26. La razón de que estemos tan comprometidos con Dios no es nuestra pobreza

La declaración de Azul para todo Occidente

Tumbado en el carro, cuyas ruedas lo mecían dulcemente sobre la nieve, a Ka comenzaban a venírsele nuevos versos a la cabeza cuando se montaron en la acera con una sacudida y se detuvieron un poco más allá. Al levantar el carretero la lona tras un largo silencio en el que encontró nuevos versos, Ka vio un patio vacío cubierto de nieve rodeado por talleres de automóviles y de soldadores y con un tractor averiado. Un perro negro que estaba encadenado en un rincón también vio a la pareja surgiendo de la lona y les dijo guau guau guau.

Cruzaron una puerta de nogal y al pasar una segunda, Ka se encontró a Azul mirando el patio nevado por la ventana. Su pelo castaño con una ligera tonalidad pelirroja, las pecas de su cara y el azul de sus ojos le sorprendieron a Ka tanto como en su primer encuentro. La sobriedad del cuarto y ciertos objetos (el mismo cepillo del pelo, la misma bolsa de mano a medio abrir y el mismo cenicero de plástico con figurillas otomanas a los lados en el que ponía Electricidad Ersin) casi le dieron la impresión a Ka de que Azul no había cambiado de casa aquella noche. Pero Ka vio en su rostro la sonrisa fría de quien va había asumido todo lo que había ocurrido desde el día anterior y comprendió de inmediato que se felicitaba a sí mismo por haber escapado de los golpistas.

—Ya no podrás escribir sobre las jóvenes que se suicidan —dijo Azul.

—¿Por qué?

—Tampoco los militares quieren que se escriba sobre eso.

—Yo no soy el portavoz de los militares —respondió Ka cuidadosamente.

—Lo sé.

Se observaron mutuamente durante un tenso instante.

—Ayer me dijiste que podrías escribir algún artículo sobre las jóvenes suicidas en la prensa occidental —prosiguió Azul.

Ka se avergonzó de aquella mentirijilla.

—¿En qué periódico occidental? —preguntó Azul—. ¿En qué periódico alemán tienes conocidos?

—En el Frankfurter Rundschau —respondió Ka.

—¿Quién es?

—Un periodista alemán demócrata.

—¿Cómo se llama?

—Hans Hansen —contestó Ka envolviéndose en el abrigo.

—Tengo una declaración contra el golpe militar para Hans Hansen —dijo Azul—. No tenemos demasiado tiempo, quiero que la escribas ahora mismo. Ka comenzó a tomar notas en la parte de atrás de su cuaderno de poesías.

Azul dijo que desde el golpe en el teatro hasta ese momento habían muerto al menos ochenta personas (el número real, incluidos los que habían caído en el teatro, era diecisiete), describió los asaltos a casas y escuelas, cómo los tanques habían derribado nueve (en realidad cuatro) edificios en los barrios de construcciones ilegales irrumpiendo en ellos, las muertes bajo la tortura de algunos estudiantes y unos enfrentamientos en las callejas de los que Ka no sabía nada; pasando por los sufrimientos de los kurdos sin detenerse demasiado en ellos, exageró los de los islamistas y afirmó que el alcalde y el director de la Escuela de Magisterio habían sido asesinados por el Estado para crear las condiciones propicias para el golpe. En su opinión, todo aquello se había hecho «para impedir que los islamistas ganaran unas elecciones democráticas». Mientras Azul, para demostrar la verdad de lo que decía, le explicaba cómo se habían prohibido las actividades de los partidos políticos y asociaciones y otros detalles parecidos, Ka miró a los ojos a Kadife, que le escuchaba con admiración, y en el margen de aquellas páginas que luego arrancaría de su cuaderno de poesía dibujó unos bocetos que demostraban que estaba pensando en İpek: el cuello y el pelo de una mujer, detrás una casa infantil de cuya chimenea infantil salía un humo infantil… Ka me había dicho mucho antes que un buen poeta sólo tiene que girar alrededor de las poderosas verdades que encuentra ciertas pero en las que teme creer porque estropearían su poesía y que es precisamente la música oculta de aquellos giros lo que forma su arte.

A Ka le gustaban tanto algunas de las frases de Azul como para transcribirla palabra por palabra:

—La razón de que aquí estemos tan comprometidos con nuestro Dios no e que seamos pobres, como piensan los occidentales, sino que tenemos más curiosidad que nadie por saber qué es lo que hacemos en este mundo y por lo que ocurrirá en el más allá.

Pero en sus frases finales, en lugar de descender a las raíces de dicha curiosidad y explicar qué es lo que hacemos en este mundo, Azul interpeló a Occidente:

—El Occidente, que al parecer cree más en la democracia, su gran descubrimiento, que en la palabra de Dios, ¿se opondrá a este golpe militar antidemocrático en Kars? —preguntó con un gesto ampuloso—. ¿O lo importante no son la democracia, la libertad y los derechos humanos sino que el resto de mundo imite a Occidente como monos? ¿Puede soportar Occidente que unos enemigos suyos que no se le parecen en nada alcancen la democracia? También quiero dirigirme al resto del mundo, a lo que está fuera de Occidente: hermanos, no estáis solos… —calló por un momento—. Pero ¿publicará su amigo del Frankfurte Rundschau esta noticia completa?

—Queda un poco feo hablar de Occidente como si fuera una sola persona, como si sólo hubiera un punto de vista —respondió Ka cuidadosamente.

—Eso creo yo también, pero —dijo por fin Azul— sólo hay un Occidente, tienen un único punto de vista. El otro lo representamos nosotros.

—De todas maneras, así no es como viven en Occidente —dijo Ka—. Al contrario que aquí, allí la gente no está orgullosa de pensar como todos los demás. Todos, hasta el tendero más vulgar, presumen de tener sus opiniones personales. Por eso, si en lugar de decir Occidente decimos los demócratas occidentales, llegaremos mejor a la conciencia de la gente de allí.

—Muy bien, hágalo usted como mejor sepa. ¿Hace falta alguna otra corrección para que se publique?

—Con el llamamiento final, más que una noticia esto se convierte en un interesante comunicado con características de noticia —dijo Ka—. Pondrán su firma abajo… Quizá unas palabras de presentación sobre usted…

—Ya las he preparado —contestó Azul—. Basta con que digan que soy uno de los principales islamistas de Turquía y Oriente Medio.

—Así no lo puede publicar Hans Hansen.

—¿Cómo?

—Porque, para ellos, publicar un comunicado de sólo un islamista turco en el socialdemócrata Frankfurter Rundschau sería tomar partido.

—Así que cuando algo no sirve a los intereses del señor Hans Hansen, ésa es la manera que tiene de quitárselo de encima —dijo Azul—. ¿Qué tenemos que hacer para convencerle?

—Aunque los demócratas alemanes se opusieran a un golpe militar en Turquía, a uno de verdad, no a un golpe teatral, al final les incomodaría que la gente a la que apoyan fueran los islamistas.

—Sí, todos esos nos tienen miedo —dijo Azul.

Ka fue incapaz de descubrir si lo decía con orgullo o si era que se quejaba de ser un incomprendido.

—Por eso —prosiguió Ka—, si un antiguo comunista, un liberal o un nacionalista kurdo también lo firma, el Frankfurter Rundschau podría publicar tranquilamente el comunicado.

—¿Cómo?

—Podemos preparar de inmediato un comunicado conjunto con otras dos personas que encontremos en Kars —dijo Ka.

—No voy a beber vino para agradar a los occidentales —replicó Azul—. No voy a esforzarme en parecerme a ellos para que no me tengan miedo y así puedan ver lo que estoy haciendo. Y no voy a hacer reverencias ante la puerta de ese señor occidental Hans Hansen para que los ateos infieles nos tengan pena. ¿Quién es ese Hans Hansen? ¿Por qué pone tantas condiciones? ¿Es judío?

Se produjo un silencio. Al darse cuenta de que Ka pensaba que había hecho un comentario de lo más incorrecto, Azul le miró por un instante con odio.

—Los judíos son los mayores oprimidos de este siglo —añadió—. Antes de hacer ningún cambio en mi declaración quiero conocer a ese Hans Hansen. ¿Cómo se conocieron?

—Un amigo turco me dijo que el Frankfurter Rundschau iba a publicar un reportaje sobre Turquía y que el autor quería hablar con alguien que supiera del tema.

—¿Y por qué Hans Hansen no le preguntó a ese amigo turco tuyo y te preguntó a ti?

—Ese amigo turco sabía del tema menos que yo…

—Y cuál era el tema te lo voy a decir yo —dijo Azul—. La tortura, la opresión, las condiciones de las cárceles, cosas que sirvieran para humillarnos.

—Puede, en Malatya los estudiantes de Imanes y Predicadores habían matado a un ateo —replicó Ka.

—No recuerdo ningún suceso parecido —dijo Azul examinándole atentamente—. Por muy miserables que sean esos supuestos islamistas que matan a un pobre ateo para salir en televisión enorgulleciéndose de ello, igual de infames son los orientalistas que exageran la noticia diciendo que han muerto diez o quince personas para difamar al movimiento islamista en el mundo. Si el señor Hans Hansen es así, será mejor que nos olvidemos de él.

—Hans Hansen me preguntó sobre la Unión Europea y Turquía. Contesté a sus preguntas. Una semana más tarde me llamó por teléfono. Me invitó a cenar a su casa.

—¿Así, de repente?

—Sí.

—Muy sospechoso. ¿Qué viste en su casa? ¿Te presentó a su mujer? Ka vio que Kadife, sentada junto a las cortinas completamente echadas, escuchaba ahora toda oídos.

—Bueno, Hans Hansen tenía una familia feliz —dijo Ka—. Una tarde, al salir del periódico, Herr Hansen me recogió del Bahnhof. Media hora después llegamos a una bonita y luminosa casa en medio de un jardín. Se portaron muy bien conmigo. Comimos pollo al horno con patatas. Su mujer primero hirvió las patatas y luego las asó en el horno.

—¿Cómo era su mujer?

Ka se imaginó a Hans Hansen, el dependiente de Kaufhof.

—Ingeborg y los niños eran tan rubios y guapos como rubio, ancho de hombros y apuesto era Hans Hansen.

—¿Había algún crucifijo en las paredes?

—No me acuerdo. No, no lo había.

—Lo había, pero no te fijaste —dijo Azul—. Al contrario de lo que imaginan nuestros ateos admiradores de Europa, todos los intelectuales europeos son muy fieles a su religión, a sus cruces. Pero cuando nuestra gente regresa a Turquía no habla de eso porque lo que les interesa es demostrar que la superioridad tecnológica de Occidente es una victoria del ateísmo… Cuéntame lo que viste, de qué hablasteis.

—Herr Hansen es un amante de la literatura a pesar de que en el Frankfurter Rundschau trabaja en la sección de internacional. Acabamos charlando de poesía.

Hablamos de poetas, de países, de cuentos. Ni me di cuenta de cómo pasaba el tiempo.

—¿Les dabas pena? ¿Te demostraban afecto por ser turco, por ser un miserable, solitario y pobre refugiado político, porque los jóvenes alemanes borrachos que se aburren se dedican a dar palizas a los turcos solos y desamparados como tú?

—No lo sé. Nadie me presionaba.

—Aunque no te presionaran ni te demostraran que te tenían pena, el hombre siempre tiene en su corazón el deseo de ser compasivo. En Alemania hay decenas de miles de intelectuales que han convertido ese deseo en su manera de ganarse el pan.

—La familia de Hans Hansen, sus hijos, eran todos buenas personas. Agradables y dulces. Quizá no hicieron sentir que se compadecían de mí de puro educados que eran. Me gustaron. Y si me hubieran tenido pena no me habría importado.

—O sea, ¿que esa situación no te resultaba humillante?

—Puede que sí, pero de todas formas fui muy feliz con ellos aquella noche.

Las lámparas que había a los lados de la mesa tenían una luz anaranjada muy agradable… Los tenedores y los cuchillos eran de un tipo que nunca había visto, pero no tan raros como para resultar incómodos… La televisión estaba permanentemente encendida y de vez en cuando le echaban un vistazo, y eso me hizo sentirme en casa. A veces, como veían que mi alemán no me bastaba, me daban explicaciones en inglés. Después de cenar los niños les hicieron algunas preguntas sobre sus clases a sus padres y ellos los besaron antes de que se fueran a acostar. Me sentía tan cómodo que al final de la cena me serví un segundo trozo de pastel. Nadie se dio cuenta, pero, si lo hicieron, lo encontraron natural. Luego pensé mucho en eso.

—¿Qué tipo de tarta era? —preguntó Kadife.

—Una tarta vienesa de higos y chocolate.

Hubo un silencio.

—¿De qué color eran las cortinas? —volvió a preguntar Kadife—. ¿Qué diseños tenían?

—Eran blanquecinas o crema —respondió Ka haciendo como si tratara de recordar—. Tenían pececitos, flores, osos y frutas de todos los colores.

—O sea, ¿como una tela para niños?

—No, porque también tenía un aspecto muy serio. Tengo que decir que aunque eran felices tampoco se reían innecesariamente cada dos por tres como hacemos nosotros. Eran muy serios. Quizá por eso eran felices. Para ellos la vida era un asunto serio para el que hacía falta responsabilidad. No un empeño a ciegas ni un amargo examen como lo es para nosotros. Pero esa seriedad era algo lleno de vida, positivo. Poseían una felicidad colorida y medida, como los osos y los peces de las cortinas.

—¿De qué color era el mantel? —preguntó Kadife.

—No me acuerdo —contestó Ka y se sumió en sus pensamientos como si estuviera intentando recordar.

—¿Cuántas veces fuiste allá? —dijo Azul con un ligero enfado.

—Aquella noche fui tan feliz allí que me habría gustado mucho que me volvieran a invitar. Pero Hans Hansen no me invitó más.

El perro encadenado del patio ladró largo rato. Ahora Ka veía tristeza en la cara de Kadife y un airado desprecio en la de Azul.

—Pensé muchas veces en llamarles por teléfono —prosiguió tercamente—. A veces pensaba que Hans Hansen podía haberme llamado para invitarme de nuevo a cenar pero que no me había encontrado en casa, a duras penas me contenía para no irme de la biblioteca y no volver a casa corriendo. Aquel precioso espejo de la estantería, los sillones cuyo color he olvidado, creo que eran amarillo limón, el que me preguntaran «¿Así está bien?» mientras cortaban el pan sobre la tabla en la mesa (ya saben que los europeos comen mucho menos pan que nosotros), aquellos hermosos paisajes de los Alpes en las paredes sin crucifijos; me habría gustado mucho ver de nuevo todo aquello.

Ahora Ka veía que Azul le miraba con una abierta repugnancia.

—Tres meses después un amigo me trajo nuevas noticias de Turquía —continuó Ka—. Con la excusa de darle aquellas noticias de horribles torturas, de opresión y tiranía, llamé por teléfono a Hans Hansen. Me escuchó con atención, de nuevo muy atento y educado. Incluso salió una pequeña noticia en el periódico. A mí aquellas noticias de tortura y muertes no me importaban. Yo quería que me volviera a invitar. Pero no lo hizo. A veces me apetece escribirle una carta para preguntarle en qué me equivoqué y por qué no me volvió a llamar.

A Azul no le calmó el que Ka pareciera sonreír ante su triste situación.

—Ahora tendrá una nueva excusa para llamarle —le dijo irónicamente.

—Pero para que la noticia salga en el periódico, tenemos que preparar un comunicado conjunto que sea aceptable para los estándares alemanes —dijo Ka.

—¿Y quiénes serán el nacionalista kurdo y el liberal comunista con los que tengo que redactar un comunicado?

—Si lo que teme es que le salgan policías, proponga usted los nombres —contestó Ka.

—Hay muchos jóvenes kurdos con el corazón lleno de furia por lo que les han hecho a sus compañeros de clase del Instituto de Imanes y Predicadores. Sin la menor duda, un periodista occidental apreciará más a un nacionalista kurdo ateo que a uno islamista. En el comunicado un joven estudiante puede representar a los kurdos.

—Bien, busquen ustedes a ese joven estudiante —dijo Ka—. Puedo asegurarle que el Frankfurter Rundschau lo aceptará.

—Por supuesto, al fin y al cabo usted es el representante de Occidente entre nosotros —replicó Azul sarcásticamente.

—Para el antiguo comunista-nuevo demócrata —continuó Ka sin hacerle el menor caso—, Turgut Bey es la persona más adecuada.

—¿Mi padre? —dijo Kadife inquieta.

Como Ka asintió, Kadife replicó que su padre no saldría nunca de casa.

Comenzaron a hablar todos a la vez. Azul intentaba explicar que Turgut Bey, como todos los antiguos comunistas, en realidad no era un demócrata y que había recibido con alegría el golpe militar porque había intimidado a los islamistas pero que hacía como si se opusiera a él para no mancillar su imagen de izquierdista.

—¡Mi padre no es un numerero! —replicó Kadife.

Por el temblor de su voz y por el brillo de ira que surgió de repente en los ojos de Azul, Ka comprendió de inmediato que estaban en el umbral de una discusión que debía haberse repetido ya muchas veces entre ambos. Ka también comprendió que, como las parejas hartas de discutir, se había agotado en ellos incluso el deseo de esforzarse por ocultarlo ante desconocidos. Vio en Kadife la determinación de contestar a cualquier precio tan típica de las mujeres maltratadas y enamoradas y en Azul, junto a un gesto de orgullo, una extraordinaria ternura.

Pero de repente todo cambió y en la mirada de Azul apareció una resolución absoluta.

—¡Tu padre, como todos los ateos farsantes y los pro-gres izquierdistas que tanto admiran Europa, en realidad es un numerero que odia al pueblo! Kadife agarró el cenicero de plástico de Electricidad Ersin y se lo tiró a Azul. Pero, quizá a propósito, no apuntó bien: el cenicero dio en el paisaje veneciano del calendario colgado en la pared y cayó al suelo silenciosamente.

—Además, tu padre se hace el loco con que su hija sea la amante secreta de un islamista radical —añadió Azul.

Kadife se echó a llorar después de golpear suavemente con los puños el hombro de Azul. Mientras Azul la sentaba en la silla que había a un lado, ambos hablaban con un tono tan artificial que Ka casi estuvo a punto de creerse que todo era una representación teatral preparada para impresionarle.

—Retira lo que has dicho —dijo Kadife.

—Lo retiro —contestó Azul como si consolara cariñosamente a un niño que llora—. Y para probarlo, acepto firmar un comunicado con tu padre sin que me importe que sea alguien que se pasa el día haciendo chistes impíos. Pero como todo esto puede ser una trampa que nos ha preparado el representante de Hans Hansen —no sonrió a Ka—, yo no puedo ir a vuestro hotel. ¿Me entiendes, cariño?

—Y mi padre tampoco sale del hotel —dijo Kadife con una voz de niña mimada que sorprendió a Ka—. Le desmoraliza la pobreza de Kars.

—Convénzalo y que salga, Kadife —dijo Ka dándole a su voz un colorido oficial que nunca antes había utilizado hablando con ella—. La nieve lo ha cubierto todo —sus miradas se cruzaron.

—Muy bien —contestó Kadife comprendiéndolo por fin—. Pero antes de convencerle de que salga del hotel habrá que persuadirle de que firme el mismo texto que un islamista y un nacionalista kurdo. ¿Quién lo va a hacer?

—Yo lo haré —dijo Ka—. Y usted me ayudará.

—¿Y dónde se van a encontrar? —preguntó Kadife—. ¿Y si por esta tontería detienen a mi padre y lo meten otra vez en la cárcel a su edad?

—No es una tontería —replicó Azul—. Si en la prensa europea sale un par de noticias, Ankara les dará un tirón de orejas a los de aquí y los pararán un poco.

—La cuestión no es tanto que publiquen la noticia en los periódicos europeos como que publiquen tu nombre —le respondió Kadife.

Ka sintió respeto por Azul cuando vio que conseguía reaccionar ante aquello sonriendo con tolerancia y dulzura. Era la primera vez que se le venía a la cabeza que si el Frankfurter Rundschau publicaba su declaración, los pequeños periódicos islamistas de Estambul traducirían la noticia exagerándola y presumiendo de ella.

Eso significaba que a Azul le conocerían en toda Turquía. Se produjo un largo silencio. Kadife había sacado un pañuelo y se secaba los ojos. Ka sintió que en cuanto se fuera, aquellos dos enamorados primero discutirían y luego harían el amor. ¿Querían que se fuera ya? Un avión pasaba muy alto. Todos clavaron la mirada en el cielo que se veía por la parte de arriba de la ventana y escucharon.

—La verdad es que por aquí nunca pasa ningún avión —dijo Kadife.

—Están ocurriendo cosas extraordinarias —dijo Azul sonriendo luego ante su propia paranoia, pero le encolerizó ver que Ka se adhería a su sonrisa—. Dicen que aunque estamos a mucho menos de veinte bajo cero las autoridades insisten en los veinte bajo cero —miró a Ka como si le desafiara.

—Me gustaría llevar una vida normal —dijo Kadife.

—Le has dado la patada a una vida burguesa normal —contestó Azul—. Eso es lo que te hace ser una persona tan excepcional.

—Yo no quiero ser excepcional. Quiero ser como todo el mundo. De no ser por el golpe quizá me hubiera descubierto la cabeza y por fin habría sido como los demás.

—Aquí todo el mundo se cubre la cabeza —dijo Azul.

—No es verdad. En mi ambiente, la mayor parte de las mujeres con estudios como yo no se la cubren. Si todo consiste en ser una más, como las otras, la verdad es que me he alejado bastante de las que son como yo al cubrirme la cabeza. Ahí hay una cuestión de orgullo que no me gusta nada.

—Pues entonces descúbrete la cabeza mañana —dijo Azul—. Todos lo verán como un triunfo del golpe militar.

—Todos saben que, al contrario que tú, no vivo según lo que piensan los demás —contestó Kadife con la cara rojísima de puro placer.

Azul también sonrió con dulzura ante aquello, pero Ka pudo ver por su expresión que esta vez usaba toda su fuerza de voluntad para conseguirlo. Y Azul vio que Ka se daba cuenta. Eso condujo a los dos hombres a un lugar en el que nunca hubieran querido estar de testigos juntos, al umbral de la intimidad entre Azul y Kadife. Ka sintió que mientras Kadife se ponía gallita con una voz medio colérica y exponía abiertamente su intimidad con Azul para así herirle en lo más sensible, al mismo tiempo sumía a Ka en un sentimiento de culpabilidad por ser testigo de aquello. ¿Por qué se le vino ahora a la cabeza la carta de amor que Necip le había escrito a Kadife y que llevaba en el bolsillo desde la noche anterior?

—En los periódicos nunca salen los nombres de las mujeres maltratadas o expulsadas de la escuela por culpa del velo —dijo Kadife con el mismo tono de estar cegada por la ira—. En los periódicos, en lugar de las mujeres a las que el velo ha arruinado la vida, siempre sacan fotografías de islamistas provincianos, recelosos y estúpidos que hablan por ellas. Y la mujer musulmana sólo sale en los periódicos si su marido es alcalde o algo parecido y porque está a su lado en ceremonias y fiestas. Por eso es por lo que lamentaría más aparecer en esos periódicos que no hacerlo. En realidad me dan pena estos pobres hombres que tanto se afanan por destacar mientras nosotras sufrimos lo indecible para proteger nuestra intimidad. Por eso creo que es necesario que se escriba un artículo sobre las muchachas que se han suicidado. Además, creo que también tengo derecho a entregarle a Hans Hansen un comunicado.

—Estaría muy bien —dijo Ka sin pensárselo—. Podría firmar como representante de las feministas musulmanas.

—No quiero representar a nadie —contestó Kadife—. Quiero plantarme ante los europeos sólo con mi historia, sola, con todos mis pecados y mis imperfecciones. A veces a una le gustaría contarle toda su historia a alguien que no conoce y a quien está segura de que no va a volver a ver, todo… Antes, cuando leía novelas europeas, me daba la impresión de que era así como los protagonistas le habían contado al autor sus historias. Me gustaría que tres o cuatro personas en Europa leyeran así mi historia.

Se oyó una explosión en algún lugar cercano, la casa entera se sacudió, los cristales temblaron. Un par de segundos después Azul y Ka se pusieron en pie asustados.

—Ya voy yo a mirar —dijo Kadife. De entre ellos era la única que parecía mantener la sangre fría.

Ka entreabrió ligeramente los visillos de la ventana.

—El carretero no está, se ha ido —dijo.

—Era peligroso que se quedara aquí —le explicó Azul—. Cuando salgas, hazlo por la puerta lateral del patio.

Ka sintió que le decía aquello en el sentido de «vete ya», pero no se movió de su sitio esperando algo. Se miraron mutuamente con odio. Ka recordó el miedo que sentía en sus años de universidad cuando se encontraba en un pasillo desierto y oscuro con estudiantes ultranacionalistas armados, pero en aquellos tiempos no flotaba en el ambiente una tensión sexual.

—Puede que sea un poco paranoico —dijo Azul—, pero eso no significa que no seas un espía de Occidente. Tampoco cambia la situación el que no sepas que eres un agente y que no tengas la menor intención de serlo. Entre nosotros, tú eres el extraño. Y la prueba está en las dudas que has conseguido sembrar sin darte cuenta en la fe de esta muchachita y en su extraño comportamiento. Y quizá nos estés juzgando con esa mirada tuya de occidental pagado de sí mismo y te estés riendo de nosotros en secreto… A mí no me importa y a Kadife tampoco le habría importado, pero con toda tu inocencia has introducido entre nosotros esas promesas de felicidad y ese sueño de justicia de los europeos y has confundido nuestras mentes. No estoy enfadado contigo porque, como todas las buenas personas, lo haces sin darte cuenta de tu maldad. Pero, ahora que te lo he dicho, ya no podrás considerarte inocente nunca más.