31. No somos tontos, sólo pobres

La reunión secreta en el hotel Asia

Lo que Zahide había llevado en el último momento al carro que habría de llevar a Turgut Bey y a Kadife a la reunión secreta en el hotel Asia y que Ka no pudo distinguir en la oscuridad mientras miraba por la ventana esperando a İpek era un par de viejos guantes de lana. Para decidir lo que se pondría para la reunión, Turgut Bey esparció sobre la cama la indumentaria de sus días de profesor: las dos chaquetas, una negra y la otra gris plomizo, el sombrero flexible que llevaba en las celebraciones del Día de la República y durante las inspecciones y la corbata de cuadros, que desde hacía años sólo se ponía para que jugara con ella el hijo de Zahide; e inspeccionó largo rato el resto de su ropa y el interior de los armarios. Al ver que su padre dudaba tanto como una mujer soñadora incapaz de decidirse sobre qué ponerse en el baile, Kadife seleccionó personalmente cada una de las prendas, le abotonó la camisa con sus propias manos, le puso la chaqueta y el abrigo y a duras penas consiguió embutirle las pequeñas manos en los guantes blancos de piel de perro. En ese momento Turgut Bey recordó sus viejos guantes de lana y le dio porque los encontraran, así que İpek y Kadife rebuscaron nerviosas por toda la casa mirando en armarios y en los fondos de los baúles, pero cuando los encontraron los arrojaron a un lado viendo que estaban comidos de polilla. Una vez en el carro, Turgut Bey insistió en que no se iba sin ellos y explicó que años atrás su difunta esposa se los había tejido y se los había llevado cuando estaba en la cárcel en su época de izquierdista. Kadife, que conocía a su padre mejor de lo que él se conocía a sí mismo, se dio cuenta de inmediato de que aquella petición se debía, más que a la fidelidad al recuerdo, al miedo. Mientras el carro avanzaba bajo la nieve después de que les llevaran los guantes, Kadife escuchó, abriendo los ojos como si fuera por primera vez, los recuerdos de la cárcel de su padre (cómo le caían las lágrimas en las cartas de su mujer, cómo había aprendido francés por sí mismo, cómo en las noches de invierno se ponía aquellos guantes para dormir) y le dijo: «Papá, ¡es usted un hombre muy valiente!». Como cada vez que oía aquellas palabras de labios de sus hijas (y en los últimos tiempos las oía poco) los ojos de Turgut Bey se humedecieron y abrazó a Kadife y la besó con un escalofrío. En las calles en las que acababa de entrar el carro no se había ido la electricidad.

Una vez que bajaron del carro Turgut Bey dijo: «¡Qué de tiendas han abierto por aquí! Espera, que voy a mirar los escaparates». Como Kadife comprendió que los pasos de su padre iban retrocediendo poco a poco, no le forzó demasiado. Cuando Turgut Bey le dijo que quería tomarse una manzanilla en alguna casa de té y que así, si les seguía algún detective, le pondrían en una situación difícil, entraron en una y se sentaron en silencio viendo la escena de persecuciones que había en la televisión. Al salir se encontraron con el antiguo barbero de Turgut Bey, así que volvieron a entrar y a sentarse. «¿Llegaremos tarde? ¿Quedará muy feo? ¿No sería mejor que no fuéramos ya?», le susurraba Turgut Bey a su hija haciendo como si escuchara al gordo barbero. Se cogió del brazo de Kadife pero, en lugar de meterse por el patio de atrás, entró en una papelería y tras rebuscar largo rato se compró un bolígrafo azul. Después de cruzar la puerta de la trastienda de Repuestos Eléctricos y de Fontanería Ersin y salir al patio, Kadife vio que su padre estaba sumamente pálido mientras se dirigían a la oscura puerta trasera del hotel Asia.

La entrada trasera del hotel estaba silenciosa y padre e hija esperaron un momento muy arrimados el uno a la otra. Nadie les había seguido. Pocos pasos más allá el interior estaba tan oscuro que Kadife sólo pudo encontrar a tientas las escaleras que subían al vestíbulo. «No me sueltes el brazo», le dijo Turgut Bey. El vestíbulo, cuyas altas ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas, estaba en penumbra. La luz muerta que emitía una pálida y sucia lámpara en la recepción apenas iluminaba la cara sin afeitar de un andrajoso recepcionista. En la oscuridad a duras penas se distinguía al par de clientes que andurreaban por el salón o bajaban por las escaleras. La mayoría de aquellas sombras o bien eran policías de civil, o bien tipos que se dedicaban a negocios «secretos» como contrabando de animales y leña o a pasar por la frontera trabajadores ilegales. En aquel hotel donde ochenta años antes se habían hospedado los adinerados comerciantes rusos y luego turcos que venían de Estambul para comerciar con Rusia y agentes dobles ingleses de raíces aristocráticas que introducían espías en la Unión Soviética a través de Armenia, ahora se alojaban mujeres procedentes de Georgia y Ucrania que se dedicaban al pequeño contrabando y a la prostitución. Cuando los hombres que venían de las aldeas de Kars, y que primero les ponían una habitación a estas mujeres y luego seguían con ellas en dichas habitaciones una vida casi marital, regresaban a sus pueblos por la noche en los últimos microbuses, ellas salían de sus cuartos y tomaban té con coñac en el lóbrego bar del hotel. Mientras subían por las escaleras de madera, en tiempos cubierta por una alfombra roja, se cruzaron con una de aquellas mujeres rubias y agotadas y Turgut Bey le susurró a su hija: «El hotel en el que se hospedó Ismet Bajá en Lausana era así de cosmopolita —y sacándose del bolsillo el bolígrafo, añadió—: Y yo, como hizo el Bajá en Lausana, firmaré el comunicado con un bolígrafo completamente nuevo». Kadife era incapaz de saber si su padre se detenía tanto rato en los descansillos para tomar aliento o para retrasar el momento de la verdad. Ante la puerta de la habitación 307 Turgut Bey dijo: «Firmo y nos vamos enseguida».

La habitación estaba tan llena de gente que en un primer momento Kadife pensó que se habían equivocado. Al ver que Azul estaba sentado con la cara larga junto a la ventana con dos jóvenes militantes islamistas, se llevó a su padre a ese lado y lo sentó allí. A pesar de la desnuda bombilla encendida en el techo y de la lámpara en forma de pez de una mesilla, la habitación no estaba bien iluminada. En el ojo de aquel pez de baquelita que se mantenía erecto sobre su cola sosteniendo una bombilla con la boca abierta había escondido un micrófono del Estado.

Fazil también estaba en el cuarto; en cuanto vio a Kadife se puso en pie pero, al contrario que los demás, que se habían levantado por respeto a Turgut Bey, no volvió a sentarse inmediatamente sino que la miró admirado como si fuera víctima de un hechizo. Varios de los presentes creían que iba a decir algo, pero Kadife ni se dio cuenta de que existía. Estaba atenta a la tensión que había surgido desde el primer momento entre su padre y Azul.

Azul estaba convencido de que si el hombre que firmaba el comunicado que se habría de publicar en el Frankfurter Rundschau en calidad de nacionalista kurdo era además ateo, los occidentales quedarían más impresionados. Pero el muchacho delgado de cara pálida al que había convencido a duras penas y sus dos compañeros de asociación se encontraban en desacuerdo en lo que se refería a la forma de expresión del comunicado. Ahora los tres a la vez, sentados y tensos, esperaban su turno de palabra. Había sido difícil encontrar a aquellos muchachos después del golpe porque cada dos por tres cerraban las sedes de las asociaciones, habitualmente la casa de alguno de sus miembros, en las que se reunían los jóvenes kurdos desempleados, impotentes y airados que sentían admiración por las guerrillas kurdas de las montañas y continuamente detenían, golpeaban y torturaban a sus directivos. Otro problema era que los combatientes de las montañas acusaban a estos jóvenes de estar pasándoselo tan ricamente en sus calentitas habitaciones de la ciudad y de concluir tratos con el Estado de la República de Turquía. Esas acusaciones, enfocadas al hecho de que las asociaciones ya no enviaban al monte el número necesario de candidatos a guerrilleros, habían desmoralizado bastante a los pocos miembros que aún no habían ido a la cárcel.

A la reunión también se habían unido dos «socialistas» de la generación anterior, ambos en la treintena. Se habían enterado de la existencia de un comunicado que se iba a entregar a la prensa alemana por los jóvenes kurdos de la asociación, que habían acudido a ellos para presumir y también para pedir consejo. Aquellos militantes prematuramente envejecidos tenían un aspecto atormentado porque los socialistas armados ya no eran tan fuertes como antes y porque sólo podían realizar acciones como cortar caminos, matar policías o dejar paquetes bomba con el permiso y el apoyo de los guerrilleros kurdos. Habían acudido a la reunión sin ser invitados alegando que en Europa todavía existían muchos marxistas. Junto al socialista más viejo, sentado al pie de la pared con una pose de aburrimiento, su compañero, de cara limpia y aspecto tranquilo, sentía la excitación extra de quien se disponía a comunicar los detalles de la reunión a las autoridades. No lo hacía por mala intención, sino para impedir que la policía acosara innecesariamente a su organización. Tras algo de presión denunciaba a las autoridades aquellas actividades que consideraba despreciables, la mayor parte de las cuales, además, le parecía a posteriori innecesaria, pero, por otro lado, se sentía orgulloso en su rebelde corazón de participar en esas acciones y con ese orgullo le contaba a cualquiera que quisiera oírle todos los casos de tiroteos, secuestros, colocación de bombas y homicidios en los que decía haber colaborado.

Todos estaban tan seguros de que la policía tenía pinchada la habitación o de que, al menos, había situado a algunos informantes entre la multitud, que al principio nadie hablaba. Y los que lo hacían miraban por la ventana y decían que todavía seguía nevando o se advertían unos a otros de que no apagaran los cigarrillos en el suelo. El silencio continuó hasta que la tía de uno de los jóvenes kurdos, que hasta entonces no había llamado la atención de ninguno de los presentes, se puso en pie y comenzó a contar cómo había desaparecido su hijo (una noche habían llamado a su puerta y se lo habían llevado). A Turgut Bey le incomodó aquella historia del joven desaparecido, que escuchó sin prestarle demasiada atención. De la misma manera que encontraba repugnante que secuestraran a medianoche a muchachos kurdos y los mataran, instintivamente le ofendía que los llamaran «inocentes». Mientras sostenía la mano de su padre, Kadife intentaba leer la expresión hastiada y sarcástica de Azul. Azul pensaba que le habían tendido una trampa pero permanecía allí sentado de mala gana porque le preocupaba que si se iba todos hablaran en contra de él. Luego: 1. El joven «islamista» sentado junto a Fazil, y cuya conexión con el asesinato del director de la Escuela de Magisterio se probaría meses más tarde, trató de demostrar que el asesinato había sido cometido por un agente del Estado; 2. Los revolucionarios informaron largo rato sobre la huelga de hambre que habían iniciado sus compañeros en prisión; 3. Los tres jóvenes kurdos de la asociación, amenazando con retirar sus firmas si el comunicado no se publicaba en el Frankfurter Rundschau, leyeron cuidadosamente y ruborizándose un texto bastante largo sobre el lugar que ocupaban la cultura y la literatura kurdas en la historia universal.

Cuando la madre del desaparecido preguntó dónde estaba el «periodista alemán» que había de recibir su denuncia, Kadife se puso en pie y explicó con voz tranquilizadora que Ka estaba en Kars y que no había acudido a la reunión para que no cayera la menor sombra de sospecha sobre la «imparcialidad» del comunicado. Los presentes no estaban acostumbrados a que en una reunión política una mujer se levantara y hablara con tanta confianza en sí misma; de repente todos le tuvieron respeto. La madre del desaparecido la abrazó y lloró. Kadife le prometió que haría cualquier cosa para que aquello se publicara en el periódico alemán y aceptó un papel en el que la mujer había escrito el nombre de su hijo.

Fue en ese momento cuando el militante izquierdista que delataba con las mejores intenciones sacó el primer borrador del comunicado, que había escrito en una hoja de cuaderno, y lo leyó adoptando una extraña pose.

El título del comunicado era «Aviso a la Opinión Pública Europea sobre los Sucesos de Kars». De inmediato le gustó a todo el mundo. Más tarde Fazil le explicaría sonriendo a Ka lo que había sentido en aquel momento: «¡Fue la primera vez que sentí que mi pequeña ciudad participaría en la historia del mundo!», y Ka lo incorporaría a su poema «Toda la humanidad y las estrellas». Pero Azul enseguida estuvo en contra instintivamente:

—No le hacemos un llamamiento a Europa —explicó—, sino a toda la humanidad. Que a nuestros compañeros no les confunda el que publiquemos nuestro comunicado en Frankfurt y no en Kars o en Estambul. La opinión pública europea no es nuestra amiga, sino nuestra enemiga. Y no porque nosotros seamos sus enemigos, sino porque nos desprecian por instinto.

El izquierdista que había redactado el borrador dijo que no era la humanidad entera quien nos despreciaba, sino sólo la burguesía europea. Los pobres y los trabajadores eran nuestros hermanos, pero nadie le creyó, incluido su compañero más experimentado.

—En Europa nadie es tan pobre como nosotros —dijo uno de los tres jóvenes kurdos.

—Hijo mío, ¿ha estado usted en Europa?

—Yo todavía no he encontrado la oportunidad, pero un tío mío es obrero en Alemania.

Hubo unas risitas ligeras. Turgut Bey se irguió en su asiento.

—Yo tampoco he estado en Europa a pesar de que para mí significa mucho —dijo—. No es cosa de risa. Aquéllos de nosotros que hayan estado en Europa, por favor que levanten la mano —nadie la levantó, ni siquiera Azul, que había vivido años en Alemania.

—Pero todos sabemos lo que significa Europa —continuó Turgut Bey—. Europa es nuestro futuro dentro del género humano. Y por eso, si este caballero —y señaló a Azul— opina que debemos dirigirnos a toda la humanidad en lugar de a Europa, podemos cambiar el título de nuestro comunicado sin ningún problema.

—Europa no es mi futuro —dijo Azul sonriendo—. Mientras viva no pienso imitarles ni humillarme porque no me parezco a ellos.

—No sólo los islamistas tienen orgullo nacional en este país, también lo tienen los republicanos… —contestó Turgut Bey—. ¿Cómo queda si escribimos «la humanidad» en lugar de «Europa»?

—¡«Aviso a la Humanidad sobre los Sucesos de Kars»! —leyó el autor del texto—. Queda demasiado pretencioso.

Se pensó la propuesta de Turgut Bey de poner «Occidente» en lugar de «la Humanidad» pero a eso también se opuso uno de los jóvenes que había junto a Azul, el de la cara llena de granos. Por fin se pusieron de acuerdo en la propuesta del joven kurdo de voz chillona de usar sólo la palabra «Aviso».

El borrador del comunicado, al contrario de lo que suele ocurrir en circunstancias parecidas, era breve. Nadie había protestado todavía sobre las primeras frases, en las que se explicaba que se había «representado» un golpe militar en cuanto quedó claro que los candidatos islamistas y kurdos ganarían las elecciones que iban a celebrarse en Kars, cuando Turgut Bey presentó una objeción afirmando que en Kars no existía para nada eso que los europeos llaman intención de voto, que aquí era algo de todos los días el que los electores cambiaran de opinión por cualquier motivo la noche anterior a las elecciones e incluso por la mañana, de camino a las urnas, que votaran a un partido completamente distinto al que habían tenido en la cabeza hasta entonces y que, por lo tanto, era imposible que nadie dijera que tal o cual candidato iba a ganar las elecciones.

—Todo el mundo sabe —le contestó el militante izquierdista soplón que había preparado el borrador del comunicado— que el golpe se ha hecho antes de las elecciones y en contra de sus resultados.

—Al fin y al cabo no son más que una compañía de teatro —replicó Turgut Bey—. Si han tenido tanto éxito es porque las carreteras están cortadas por la nieve. Dentro de unos días todo volverá a la normalidad.

—Si no está en contra del golpe, ¿por qué ha venido? —dijo otro joven.

No se supo si Turgut Bey había oído aquella falta de respeto del tipo de cara roja como un rábano que se sentaba junto a Azul. En ese momento Kadife se puso en pie (era la única que se ponía en pie al hablar y nadie, incluida ella, se había dado cuenta de lo raro que resultaba) y dijo con los ojos brillantes de furia que su padre había sufrido cárcel durante años por sus ideas políticas y que siempre había estado en contra de la tiranía del Estado.

Su padre la hizo sentar tirándole del abrigo.

—Su pregunta es mi respuesta —dijo—. Yo he venido a esta reunión para demostrar a los europeos que en Turquía también existen personas demócratas y con sentido común.

—Si un gran periódico alemán me concediera un par de líneas no sería eso lo primero que yo intentaría demostrar —dijo el de la cara roja con voz sarcástica y quizá hubiera hablado más pero Azul lo agarró del brazo para impedírselo.

Aquello le bastó a Turgut Bey para arrepentirse de haber acudido a la reunión. Enseguida se convenció a sí mismo de que simplemente se había dejado caer cuando pasaba por allí. Con el aire de alguien que tiene la mente ocupada en cosas completamente distintas se puso en pie y apenas había dado un par de pasos en dirección a la puerta cuando su mirada se clavó en la nieve que caía fuera en la calle Karada y se encaminó hacia la ventana. Kadife se cogió del brazo de su padre como si él fuera incapaz de andar sin su apoyo. Padre e hija observaron largo rato un carro que pasaba por la calle bajo la nieve como niños inocentes que quieren olvidar sus preocupaciones.

El muchacho de la voz chillona de los tres jóvenes kurdos de la asociación también se acercó a la ventana sin poder vencer su curiosidad y comenzó a mirar hacia abajo, a la calle, con el padre y la hija. La multitud de la habitación les observaba con una actitud entre respetuosa y preocupada, se notaba una cierta inquietud, el miedo a una redada. Gracias a dicho desasosiego las partes llegaron rápidamente a un acuerdo en lo que quedaba de comunicado.

En él había una frase en la que se indicaba que el golpe militar había sido efectuado por un puñado de aventureros. Azul protestó. Las definiciones más amplias propuestas para sustituirla fueron recibidas con escepticismo porque darían a los occidentales la impresión de que el golpe militar había afectado a toda Turquía. Así pues, se llegó a un acuerdo en la frase «un golpe local apoyado por Ankara». También se le dio un breve espacio a las crueldades y las torturas cometidas con los kurdos y con los estudiantes del Instituto de Imanes y Predicadores a los que habían disparado o a los que se habían llevado uno a uno de sus casas para matarlos la noche del golpe. La fórmula «un ataque absoluto contra el pueblo» acabó adoptando la forma «un ataque contra el pueblo, los valores morales y la religión». Con los cambios efectuados a la última frase ya no sólo se llamaba a la opinión pública occidental a que protestara contra el Estado de la República de Turquía, sino al mundo entero. Mientras se leía esa frase Turgut Bey sintió que Azul, sus miradas se habían cruzado por un instante, estaba satisfecho. Volvió a arrepentirse de todo corazón de hallarse allí.

—Si nadie tiene ninguna otra objeción, por favor vamos a firmarlo de inmediato —dijo Azul—, porque en cualquier momento pueden hacernos una redada —todos se echaron unos encima de otros en medio de la habitación para firmar lo antes posible aquel comunicado convertido en una maraña de flechas y globos con correcciones y tachaduras, y largarse de allí. Algunos ya habían terminado y estaban marchándose cuando Kadife gritó:

—¡Un momento, mi padre va a decir algo!

Aquello aumentó aún más el nerviosismo general. Azul envió a la puerta al joven de cara roja para que impidiera que nadie saliese.

—Que no salga nadie. Ahora escuchemos las objeciones de Turgut Bey.

—No tengo nada que objetar —replicó Turgut Bey—. Pero antes de firmar quiero pedirle algo a ese muchacho —pensó por un instante—. No sólo a él, sino a todos los presentes —señaló al joven de cara roja que poco antes había discutido con él y que ahora guardaba la puerta para que nadie se escapara—. Si no me responden a la pregunta que primero le haré a ese muchacho y luego a todos los demás, no firmaré el comunicado —se volvió hacia Azul para ver si comprendía lo decidido que estaba.

—Por favor, pregunte —dijo Azul—. Si está en nuestra mano responder, lo haremos encantados.

—Hace un momento se rieron de mí. Ahora contéstenme: si un importante periódico alemán les concediera un par de líneas, ¿qué le dirían a los occidentales? Primero que me responda él.

El muchacho de la cara roja era fuerte y vigoroso y tenía opiniones muy claras sobre cualquier cosa pero aquella pregunta le pilló desprevenido. Agarrándose al pomo de la puerta con más fuerza pidió ayuda con la mirada a Azul.

—Di lo primero que se te vendría a la cabeza si te dieran un par de líneas y vámonos ya de aquí —dijo Azul con una sonrisa forzada—. O la policía asaltará esto en cualquier momento.

La mirada del joven de cara roja iba y venía desde un punto lejano como si estuviera en un importante examen e intentara recordar la respuesta a una pregunta que se sabía perfectamente.

—Entonces yo seré el primero —dijo Azul—. Los señores europeos me tienen sin cuidado… Les diría, por ejemplo, que no me hagan sombra… Pero, de hecho, vivimos bajo su sombra.

—No le ayude, que diga lo que le salga del corazón —dijo Turgut Bey—. Usted hablará el último —sonrió al muchacho de cara roja, que se retorcía indeciso—. Es difícil decidirse. Porque ésta es una cuestión tremenda. No se resuelve quedándose plantado en el umbral.

—¡Excusas, excusas! —gritó uno de los de atrás—. No quiere firmar el comunicado.

Todo el mundo se refugió en sus propios pensamientos. Unos cuantos se dirigieron a la ventana y observaron absortos el carro que pasaba bajo la nieve por la calle Karada. Cuando Fazil le describiera más tarde a Ka aquel momento de «silencio mágico», le diría: «Era como si en aquel momento todos nos hubiéramos hermanado más que nunca». Primero interrumpió el silencio el estruendo de un avión que pasaba muy arriba, entre la oscuridad. Mientras todos escuchaban atentos el avión, Azul susurró: «Es el segundo que pasa hoy».

—¡Yo me voy! —dijo uno.

Era un hombre de unos treinta años con cara desvaída y chaqueta también desvaída en el que nadie había reparado antes. Era uno de los tres presentes que tenían empleo. Trabajaba de cocinero en el hospital de la seguridad social y miraba el reloj cada dos por tres. Había venido con las familias de los desaparecidos. Según lo que contaron luego, una noche se habían llevado a comisaría para tomarle declaración a su hermano mayor, que andaba metido en política, y nunca más había vuelto. De acuerdo con los rumores, aquel hombre pretendía de las autoridades cualquier tipo de papel que declarara muerto a su hermano mayor para casarse con su bella esposa. Le habían echado con cajas destempladas de la Dirección de Seguridad, de los servicios de Inteligencia, de la fiscalía y de la guarnición, lugares a los que había recurrido un año después de la desaparición de su hermano con dicho objetivo, y en los últimos dos meses se había unido a las familias de los desaparecidos, más que en busca de venganza, porque eran los únicos con los que podía hablar.

—Podéis llamarme cobarde a mis espaldas. Vosotros sois los cobardes. Vuestros europeos son los cobardes. Tomad nota de que eso es lo que les digo —y se fue dando un portazo.

Fue entonces cuando preguntaron quién era aquel Hans Hansen Bey. Al contrario de lo que Kadife temía, esta vez Azul contestó con un tono en extremo cortés que se trataba de un periodista alemán con las mejores intenciones que se preocupaba sinceramente por los «problemas» de Turquía.

—¡Al alemán que hay que temer es precisamente al que tiene las mejores intenciones! —dijo uno de los de atrás.

Un hombre de chaqueta oscura que estaba plantado junto a la ventana preguntó si se publicarían declaraciones particulares además del comunicado conjunto. Kadife le respondió que era posible.

—Amigos, no nos quedemos esperando turno para hablar como niños miedosos de escuela primaria —dijo alguien.

—Yo voy al instituto —empezó a decir uno de los otros jóvenes kurdos de la asociación—. Y ya tenía pensado de antemano lo que voy a decir.

—¿Había pensado que algún día podría publicar una declaración en un periódico alemán?

—Sí, exactamente —respondió el muchacho con una voz en extremo razonable pero con una actitud muy apasionada—. Yo, como todos, he pensado en secreto que algún día se me presentaría la oportunidad y que podría exponerle al mundo mis ideas.

—Yo nunca pienso cosas así…

—Lo que voy a decir es muy simple —dijo el apasionado joven—. Que lo escriba el periódico de Frankfurt: ¡no somos tontos! ¡Sólo somos pobres! Tenemos derecho a que se distingan las dos cosas.

—¡Por Dios, hombre!

—¿Y quiénes somos «nosotros», señor mío? —le preguntaron desde atrás—. ¿Los turcos, los kurdos, los locales, los terekeme, los azeríes, los circasianos, los turcomanos, los de Kars? ¿Quiénes?

—Porque ése es el mayor error de la humanidad —continuó el apasionado muchacho de la asociación—, el mayor engaño desde hace milenios: siempre se ha confundido ser pobre y ser tonto.

—¿Y qué es ser tonto? Que lo explique.

—La verdad es que a lo largo de la honrosa historia de la humanidad siempre ha habido religiosos y personas decentes que se han dado cuenta de esta vergonzosa confusión y han explicado que los pobres también poseen sabiduría, humanidad, inteligencia y corazón. Si Hans Hansen Bey viera a un pobre le tendría lástima. Quizá no pensara de inmediato que era un tonto que había desperdiciado sus oportunidades ni un borracho sin voluntad.

—No sé Hansen Bey, pero eso es lo que ahora piensa todo el mundo cuando ve a un pobre.

—Por favor, escúchenme —continuó el apasionado joven kurdo—. No hablaré mucho más. Quizá les tuviera pena a los pobres individualmente, pero en cuanto una nación es pobre, lo primero que piensa el mundo entero es que es una nación de tontos, de cabezas de chorlito, de vagos, de sucios y de inútiles. En lugar de tenerles pena, se ríen de ellos. Encuentran cómicas su cultura, sus tradiciones y sus costumbres. A veces luego se avergüenzan de lo que han pensado, dejan de reírse y si los emigrantes de ese país les barren los suelos y trabajan en los peores empleos, se comportan como si encontraran interesante su cultura e incluso les tratan como si fueran iguales para que no se les rebelen.

—Que diga ya de qué nación está hablando.

—Yo tengo algo que añadir —les interrumpió el otro joven kurdo—. Por desgracia, la humanidad ya ni siquiera se ríe de los que se matan entre ellos, de los que se masacran, de los que se oprimen mutuamente. Lo comprendí por lo que mi tío de Alemania me contó cuando vino a Kars el verano pasado. El mundo ya no aguanta a las naciones opresoras.

—O sea, ¿que nos están ustedes amenazando en nombre de los occidentales?

—Y así —prosiguió el apasionado joven kurdo—, en cuanto un occidental se encuentra por casualidad con alguien de una nación pobre, lo primero que siente instintivamente por él es desprecio. Enseguida piensa que ese hombre es así de pobre porque pertenece a una nación de tontos. Muy probablemente la cabeza de ese hombre está llena de las tonterías y las estupideces que han provocado que su nación sea tan pobre y lastimosa, eso piensa el occidental.

—Y no le faltaría razón…

—Si tú también nos encuentras tontos como ese escritor tan creído, dínoslo claramente. Por lo menos ese ateo sin Dios tuvo el valor, antes de morir e irse al infierno, de salir en directo en la televisión y decirnos mirándonos a los ojos que el pueblo turco le parecía una nación de tontos.

—Disculpe, pero la persona que sale en directo en televisión no puede ver los ojos de los que le están viendo.

—Aquí el caballero no ha dicho «ver», sino «mirar» —intervino Kadife.

—Por favor, compañeros, no discutamos como si estuviéramos en una mesa redonda —dijo el participante izquierdista que tomaba notas—. Y hablemos despacio, además.

—Yo no me callaré si no dice abiertamente de qué nación está hablando. Tenemos que ser conscientes de que publicar en un periódico alemán una declaración que nos humille es una traición a la patria.

—Yo no soy un traidor a la patria. Estoy de acuerdo con ustedes —el apasionado joven kurdo se puso en pie—. Por eso, quiero que conste por escrito que si algún día tengo la oportunidad y me dan el visado, no pienso ir a Alemania.

—Nadie le da un visado europeo a un desempleado sin oficio ni beneficio como tú.

—No digamos el visado, tampoco las autoridades le darían el pasaporte.

—Es cierto, no me lo darían —dijo modestamente el joven apasionado—. Pero aunque me lo dieran y fuera allí y el primer occidental que me encontrara por la calle fuera buena persona y no me humillara, yo pensaría que el hombre me desprecia sólo porque es occidental y me sentiría incómodo. Porque en Alemania, a los que llegan de Turquía se les nota en todo lo que son… Y entonces lo único que puedes hacer para que no te desprecien es demostrar que piensas como ellos. Y eso es algo imposible y humillante.

—Hijo mío, tu discurso empezó mal pero lo has terminado muy bien —dijo un anciano periodista azerí—. De todas maneras será mejor que no escribamos eso en el periódico alemán o se reirán de nosotros —calló por un momento y luego, de repente, preguntó con astucia—: ¿Qué nación era esa de la que hablabais?

Como el joven de la asociación se sentó sin responderle, el hijo del anciano periodista, que se sentaba a su lado, gritó: «¡Cobarde!».

«¡Tiene razón en tener miedo!». «¡Él no cobra del Estado como vosotros!», le respondieron al instante, pero ni el anciano periodista ni su hijo se sintieron aludidos. El hablar todos a la vez, las bromas y las pullas ocasionales habían provocado que todos los presentes en la habitación participaran de un ambiente de fiesta y diversión. Ka, cuando más tarde escuchara de boca de Fazil todo lo que había ocurrido, escribiría en su cuaderno que ese tipo de reuniones políticas podían durar horas y que para ello lo único que hacía falta era que una multitud de hombres bigotudos que fumaban con el ceño fruncido se divirtieran sin darse cuenta de que se estaban divirtiendo.

—¡Nosotros no podemos ser europeos! —dijo otro de los jóvenes islamistas con aire orgulloso—. Y los que intentan que nos amoldemos a la fuerza a ellos quizá puedan conseguirlo al final matándonos con sus tanques y sus fusiles. Pero nunca podrán cambiar nuestra alma.

—Podrá poseer mi cuerpo, pero nunca mi alma —se burló uno de los jóvenes kurdos con una voz que imitaba los doblajes de las películas locales.

Todo el mundo se rio de la broma. Incluso el joven que había tomado la palabra se sumó tolerante a las risas.

—Yo también tengo algo que decir —se lanzó uno de los jóvenes sentados junto a Azul—. Por mucho que nuestros compañeros no hablen como innobles imitadores de Occidente, aquí sigue habiendo un ambiente de disculpa, de perdónennos, por no ser europeos —se volvió hacia el hombre de chaqueta de cuero que tomaba notas—. ¡No escribas eso de antes, amigo, por favor! —dijo con tono de matón educado—. Escribe ahora: yo estoy orgulloso de la parte de mí que no es europea. Me enorgullece todo lo que los europeos ven como infantil, cruel y primitivo. Si ellos son guapos, yo seré feo; si ellos son inteligentes, yo seré tonto; si ellos son modernos, yo permaneceré puro.

Nadie aprobó aquellas palabras. Simplemente se rieron un poco porque a cada cosa que decía le respondían con una broma. Uno incluso intervino con un «¡De veras que eres tonto!» pero no pudo saberse quién había sido porque justo en ese momento el viejo de los dos izquierdistas y el hombre de la chaqueta de cuero sufrieron sendas crisis intensas de tos.

El muchacho de cara roja que sostenía la puerta se lanzó y empezó a recitar un poema que empezaba: «Europa, oh Europa / Alto ahí / Cuando soñamos / No nos durmamos en brazos del demonio». Fazil apenas pudo oír la continuación debido a las toses, a las alusiones obscenas y a las carcajadas. Pero le comunicó a Ka todo lo que recordaba, no del poema en sí, sino de las objeciones que se le hicieron, y tres de aquellos detalles pasaron tanto al papel en el que se estaban transcribiendo las dos líneas de respuesta a Europa como también al poema titulado «Toda la humanidad y las estrellas» que Ka habría de escribir poco después:

1. «No les tengamos miedo, no hay nada que temer», gritó el antiguo militante izquierdista que ya se acercaba a la senectud.

2. Mientras el anciano periodista de origen azerí que cada dos por tres preguntaba aquello de «¿A qué nación se refieren?», después de decir «No renunciemos a nuestra religión ni a nuestra condición de turcos», hacía una extensa relación sobre las Cruzadas, el Holocausto judío, los indios exterminados en América y los musulmanes masacrados por los franceses en Argelia, un derrotista entre la multitud preguntó arteramente «dónde estaban los millones de armenios de Kars y de toda Anatolia», pero el delator que tomaba notas, apiadándose de él, no pasó al papel quién había sido.

3. «Nadie con dos dedos de frente traduciría un poema tan largo y tan imbécil y el señor Hans Hansen no lo publicaría en su periódico», dijo uno. Eso dio ocasión a los poetas presentes (había tres) para quejarse de la desafortunada soledad de los poetas turcos en el mundo.

Cuando el muchacho de cara roja, bañado en sudor, terminó con su poema, sobre cuya estupidez y primitivismo todos estuvieron de acuerdo, unos cuantos le aplaudieron sarcásticamente. Alguien estaba diciendo que si aquel poema se publicaba en el diario alemán serviría para que se burlaran todavía más de «nosotros» cuando el joven kurdo que tenía un tío en Alemania protestó:

—Cuando ellos escriben poesía y componen canciones, hablan en nombre de toda la humanidad. Ellos son seres humanos y nosotros sólo somos musulmanes. Si la escribimos nosotros es poesía étnica.

—Mi mensaje es el siguiente. Escriba —dijo el hombre de la chaqueta negra—. Si los europeos tienen razón y no tenemos otro futuro y otra salvación que parecernos a ellos, entretenernos con tonterías sobre lo que nos hace ser nosotros mismos no es sino una estúpida pérdida de tiempo.

—Ésa es la frase que mejor puede demostrar a los europeos que somos tontos.

—Por favor, diga ya de una vez y francamente cuál es la nación que parece tonta.

—Señores, nos estamos comportando como si fuéramos mucho más listos y valiosos que los occidentales, pero si hoy mismo los alemanes abrieran un consulado en Kars y empezaran a repartir visados gratis a todo el mundo, les juro que Kars entera se vaciaría en una semana.

—Eso es mentira. Hace un momento este compañero ha dicho que no se iría aunque le dieran el visado. Yo tampoco me marcharía, me quedaría aquí con mi honra.

—También se quedarían otros, señores, sépanlo. Por favor, los que no se vayan a ir que levanten la mano para que los veamos.

Algunos levantaron la mano con toda seriedad. Al verles, un par de jóvenes se quedaron indecisos.

—Primero que se explique por qué es una deshonra irse —preguntó el hombre de la chaqueta negra.

—Es difícil explicárselo al que no lo entiende —dijo uno con un gesto misterioso.

En eso, el corazón de Fazil, que vio que Kadife dirigía triste la mirada por la ventana, comenzó a latir a toda velocidad. «Dios mío, protege mi pureza, protégeme de la confusión», pensó. Se le ocurrió que a Kadife le gustarían aquellas palabras. Quiso que las escribieran en el periódico alemán, pero de cada boca salía una opinión y a nadie le interesaba la suya.

Sólo el joven kurdo de la voz chillona pudo aplacar aquel alboroto. Había decidido publicar en el periódico alemán un sueño que había tenido. Al principio del sueño, que contó con frecuentes escalofríos, estaba solo viendo una película en el Teatro Nacional. La película era una película occidental, todo el mundo hablaba en una lengua extranjera pero aquello no le molestaba en absoluto porque notaba que entendía todo lo que se decía. Luego de repente se dio cuenta de que estaba dentro de la película que veía: su butaca del Teatro Nacional en realidad estaba en el salón de la familia cristiana de la película. En eso veía una enorme mesa ya puesta y le apetecía satisfacer su hambre pero se mantenía alejado de ella temiendo hacer algo incorrecto. Después el corazón se le aceleraba, se encontraba con una mujer rubia muy bonita y recordaba de improviso que llevaba años enamorado de ella. La mujer se comportaba con él de una manera inesperadamente dulce e íntima. Le felicitaba por su ropa y por su aspecto, le besaba en las mejillas y le acariciaba el pelo. Era muy feliz. Luego, súbitamente, la mujer lo cogía en brazos y le señalaba la mesa. Entonces comprendía que todavía era un niño y que por eso ella lo encontraba tan digno de amor.

El sueño fue recibido tanto con risas y bromas como con una tristeza cuyo extremo llegaba al miedo.

—No es posible que haya tenido un sueño así —rompió el silencio el anciano periodista—. Este muchacho kurdo se lo ha inventado para humillarnos ante los alemanes. No lo escriba.

Para demostrar que no se lo había inventado, el joven de la asociación confesó un detalle que en un primer momento había pasado por alto: dijo que, desde entonces, recordaba quién era la mujer rubia del sueño cuando se despertaba. La había visto por primera vez bajándose de un autobús lleno de turistas que habían venido a ver las iglesias armenias hacía cinco años. Llevaba el vestido azul de tirantes que vestiría luego en sus sueños y en la película.

De eso se rieron todavía más. «¡Qué de mujeres europeas hemos visto nosotros y con qué fantasías nos ha tentado el diablo!», dijo uno. De repente se creó un ambiente de tertulia furiosa, anhelante e indecente sobre las mujeres occidentales. Un muchacho alto, delgado y bastante guapo al que hasta entonces nadie le había prestado demasiada atención empezó a contar un chiste: un buen día se encuentran en una estación un occidental y un musulmán. El tren no acababa de llegar y en el andén, un poco más allá, había una francesa muy guapa esperándolo…

Era una historieta que, como podría haberse imaginado cualquier varón que hubiera ido a un instituto de enseñanza media masculino o hubiera hecho el servicio militar, establecía una relación entre la potencia sexual y la nacionalidad y la cultura. El muchacho no usó palabrotas y la historia estaba velada por insinuaciones que estaban muy por encima de la vulgaridad. Pero en poco tiempo en la habitación se formó un clima que haría que Fazil dijera «¡La vergüenza me oprimía el corazón!».

Turgut Bey se puso en pie.

—Muy bien, hijo, ya basta. Pásame el comunicado para que lo firme.

Turgut Bey firmó el comunicado con el bolígrafo nuevo que se sacó del bolsillo. Estaba cansado del alboroto y del humo de tabaco y estaba a punto de levantarse cuando Kadife lo retuvo. Luego fue la propia Kadife quien se levantó.

—Ahora escuchadme a mí un minuto —dijo—. A vosotros no os da ninguna vergüenza, pero a mí me sonroja lo que estoy oyendo. Me pongo esto en la cabeza para que no me veáis el pelo, y quizá sea un sufrimiento excesivo hacerlo por vosotros, pero…

—¡No por nosotros! —susurró una voz modestamente—. Por Dios, por tus propios valores morales.

—Yo también tengo algo que decirle al periódico alemán. Escriba, por favor —con su intuición de actriz de teatro notó que la observaban entre admirados y furiosos—. Una joven de Kars, no, mejor escriba una joven musulmana de Kars, que había adoptado el velo como bandera a causa de sus creencias, de repente se descubre la cabeza ante todo el mundo debido al asco repentino que se apodera de ella. Ésa es una buena noticia que gustará a los europeos. Y así Hans Hansen publicará lo que tengo que decir. Y al descubrirse dice lo siguiente: Dios mío, perdóname, porque a partir de ahora tengo que estar sola. Este mundo es tan repugnante y yo estoy tan furiosa y soy tan débil que…

—Kadife —de repente Fazil se puso en pie de un salto—. Que no se te ocurra descubrirte la cabeza. Ahora mismo estamos aquí todos nosotros, todos. Incluidos Necip y yo. Y después todos nosotros, todos nosotros moriremos.

A todos los presentes les sorprendieron aquellas palabras. Hubo quien dijo «No digas tonterías» o «Que no se descubra, claro», pero la mayoría la observaba medio esperando ser testigos de un escándalo, de que estallara algún acontecimiento digno de interés, medio intentando descubrir qué tipo de provocación era aquélla y quién era la persona que movía los hilos.

—Las dos frases que a mí me gustaría publicar en el periódico alemán son éstas —dijo Fazil. En la habitación se iba elevando un rumor—. No sólo hablo en mi nombre, sino también en el de mi difunto amigo Necip, cruelmente martirizado en la noche de la revolución: Kadife, te amamos. Si te descubres la cabeza me suicido, no lo hagas.

Según algunos, Fazil no le dijo a Kadife «te amamos» sino «te amo». Aunque también puede ser algo inventado para explicar el comportamiento posterior de Azul.

—¡Que nadie mencione siquiera el suicidio en esta ciudad! —gritó Azul con todas sus fuerzas y luego, sin ni siquiera echarle una mirada a Kadife se fue de la habitación del hotel terminando de inmediato con la reunión, así que los presentes, aunque no fuera de una manera demasiado silenciosa, acabaron por dispersarse.