32. No puedo hacerlo mientras tenga dos almas dentro de mí

Sobre el amor, el ser insignificante y la desaparición de Azul

Ka salió del hotel Nieve Palace a las seis menos cuarto, antes de que Turgut Bey y Kadife regresaran de la reunión en el hotel Asia. Todavía le quedaban quince minutos para su cita con Fazil, pero le apetecía caminar por las calles de pura alegría. Doblando a la izquierda se alejó de la avenida Atatürk y, paseando mientras contemplaba la multitud que llenaba las casas de té, las televisiones encendidas y los colmados y las tiendas de fotografía, llegó hasta el arroyo Kars. Subió al puente de hierro y, sin hacer caso del frío, se fumó dos Marlboro seguidos imaginando la felicidad que viviría en Frankfurt con İpek. En la otra orilla del río, en el parque desde el que en tiempos los ricachones de Kars contemplaban por la tarde a los patinadores sobre hielo, ahora había una oscuridad terrorífica.

En la oscuridad Ka tomó por un instante a Fazil, que llegaba tarde al puente de hierro, por Necip. Fueron juntos a la casa de té Los Hermanos Afortunados y allí Fazil le contó a Ka hasta el menor detalle de la reunión del hotel Asia. Cuando llegó al momento en el que sintió que su propia pequeña ciudad estaba participando en la historia universal, Ka le hizo callar un rato como quien apaga una radio y escribió el poema titulado «Toda la humanidad y las estrellas».

En las notas que tomó más tarde, Ka relacionaría el poema, más que con la melancolía de vivir en una ciudad olvidada apartada de la historia, con los comienzos de ciertas películas de Hollywood que siempre le habían gustado. Una vez que se acababan los créditos, primero la cámara mostraba desde muy lejos al mundo girando lentamente, se iba aproximando despacio y de repente aparecía un país que, en la película que Ka rodaba en su imaginación desde que era niño, era, por supuesto, Turquía; en eso surgían el azul del Mar de Mármara, el Mar Negro y el Bósforo y cuando la cámara se acercaba aún más se veían Estambul, Nisantaşi, donde Ka había pasado su infancia, el policía de tráfico de la calle Teşvikiye, la calle Poeta Nigâr, los árboles y los tejados (¡qué agradable resultaba verlos desde arriba!) y luego la ropa tendida, los anuncios de conservas Tamek, los canalones oxidados, los muros laterales embreados y, muy despacio, la propia ventana de Ka. La cámara entraba por la ventana y, después de recorrer las habitaciones llenas de libros, muebles, polvo y alfombras, mostraba a Ka escribiendo sentado a una mesa, llegaba hasta el extremo de la pluma, que acababa de escribir las últimas letras, y podíamos ver lo que había escrito: MI DIRECCIÓN DEL DÍA EN QUE ME INCORPORÉ A LA HISTORIA UNIVERSAL DE LA POESÍA: POETA KA, C/ POETA NIGÂR, 16/8 NIŞANTAŞI, ESTAMBUL, TURQUÍA. Como podrán suponer mis atentos lectores, aquella dirección, que yo creí que también formaba parte del poema, ocupaba un lugar bastante alto en el eje de la lógica del copo de nieve, bajo la atracción de la fuerza de la imaginación.

Fazil le descubrió al final de su relato lo que realmente le preocupaba: ahora le incomodaba en extremo haber dicho que si Kadife se descubría él se suicidaría. «Y no sólo porque suicidarse significa que uno ha perdido su fe en Dios, sino que también me molesta porque no es lo que creo. ¿Por qué dije algo en lo que no creo?». Después de decirle a Kadife que se mataría si ella se descubría la cabeza, Fazil le había pedido perdón a Dios, pero cuando su mirada se cruzó con la de Kadife en la puerta, tembló como una hoja.

—¿Habrá pensado Kadife que estoy enamorado de ella? —le preguntó a Ka.

—¿Lo estás?

—Como ya sabes, yo estaba enamorado de la difunta Teslime y mi difunto amigo de Kadife. Me da vergüenza enamorarme de la misma chica sin que haya pasado un día desde la muerte de mi amigo. Sé que sólo puede haber una explicación para eso. Y me da miedo. ¡Explícame cómo pudiste estar tan seguro de que Necip había muerto!

—Cogí su cadáver por los hombros y le besé en la frente por donde le había entrado la bala.

—Es posible que el alma de Necip esté viviendo dentro de mí —dijo Fazil—. Escucha: ayer ni me interesó la función de teatro ni vi la televisión. Me acosté temprano y me dormí. Comprendí en sueños que a Necip le había pasado algo horrible. Al asaltar los militares la residencia ya no me quedó la menor duda. Cuando te vi en la biblioteca ya sabía que Necip había muerto porque su alma se había introducido en mi cuerpo. Eso me pasó por la mañana temprano. Los soldados que desalojaron la residencia no me molestaron y yo pasé la noche en casa de un compañero del servicio militar de mi padre que es de Varto y vive en la calle del Mercado. Seis horas después de la muerte de Necip, por la mañana temprano, lo sentí dentro de mí. Por un momento la cabeza me dio vueltas en aquella cama en la que estaba de invitado, luego sentí un dulce enriquecimiento, una cierta profundidad; mi amigo estaba conmigo, dentro de mí. Como dicen los libros antiguos, el alma abandona el cuerpo a las seis horas de la muerte. Según Suyuti, en ese momento el alma es algo móvil como el mercurio, y debe esperar el Día del Juicio en el Limbo. Pero el alma de Necip entró en mí. Estoy seguro. Y me da miedo porque es algo que no se menciona en el Corán. Pero de cualquier otra manera sería imposible que me hubiera enamorado de Kadife con tanta rapidez. Por eso, la idea del suicidio ni siquiera es mía. ¿Tú crees que puede ser verdad que el alma de Necip vive dentro de mí?

—Si tú lo crees —dijo Ka con precaución.

—Es algo que sólo te estoy contando a ti. Necip te revelaba secretos que no le confesaba a nadie más. Te lo ruego, dime la verdad: Necip nunca me dijo si había nacido en él la sospecha de ser ateo. Pero a ti puede que te lo mencionara. ¿Te dijo Necip si tenía dudas, Dios nos libre, sobre la existencia de Dios?

—Me habló de otra cosa, no de esas dudas a las que te refieres. Me contó que, de la misma manera en que uno piensa sobre la muerte de sus padres y llora pero obtiene placer de esa pena, él, inevitablemente, pensaba en que Dios, a quien tanto quería, no existía.

—Y eso es lo que ahora me está pasando a mí —Fazil se había lanzado—. Y estoy seguro de que es el alma de Necip la que me ha metido esa duda en el corazón.

—Pero esa duda no significa que seas ateo.

—Pero ahora les doy la razón a las muchachas que se suicidaron —dijo Fazil entristecido—. Hace un rato he dicho que yo mismo me suicidaría. No quiero decir que el difunto Necip fuera ateo, pero ahora siento dentro de mí la voz de uno de ellos y me da mucho miedo. Yo no sé si usted es así, pero ha estado en Europa y ha conocido a todos esos intelectuales, borrachos y drogadictos. Por favor, dígamelo una vez más, ¿qué siente un ateo?

—Desde luego, no se pasa uno el día queriendo suicidarse.

—Yo siempre no, pero a veces me gustaría suicidarme.

—¿Por qué?

—¡Porque pienso continuamente en Kadife y no se me va de la cabeza! Se me aparece sin parar. Cuando estoy estudiando, cuando estoy viendo la televisión, cuando estoy esperando que se haga de noche, en el momento más inesperado, todo me recuerda a Kadife y sufro mucho. Eso es algo que ya sentía antes de que Necip muriera. En realidad yo no quería a Teslime, sino que siempre he querido a Kadife. Pero lo enterraba todo en mi corazón por el amor que le tenía mi amigo. Fue Necip quien me inculcó ese amor a fuerza de hablarme de ella. Cuando los soldados asaltaron la residencia comprendí que podían haber matado a Necip y, sí, me alegré. No porque ya pudiera exteriorizar mi amor por Kadife, sino porque odiaba a Necip por haber metido ese amor dentro de mí. Ahora Necip está muerto y soy libre, pero el único resultado que ha tenido eso es que me he enamorado más de Kadife. Pienso en ella desde que me levanto y cada vez soy más incapaz de pensar en otra cosa, ¡qué puedo hacer, Dios mío!

Fazil se cubrió la cara con ambas manos y comenzó a llorar entre sollozos. Ka encendió un Marlboro y una ola de desinterés egoísta cruzó su corazón. Acarició largo rato la cabeza de Fazil.

Fue entonces cuando se les acercó el detective Saffet, que tenía un ojo en la televisión y el otro en ellos. «Que no llore el muchacho, no me he llevado su carnet a la comisaría, lo tengo aquí», dijo. Como Fazil, que seguía llorando, no le hacía caso, fue Ka quien tomó el carnet que se había sacado del bolsillo y le ofrecía el detective. «¿Por qué llora?», preguntó Saffet con una curiosidad entre profesional y humana. «De amor», le contestó Ka. Por un instante aquello tranquilizó mucho al detective. Ka le miró a su espalda hasta que salió de la casa de té y desapareció.

Luego Fazil le preguntó cómo podría atraer la atención de Kadife. De paso le comentó que toda Kars sabía que Ka estaba enamorado de İpek, la hermana mayor de Kadife. La pasión de Fazil le pareció tan desesperada e imposible a Ka que por un momento temió que el amor que él sentía por İpek fuera igual de ilusorio. Sin la menor inspiración le repitió a Fazil, cuyos sollozos iban cediendo, el consejo que İpek le había dado a él: «Sé tú mismo».

—Pero no puedo hacerlo mientras tenga dos almas dentro de mí —le respondió Fazil—. Además el alma atea de Necip va tomando lentamente posesión de mí. Después de haberme pasado años pensando que mis compañeros se equivocaban al meterse en política, ahora yo mismo quiero colaborar con los islamistas contra este golpe militar. Pero noto que voy a hacerlo sólo para llamar la atención de Kadife. Me da miedo no tener otra cosa en la cabeza que no sea ella. Y no sólo porque no la conozco. Sino porque veo que, como un ateo, ya no puedo creer en nada sino en el amor y en la felicidad.

Mientras Fazil lloraba, Ka dudaba si decirle o no que no le declarara a Kadife su amor delante de todo el mundo y que debía tener cuidado con Azul. Pensaba que, ya que conocía la relación que había entre İpek y él, también estaría al tanto de la relación entre Azul y Kadife. Pero si lo sabía, nunca debería haberse enamorado de Kadife si pretendía ser fiel a la jerarquía política.

—Somos pobres e insignificantes —dijo Fazil con una extraña cólera—. Nuestras miserables vidas no ocupan el menor lugar en la historia del mundo. Al final todos los que vivimos en esta pobre ciudad de Kars acabaremos muriéndonos y desapareciendo. Nadie nos recordará, a nadie le importaremos. Seguiremos siendo gente insignificante que se asfixia en sus pequeñas y estúpidas peleas tirándose al cuello unos de otros por qué deben llevar las mujeres en la cabeza. Todos se olvidarán de nosotros. Y cuando me doy cuenta de cómo vamos a pasar por este mundo sin dejar huella después de haber llevado unas vidas estúpidas, comprendo con rabia que en la vida lo único que queda es el amor. Entonces lo que siento por Kadife, el hecho real de que el único consuelo que puedo encontrar en este mundo es estar en sus brazos, me hace sufrir todavía más y no se me aparta de la vista.

—Sí, ésas son ideas propias de un ateo —comentó Ka con crueldad.

Fazil volvió a llorar. Después Ka no recordó lo que hablaron ni lo escribió en ningún cuaderno. En la televisión había un programa de cámara oculta en el que niñitos americanos se caían de sillas que se volcaban, reventaban acuarios, se caían al agua, tropezaban cuando se pisaban la falda, y todo acompañado por un sonido artificial de risas. Como los demás clientes de la casa de té, Fazil y Ka se olvidaron de todo y, sonriendo, contemplaron largo rato a los niños americanos.

Cuando Zahide entró en la casa de té, Ka y Fazil estaban viendo en la televisión un camión que avanzaba de manera misteriosa por un bosque. Zahide sacó un sobre amarillo y se lo entregó a Ka sin que Fazil le hiciera el menor caso. Ka lo abrió y leyó la nota que contenía: era de İpek. Ella y Kadife querían ver a Ka en la pastelería Vida Nueva veinte minutos después, a las siete. Zahide se había enterado por Saffet de que estaban en la casa de té Los Hermanos Afortunados.

—Su sobrino está en mi clase —dijo Fazil una vez que Zahide se hubo ido—. Le apasiona el juego. No se pierde una pelea de gallos ni de perros en la que se apueste.

Ka le devolvió el carnet de estudiante que le había quitado el policía. «Me esperan para cenar en el hotel», le dijo poniéndose en pie. «¿Vas a ver a Kadife? —le preguntó desesperanzado Fazil. El hastío y el cariño que vio en el rostro de Ka hicieron que se sintiera avergonzado—. Quiero matarme —y cuando Ka salía de la casa de té le gritó a su espalda—. Díselo si la ves, que me mataré si se descubre la cabeza. Pero no porque se la descubra, sino por el placer de matarme por ella».

Como todavía le quedaba tiempo para su cita en la pastelería, Ka se desvió por las calles laterales. Entró en la misma casa de té que le había llamado la atención aquella mañana mientras caminaba por la calle del Canal y en la que había escrito el poema «Calles de ensueño», pero, al contrario de lo que pretendía, no se le vino a la cabeza un nuevo poema sino la idea de salir por la puerta de atrás de aquel establecimiento medio vacío y lleno de humo de cigarrillos. Cruzó el patio cubierto de nieve, saltó en la oscuridad el murete que había ante él, subió tres escalones y encadenado.

Había una pálida lámpara encendida. En el interior Ka percibió el aroma a raki además del olor a carbón y a sueño. Junto a la estruendosa caldera de la calefacción había varias personas con sus sombras. No se sorprendió lo más mínimo de ver sentados tomando raki entre las cajas de cartón al agente de nariz de pico de pájaro del SNI y a la mujer georgiana tuberculosa con su marido. Tampoco ellos parecían sorprendidos de ver a Ka. Ka vio que la mujer enferma llevaba un sombrero rojo muy elegante. Ella le ofreció a Ka huevos duros y tortas de pan y su marido empezó a prepararle una copa. Mientras Ka pelaba un huevo con las uñas el agente del SNI de nariz picuda le dijo que ese cuarto de calderas era el rincón más cálido de Kars, un auténtico paraíso.

El título del poema que Ka escribió en el silencio posterior sin sufrir ningún accidente y sin que se le escapara ni una sola palabra era precisamente «Paraíso». El hecho de que lo situara en el eje de la imaginación en un lugar alejado del centro del copo de nieve no quiere decir que el paraíso sea un futuro que imaginamos, sino que para Ka significaba que los recuerdos del paraíso sólo pueden permanecer vivos mientras seamos capaces de imaginarlos. En años posteriores, cuando Ka se acordara de ese poema, enumeraría uno a uno algunos de sus recuerdos: las vacaciones de verano de su infancia, los días que hacía novillos, las veces en que su hermana y él se acostaban en la cama de sus padres, algunos dibujos que había hecho de niño, el verse después con la chica que había conocido en la fiesta del colegio y besarla.

Mientras caminaba hacia la pastelería Vida Nueva tenía todo aquello en la cabeza tanto como a İpek. En la pastelería la encontró esperándole con Kadife, bajó al sótano acompañado por los ladridos del mismo perro. İpek estaba tan guapa que por un momento Ka creyó (también gracias al efecto del raki que se había tomado con el estómago vacío) que los ojos se le llenarían de lágrimas de felicidad. Aparte de sentirse feliz, Ka también se sentía orgulloso de sentarse a la misma mesa que aquellas dos hermanas tan bonitas: le habría gustado que los soñolientos vendedores turcos que cada día le saludaban sonriendo en Frankfurt pudieran verle con esas dos mujeres, pero en la pastelería en la que el día anterior habían asesinado al director de la Escuela de Magisterio no había nadie excepto el mismo anciano camarero. La fotografía mental, tornada desde fuera, de él sentado en la pastelería Vida Nueva con İpek y Kadife (aunque una de ellas estuviera cubierta) nunca desapareció de un rincón de la cabeza de Ka, como si fuera un retrovisor que muestra continuamente el coche de atrás.

Al contrario que Ka, las dos mujeres que ocupaban la mesa no estaban en absoluto tranquilas. İpek abrevió los preliminares cuando Ka le contó que sabía por Fazil todo lo que había ocurrido en la reunión del hotel Asia.

—Azul abandonó furioso la reunión. Kadife está ahora muy arrepentida de todo lo que dijo. Enviamos a Zahide al sitio donde se ocultaba pero ya no estaba allí. No podemos encontrar a Azul —İpek había empezado a hablar como la hermana mayor que busca una solución a los problemas de su hermana pequeña, pero ahora ella misma parecía bastante preocupada.

—Y si lo encontráis, ¿qué es lo que queréis de él?

—Primero queremos estar seguras de que sigue vivo y de que no lo han detenido —contestó İpek. Le lanzó una mirada a Kadife, que parecía que fuera a echarse a llorar de un momento a otro—. Tráenos noticias de él. Dile que Kadife hará lo que le pida.

—Vosotras conocéis Kars mejor que yo.

—En la oscuridad de la noche sólo somos dos mujeres. Tú ya te conoces bastante bien la ciudad. Ve a las casas de té Anciano de la Luna y Sé Luz de la calle Halitpaşa, que son a las que van los estudiantes islamistas y los de Imanes y Predicadores. Aquello ahora hierve de policía secreta pero también ellos son unos chismosos y podrás enterarte de si a Azul le ha pasado algo malo.

Kadife sacó un pañuelo para sonarse. Ka creyó por un momento que iba a echarse a llorar.

—Tráenos noticias de Azul —dijo İpek—. Mi padre se preocupará si llegamos tarde. También te espera a ti para la cena.

—Y vaya a echar un vistazo en las casas de té del barrio de Bayrampaşa —añadió Kadife al levantarse.

Había algo tan frágil y tan atractivo en la preocupación y la tristeza de las jóvenes que Ka las acompañó la mitad del camino de la pastelería al hotel Nieve Palace porque era incapaz de separarse de ellas. Tanto como el miedo de perder a İpek, le unía a ellas cierta misteriosa complicidad (estaban haciendo los tres juntos algo a escondidas de su padre). Se le pasó por la cabeza que un día İpek y él irían a Frankfurt, que Kadife les visitaría y que los tres juntos pasearían por la calle Berliner entrando y saliendo de los cafés y mirando los escaparates.

No creía lo más mínimo que pudiera llevar a cabo la misión que se le había encomendado. La casa de té Anciano de la Luna, que encontró sin dificultad, era tan vulgar y sosa que estuvo un rato solo viendo la televisión casi olvidado de para qué había ido. Por allí había varios jóvenes con edad de ser estudiantes pero a pesar de sus esfuerzos por iniciar una conversación (habló del partido de fútbol que estaban retransmitiendo) nadie se le acercó. No obstante, Ka preparó el paquete de cigarrillos para ofrecer uno a la menor ocasión y dejó sobre la mesa el encendedor por si alguien le pedía permiso para usarlo. Cuando comprendió que no se enteraría de nada ni siquiera por el dependiente bizco, salió de allí y fue a la cercana casa de té Sé Luz. Vio a varios jóvenes que estaban contemplando el mismo partido de fútbol en la televisión en blanco y negro. De no haberse fijado en los recortes de prensa de las paredes y en el calendario de los encuentros del Karssport de ese año, no habría recordado que el día anterior había hablado en ese mismo lugar con Necip de la existencia de Dios y del significado del mundo. Al ver que otro poeta había colgado una nueva coplilla junto al poema que había leído la tarde pasada, comenzó a transcribirla también en el cuaderno:

Está claro, nuestra Madre no volverá del Cielo

A tomarnos en sus brazos,

Nuestro padre no la dejará sin palizas,

Pero seguirá calentándonos el corazón y animando nuestras almas.

Porque es el destino: la ciudad de Kars nos parecerá el Cielo

En la mierda en la que vamos a hundirnos.

—¿Estás escribiendo poesía? —le preguntó el muchacho del mostrador.

—Bravo por ti —dijo Ka—. ¿Sabes leer al revés?

—No, jefe, no sé leer ni al derecho. Me escapé de la escuela. Me hice mayor sin entender la escritura y se me pasó la edad.

—¿Quién ha escrito ese nuevo poema de la pared?

—La mitad de los jóvenes que vienen aquí son poetas.

—¿Por qué no están hoy?

—Ayer los soldados se los llevaron a todos. Unos están en prisión y otros escondidos. Pregúntales a esos de ahí, son policías de civil, ellos sabrán.

En el lugar que le señalaba había dos jóvenes que hablaban fogosamente de fútbol, pero Ka se fue de la casa de té sin acercarse a ellos ni preguntarles nada.

Le agradó ver que volvía a nevar. No creía que fuera a encontrar el rastro de Azul en las casas de té del barrio de Bayrampaşa. Ahora en su corazón había, junto a la melancolía que había sentido la tarde que llegó a Kars, una cierta alegría. Esperando que le viniera un nuevo poema pasó lentamente, como en un sueño, por delante de feos y pobretones edificios de cemento, de aparcamientos enterrados bajo la nieve, de escaparates cubiertos de escarcha de casas de té, barberías y colmados, de patios en cuyo interior ladraban los perros desde los tiempos de los rusos, de tiendas donde se vendían repuestos para tractores, bastimentos, suministros para carros y quesos. Notaba que todo lo que veía, el cartel electoral del Partido de la Madre Patria, una ventana pequeña con las cortinas prietamente echadas, el anuncio pegado meses antes en el congelado escaparate de la farmacia Científica que decía «Ha llegado la vacuna para la gripe japonesa» y el cartel contra el suicidio impreso en papel amarillo, no se le irían de la mente en lo que le quedaba de vida. Se elevó con tal fuerza en su alma la sensación de que esa extraordinaria claridad de percepción con la que apreciaba los detalles del momento que estaba viviendo «era una parte inseparable de este profundo y hermoso mundo y de que en ese momento todo estaba interconectado» que, pensando que se le venía un nuevo poema, entró en una casa de té de la avenida Atatürk. Pero ningún poema se le vino a la cabeza.