Una felicidad que duró muy poco
Después de hacer el amor, Ka e İpek se quedaron un rato abrazados sin moverse. El mundo estaba tan silencioso y Ka tan feliz que le pareció que pasaba mucho tiempo. Sólo por eso, se dejó llevar por la impaciencia y saltando de la cama se acercó a la ventana y miró al exterior. Mucho más tarde pensaría que aquel largo silencio había sido el momento más dichoso de su vida y se preguntaría por qué se había deshecho del abrazo de İpek y había acabado con ese instante de felicidad incomparable. Respondería a la pregunta diciéndose que lo había hecho a causa de cierta inquietud que le poseyó, como si al otro lado de la ventana, en la calle cubierta de nieve, fuera a ocurrir algo y él tuviera que llegar a tiempo.
No obstante, al otro lado de la ventana no había otra cosa sino la nieve que caía. La luz seguía cortada pero por las ventanas congeladas se filtraba desde el bajo la claridad de una vela encendida en la cocina que iluminaba con una luz ligeramente anaranjada los copos descendiendo lentamente. Más tarde Ka pensaría que había abreviado el momento más dichoso de su vida porque no podía aguantar la excesiva felicidad. Pero en un primer momento tampoco fue consciente de lo feliz que era en la cama entre los brazos de İpek; había paz en su corazón y era algo tan natural que parecía que hubiera olvidado la razón por la que hasta entonces se había pasado la vida con una sensación mezcla de angustia e inquietud. Aquella paz era similar al silencio anterior a un poema, pero antes de que le llegara un poema el significado del mundo aparecía en toda su desnudez y él notaba un gran entusiasmo. En ese momento de paz no existía una iluminación semejante, sólo había una pureza más simple e infantil: era como si pudiera expresar el significado del mundo como un niño que acaba de aprender a hablar.
Se le vino a la cabeza todo lo que había leído en la biblioteca aquella tarde sobre la estructura de los copos de nieve. Había ido a la biblioteca para estar preparado por si se le venía otro poema sobre la nieve. Pero ahora no había ninguno en su mente. Comparó la estructura infantilmente hexagonal que había visto en la enciclopedia con la armonía de los poemas que se le venían uno a uno como copos de nieve. Fue en ese momento cuando pensó que el conjunto de todos los poemas debía señalar un significado más profundo.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó justo en ese instante İpek.
—Estoy mirando la nieve, querida.
Notaba que İpek sentía que había encontrado un significado en la estructura geométrica de los copos de nieve que iba más allá de la belleza, pero con una parte de su mente también sabía que aquello era imposible. Por otro lado, estaba molesta porque Ka se interesara en algo que no fuera ella misma. Y eso a Ka le alegró porque se sentía vulnerable en exceso debido a su deseo por İpek y gracias a aquello comprendió que el que hubieran hecho el amor le había concedido una ligera ventaja sobre ella:
—¿En qué piensas? —le preguntó İpek.
—En mi madre —respondió Ka y de repente no supo por qué había dicho aquello, ya que, aunque acabara de morirse, no estaba pensando en ella. Pero cuando más tarde recordara aquel momento de nuevo, añadiría que durante toda su estancia en Kars tenía a su madre presente.
—¿Qué cosa de tu madre?
—Cómo me acariciaba el pelo una noche de invierno mientras veíamos nevar por la ventana.
—¿Eras feliz de niño?
—Cuando uno es feliz nunca sabe que lo es. Años después decidí que había sido feliz de niño; en realidad no lo era. Pero tampoco era tan desgraciado como en los años que siguieron. Cuando era niño no me interesaba la felicidad.
—¿Y cuándo comenzó a interesarte?
—Nunca —le habría gustado responder a Ka pero aquello no era verdad y además resultaba demasiado pretencioso. Con todo, por un instante le cruzó por la mente la idea de decirlo para impresionar a İpek, pero lo que ahora esperaba de ella era algo más profundo que impresionarla.
—Comencé a pensar en la felicidad cuando la infelicidad me incapacitó para hacer cualquier cosa —dijo Ka. ¿Había hecho bien diciéndolo? Se puso nervioso en el silencio que siguió. Si le hablaba a İpek de su soledad y su pobreza en Frankfurt, ¿cómo podría convencerla de que le acompañara? Fuera sopló un viento inquieto que dispersó los copos de nieve, Ka se dejó llevar por la misma impaciencia que le había poseído cuando saltó de la cama, ahora sentía aún con más violencia aquella agonía del amor y de la espera que hacía que le doliera la barriga. Hacía apenas un instante había sido tan feliz que la idea de que pudiera perder tanta dicha le enloquecía. Y eso provocaba que tuviera dudas sobre si aquella felicidad era cierta. Le habría gustado preguntarle a İpek «¿Quieres venir conmigo a Frankfurt?», pero le daba miedo no recibir la respuesta que quería.
Regresó a la cama y abrazó a İpek con todas sus fuerzas por la espalda.
—Hay una tienda en el mercado —dijo— en la que ponían una canción muy antigua de Peppino di Capri que se llama Roberta. ¿Dónde la habrán encontrado?
—En Kars hay algunas viejas familias que todavía no han abandonado la ciudad —le contestó İpek—. Cuando por fin mueren los padres, los hijos venden sus cosas y se van y aparecen en el mercado extraños objetos que no tienen nada que ver con la pobreza actual de la ciudad. Antes había un anticuario que venía desde Estambul en otoño y compraba muy baratos todos esos trastos viejos. Ahora ni siquiera viene él.
Por un momento Ka creyó que había vuelto a encontrar la felicidad incomparable de poco antes, pero ya no era la misma sensación. El miedo de no volver a encontrar aquel instante creció a toda velocidad en su corazón y se convirtió en una inquietud que le arrastraba llevándoselo todo por delante: notó asustado que nunca convencería a İpek de que fuera a Frankfurt con él.
—Bueno, cariño, yo ya me voy a levantar —dijo ella.
A Ka ni siquiera le tranquilizó que le llamara «cariño» ni que al levantarse se volviera y le besara con dulzura.
—¿Cuándo volveremos a vernos?
—Estoy preocupada por mi padre. Puede haberles seguido la policía.
—Yo también estoy preocupado por ellos… —dijo Ka—. Pero quiero saber ya cuándo vamos a volver a vernos.
—No puedo venir a esta habitación mientras mi padre está en el hotel.
—Pero ya nada es igual —protestó Ka. Por un instante pensó con miedo que quizá para İpek, que se estaba vistiendo con destreza y en silencio en la oscuridad, todo pudiera ser lo mismo—. Si yo me voy a otro hotel, tú puedes venir enseguida —se produjo un silencio terrible. Una angustia compuesta por celos y desesperación se le clavó en el corazón. Pensó que İpek tenía otro amante. Una parte de su mente le recordaba que aquello sólo eran celos vulgares de enamorado inexperto, pero un sentimiento más poderoso le decía desde dentro que abrazara con todas sus fuerzas a İpek y que derribara al instante todos los obstáculos que había entre ellos. Pero como intuyó que lo que debía hacer y decir de inmediato para poder acercarse más y más rápido a İpek le dejaría en una situación difícil, se quedó callado indeciso.