Ka intenta que Turgut Bey se adhiera al comunicado
Después de salir de la casa sin que nadie le viera, Ka pasó al mercado desde el patio al que daban los talleres. Entró en la minúscula mercería-papelería-tienda de casetes donde el día anterior había oído Roberta de Peppino di Capri e hizo que el pálido y cejijunto dependiente le fotocopiara la carta que Necip le había escrito a Kadife pasándosela página a página. Para eso tuvo que rasgar el sobre. Luego colocó las páginas originales en uno de esos sobres descoloridos y baratos, del mismo tipo que el auténtico, e imitando la letra de Necip escribió en él «Kadife».
Con la imagen de İpek ante los ojos, que le incitaba a luchar por su felicidad, mintiendo e intrigando si era necesario, echó a andar hacia el hotel con pasos rápidos. Volvía a nevar a grandes copos. Ka sintió en las calles la inquietud desmadejada de una tarde cualquiera. En la esquina entre las calles Camino del Palacio y Halitpaşa, a las que estrechaban los montones de nieve, un carro de carbón tirado por un caballo cansado había bloqueado el tráfico. Los limpiaparabrisas del camión que tenía detrás apenas alcanzaban a cumplir su función. Todos regresaban a sus casas, a su limitada felicidad, con bolsas de plástico en las manos, en el aire flotaba aquella melancolía tan propia de las plomizas tardes de invierno de su infancia, pero se sentía tan decidido como si el día acabara de comenzar.
Subió de inmediato a su habitación. Escondió las fotocopias de la carta de Necip en el fondo de su bolsa. Se quitó el abrigo y lo colgó. Se lavó las manos con un extraño cuidado. Siguiendo un instinto, se lavó también los dientes (era algo que hacía por las noches) y, creyendo que se le venía un nuevo poema, miró largo rato por la ventana. Por otra parte, se aprovechaba del calor del radiador que había bajo la ventana y en lugar de un poema acudían a su mente ciertos recuerdos de su infancia y juventud que había olvidado: el «asqueroso» que les había perseguido a su madre y a él una mañana de primavera en que habían salido a Beyoglu para comprar botones… Cómo desaparecía de la vista en la esquina de Nişantaşi el taxi que llevaba a sus padres al aeropuerto para su viaje por Europa… Cómo durante días le había dolido la barriga de amor después de que conociera en una fiesta en la Isla Grande a una chica alta, de pelo largo y ojos verdes, bailara con ella y luego no supiera cómo volver a encontrarla… Aquellos recuerdos no tenían relación entre sí y ahora Ka comprendía perfectamente que la vida, excepto enamorarse y ser feliz, sólo era una serie de momentos sin relevancia ni relación entre ellos.
Bajó con la decisión de alguien que lleva años planeando una visita y, con una sangre fría que a él mismo le sorprendió, llamó a la puerta blanca que separaba el vestíbulo de las habitaciones del propietario del hotel. Sintió que la criada kurda le recibía con el aire «medio misterioso, medio respetuoso» propio de una novela de Turgueniev. Al entrar en el salón en el que habían cenado la noche anterior vio que Turgut Bey e İpek estaban sentados hombro con hombro frente a la televisión en el largo diván que daba la espalda a la puerta.
—Kadife, ¿dónde estabas? Está empezando —dijo Turgut Bey.
A la luz pálida de la nieve que venía del exterior, la amplia habitación de techo alto de aquella antigua mansión rusa le pareció a Ka un lugar completamente distinto al de ayer por la noche.
Cuando padre e hija se dieron cuenta de que el que había entrado era Ka se inquietaron por un momento, como esas parejas cuya intimidad pisotea un extraño. Pero Ka se sintió feliz en cuanto vio que inmediatamente los ojos de İpek brillaban con una chispa. Se sentó en un sillón vuelto tanto hacia el padre y la hija como a la televisión encendida y vio sorprendido que İpek era aún más bella de lo que recordaba. Aquello hacía que aumentara el miedo de su corazón pero ahora creía que al fin acabaría siendo feliz con ella.
—Todas las tardes a las cuatro mis hijas y yo nos sentamos aquí para ver Marianna —dijo Turgut Bey con cierto bochorno pero también con una expresión de «yo no tengo por qué rendirle cuentas a nadie».
Marianna era una serie melodramática mexicana que uno de los grandes canales de televisión de Estambul ponía cinco días por semana y que gustaba mucho en toda Turquía. Marianna, la joven bajita, de enormes ojos verdes, simpática y coqueta que daba nombre a la serie, era una muchacha necesitada de clase baja a pesar de lo blanquísimo de su piel. Cuando se enfrentaba a situaciones difíciles, a acusaciones injustas, a amores no correspondidos, los espectadores recordaban muy bien el pasado de pobreza, de orfandad y de soledad de aquella Marianna de pelo largo y rostro inocente y entonces Turgut Bey y sus hijas, sentados juntitos como gatos en el sofá, se abrazaban con fuerza y mientras las hijas apoyaban la cabeza en los hombros o en el pecho de su padre por ambos lados, a todos se les escapaba un par de lágrimas. Como a Turgut Bey le avergonzaba haberse aficionado de tal manera a una serie melodramática, de vez en cuando llamaba la atención sobre la pobreza de Marianna y de México, decía que aquella muchacha estaba librando su propia guerra contra los capitalistas y, en ocasiones, le gritaba a la pantalla: «¡Aguanta, hija mía, que llega ayuda de Kars!». Entonces sus hijas sonreían ligeramente con los ojos llenos de lágrimas.
Al comenzar la serie apareció una sonrisa en la comisura de los labios de Ka. Pero frunció el ceño en cuanto su mirada se cruzó con la de İpek y comprendió que su gesto no le había gustado.
En la primera tanda de anuncios Ka le expuso a Turgut Bey con rapidez y gran confianza en sí mismo la cuestión del comunicado conjunto y consiguió atraer su atención en poco tiempo. Turgut Bey estaba sobre todo contento con que le hubieran concedido tanta importancia. Le preguntó a Ka de quién había sido la idea del comunicado y cómo era que habían sugerido su nombre.
Ka le contestó que había sido él quien había tomado dicha decisión a la luz de las entrevistas que había mantenido con los periodistas demócratas de Alemania. Turgut Bey le preguntó cuántos ejemplares vendía el Frankfurter Rundschau y si Hans Hansen era o no un «humanista». Con la intención de preparar a Turgut Bey con respecto a Azul, Ka lo describió como un peligroso integrista que había comprendido la importancia de ser demócrata. Pero el otro no le dio la menor importancia a aquello, dijo que el echarse en brazos de la religión era una consecuencia de la pobreza y le recordó que aunque no creyera en la causa de su hija y sus compañeros, la respetaba. Con el mismo espíritu le dijo que también sentía respeto por el joven nacionalista kurdo, fuera quien fuese, y le confesó que si él mismo fuera hoy un joven kurdo en Kars, sin duda sería nacionalista como reacción. Parecía que estuviera en uno de esos momentos entusiastas en los que ofrecía ayuda a Marianna. «Está mal decirlo en público, pero estoy en contra de los golpes militares», añadió excitado. Ka le calmó explicándole que, al fin y al cabo, el comunicado no se iba a publicar en Turquía. Luego le dijo que la única manera de que la reunión fuera segura sería celebrarla en el cuartillo del piso superior del hotel Asia y que podrían entrar al hotel sin ser vistos saliendo por la puerta de atrás del pasaje y cruzando el patio que daba a la puerta trasera de la tienda que había justo al lado.
—Hay que demostrar al mundo que en Turquía también hay auténticos demócratas —le contestó Turgut Bey. Acabó con la conversación a toda velocidad porque la serie iba a continuar. Antes de que Marianna apareciera en la pantalla miró el reloj y preguntó—: ¿Dónde estará Kadife?
Ka, como el padre y la hija, contempló la serie en silencio.
En cierto momento Marianna, ardiendo de amor, subió las escaleras y, una vez segura de que nadie la veía, abrazó a su amado. No se besaron, pero hicieron algo que afectó a Ka mucho más: se abrazaron con todas sus fuerzas. En el largo silencio Ka comprendió que toda Kars, las amas de casa que habían vuelto del mercado y sus maridos, las jóvenes de secundaria y los ancianos jubilados, estaba viendo aquella serie y que no sólo las tristes calles de Kars, sino también las de toda Turquía estaban completamente vacías a causa de ella y se dio cuenta al mismo tiempo de que el sarcasmo de intelectual, las preocupaciones políticas y las pretensiones de superioridad cultural que hacían que viviera una vida estéril alejada del sentimentalismo al que inducía aquella serie eran consecuencia de su propia estupidez. Estaba seguro de que Azul y Kadife se habían retirado a un rincón después de haber hecho el amor y de que ahora mismo estaban tumbados abrazados el uno al otro viendo Marianna rebosantes de amor.
Cuando Marianna le dijo a su amado «Toda mi vida he esperado este momento», Ka sintió que no era casualidad que aquellas palabras reflejaran lo que él mismo pensaba. Intentó mirar a İpek a los ojos. Su amada tenía la cabeza apoyada en el pecho de su padre, los ojos enormes nublados de pena y amor clavados en la pantalla y se abandonaba deseosa a los sentimientos que le ofrecía la serie.
—No obstante, estoy muy preocupado —dijo el apuesto amado de cara limpia de Marianna—. Mi familia nunca permitirá que estemos juntos.
—Mientras nos amemos no tenemos nada que temer —le respondió optimista Marianna.
—Pero, hija, ¡si tu verdadero enemigo es ese tipo! —les interrumpió Turgut Bey.
—Quiero que me ames sin miedo —dijo Marianna.
Ka, mirando con insistencia a los ojos de İpek, consiguió que se cruzaran sus miradas con la suya, pero ella rehuyó la suya rápidamente. Cuando llegó otra tanda de anuncios se volvió a su padre:
—Papá —dijo—. En mi opinión es peligroso que vaya al hotel Asia.
—No te preocupes —contestó Turgut Bey.
—Usted es quien se ha pasado años diciendo que le trae mala suerte salir a las calles de Kars.
—Sí, pero si no voy allí debe ser por una cuestión de principios y no por miedo —respondió Turgut Bey, y se volvió hacia Ka—. La pregunta es ésta: yo, ahora, como comunista, modernizador, laicista, demócrata y patriota, ¿debo creer ante todo en la ilustración del pueblo o en la voluntad popular? Porque si creo hasta el fin en la Ilustración y en la Occidentalización, me veo obligado a apoyar este golpe militar realizado contra los integristas. Si por el contrario soy un demócrata auténtico y sin adulterar y creo ante todo en la voluntad popular, entonces debo ir a firmar ese comunicado. ¿En qué cree usted?
—Póngase de parte de los oprimidos y vaya a firmar el comunicado —contestó Ka.
—No basta con estar oprimido, también hay que tener razón. Y la mayoría de los oprimidos están equivocados hasta la estupidez. ¿En qué creemos?
—Él no cree en nada —dijo İpek.
—Todo el mundo cree en algo —replicó Turgut Bey—. Dígame lo que piensa, por favor.
Ka intentó explicarle a Turgut Bey que si firmaba el comunicado, habría un poco más de democracia en Kars. Ahora sentía preocupado que había muchas posibilidades de que İpek no quisiera ir con él a Frankfurt y temía no poder convencer con su sangre fría a Turgut Bey de que saliera del hotel. También notó en su interior la sensación mareante de libertad que le daba el decir sin creérselas las mismas cosas en las que había creído. Mientras musitaba lugares comunes sobre el comunicado, la democracia y los derechos humanos, vio en los ojos de İpek una luz que demostraba que no creía lo más mínimo en lo que estaba diciendo. Pero no era una luz reprobatoria y moralista, justo al contrario, era provocativa y estaba impregnada de sexualidad. Le decía: «Sé que estás diciendo todas estas mentiras porque me deseas». Y así Ka, después de haber descubierto la importancia de los sentimientos melodramáticos, decidió que había encontrado otra enorme verdad que nunca había comprendido en su vida: los hombres que no creen en otra cosa que en el amor pueden resultar muy atractivos a ciertas mujeres… Con la emoción de aquel nuevo descubrimiento, pronunció un largo discurso sobre los derechos humanos, la libertad de pensamiento, la democracia y otras cuestiones parecidas. Mientras repetía las ideas sobre los derechos humanos que trivializan a fuerza de insistir en ellas algunos intelectuales europeos ligeramente entontecidos de puro bienintencionados y sus imitadores turcos con la emoción de hacer el amor con ella, clavó su mirada en los ojos de İpek.
—Tiene razón —dijo Turgut Bey al acabarse los anuncios—. ¿Dónde está Kadife?
Cuando la serie comenzó de nuevo, Turgut Bey estaba nervioso, quería ir al hotel Asia, pero también le daba miedo. Mientras veían Marianna habló lentamente, con la melancolía de un anciano perdido entre la fantasía y la memoria, de los recuerdos políticos de su juventud, de su miedo de ir a la cárcel y de la responsabilidad de los seres humanos. Ka comprendió que İpek estaba dolida con él por haber arrastrado a su padre a aquella inquietud y a aquel miedo, pero que también le admiraba hasta cierto punto por haberle convencido. No le importó que le rehuyera la mirada ni le ofendió que al terminar la serie abrazara a su padre y le dijera: «No vaya si no quiere, bastante ha sufrido ya por los demás».
Ka vio una sombra en el rostro de İpek, pero se le vino a la mente un nuevo y alegre poema. Se sentó en silencio en la silla que había junto a la puerta de la cocina, en la que hasta poco antes había estado sentada la señora Zahide llorando mientras veía Marianna, y escribió optimista el poema que se le había venido.
Al terminar por completo el poema, que mucho más tarde y quizá irónicamente titularía «Seré feliz», Kadife entró a toda velocidad sin verle. Turgut Bey se levantó de un salto, la abrazó, la besó y le preguntó dónde había estado y por qué tenía las manos tan frías. Una lágrima descendía por su mejilla. Kadife le respondió que había ido a casa de Hande. Se le había hecho tarde y, como no quería perderse Marianna, la había estado viendo allí hasta el final. «¿Y qué tal nuestra chica?», preguntó Turgut Bey (se refería a Marianna), pero sin esperar la respuesta de Kadife, pasó al otro asunto que le atenazaba incómodamente y expuso con rapidez todos los argumentos de Ka.
Kadife no sólo actuó como si fuera la primera vez que oía hablar de aquel asunto, sino que además hizo como si le sorprendiera mucho que Ka estuviera allí cuando se dio cuenta de su presencia en el otro extremo de la habitación. «Me alegro mucho de verle aquí», dijo intentando taparse la cabeza descubierta, pero sin hacerlo por fin se sentó frente al televisor y comenzó a darle consejos a su padre. La pose de sorpresa de Kadife era tan convincente que, cuando empezó a convencer a Turgut Bey de que firmara el comunicado y acudiera a la reunión, Ka pensó que también estaba actuando con su padre. Teniendo en cuenta que Azul quería que el comunicado tuviera una forma que permitiera su publicación en el extranjero, sus sospechas podrían haber sido ciertas, pero Ka comprendió por el miedo que aparecía en el rostro de İpek que además había otra razón.
—Yo también le acompañaré al hotel Asia, papá —dijo Kadife.
—No quiero que te metas en problemas por mi causa —replicó Turgut Bey con un tono sacado de las series que veían juntos y de las novelas que habían leído juntos.
—Papá, puede que complicarse en este asunto sea asumir un riesgo innecesario —dijo İpek.
Ka sintió que İpek, mientras hablaba con su padre, también le estaba diciendo algo a él, en realidad en aquella habitación todos hablaban con dobles sentidos, y que al rehuirle la mirada a veces para clavársela en otras simplemente pretendía acentuarlo. Sólo mucho después se daría cuenta de que todas las personas que había conocido en Kars, a excepción de Necip, hablaban con dobles sentidos en una armonía instintiva y se preguntaría si tendría relación con la pobreza, con el miedo, con la soledad o con la trivialidad de la vida. Ka podía ver que diciendo «Papá, no vaya» en realidad İpek le estaba provocando y que hablando del comunicado y de la devoción por su padre, Kadife en realidad expresaba su devoción por Azul.
Así fue como decidió intervenir en lo que luego llamaría «la conversación con dobles sentidos más profunda de mi vida». Percibía con claridad que si ahora era incapaz de convencer a Turgut Bey de que saliera del hotel nunca podría acostarse con İpek, podía leerlo en la desafiante mirada de ella, y decidió que aquélla era la última oportunidad de su vida para ser feliz. En cuanto empezó a hablar percibió que las palabras y las ideas necesarias para convencer a Turgut Bey eran las mismas que habían provocado que desperdiciara su vida en vano. Eso despertó en él el deseo de vengarse de aquellos ideales izquierdistas de su juventud que ahora, sin ni siquiera darse cuenta, estaba olvidando. Pero mientras hablaba de hacer algo por los demás, de sentirse responsable por la pobreza y los problemas del país, de la decisión de civilizar y de unos imprecisos sentimientos de solidaridad con el único objetivo de convencer a Turgut Bey, tuvo un inesperado momento de sinceridad. Recordó el entusiasmo izquierdista de su juventud, su decisión de no ser un vulgar y desastroso burgués turco como los demás, su deseo de vivir entre libros e ideas. Y así le repitió a Turgut Bey con el entusiasmo de los veinte años las mismas creencias que tanto habían entristecido a su madre, que se oponía, con toda la razón, a que su hijo fuera poeta, y que le habían arruinado la vida exiliándole por fin a un nido de ratas en Frankfurt. Y por otra parte sentía que la violencia de sus palabras para İpek también significaba «quiero hacer el amor contigo con esta misma violencia». Pensaba que aquellas consignas izquierdistas por las que había desperdiciado su vida acabarían por servir para algo y que gracias a ellas podría hacer el amor con İpek; y eso al mismo tiempo en que se daba cuenta de que ya no creía lo más mínimo en ellas y en que pensaba que la mayor felicidad en la vida sería poder abrazar a alguna muchacha bella e inteligente y escribir poesía en un rincón.
Turgut Bey dijo que iría a la reunión en el hotel Asia «ahora mismo». Se fue a su habitación, acompañado por Kadife, para vestirse y prepararse.
Ka se acercó a İpek, que seguía sentada en el mismo rincón desde el que había estado viendo la televisión con su padre. Por su postura parecía que todavía se apoyara en él.
—Te espero en mi habitación —susurró Ka.
—¿Me quieres? —dijo İpek.
—Te quiero mucho.
—¿De verdad?
—De verdad.
Guardaron silencio un rato. Ka, siguiendo la mirada de İpek, echó un vistazo por la ventana. Había comenzado a nevar de nuevo. La farola que había frente al hotel estaba encendida y daba la impresión, a pesar de que iluminaba los gruesos copos, de estarlo en vano porque la oscuridad no había caído del todo.
—Tú sube a tu habitación. Yo iré en cuanto se vayan —le dijo İpek.