Ka e İpek en la habitación del hotel
Pero İpek no llegó enseguida. Aquélla fue una de las peores torturas que Ka sufrió en toda su vida. Recordó que siempre le había dado miedo enamorarse a causa de aquella terrible agonía de la espera. En cuanto llegó a la habitación, primero se tumbó en la cama, enseguida se levantó, se arregló un poco, se lavó las manos, sintió que la sangre le desaparecía de las manos, de los brazos y de las comisuras de los labios, se peinó con las manos temblorosas, luego miró su reflejo en el cristal de la ventana y volvió a despeinarse con la mano, pero viendo el poco tiempo que le había llevado todo aquello, comenzó a mirar por la ventana horrorizado.
Ante todo tenía que ver cómo se iban Turgut Bey y Kadife. Aunque podía ser que se hubieran marchado mientras Ka estaba en el retrete. Pero si se habían ido, entonces İpek ya debería haber llegado. Aunque quizá estuviera haciendo lentos preparativos en su habitación, la que él había visto la noche anterior, pintándose y perfumándose. ¡Qué decisión tan errónea desperdiciar así el tiempo que podrían estar pasando juntos! ¿No sabía cuánto la deseaba? Nada valía una angustia tan insoportable como la de aquellos momentos; se lo diría a İpek cuando llegara, pero ¿iba a venir? A cada instante estaba más seguro de que İpek había cambiado de idea, de que no vendría.
Vio que un carro tirado por un caballo se acercaba al hotel, que Turgut Bey, que avanzaba apoyándose en Kadife, subía en él ayudado por la señora Zahide y por Cavit, el recepcionista, que cerraban la lona que le cubría los costados. Pero el carro no se movió. Permanecía allí mientras los copos de nieve, que parecían cada vez más enormes a la luz de la farola, se acumulaban a toda velocidad en la cubierta. Y a Ka le parecía que también el tiempo se hubiera detenido y creyó que se volvería loco. De repente Zahide llegó corriendo y metió en el carro algo que Ka no pudo ver. En cuanto se puso en movimiento, el corazón de Ka se aceleró.
Pero İpek seguía sin venir.
¿Qué es lo que diferencia el amor de la agonía de la espera? Como el primero, la última empezaba en algún lugar entre la zona superior del estómago y los músculos abdominales de Ka, y desde aquel punto central se extendía invadiendo su pecho, la parte alta de sus piernas y su frente y adormecía todo su cuerpo. Intentó suponer qué sería lo que estaba haciendo İpek por los ruidos del hotel. Creyó que una mujer que pasaba por la calle y que no se le parecía en nada a ella era ella. ¡Qué bonita caía la nieve! ¡Qué hermoso olvidar por un momento que estaba esperando! El mismo dolor de barriga y las mismas ganas de morirse sentía cuando de niño les bajaban al comedor de la escuela para vacunarles y esperaba en la cola con el brazo remangado entre el olor a tintura de yodo y a fritangas. Le habría gustado estar en casa, en su cuarto. Le habría gustado estar en su espantoso cuarto de Frankfurt. ¡Qué gran error haber venido aquí! Ahora ni siquiera se le venía un poema a la cabeza. Ni siquiera podía mirar a la nieve que caía en la calle vacía de pura angustia. Con todo, era agradable estar de pie ante aquella cálida ventana mientras fuera estaba nevando; aquello era mejor que estar muerto, porque lo cierto era que si İpek no venía, se moriría.
Se fue la luz.
Lo tomó como una señal enviada especialmente para él. Puede que İpek no hubiera venido porque sabía que la luz se iba a ir. Su mirada buscaba algún movimiento en la calle oscura bajo la nieve con el que distraerse. Algo que explicara la ausencia de İpek. Vio un camión, ¿era un camión militar?, no, sólo una ilusión, lo mismo que los ruidos que ahora oía en la escalera. No vendría nadie. Se apartó de la ventana y se arrojó boca arriba en la cama. El dolor de estómago se había convertido en un profundo suplicio, en una desesperación cargada de arrepentimiento. Pensó que había desperdiciado su vida, que moriría allí de infelicidad y soledad. No encontraría dentro de sí las fuerzas suficientes para volver a su nido de ratas de Frankfurt. Lo que le dolía en el alma, lo que le reconcomía, no era el ser tan desdichado, sino el comprender que si se hubiera comportado con un poco más de inteligencia su vida podría haber sido mucho más feliz. Y lo peor era que nadie percibiera su infelicidad y su soledad. ¡Si İpek se hubiera dado cuenta, habría subido sin haberle hecho esperar! Si su madre le viera ahora sería la única en este mundo que lo sentiría por él y le consolaría acariciándole el pelo. A través de las ventanas cubiertas de escarcha por los lados se veían las pálidas luces de Kars, el color anaranjado del interior de las casas. Quiso que siguiera nevando a aquel ritmo durante días, meses, que la nieve cubriera la ciudad de Kars de manera que nadie pudiera encontrarla nunca más, quedarse dormido en aquella cama en la que estaba tumbado y despertarse una mañana soleada de su infancia con su madre a su lado.
Llamaron a la puerta. Alguien de la cocina, pensó Ka. Pero se levantó de un salto, abrió la puerta y en la oscuridad sintió la presencia de İpek.
—¿Dónde estabas?
—¿Llego tarde?
Pero pareció que Ka no la hubiera oído. De inmediato la abrazó con todas sus fuerzas, metió la cabeza entre su cuello y su pelo y allí la dejó sin moverla. Se sentía tan feliz que el sufrimiento de la espera ahora le parecía una estupidez. No obstante, la agonía le había agotado y no se sentía tan animado como habría debido estarlo. Por eso, aunque sabía que lo que hacía estaba mal, le pidió cuentas a İpek de su retraso y protestó. Pero İpek le dijo que había ido en cuanto se marchó su padre: ah, sí, había bajado a la cocina y le había dicho a Zahide un par de cosas sobre la cena, pero no había tardado ni un minuto; por eso no se le había ocurrido que Ka pudiera estar esperándola. Así fue como Ka, ya en el comienzo de su relación, sintió que quedaba por debajo en el equilibrio de fuerzas al mostrarse más ansioso y frágil que ella. Y sus intentos de ocultar el sufrimiento de la espera por temor a exponer su debilidad le hacían caer en la falta de sinceridad. Pero ¿no quería estar enamorado precisamente para compartirlo todo? ¿No era acaso el amor el deseo de contarlo todo? De repente le contó a İpek a toda velocidad aquella cadena de razonamientos con la emoción de quien se confiesa.
—Olvida todo eso ahora —le dijo İpek—. He venido para hacer el amor contigo.
Se besaron y cayeron en la cama con una suavidad que a Ka le gustó mucho. Aquél era un momento de una felicidad milagrosa para Ka, que llevaba cuatro años sin hacer el amor con nadie. Por eso, más que entregarse a los placeres táctiles del momento que estaba viviendo, le llenaban la mente sus cavilaciones sobre lo hermoso que era aquel instante. Como le había ocurrido con las experiencias sexuales de su primera juventud, pensaba, más que en hacer el amor, en el hecho de estar haciéndolo él. En un primer momento aquello le protegió de una excitación excesiva. Al mismo tiempo comenzaron a pasar ante sus ojos, a toda velocidad y con una lógica poética cuyo secreto no acertaba a descubrir, ciertos detalles de las películas pornográficas a las que tan adicto se había vuelto en Frankfurt. Pero eso no era soñar con escenas pornográficas para excitarse mientras hacía el amor, justo al contrario, era como si celebrara la posibilidad de formar parte por fin de ciertas imágenes pornográficas que ocupaban continuamente su cabeza como puras fantasías. Por eso Ka sentía que la intensa excitación que estaba viviendo se dirigía no a İpek, sino a una mujer pornográfica y al milagro de que dicha mujer estuviera ahora en la cama con él. Sólo percibió a la verdadera İpek cuando le quitó la ropa a tirones y la dejó desnuda con torpeza y una brusquedad un poco salvaje. Tenía los pechos enormes, la piel de sus hombros y su cuello era muy suave y olía a algo curioso y extraño. La contempló a la luz de la nieve que llegaba del exterior y le dieron miedo sus ojos, que brillaban de vez en cuando. Sus ojos estaban muy seguros de sí mismos y a Ka le asustaba saber que İpek no era lo suficientemente frágil. Por eso le tiró del pelo haciéndole daño y, como le provocó placer, tiró aún más tercamente, la obligó a cosas más bien propias de la película pornográfica que tenía en la mente y se comportó con dureza siguiendo la música de un instinto inesperado. Al notar que aquello también a ella le gustaba, el sentimiento de victoria de su interior se convirtió en otro de fraternidad. La abrazó con todas sus fuerzas, como si no sólo quisiera protegerse a sí mismo de todas las miserias de Kars, sino también a ella. Pero decidiendo que no obtenía una reacción adecuada, se apartó de İpek. Mientras tanto, una parte de su mente estaba revisando, con una ecuanimidad que nunca habría esperado, su comportamiento y la armonía de sus acrobacias sexuales. Por eso, después de aquel momento de claridad en que se había alejado lo bastante de İpek, se aproximó a ella con violencia y quiso hacerle daño. Según ciertas notas que Ka tomó relativas a aquel coito, y que yo me considero obligado a compartir con mis lectores, cayeron violentamente el uno sobre el otro y el resto del mundo por fin quedó aparte. De nuevo según las notas de Ka, ya hacia el final İpek gritó que se daba por vencida y Ka, con la parte de su mente abierta a la paranoia y al miedo, pensó que quizá por eso le habían dado aquella habitación en el rincón más remoto del hotel y notó una sensación de soledad por el hecho de que hubieran podido obtener placer causándose daño mutuamente. De repente, en su cabeza aquel remoto pasillo y aquella aislada habitación se distanciaron del hotel y se situaron en un barrio alejado de la vacía ciudad de Kars. En aquella ciudad abandonada, cuyo silencio recordaba al momento posterior al fin del mundo, también nevaba.
Permanecieron largo rato tumbados en la cama mirando la nieve que caía fuera sin hablar. Ka a veces también veía caer la nieve en los ojos de İpek.