24. Yo, Ka

El copo de nieve de seis puntas

Ka caminó hasta el hotel seguido por el perro negro disfrutando de la belleza de las solitarias calles nevadas. En la recepción le dejó a Cavit una nota para que se la diera a İpek: «Ven lo antes posible». Al llegar a su habitación se tumbó en la cama y, mientras esperaba, pensó en su madre. Pero aquello no duró demasiado porque rápidamente su mente dedicó toda su atención a İpek, que seguía sin llegar. Esperarla se convirtió pronto en algo tan doloroso para Ka que comenzó a pensar arrepentido que enamorarse de ella y, sobre todo, venir a Kars había sido una estupidez. Pero para entonces ya había pasado un buen rato y ella seguía sin llegar.

İpek apareció treinta y ocho minutos después de que Ka llegara al hotel.

—He ido al carbonero —le dijo—. Salí por el patio de atrás a las doce menos diez porque sabía que después de que se levantara el toque de queda habría cola en la tienda. Y después de las doce me entretuve un poco en el mercado. De haberlo sabido habría venido al momento.

De repente Ka estaba tan feliz con la vitalidad y la savia nueva que İpek había traído a la habitación que le aterrorizó pensar que pudiera echarse a perder aquel instante que estaba viviendo. Contempló el largo y brillante pelo de İpek y sus pequeñas manos, que se movían sin parar (en un breve plazo de tiempo se tocó con la mano izquierda el pelo para arreglárselo, la nariz, el cinturón, el marco de la puerta, su largo y hermoso cuello, el pelo para arreglárselo de nuevo y el collar de jade que se acababa de poner y que sólo ahora Ka había notado).

—Estoy terriblemente enamorado de ti y sufro mucho —dijo Ka.

—Un amor que se prende tan deprisa se apaga con la misma rapidez, no te preocupes.

Ka intentó abrazarla y besarla agitado. İpek le besó con una tranquilidad completamente opuesta a la agitación de Ka. A Ka le aturdió sentir las pequeñas manos de ella en sus hombros y vivir el beso en toda su dulzura. Por cómo arrimaba su cuerpo notó que ahora era İpek la que tenía la intención de hacerle el amor. Ka estaba tan feliz por su talento para pasar a toda velocidad de un profundo pesimismo a una alegría entusiasta que sus ojos, su mente y su memoria se abrieron al instante y al mundo entero.

—Yo también quiero hacer el amor contigo —dijo İpek. Por un segundo miró al suelo. Luego levantó sus ojos ligeramente bizcos y clavó con decisión su mirada en la de Ka—. Pero ya te lo he dicho, no mientras mi padre esté aquí, delante de nuestras narices.

—¿Cuándo sale tu padre?

—Nunca —contestó İpek. Y abrió la puerta y se alejó diciendo—: Tengo que irme.

Ka la miró a su espalda hasta que desapareció bajando por las escaleras que había al extremo del pasillo en penumbra. En cuanto cerró la puerta y se sentó en un lado de la cama, sacó el cuaderno del bolsillo y comenzó a escribir en una página en blanco el poema que tituló «Desesperaciones, dificultades».

Sentado en la cama después de terminar el poema, Ka pensó que, por primera vez desde que había llegado a Kars, no tenía otra cosa que hacer en aquella ciudad sino seducir a İpek y escribir poesía: aquello le daba una sensación de impotencia pero a la vez también de libertad. Ahora sabía que si podía convencer a İpek y abandonaban juntos la ciudad podría ser feliz hasta el fin de sus días con ella. Se sintió agradecido por la nieve que, bloqueando las carreteras, le había procurado el tiempo necesario para convencer a İpek y la unidad de espacio que se lo haría más fácil.

Se puso el abrigo y salió a la calle sin que nadie le viera. No se dirigió hacia el ayuntamiento, sino hacia abajo, a la izquierda de la avenida de la Independencia Nacional. Entró en la farmacia Científica, se compró unas tabletas de vitamina C, dobló a la izquierda por la calle Faikbey, avanzó mirando los escaparates de los restaurantes y torció por la avenida Kâzimpaşa. Habían quitado las banderolas electorales que habían hecho que la calle pareciera tan bulliciosa el día anterior y las tiendas estaban todas abiertas ya. En una pequeña papelería donde vendían casetes sonaba una música estruendosa a todo volumen. La gente que llenaba las aceras sólo por el hecho de poder salir a la calle caminaba arriba y abajo por el mercado mirando todos muertos de frío los escaparates y observándose mutuamente. La multitud que habitualmente venía a Kars en microbús desde las comarcas para pasarse el día en el barbero afeitándose o dormitando en las casas de té, hoy no había acudido a la ciudad; a Ka le gustó lo vacías que estaban las barberías y las casas de té. Los niños de la calle consiguieron que olvidara sus miedos poniéndole bastante alegre. Vio un montón de niños que se deslizaban con sus trineos por pequeños solares vacíos, por las plazas cubiertas de nieve, por los jardines de escuelas e instituciones estatales, por las cuestas, por los puentes que cruzaban el arroyo Kars, niños que hacían batallas con bolas de nieve, que corrían, que se peleaban y decían palabrotas o que observaban todo aquel movimiento sorbiéndose los mocos. Pocos de ellos tenían abrigo y la mayoría llevaba la chaqueta de la escuela, bufanda y gorro de lana. Como se estaba quedando frío contemplando aquella alegre tropa que había recibido feliz el golpe militar porque se habían suspendido las clases, Ka entró en la casa de té más próxima, se tomó un té sentado a una mesa frente a la del detective Saffet y volvió a salir.

Ka no le tenía ningún miedo al detective Saffet porque ya se había acostumbrado a él. Sabía que si de veras quisieran seguirle pondrían tras él a un detective invisible. El detective visible servía para ocultar al detective invisible. Por eso, cuando en cierto momento lo perdió, Ka se preocupó y comenzó a buscarle. Por fin encontró a Saffet, el cual le estaba buscando a él con una bolsa de plástico en la mano y sin aliento, en la calle Faikbey, en el rincón donde la noche anterior se había dado de narices con el tanque.

—Las naranjas están muy baratas, no he podido resistirme —se explicó el detective. Le agradeció a Ka que le hubiera esperado y le dijo que el hecho de que no hubiera huido demostraba sus «buenas intenciones»—. A partir de ahora, si me dice dónde va a ir, no nos cansaremos tontamente.

Ka no sabía dónde iba a ir. Más tarde, sentados en otra casa de té vacía con los cristales de las ventanas congelados, comprendió que lo que en realidad le gustaría era tomarse un par de copas de raki e ir a ver al jeque Saadettin Efendi. Ahora no le era posible ver a İpek y su espíritu se debatía entre pensar en ella y el miedo a la tortura. Le apetecía explicarle al jeque el amor de Dios que sentía en su corazón y hablar educadamente con él sobre el significado de Dios y del mundo. Pero pensó que los agentes de la Dirección de Seguridad que habían llenado la casa de la congregación de micrófonos le escucharían riéndose de él.

Con todo, cuando Ka pasó por delante de la modesta casa del jeque en la calle de la Veterinaria, dudó por un instante. Miró hacia arriba, a las ventanas.

Luego vio que la puerta de la biblioteca provincial de Kars estaba abierta. Entró y subió por las escaleras manchadas de barro. En el descansillo había un tablón de anuncios donde habían clavado cuidadosamente con chinchetas los siete periódicos locales de Kars. Dado que, como ocurría con el Diario de la Ciudad Fronteriza, los demás periódicos habían sido impresos el día anterior por la tarde, no hablaban de la revolución sino del éxito de la representación de la noche en el Teatro Nacional y de que se esperaba que continuara nevando.

En la sala de lectura vio a cinco o seis estudiantes, a pesar de que no había clases, y a unos cuantos funcionarios jubilados que huían del frío de sus casas. En un lado de la sala, entre diccionarios desencuadernados de tanto ser consultados y enciclopedias infantiles ilustradas medio destrozadas, encontró los viejos volúmenes de la Enciclopedia de la vida, que tanto le gustaba de niño. Dentro de la cubierta posterior de cada uno de aquellos volúmenes había una serie de transparencias anatómicas en color pegadas unas sobre otras que se abrían hacia dentro mostrando las partes y los órganos de un coche, de un hombre o de un barco. Siguiendo un instinto, Ka buscó tras la cubierta posterior del cuarto tomo la madre y el niño que se acurrucaba en su hinchada barriga como si estuviera en un huevo, pero habían arrancado las imágenes y sólo pudo ver el lugar por donde las habían roto.

Leyó con atención una entrada en la página 324 del mismo tomo (IS-NU):

NIEVE: Forma sólida del agua cuando cae de, cruza o se eleva en la atmósfera. Generalmente cristaliza en forma de hermosas estrellas de seis puntas. Cada cristal tiene una estructura hexagonal propia. Los secretos de la nieve han despertado el interés y la admiración de la humanidad desde épocas antiguas. El primero en observar que cada copo tenía una estructura hexagonal y una forma particulares fue el sacerdote Olaus Magnus en 1555 en la ciudad de Upsala (Suecia) y…

Me es imposible decir cuántas veces pudo leer Ka aquella entrada en Kars y hasta qué punto se le grabó dentro. Años después, un día en que fui a su casa de Nişantaşi y hablé largo rato sobre él con su lloroso pero siempre inquieto y suspicaz padre, le pedí permiso para ver la vieja biblioteca de la casa. Lo que yo tenía en la mente no era la biblioteca infantil y juvenil del cuarto de Ka, sino la de su padre, en un rincón oscuro de la sala de estar. Allí, entre libros de leyes elegantemente encuadernados, novelas nacionales y traducidas de los cuarenta, el teléfono y las guías telefónicas, vi la Enciclopedia de la vida con aquel encuadernado especial y le eché un vistazo a la anatomía de la mujer embarazada dentro de la tapa posterior del cuarto tomo. Al abrir al azar el volumen, la página 324 se me apareció por sí sola. Allí vi la misma entrada sobre la nieve y un papel secante de treinta años atrás.

Ka examinó la enciclopedia que tenía delante y, como un estudiante que hace sus deberes, sacó el cuaderno del bolsillo. Comenzó a escribir el décimo poema que se le venía a la cabeza desde que estaba en Kars. Partiendo de la singularidad de cada copo de nieve y de los sueños del niño en el seno de su madre que no había podido encontrar en el volumen de la Enciclopedia de la vida, Ka basó el poema en sí mismo, en el lugar que su vida ocupaba en este mundo, en sus miedos, en sus particularidades y en su singularidad y lo tituló «Yo, Ka».

Todavía no había llegado al final del poema cuando notó que alguien se sentaba a su mesa. Al levantar la cabeza del cuaderno se quedó estupefacto: era Necip. En su interior se despertó una sensación no de terror y maravilla, sino de culpabilidad por haber creído en la muerte de alguien que no podía morir con tanta facilidad.

—Necip —dijo, y quiso abrazarle y besarle.

—Soy Fazil —replicó el joven—. Le he visto por la calle y le he seguido —lanzó una mirada hacia la mesa en la que se sentaba el detective Saffet—. Dígame, rápido: ¿es verdad que Necip ha muerto?

—Es verdad. Lo he visto con mis propios ojos.

—Entonces, ¿por qué me ha llamado Necip? No parece estar muy seguro.

—No, no estoy seguro.

Por un instante la cara de Fazil adquirió un color ceniciento, luego hizo un esfuerzo para rehacerse.

—Quiere que tome venganza. Por eso sé que ha muerto. Pero cuando vuelvan a abrir la escuela quiero estudiar como antes, no quiero meterme en venganzas ni en política.

—Además la venganza es algo terrible.

—De todas maneras, si de verdad es lo que quiere, me vengaré —contestó Fazil—. Me habló de usted. ¿Le devolvió usted las cartas que había escrito a Hicran, o sea, a Kadife?

—Sí, se las devolví —respondió Ka. La mirada de Fazil le hizo sentirse incómodo. «¿Y si me corrijo y digo “Iba a devolvérselas”?», pensó. Pero ya era demasiado tarde. Además, por alguna extraña razón, mentir le dio confianza. Le inquietó el dolor que apareció en el rostro de Fazil.

Fazil se llevó ambas manos a la cara y lloró un poco. Pero estaba tan furioso que no podía derramar lágrimas.

—Si Necip está muerto, ¿de quién tengo que vengarme? —al ver que Ka callaba le clavó la mirada—. Usted tiene que saberlo.

—Por lo que me contó, a veces pensabais las mismas cosas en el mismo momento —dijo Ka—. Así pues, lo que piensas es lo que hay.

—Lo que él quiere que yo piense me llena de dolor —contestó Fazil. Por primera vez Ka vio en sus ojos la luz que había visto en los de Necip. Se sintió como si estuviera frente a un fantasma.

—¿Y en qué es lo que te obliga a pensar?

—En la venganza —Fazil lloró un poco más.

Ka comprendió de inmediato que la idea fundamental que Fazil tenía en la cabeza no era la de la venganza. Porque Fazil le dijo aquello después de ver que el detective Saffet se levantaba de la mesa desde la que les estaba observando atentamente y se les acercaba.

—Su documento de identidad —le dijo el detective Saffet a Fazil mirándole con dureza.

—Tengo el carnet de la escuela en el mostrador de préstamos.

Ka se dio cuenta de que Fazil había comprendido de inmediato que lo que tenía delante era un policía de civil y de que estaba reprimiendo su miedo. Fueron todos juntos al mostrador de préstamos. Cuando el detective supo por el carnet que le arrancó de las manos a la funcionaria, a la que todo parecía darle miedo, que Fazil era un estudiante de Imanes y Predicadores, le lanzó a Ka una mirada acusadora que decía «Ya lo sabíamos». Luego, con el gesto grandilocuente de quien le quita una pelota a un niño, se metió el carnet en el bolsillo.

—Puedes venir a la Dirección de Seguridad para recoger tu carnet de la escuela.

—Agente —dijo Ka—, este muchacho no anda metido en nada malo. Acaba de enterarse de que su mejor amigo ha muerto, devuélvale el carnet.

Pero aunque aquel mediodía le había pedido un enchufe a Ka, Saffet no se ablandó.

Como creía que en algún rincón donde no les viera nadie podría conseguir que Saffet le devolviera el carnet, quedó con Fazil en verse a las seis en el Puente de Hierro. Fazil salió de inmediato de la biblioteca. Toda la sala de lectura andaba inquieta, todos creían que iban a pasar por un control de identidad. Pero Saffet les ignoró y regresó a su mesa. Hojeaba un tomo de la revista Hayan[4] de principios de los sesenta y miraba las fotografías de la triste princesa Soraya, que se había visto obligada a divorciarse del sha de Irán porque no podía darle hijos, y del antiguo jefe de Gobierno Adnan Menderes antes de que lo ahorcaran.

Ka decidió que no conseguiría que el detective le devolviera el carnet y salió de la biblioteca. Al ver la belleza de la calle nevada y la alegría de los niños que jugaban entusiasmados con bolas de nieve dejó atrás todos sus miedos. Le apetecía echar a correr. En la plaza del Gobierno vio una masa de hombres tristes que esperaban haciendo cola muertos de frío con bolsas de lona y paquetes de papel de periódico atados con cuerdas. Eran los ciudadanos prudentes de Kars que se habían tomado en serio el anuncio de estado de excepción y entregaban a las autoridades, dóciles como corderitos, las armas que tenían en casa. Pero todos pasaban frío porque las autoridades no se fiaban de ellos y no permitían que el extremo de la cola entrara en el edificio de la gobernación. Después del anuncio, la mayor parte de la ciudad había cavado en la nieve y había enterrado sus armas en la tierra helada, donde a nadie se le ocurriera buscarlas.

Caminando por la calle Faikbey se encontró con Kadife y se ruborizó intensamente. Poco antes había estado pensando en İpek y Kadife le pareció extraordinariamente hermosa precisamente porque la relacionaba muy de cerca con İpek. De no haberse contenido habría abrazado y besado a la joven cubierta.

—Tengo que hablar urgentemente con usted —le dijo Kadife—. Pero un hombre le sigue y no puede ser mientras esté observándonos. ¿Puede venir a la habitación 217 del hotel a las dos? Es la última al extremo del pasillo donde está la suya.

—¿Podremos hablar tranquilamente allí?

—Si no se lo dice a nadie —Kadife abrió enormemente los ojos—, ni siquiera a İpek, no tienen por qué saber que hablamos —con un gesto muy formal dirigido a la multitud que les observaba estrechó la mano de Ka—. Ahora, disimuladamente, mire a mi espalda. Ya me dirá si me siguen uno o dos detectives.

Ka, sonriendo levemente con las comisuras de los labios, asintió con la cabeza de tal forma que a él mismo le sorprendió la sangre fría que parecía tener. No obstante, la idea de un encuentro con Kadife en una habitación a escondidas de su hermana le hacía perder la cabeza.

De inmediato comprendió que no le apetecía encontrarse ni por casualidad con İpek en el hotel antes de verse con Kadife. Así pues, caminó por las calles para matar el tiempo antes de su cita. Nadie parecía quejarse del golpe militar; tal y como ocurría en su niñez, había un ambiente de nuevo principio y de cambio en la aburrida vida de siempre. Las mujeres, con los bolsos y los niños de la mano, habían comenzado a toquetear y a escoger la fruta en colmados y fruterías y a regatear y la masa de hombres bigotudos apostados en las esquinas y fumando cigarrillos sin filtro a mirar a los que pasaban y a chismorrear. El mendigo que simulaba ser ciego y que el día anterior había visto dos veces bajo el alero del edificio vacío que había entre la estación de autobuses y el mercado no estaba en su sitio habitual. Ka tampoco vio camionetas aparcadas en medio de la calle vendiendo naranjas y manzanas. El tráfico, ya de por sí bastante escaso, había disminuido mucho, pero resultaba difícil saber si se debía al golpe militar o a la nieve. El número de policías de civil en la ciudad había aumentado (uno de ellos había sido reclutado como portero por unos niños que jugaban al fútbol calle Halitpaşa abajo), las oscuras actividades de los dos hoteles que había junto a la estación de autobuses y que funcionaban como burdeles (el hotel Pan y el hotel Libertad), así como las de los reñideros de gallos y las de las carnicerías ilegales habían sido suspendidas hasta una fecha todavía por especificar. En lo que respecta a los estampidos de disparos procedentes de los barrios de construcciones ilegales especialmente por la noche, como se trataba de algo a lo que de hecho los habitantes de Kars ya estaban acostumbrados, a nadie le preocupaban demasiado. Como Ka también sentía en su interior la sensación de libertad que le proporcionaba la música de ese desinterés, se tomó tranquilamente un sorbete caliente con canela en el quiosco Moderno, en la esquina entre las calles avenida Küçük Kâzimbey y Kázim Karabekir.