23. Dios es lo bastante justo como para saber que el problema no es una cuestión de fe y lógica, sino de cómo se vive la vida

Con Sunay en el cuartel general

Cuando Sunay vio que Ka había escrito un poema se levantó de la mesa cubierta de papeles, se acercó a él cojeando y le felicitó.

—El poema que recitaste anoche en el teatro también era muy moderno —dijo—. Por desgracia, en nuestro país la audiencia no tiene el nivel suficiente como para comprender el arte actual. Por eso uso en mis obras danzas del vientre y las aventuras del portero Vural, cosas que la gente pueda entender. Luego introduzco el «teatro de la vida» más moderno, el que de verdad toca la vida sin concesiones. Prefiero estar entre el pueblo haciendo un arte miserable pero también noble a actuar en Estambul en imitaciones de comedias de bulevar patrocinadas por bancos. Ahora, como amigo, dime, ¿por qué no identificaste a ningún criminal entre los islamistas sospechosos que te mostraron en la Dirección de Seguridad y luego en la Facultad de Veterinaria?

—No reconocí a nadie.

—Cuando se dieron cuenta de lo mucho que estimabas al joven que te llevó a ver a Azul, los militares quisieron detenerte a ti también. Les resulta sospechoso que llegaras de Alemania justo la víspera de la revolución y que estuvieras allí cuando dispararon al director de la Escuela de Magisterio. Querían torturarte e interrogarte para ver lo que ocultabas pero yo les detuve y salí por ti.

—Gracias.

—Nadie entiende todavía por qué besaste el cadáver de ese joven que te llevó hasta Azul.

—No lo sé —respondió Ka—. Tenía algo honesto y sincero. Yo creía que viviría cien años.

—¿Quieres que te lea cómo era en realidad ese Necip que tanta pena te da? —de un papel que sacó leyó que Necip se había fugado de la escuela en marzo del año anterior, que había intervenido en la rotura de las ventanas de la cervecería Alegría porque despachaba bebidas alcohólicas en Ramadán, que durante un tiempo había estado haciendo recados en la sede provincial del Partido de la Prosperidad pero que le habían echado de allí, bien por sus puntos de vista demasiado radicales o bien por una crisis nerviosa que sufrió y que asustó a todo el mundo (en la sede provincial del partido había más de un informador), que en los últimos dieciocho meses había querido acercarse a su admirado Azul cada vez que éste había venido a Kars, que había escrito un cuento que los agentes del SNI juzgaban «incomprensible» y lo había enviado a un periódico islamista de Kars que tenía una venta de setenta y cinco ejemplares en la ciudad, que después de que un farmacéutico jubilado que escribía una columna en ese mismo periódico le besara de una extraña manera en varias ocasiones, su amigo Fazil y él habían hecho planes para asesinarle (de acuerdo con el informe, el original de la carta en la que exponían sus motivos y que pensaban dejar en el lugar del crimen había sido robado de los archivos del SNI), que en ciertas fechas había paseado por la avenida Atatürk riendo con sus compañeros y que en una de ellas, en octubre, le habían hecho por detrás gestos obscenos a un coche de policía de incógnito que había pasado junto a ellos.

—El Servicio Nacional de Inteligencia funciona muy bien aquí —dijo Ka.

—Tienen micrófonos en la casa del jeque Saadettin Efendi, así que saben que fuiste allí, que te presentaste a él y le besaste la mano, que le contaste entre lágrimas que creías en Dios, que quedaste en una situación bastante poco apropiada ante toda la morralla que había allí, pero no saben por qué lo hiciste. En este país muchos poetas de izquierda han cambiado de bando con el pánico de «Madre mía, mejor me hago islamista antes de que lleguen al poder».

Ka se ruborizó intensamente. Y le avergonzó aún más notar que Sunay veía su vergüenza como signo de debilidad.

—Sé que te ha entristecido todo lo que has visto esta mañana. La policía trata muy mal a los jóvenes e incluso hay entre ellos animales que pegan por puro placer. Pero ahora dejemos todo eso a un lado… —le ofreció un cigarrillo a Ka—. Yo, como tú, también anduve en mi juventud por las calles Nişantaşi y Beyoglu, vi películas occidentales como loco y me leí todos los Sartres y los Zolas, creía que nuestro futuro era Europa. No creo que ahora puedas quedarte contemplando, como si fueras un simple espectador, cómo todo ese mundo se desploma, que obligan a tus hermanas a que se cubran la cabeza, que prohíben tu poesía porque no se adecua a los preceptos religiosos, como ocurre en Irán. Porque tú eres de mi mundo, en Kars no hay nadie más que haya leído a T. S. Eliot.

—Muhtar, el candidato a la alcaldía del Partido de la Prosperidad, lo ha leído —respondió Ka—. Le interesa mucho la poesía.

—Ni siquiera ha hecho falta que lo detuviéramos —dijo Sunay sonriendo—. Al primer soldado que llamó a su puerta le entregó un papel firmado en el que anunciaba que retiraba su candidatura a la alcaldía.

Se oyó una explosión. Los cristales y los marcos de las ventanas temblaron. Ambos miraron en dirección a la ventana que daba al arroyo Kars, de donde procedía el ruido, pero como no veían otra cosa que los álamos cubiertos de nieve y los aleros congelados de un edificio vacío y vulgar que había en la acera de enfrente, tuvieron que acercarse a ella. Aparte del guardia de la puerta no había nadie en la calle. Kars estaba increíblemente melancólica incluso a mediodía.

—Un buen actor —dijo Sunay con un aire ligeramente teatral— representa las fuerzas que la historia ha ido acopiando durante años y siglos en su interior, que se han acumulado en un rincón y han estallado pero que nunca han salido a la luz ni han sido expresadas. A lo largo de toda su vida, en los lugares más remotos, por los caminos más inexplorados, en los escenarios más apartados, busca la voz que le concederá una auténtica libertad. Y cuando la encuentra es necesario que siga hasta el final sin miedo.

—Dentro de tres días, cuando la nieve se derrita y se abran las carreteras, en Ankara pedirán cuentas por la sangre que se ha derramado aquí —dijo Ka—. Y no porque les disguste que se derrame sangre, sino porque no les gustará que hayan sido otros quienes lo han hecho. Y los habitantes de Kars te odiarán y odiarán esta extraña representación tuya. ¿Qué harás entonces?

—Ya has visto al médico, estoy enfermo del corazón, he llegado al fin de mi vida, no me importa —contestó Sunay—. Mira, se me acaba de ocurrir: dicen que si cogemos a alguien, por ejemplo al que disparó al director de la Escuela de Magisterio, lo colgamos al momento y lo retransmitimos por televisión tendremos a todos en Kars más tiesos que velas.

—Ya están más tiesos que velas —replicó Ka.

—Están preparando atentados suicidas con bombas humanas.

—Si colgáis a alguien será peor.

—¿Te da miedo la vergüenza que pasarías si los europeos vieran lo que estamos haciendo aquí? ¿Sabes cuánta gente han ahorcado ellos para poder levantar ese mundo moderno que tanto admiras? Atatürk habría colgado ya el primer día a un soñador liberal de sesos de mosquito como tú. Y métete esto en la cabeza —continuó Sunay—. Esos estudiantes de Imanes y Predicadores que has visto arrestados hoy se han grabado tu cara en la memoria y nunca la olvidarán. Son capaces de tirar sus bombas en cualquier sitio, a cualquiera, con tal de que se oiga su voz. Además, teniendo en cuenta que anoche recitaste un poema en el teatro, pensarán que has tomado parte en la conspiración… Hace falta un ejército laico para que todos los que están un poco occidentalizados, especialmente esos intelectuales con la nariz alta que desprecian al pueblo, puedan respirar con tranquilidad, en caso contrario, los islamistas los harían pedazos con cuchillos mellados, a ellos y a sus maquilladas mujeres creyéndose muy europeos, miran presumidos por militares, que son quienes en realidad les protegen. ¿Crees que el día que conviertan esto en otro Irán alguien se acordará de que un liberal de corazón de mantequilla como tú lloró por los muchachos de Imanes y Predicadores? Ese día te matarán porque estás un poco occidentalizado, porque no te sale recitar la profesión de fe de puro miedo, porque eres un esnob, porque llevas corbata o este abrigo.

—¿Dónde te has comprado este abrigo tan bonito? ¿Puedo ponérmelo en la representación?

—Claro.

—Te voy a dar un guardaespaldas para que no te lo agujereen. Dentro de Pero los muy sabihondos, encima del hombro a los poco daré un comunicado por televisión, el toque de queda sólo se levantará a partir de mediodía. No salgas a la calle.

—Pero en Kars no hay ningún terrorista «islamista» al que tenerle tanto miedo —replicó Ka.

—Con lo que ha pasado ya basta y sobra —respondió Sunay—. Además, este país sólo puede gobernarse como es debido metiendo el miedo a la religión en los corazones. Al final siempre acaba resultando que se tenía razón con ese miedo. Si el pueblo no teme a los fanáticos y no se refugia en el Estado, en el ejército, ocurre como en algunos estados tribales de Oriente Medio y Asia y cae en brazos de la reacción y la anarquía.

El que Sunay hablara muy tieso, como si estuviera dando órdenes, y que de vez en cuando mirara largo rato a un punto imaginario por encima de su oyente, le recordó a Ka las poses que adoptaba en el escenario veinte años atrás. Pero no se rio; él mismo se sentía en el interior de aquella obra pasada de moda.

—¿Qué quiere de mí? Dígamelo de una vez —dijo Ka.

—De no haber sido por mí, te resultaría difícil mantenerte sobre los pies en esta ciudad. Por mucho que les hagas la pelota a los integristas, no impedirás que te agujereen el abrigo. En toda la ciudad de Kars yo soy tu única protección y tu único amigo. No olvides que si pierdes mi amistad te encerrarán en una de las celdas del sótano de la Dirección de Seguridad y te torturarán. Tus amigos del diario La República no confían en ti, sino en los militares. Que lo sepas.

—Lo sé.

—Entonces dime de una vez lo que esta mañana le has ocultado a la policía, lo que has enterrado en un rincón de tu corazón con tus sentimientos de culpabilidad.

—Me da la impresión de que aquí estoy empezando a creer en Dios —dijo Ka sonriendo—. Quizá me lo esté ocultando hasta a mí mismo.

—¡Te estás engañando! Aunque creas, no significa nada el que creas tú solo. La cuestión es creer como los pobres y ser uno de ellos. Sólo creerás en Dios cuando comas lo que ellos, cuando vivas con ellos, cuando te rías o te ofendas con lo que se ríen y se ofenden ellos. No puedes creer en el mismo Dios llevando una vida completamente distinta. Dios es lo bastante justo como para saber que el problema no es una cuestión de fe y lógica, sino de cómo se vive la vida entera. Pero no es eso lo que te estaba preguntando. Dentro de media hora saldré en televisión y me dirigiré a los ciudadanos de Kars. Quiero darles una buena noticia. Les diré que el asesino del director de la Escuela de Magisterio ha sido detenido. Y que muy probablemente fue el mismo que mató al alcalde. ¿Les puedo decir que le identificaste esta mañana? Luego tú también saldrías por televisión y lo explicarías todo.

—Pero si no he identificado a nadie.

Con un gesto airado que no sonaba en absoluto a teatral, Sunay agarró del brazo a Ka, lo arrastró fuera de la habitación y, tras cruzar un amplio pasillo, lo metió en un cuarto blanquísimo que daba al patio interior. En cuanto echó un vistazo, a Ka le asustó no la suciedad del cuarto, sino lo íntimo que resultaba y quiso volver la cara. De una cuerda tendida entre el picaporte de la ventana y un clavo en la pared colgaban unos calcetines. En una maleta abierta que había a un lado Ka vio un secador de pelo, guantes, camisas y un sujetador tan grande que sólo podría ponérselo Funda Eser. La misma Funda Eser, sentada en una silla junto a la maleta, metía la cuchara en un cuenco lleno de algo (¿compota?, pensó Ka. ¿Sopa?) colocado en una mesa cubierta de artículos de maquillaje y de papeles mientras leía algo.

—Estamos aquí por el arte moderno… Y estamos unidos como uña y carne —dijo Sunay apretando más el brazo de Ka.

De la misma manera que Ka no entendía lo que quería decir Sunay, éste se debatía entre la realidad y el teatro.

—El portero Vural ha desaparecido —dijo Funda Eser—. Salió esta mañana y no ha vuelto.

—Estará durmiendo la borrachera en algún sitio —respondió Sunay.

—¿Dónde va a quedarse dormido? —contestó su mujer—. Todo está cerrado. No se puede salir a la calle. Los soldados han comenzado a buscarle. Temen que lo hayan secuestrado.

—Ojalá —dijo Sunay—. Por fin nos libraremos de él si le despellejan y le cortan la lengua.

A pesar de lo tosco de su aspecto y de la brutalidad de lo que estaban diciendo, Ka pudo notar entre marido y mujer un humor tan fino y una comprensión de las almas tan absoluta que sintió por ellos un respeto mezclado con envidia. En ese mismo momento su mirada se cruzó con la de Funda Eser e instintivamente la saludó inclinándose hasta casi tocar el suelo con la frente.

—Señora mía, anoche estuvo maravillosa —le dijo con voz artificial pero también con una admiración que le salía del corazón.

—Por Dios, señor mío —contestó ella ligeramente avergonzada—. Si algún mérito tiene nuestro teatro es de la audiencia y no de los actores.

Se volvió hacia su marido. La pareja empezó a hablar a toda velocidad como si fueran unos reyes laboriosos ocupados en asuntos de Estado. Ka escuchaba entre admirado y sorprendido cómo marido y mujer se decidían en un parpadeo sobre qué ropa (¿de civil, de militar, algo de atrezzo?) llevaría Sunay cuando poco después saliera en televisión; sobre la preparación del texto del discurso (Funda Eser había escrito una parte); sobre una denuncia y una petición de enchufe del dueño del hotel Alegre Kars, en el que se habían hospedado las veces que habían venido antes (había denunciado a dos jóvenes clientes porque estaba harto de que los militares entraran cada dos por tres en el hotel para hacer un registro); y sobre el programa de la tarde de la Televisión de Kars Fronteriza, escrito en un paquete de cigarrillos (cuarta y quinta reposiciones de la velada en el Teatro Nacional, tres reposiciones del discurso de Sunay, canciones heroicas y fronterizas y una película local y turística que daba a conocer las bellezas de Kars: Gülizar).

—¿Y qué hacemos con nuestro poeta de mente confusa con la razón en Europa y el corazón con los militantes de Imanes y Predicadores? —preguntó Sunay.

—Lo tiene escrito en la cara —dijo Funda Eser sonriendo con dulzura—. Es un buen muchacho. Nos ayudará. —Pero llora por los islamistas.

—Porque está enamorado —respondió Funda Eser—. Estos días nuestro poeta anda demasiado sentimental.

—Ah, ¿nuestro poeta está enamorado? —dijo Sunay Zaim con gestos exagerados—. Sólo los poetas más puros pueden ocuparse del amor en tiempos de revolución.

—Él no es un poeta inocente, sino un enamorado inocente —respondió Funda Eser.

Actuando sin el menor fallo durante un buen rato de aquella manera, la pareja consiguió irritar y aturdir a Ka. Luego se sentaron frente a frente en la mesa grande del taller de confección para tomar un té.

—Te lo digo por si decides que lo más inteligente es ayudarnos —dijo Sunay—. Kadife es la amante de Azul. Azul no viene a Kars por política sino por amor. No querían atrapar a ese asesino para así localizar a los jóvenes islamistas con los que contactaba. Ahora se arrepienten porque anoche desapareció en un abrir y cerrar de ojos antes del asalto a la residencia. Todos los jóvenes islamistas de Kars le admiran y le son fieles. Está en Kars, en algún sitio, y seguro que volverá a ponerse en contacto contigo. Puede que sea difícil que nos avises. Si te han puesto un micrófono o dos, como al difunto director de la Escuela de Magisterio, o un transmisor de radio en el abrigo no hace falta que te asustes demasiado cuando te encuentre. En cuanto te alejes de allí lo atraparán —comprendió de inmediato por la cara de Ka que aquella idea no le gustaba—. No insisto. Aunque no lo aparentas, por tu comportamiento de hoy se ve que eres un hombre prudente. Sabes cómo cuidarte, pero de todas maneras me veo en la obligación de decirte que tengas cuidado con Kadife. Se sospecha que le cuenta a Azul todo lo que oye, así que debe contarle también lo que se habla cada noche en la cena entre su padre y sus invitados. Es un poco por el placer de traicionar al padre. Pero también por el amor que le une a Azul. En tu opinión, ¿qué es lo que despierta tanta admiración?

—¿Por Kadife? —preguntó Ka.

—Por Azul, claro —respondió airado Sunay—. ¿Por qué todos admiran a ese asesino? ¿Cómo se ha hecho con un nombre que se ha convertido en legendario en toda Anatolia? Tú has hablado con él, ¿puedes explicármelo?

Ka guardó silencio, distraído porque Funda Eser había sacado un peine de plástico y había comenzado a peinar con cariño y cuidado el apagado pelo de su marido.

—Escucha el discurso que voy a pronunciar en televisión —dijo Sunay—. Haré que te dejen en el hotel con el camión.

Quedaban cuarenta y cinco minutos para que se levantara el toque de queda. Ka pidió permiso para regresar andando al hotel y se lo concedieron.

La soledad de la amplia avenida Atatürk, el silencio de las calles laterales bajo la nieve y la belleza de los antiguos caserones rusos y de los árboles del paraíso nevados le estaban aliviando un poco cuando se dio cuenta de que alguien le seguía. Pasó por la calle Halitpaşa y dobló a la izquierda por la avenida Küçük Kâzimbey. El detective que le seguía intentaba alcanzarlo resoplando por la blanda nieve. El mismo amistoso perro negro con una mancha blanca en la frente que la noche anterior correteaba por la estación se puso a perseguir al otro. Ka se escondió en uno de los talleres de confección del barrio de Yusufpaşa y les observó, luego, de repente, se plantó ante el detective que le seguía.

—¿Me está siguiendo para conseguir información o para protegerme?

—Por Dios, señor mío, como usted prefiera.

Pero el hombre estaba tan agotado y exhausto que no tenía fuerzas para proteger, no ya a Ka, ni siquiera a sí mismo. Parecía tener por lo menos sesenta y cinco años, tenía la cara toda cubierta de arrugas, la voz débil, la luz de sus ojos había desaparecido y miraba a Ka más que como un policía de civil, con la mirada temerosa de alguien a quien asusta la policía. A Ka le dio pena el hombre cuando vio las punteras abiertas de los zapatos del Sümerbank que llevan todos los policías de civil de Turquía.

—Usted es policía, si tiene alguna identificación puede hacer que abran la cervecería Verdes Prados ahí mismo y nos sentaremos un rato.

La puerta de la cervecería se abrió sin que tuvieran necesidad de llamar demasiado. Ka y el detective, pudo enterarse de que se llamaba Saffet, se tomaron un raki juntos y compartieron unos hojaldres fritos con el perro negro mientras escuchaban el discurso de Sunay. El discurso no se diferenciaba en lo más mínimo de los demás discursos presidenciales que había escuchado después de los golpes de estado. Sunay todavía estaba hablando de los nacionalistas kurdos y de los integristas estimulados por nuestros enemigos del exterior y de los políticos degenerados capaces de cualquier cosa por conseguir un voto que habían puesto a Kars al borde del abismo, y Ka ya estaba empezando a aburrirse.

Mientras Ka se tomaba su segunda copa, el detective señaló a Sunay en la televisión con un gesto de respeto. De su rostro había desaparecido la expresión de detective, de hecho bastante chapucera, y en su lugar había aparecido una mirada de pobre ciudadano que está entregando una instancia.

—Usted le conoce, y no sólo eso, él le respeta —dijo—. Tengo que pedirle algo. Si usted se lo solicita, yo podré librarme de esta vida infernal. Por favor, que me aparten de esta investigación del envenenamiento y que me transfieran a otro sitio.

Cuando Ka le preguntó qué era aquello, se levantó, echó el cerrojo de la puerta del restaurante, volvió a sentarse a la mesa y le contó la historia de «la investigación del envenenamiento».

La historia, bastante enmarañada porque el pobre detective no se explicaba demasiado bien y porque Ka, con la mente ya confusa de antes, se había achispado rápidamente con la bebida, comenzaba con las sospechas del ejército y de los servicios de Inteligencia de que el sorbete con canela que se vendía en el quiosco Moderno, un puesto de bocadillos y tabaco en el centro de la ciudad que frecuentaban los militares, pudiera estar envenenado. El primer caso que había llamado la atención había sido un oficial de complemento de infantería de Estambul. Dos años atrás, justo antes de unas maniobras que se anunciaban muy duras, dicho oficial había empezado a temblar de fiebre y a sufrir unos espasmos que le impedían mantenerse en pie. Cuando en la enfermería se descubrió que se trataba de una intoxicación, el oficial, que creía que se iba a morir, acusó furioso al sorbete caliente que había tomado por la pura curiosidad de probar algo nuevo en un puesto de la esquina de la avenida Küçük Kâzimbey con la calle Kázim Karabekir. Aquel suceso, que rápidamente se olvidó al ser tomado por una simple intoxicación sin importancia, fue recordado después cuando, con un intervalo de tiempo muy breve entre ambos casos, otros dos oficiales de complemento tuvieron que ser llevados a la enfermería con los mismos síntomas. También ellos tenían fuertes temblores que hasta les hacían tartamudear, se sentían tan mal que no podían mantenerse en pie y caían al suelo y acusaban al mismo sorbete caliente con canela que habían probado por curiosidad. Aquel sorbete caliente lo hacía en su casa una abuelita kurda que vivía en el barrio de Atatürk y que proclamaba que era invento suyo y, como a todo el mundo le gustaba, sus sobrinos habían comenzado a venderlo en el puesto que regentaban. Aquella información surgió como resultado de la investigación confidencial que se llevó a cabo por aquel tiempo en el cuartel general del ejército en Kars. Pero en los análisis que se hicieron en la Facultad de Veterinaria de las muestras tomadas furtivamente del sorbete de la buena señora no se encontraron rastros de veneno. Justo cuando se le iba a dar carpetazo al asunto, un general, que se lo había contado todo a su mujer, se enteró asustado de que ella misma se tomaba todos los días vasos y más vasos de aquel sorbete caliente porque le iba bien para el reuma. De hecho, muchas esposas de oficiales, y, sí, muchos oficiales también, lo tomaban abundantemente con la excusa de que era bueno para la salud o por puro aburrimiento. Cuando tras una breve investigación resultó que tanto los oficiales y sus familias, como los soldados de permiso que iban al mercado, como las familias de los soldados que iban a visitar a sus hijos, tomaban aquel sorbete que se vendía en el centro de la ciudad, por el que pasaban diez veces al día, y que era la única diversión novedosa en toda Kars, el general se aterrorizó con la información que había obtenido y, por si acaso, les pasó el asunto a los servicios de información y a los inspectores del Estado Mayor. Por aquellos días al ejército le iba bastante bien en la guerra sin cuartel que mantenía en el sudeste con la guerrilla del PKK y entre algunos jóvenes kurdos desempleados, desesperados y sin oficio ni beneficio que soñaban con unirse a la guerrilla se estaban extendiendo extrañas y terribles fantasías de venganza. Por supuesto, ciertos inspectores de Inteligencia que dormitaban en los cafés de Kars estaban perfectamente al tanto de aquellas furiosas quimeras, como poner bombas, secuestrar, derribar estatuas de Atatürk, envenenar el agua de la ciudad o volar los puentes. Por esa razón, el asunto se tomó en serio, pero teniendo en cuenta lo delicado que era, no se consideró adecuado torturar e interrogar a los propietarios del puesto. En su lugar infiltraron detectives que dependían directamente de la delegación del Gobierno en la cocina de la abuelita kurda, que estaba tan contenta del aumento de las ventas, y en el puesto. El detective que estaba en el puesto se aseguró en primer lugar de que ningún polvo extraño infectara el canelero, también invento especial de la abuela, los vasos de cristal, los paños que envolvían los retorcidos mangos de los cazos de latón, la caja del cambio, los oxidados coladores ni las manos de los trabajadores del puesto. Una semana después se vio obligado a abandonar su puesto temblando y vomitando con los mismos síntomas de envenenamiento. En lo que respecta al detective infiltrado en la casa de la abuela en el barrio de Atatürk, era mucho más diligente. Cada noche redactaba un informe en el que precisaba desde quién entraba y salía de la casa hasta los productos que se compraban (zanahorias, manzanas, ciruelas pasas, moras secas, flores de granado, escaramujo, malvavisco). Aquellos informes se convirtieron pronto en unas elogiosas y apetitosas recetas del sorbete caliente que daban ganas de probarlo. El detective informaba de que él mismo se tomaba cinco o seis jarras al día, de que no le había resultado perjudicial sino beneficioso, de que iba bien para las enfermedades, de que se trataba de una auténtica bebida «montañesa» y de que aparecía en la famosa epopeya kurda Mem u Zin. Los expertos enviados desde Ankara perdieron toda su confianza en aquel detective porque era kurdo y, basándose en lo que habían sabido por él, llegaron a la conclusión de que el jarabe envenenaba a los turcos y no funcionaba con los kurdos, pero como estas conclusiones no se adecuaban al punto de vista oficial según el cual no había diferencia entre turcos y kurdos, no pudieron hacerlas públicas. Después de aquello se instaló una enfermería especial en el hospital de la seguridad social para el grupo de médicos que había venido desde Estambul para investigar la enfermedad. Pero la seriedad de la investigación quedó en entredicho cuando aquello se llenó de sanísimos habitantes de Kars que pretendían una consulta gratis así como de pacientes que sufrían problemas triviales como caída del cabello, psoriasis, hernias o tartamudez. Así que la misión de resolver sin desmoralizar a nadie aquella conspiración del sorbete, que crecía sin parar y que de ser cierta ya debería haber afectado mortalmente a miles de militares, recayó de nuevo sobre los eficientes funcionarios de los servicios de Inteligencia de Kars, entre los que se encontraba Saffet. A muchos de ellos se les encomendó vigilar a los que tomaban el sorbete que la abuela kurda preparaba con tanta alegría. El problema no era ya precisar cómo el veneno afectaba a los habitantes de Kars, sino averiguar de manera clara y definitiva si los ciudadanos estaban siendo envenenados o no. Así pues, los detectives seguían uno a uno, a veces hasta el interior de sus casas, a todos los ciudadanos, civiles o militares, que tomaban de buena gana el sorbete con canela de la abuela. Ka prometió exponerle a Sunay, que todavía seguía hablando en la televisión, los problemas de aquel detective exhausto y con los zapatos abiertos como resultado de tan costoso y agotador esfuerzo.

El detective se quedó tan contento que al irse abrazó y besó agradecido a Ka y luego abrió el cerrojo de la puerta con sus propias manos.