lectores procedentes de Kars. Y nosotros escribimos en nuestro periódico el éxito que tienen allí, lo ricos que son, lo exageramos todo y les elogiamos para que renueven su suscripción. Ah, si luego ellos mismos se creen esas mentiras, eso es otra cuestión —lanzó una carcajada.

—Dinos quién encargó esa noticia —dijo Turgut Bey.

—Bueno, como todos saben, la norma principal de nuestro periódico es proteger la fuente de la noticia.

—Mis hijas le han cogido cariño a nuestro huésped. Si mañana distribuyes ese periódico, nunca te lo perdonarán. Y si unos integristas rabiosos matan a nuestro amigo, ¿no te sentirás responsable?

—¿Tanto miedo tiene? —Serdar Bey le sonrió a Ka—. Si tan asustado está, no salga mañana a la calle.

—Preferiría que en lugar de que no se le viera a él por ahí no se viera el periódico —dijo Turgut Bey—. No lo distribuyas.

—Eso molestaría a nuestros suscriptores.

—Muy bien —dijo Turgut Bey con una repentina inspiración—. Dale el periódico a quien te lo haya encargado. En lo que respecta al resto de los ejemplares, quita esa noticia mentirosa y provocadora sobre nuestro invitado y haz un nuevo diario.

İpek y Kadife apoyaron la idea.

—Me enorgullece que se tome mi diario tan en serio —dijo Serdar Bey—. Pero entonces ¿quién va a afrontar los gastos de una nueva edición? Decídmelo.

—Mi padre le llevará a usted y a sus hijos una noche a cenar al restaurante Verdes Prados —contestó İpek.

—Sólo si ustedes nos acompañan —dijo Serdar Bey—. ¡Después de que abran las carreteras y nos quitemos de encima a esa chusma del teatro! Y que venga también la señorita Kadife. Señorita Kadife, ¿podría hacerme una declaración de apoyo a este golpe teatral para la nueva noticia que tengo que escribir para rellenar el espacio que va a quedar en blanco? A mis lectores les encantaría.

—No lo hará, no lo hará —replicó Turgut Bey—. ¿Es que no conoces a mi hija?

—¿Podría decir que cree que los suicidios van a disminuir en Kars después del golpe de los actores, señorita Kadife? Eso también agradaría a nuestros lectores. Además, ustedes, las jóvenes musulmanas, están en contra del suicidio.

—¡Ya no estoy en contra del suicidio! —le cortó Kadife.

—Pero ¿no le hace eso convertirse en una atea? —por mucho que Serdar Bey pretendiera iniciar una nueva discusión, estaba lo bastante sobrio como para darse cuenta de que al resto de los comensales no les hacía la menor gracia.

—Muy bien, lo prometo, no distribuiré el periódico —dijo.

—¿Va a hacer una nueva edición?

—¡En cuanto me vaya de aquí y antes de volver a casa!

—Muchas gracias —dijo İpek.

Se produjo un largo y extraño silencio. A Ka le agradó, era la primera vez en años que se sentía parte de una familia; comprendía que eso que llamamos familia se fundamentaba en el placer de creer a ultranza en la unión de sus componentes a pesar de la infelicidad y los problemas y lamentaba habérselo perdido hasta entonces. ¿Podría ser dichoso con İpek lo que le quedaba de vida? No era la felicidad lo que buscaba, lo comprendió muy bien después de la tercera copa de raki, incluso se podía decir que prefería la desdicha. Lo importante era esa unidad sin esperanzas, formar un centro de dos personas y que el mundo entero quedara aparte. Y sentía que podría conseguirlo haciendo el amor sin parar con İpek a lo largo de meses. A Ka le hacía extraordinariamente feliz estar sentado a la misma mesa que aquellas dos hermanas, con una de las cuales había hecho el amor esa tarde, sentir su presencia, notar la suavidad de su piel, saber que no estaría solo cuando volviera por la noche, la promesa de toda aquella felicidad sexual y el creer que el periódico no se repartiría.

Aquella alegría absoluta provocó que escuchara las historias y los rumores que se contaron en la mesa no como noticias desastrosas sino como las partes de miedo de un antiguo cuento fantástico: uno de los muchachos que trabajaban en la cocina le había contado a Zahide que había oído que se llevaron a muchos detenidos al estadio, en el que las porterías sólo se veían hasta la mitad a causa de la nieve, que la mayoría de ellos enfermó bajo la nevada, que además les tuvieron fuera todo el día para ver si se morían congelados de una vez, y que a unos pocos los fusilaron en la entrada de los vestuarios para que sirviera de ejemplo para los demás. Los testigos del terror que durante todo el día habían impuesto en la ciudad Z. Brazodehierro y sus compañeros contaban historias quizá un tanto exageradas: habían asaltado la Asociación Mesopotamia, donde algunos jóvenes nacionalistas kurdos trabajaban sobre «literatura y folklore», y como no encontraron a nadie, le dieron una tremenda paliza al viejo que servía el té en la asociación, que por las noches dormía allí y que no tenía la menor relación con la política. Dos barberos y un parado contra quienes seis meses antes se había iniciado una investigación acusándoles de haber arrojado pintura y aguas fecales a la estatua de Atatürk que había a la entrada de la galería comercial Atatürk pero a los que no se había llegado a detener, habían confesado su culpa después de que les golpearan hasta la salida del sol y su participación en todas las demás acciones anti Atatürk de la ciudad (romper con un martillo la nariz de la estatua del jardín del Instituto Industrial de Formación Profesional, hacer feas pintadas en el cartel de Atatürk del café Los Quince, hacer planes para destruir con un hacha la estatua de Atatürk que había frente al palacio de la gobernación). A uno de los dos jóvenes kurdos que al parecer estaban haciendo pintadas en los muros de la calle Halitpaşa después del golpe del teatro lo habían matado de un tiro y al otro lo habían apresado y le golpearon hasta que se desmayó, y a un joven desempleado que llevaron para que limpiara las pintadas de los muros del Instituto de Imanes y Predicadores le habían herido en las piernas cuando intentó escaparse. Gracias a los delatores de las casas de té habían logrado detener a cuantos hablaban mal de los militares y de los miembros de la compañía de teatro así como a los que difundían rumores infundados, pero, como siempre ocurría en momentos así, de desastres y crímenes, seguían circulando rumores exagerados y se hablaba de jóvenes kurdos que habían muerto porque les habían estallado las bombas que llevaban en la mano, de muchachas empañoladas que se suicidaban para protestar por el golpe, o de un camión cargado de dinamita que había sido detenido cuando se acercaba a la comisaría de la calle Inönü.

Ka, aparte de prestarle atención un rato a aquello porque ya había oído mencionar antes lo de un atentado suicida con un camión cargado de dinamita, no hizo otra cosa a lo largo de la noche sino disfrutar de estar sentado tranquilamente al lado de İpek.

Cuando ya tarde Serdar Bey se levantó para irse y Turgut Bey y sus hijas le imitaron con la intención de retirarse a sus habitaciones, a Ka se le pasó por la cabeza llamar a İpek a su cuarto. Pero subió sin ni siquiera hacerle la menor sugerencia porque no quería que cayera la menor sombra sobre su felicidad si ella se negaba.