Ka y Kadife en la habitación del hotel
Cuando Ka entró en la habitación 217 dieciséis minutos más tarde, estaba tan nervioso por el miedo a que le vieran que, sólo por hablar de algo entretenido y distinto, le mencionó a Kadife el sorbete cuyo sabor un poco acre todavía podía sentir en la boca.
—En tiempos se decía que unos kurdos furiosos le habían echado veneno a ese sorbete para envenenar a los miembros del ejército —dijo Kadife—. El Estado incluso ordenó una inspección secreta para investigar el asunto.
—¿Y usted cree en esas historias? —le preguntó Ka.
—En cuanto oyen ese tipo de historias, todos los forasteros cultos y occidentalizados que vienen a Kars —dijo Kadife— van corriendo al puesto y se toman un sorbete para demostrar que no creen en esos rumores de conspiración y se intoxican tontamente. Porque los rumores son ciertos. Algunos kurdos son tan desdichados que para ellos ya no existe Dios.
—¿Cómo lo permiten las autoridades después de tanto tiempo?
—Usted, como todos los intelectuales occidentalizados, confía ante todo en el Estado, aunque sea sin darse cuenta. El SNI, de la misma manera que lo sabe todo, también está al tanto de este asunto pero no lo paran.
—Muy bien, ¿y saben que estamos aquí?
—No tenga miedo, por ahora no lo saben —Kadife sonrió—. Algún día lo sabrán, seguro, pero hasta entonces somos libres aquí. El único momento de libertad en Kars es este momento pasajero. Aprécielo en lo que vale y, por favor, quítese el abrigo.
—Este abrigo me protege del mal —respondió Ka. Vio una expresión de temor en el rostro de Kadife—. Y hace frío aquí —añadió.
Aquel sitio era la mitad de una pequeña habitación que en tiempos se había usado como cuarto de los baúles. Tenía una ventana estrechísima que daba al patio interior, una cama pequeña en cuyos extremos se sentaban azorados y ese olor asfixiante a polvo húmedo tan característico de las habitaciones de hotel mal ventiladas. Kadife alargó el brazo e intentó girar la llave del radiador que había a un lado, pero se había atascado y lo dejó. Cuando vio que Ka se ponía en pie nervioso, intentó sonreír.
De repente Ka se había dado cuenta de que Kadife obtenía cierto placer de estar con él en aquella habitación. También a él le gustaba encontrarse en la misma habitación que una muchacha hermosa después de largos años de soledad, pero comprendía por la cara de ella que el suyo no era un placer, digamos, «suave» sino algo mucho más profundo y destructivo.
—No tenga miedo, porque no le sigue ningún otro policía de civil aparte de ese pobrecillo con su bolsa de naranjas. Eso demuestra que las autoridades en realidad no le temen, sino que sólo quieren asustarle un poco. ¿Quién me seguía a mí?
—Se me olvidó mirar a su espalda —reconoció avergonzado Ka.
—¿Cómo? —Kadife le lanzó una mirada envenenada—. Está usted enamorado, ¡muy enamorado! —dijo, pero se recompuso rápidamente—. Disculpe, todos estamos muy asustados —añadió, y su rostro adoptó de nuevo una expresión completamente distinta—. Haga feliz a mi hermana, es muy buena persona.
—¿Cree que ella me ama? —le preguntó Ka como si susurrara.
—Claro que sí, tiene que amarle; es usted un hombre muy agradable —respondió Kadife. Y al ver que Ka se sorprendía, continuó—: Porque usted es géminis —y desarrolló el tema de por qué era necesario que el hombre géminis y la mujer virgo fueran compatibles. Junto a su doble personalidad, los géminis tenían una ligereza, una superficialidad, que podía hacer muy feliz a la mujer virgo, que se lo tomaba todo tan en serio, aunque también podía asquearla—. Los dos se merecen un amor feliz —añadió con un tono consolador.
—Por lo que ha hablado con su hermana, ¿le ha dado la impresión de que pudiera venirse a Alemania conmigo?
—Lo encuentra muy atractivo —contestó Kadife—. Pero no confía en usted. Y le llevará tiempo confiar. Porque los impacientes como usted no piensan en amar a una mujer, sino en conseguirla.
—¿Eso le ha dicho? —preguntó Ka levantando las cejas—. Pero si en esta ciudad no tenemos mucho tiempo… Kadife le echó una mirada al reloj.
—En primer lugar, gracias por haber venido hasta aquí. Le he llamado por un asunto muy importante. Azul tiene un mensaje para usted.
—Esta vez me seguirán y le encontrarán de inmediato —dijo Ka—. Y nos torturarán a todos. Han registrado la casa. La policía ha escuchado todo lo que hablamos.
—Azul sabe que le han escuchado —respondió Kadife—. Se trataba de un mensaje filosófico que le envió antes del golpe y, a través de usted, a Occidente. Les comunicaba que no metieran las narices en nuestros suicidios. Pero ahora todo ha cambiado. Por eso quiere anular el mensaje anterior. Pero lo más importante: tiene un mensaje absolutamente nuevo.
Kadife insistió largo rato, pero Ka estaba indeciso.
—En esta ciudad es imposible ir de un sitio a otro sin que te vean —dijo mucho después.
—Hay un carro que un par de veces por día viene a la puerta de la cocina que da al patio para traer bombonas de butano, carbón y agua embotellada. También hace repartos a otros sitios y cubre la mercancía con una lona para protegerla de la lluvia y la nieve. El carretero es de confianza.
—¿Me voy a esconder debajo de una lona como un ladrón?
—Yo lo he hecho muchas veces —dijo Kadife—. Es muy agradable cruzar toda la ciudad sin que nadie se dé cuenta. Si acepta acudir a la entrevista le ayudaré de todo corazón en el asunto de İpek. Porque quiero que ella se case con usted.
—¿Por qué?
—Toda hermana pequeña quiere que su hermana mayor sea feliz.
Ka no se creyó en absoluto aquellas palabras, no sólo porque a lo largo de su vida había visto entre todos los hermanos turcos un odio sincero y una solidaridad forzada, sino porque también veía una enorme artificialidad en el gesto de Kadife (había levantado la ceja izquierda sin darse cuenta y estiraba los labios entreabiertos como un niño que se va a echar a llorar en un gesto de inocencia tomado de las películas nacionales). Pero cuando Kadife miró el reloj, le dijo que el carro llegaría dentro de diecisiete minutos y le juró que si le prometía que ahora mismo iría con ella a ver a Azul se lo explicaría todo, Ka aceptó de inmediato.
—Se lo prometo —dijo—. Pero antes de nada dígame por qué confía tanto en mí.
—Es usted un místico, eso dice Azul, él cree que Dios le mantendrá inocente desde el día de su nacimiento hasta su muerte.
—Muy bien —respondió Ka a toda velocidad—. ¿Y sabe también İpek esa particularidad mía?
—¿Por qué lo va a saber? Son palabras de Azul. —Por favor, cuénteme todo lo que İpek piensa de mí.
—En realidad, con todo lo que hemos hablado, ya se lo he dicho —le contestó Kadife. Pensó un poco al ver que Ka se quedaba decepcionado, o hizo como que pensaba (Ka no podía distinguirlo de puro nervioso que estaba)—. Le encuentra divertido —dijo—. Viene de las Alemanias, ¡puede contar muchas cosas!
—¿Qué puedo hacer para convencerla?
—Si no en el primer momento, sí en los primeros diez minutos, una mujer puede sentir en lo más profundo quién es un hombre, o al menos lo que puede significar para ella y si podrá amarle o no. Pero le hace falta algo de tiempo para que sepa comprender eso que siente. En mi opinión, no hay mucho que el hombre pueda hacer durante ese tiempo. Dígale las cosas bonitas que siente por ella si de verdad se las cree. ¿Por qué la quiere? ¿Por qué quiere casarse con ella?
Ka guardó silencio. Al verle Kadife mirar por la ventana como un niñito triste, le dijo que ella podía representarse en su imaginación a Ka e İpek siendo felices en Frankfurt, a İpek más feliz en cuanto saliera de Kars, a los dos riendo por las calles de Frankfurt mientras iban al cine a una sesión de tarde.
—Dígame el nombre de un cine al que puedan ir en Frankfurt. Cualquier cine.
—Filmforum Höchst —dijo Ka.
—¿No tienen los alemanes nombres de cines como el Alhambra, el Sueño o el Majestic?
—Sí. ¡El Dorado! —contestó Ka.
Mientras miraban el patio por el que erraban indecisos los copos de nieve, Kadife le dijo que en los años en que había actuado en el teatro universitario el primo de un compañero de clase le había propuesto en cierta ocasión un papel de empañolada en una coproducción germano-turca pero que ella lo había rechazado, que ahora creía que İpek y Ka podrían ser muy felices en aquel país, que, de hecho, su hermana había sido creada para ser feliz pero que, como no lo sabía, no había podido serlo hasta ahora, que el no poder tener hijos la había herido, pero que lo verdaderamente triste era que a pesar de ser tan bella, tan delicada, tan sensible y honesta, o quizá por esa misma razón, fuera desdichada (aquí se le quebró la voz), que en su niñez y juventud la bondad y la belleza de su hermana siempre habían sido un ejemplo para ella (su voz se quebró aún más), que ante tanta bondad y tanta belleza ella siempre se había sentido mala y fea y que su hermana ocultaba su propia hermosura para que ella no se sintiera así (ahora, por fin, lloraba). Temblando entre lágrimas y suspiros le contó que cuando estaba en la escuela secundaria («Entonces vivíamos en Estambul y no éramos tan pobres», dijo Kadife y Ka contestó que «de hecho ahora» tampoco eran pobres. «Pero vivimos en Kars», le respondió Kadife cerrando rápidamente el paréntesis), un día en que Kadife había llegado tarde a la primera clase de la mañana, su profesora de Biología, la señora Mesrure, le preguntó: «¿Tu hermana la inteligente también ha llegado tarde?», y que luego le dijo: «Te dejo entrar en clase por el cariño que le tengo a tu hermana». Por supuesto, İpek no había llegado tarde.
El carro llegó al patio.
Era un carro viejo vulgar y corriente con los tablones de los costados pintados con rosas rojas, margaritas blancas y hojas verdes. El anciano y agotado caballo echaba vapor por los ollares, cubiertos de hielo por los lados. El abrigo y el sombrero del fornido y algo jorobado carretero también estaban llenos de nieve. Ka vio con el corazón latiéndole a toda velocidad que la lona estaba asimismo cubierta de nieve.
—No tengas miedo —dijo Kadife—. No voy a matarte.
Ka vio que Kadife sostenía una pistola, pero ni siquiera se dio cuenta de que le estaba apuntando.
—No estoy sufriendo una crisis nerviosa ni nada parecido —continuó Kadife—. Pero si intentas alguna jugarreta, te dispararé, créeme… No confiamos en los periodistas que van a conseguir una declaración de Azul, ni en nadie.
—Pero vosotros me habéis llamado.
—Cierto, pero, aunque tú ni siquiera hayas caído en ello, los del SNI pueden haber supuesto que íbamos a buscarte y quizá te hayan puesto encima un micrófono. Sospecho de ti porque ni siquiera podías aguantar la idea de quitarte tu querido abriguito hace un momento. Ahora, quítatelo y déjalo a un lado de la cama, rápido.
Ka hizo lo que se le decía. Kadife registró el abrigo por todos lados con una mano tan pequeña como las de su hermana.
—Disculpa —le dijo al no encontrar nada—. Quítate también la chaqueta, la camisa y la camiseta. Porque pueden haberte pegado el receptor en la espalda o en el pecho. En Kars puede que haya un centenar de personas que van por ahí de la mañana a la noche con un micrófono pegado.
Después de quitarse la chaqueta, Ka, como un niño que le enseña la barriga al médico, se subió la camisa y la camiseta enrollándolas.
Kadife le echó una mirada.
—Date media vuelta —hubo un instante de silencio—. Bien. Disculpa también por la pistola… Pero cuando a alguien le han puesto un transmisor se niega a que le cacheen y no se está quieto… —pero no bajó la pistola—. Ahora escúchame —le dijo con voz amenazadora—. Ni le mencionarás siquiera a Azul nada de lo que hemos hablado ni de nuestra amistad —hablaba como el médico que amenaza al enfermo después de examinarle—. No mencionarás a İpek ni que estás enamorado de ella. A Azul no le gustan esas mierdas… Y si se lo cuentas y él no te hace nada, ten por seguro que yo sí te lo haré. Como es listo como un zorro, puede notar algo y tratar de tirarte de la lengua. Haz como si sólo hubieras visto a İpek un par de veces, eso es todo. ¿Entendido?
—De acuerdo.
—Sé respetuoso con Azul. Ni se te ocurra intentar despreciarle con ese aire tuyo de niño de colegio privado pagado de sí mismo que ha visto Europa. Y si se te ocurre alguna estupidez parecida, que ni se te pase por la cabeza reírte… No olvides que a esos europeos que tanto admiras e imitas ni siquiera les importas… Pero que le tienen pánico a Azul y a los que son como él.
—Lo sé.
—Soy tu amiga, sé sincero conmigo —dijo Kadife sonriendo con un gesto sacado de alguna mala película.
—El carretero ha levantado la lona —dijo Ka.
—Confía en el carretero. El año pasado su hijo murió en un enfrentamiento con la policía. Y disfruta el viaje.
Primero bajó Kadife. Mientras ella entraba en la cocina, Ka vio que el carro se introducía por el pasaje abovedado que separaba el patio de la antigua mansión rusa de la calle y, tal y como habían acordado, salió de la habitación y bajó. Le inquietó no ver a nadie en la cocina, pero el carretero le esperaba en el umbral de la puerta del patio. Se tumbó en silencio en el hueco que dejaban las bombonas de Aygas, junto a Kadife.
Aquel viaje que de inmediato comprendió que nunca olvidaría duró sólo ocho minutos, pero a Ka le pareció mucho más largo. Sentía curiosidad por saber en qué parte de la ciudad estarían y oía hablar a los ciudadanos de Kars mientras el carro pasaba junto a ellos crujiendo y la respiración de Kadife tumbada a su lado. En cierto momento le puso nervioso el que un grupo de niños se dedicara a patinar agarrándose a la parte trasera del carro. Pero la dulce sonrisa de Kadife le gustó tanto que se sintió tan feliz como aquellos niños.