22. El hombre perfecto para interpretar a Atatürk

La carrera militar y en el teatro moderno de Sunay Zaim

Se hizo constar en un acta redactada y firmada a toda prisa que Ka había identificado a uno de los cadáveres que había visto en el depósito del hospital de la seguridad social. Ka y el hombre de nariz picuda volvieron a montarse en el mismo camión militar y pasaron por calles vacías en las que se apartaban a su paso asustadizos perros y en las que colgaban carteles electorales y pósters en contra del suicidio que les contemplaban desde los muros. Ka podía ver que, según avanzaban, se iban entreabriendo las cortinas cerradas y que niños juguetones y padres curiosos le echaban un vistazo al camión, pero tenía la mente en otro sitio. No se le iba de la cabeza la imagen de la cara de Necip y de cómo yacía completamente tieso. Soñaba con que al llegar al hotel İpek le consolaría, pero después de que el camión cruzara la plaza de la vacía ciudad, bajó por la avenida Atatürk y se detuvo poco más allá de un edificio de noventa años de antigüedad de la época de los rusos situado dos calles más abajo del Teatro Nacional.

Era la mansión de un solo piso cuya belleza y aspecto descuidado tanto habían entristecido a Ka la primera tarde que estuvo en Kars. Después de que los turcos se apoderaran de la ciudad y durante los primeros años de la República, allí habían vivido suntuosamente el famoso comerciante Maruf Bey, que trataba en leña y cuero con la Unión Soviética, y su familia, con sus cocineros, sus criados, sus trineos y sus coches de caballos. Cuando al terminar la Segunda Guerra Mundial y comenzar la guerra fría la Dirección Nacional de Seguridad acusó de espionaje a los famosos millonarios de Kars que comerciaban con la Unión Soviética, y los detuvo acabando así con ellos, la familia también desapareció para no volver más y la mansión permaneció vacía durante casi veinte años al quedarse sin dueño y a causa de los pleitos por la herencia. A mediados de los setenta, una fracción marxista armada con porras y palos la había ocupado, la había usado como sede y allí se habían planeado ciertos asesinatos políticos (el abogado Muzaffer Bey, por entonces alcalde, había sido herido en uno de los atentados pero salió vivo). Después del golpe militar de 1980 el edificio fue desalojado y se convirtió en el almacén de un despierto vendedor de neveras y estufas que posteriormente compró la tiendecita de al lado y en el taller de confección de un sastre emprendedor y soñador que había vuelto a su tierra tres años antes con el dinero que había ahorrado trabajando en Estambul y en Arabia.

En cuanto Ka entró vio máquinas de botones, máquinas de coser a la antigua y enormes tijeras colgadas de clavos en los muros, que parecían un conjunto de extraños artefactos de tortura a la luz suave del papel de la pared decorado con rosas anaranjadas.

Sunay Zaim paseaba arriba y abajo por la habitación llevando el mismo astroso abrigo y el jersey con los que Ka le había visto dos días antes por primera vez, botas militares y un cigarrillo sin filtro entre los dedos. Cuando vio a Ka su rostro se iluminó como si hubiera visto a un viejo y querido amigo, corrió a abrazarle y le besó. En su beso había algo que decía, como el hombre del hotel vestido de ganadero, «¡que el golpe sea por el bien del país!» y, por otro lado, resultaba tan excesivamente amistoso que a Ka le extrañó. Más tarde Ka se explicaría aquel afecto repentino como el resultado del encuentro de dos estambulinos en un lugar tan pobre y remoto como Kars y en unas condiciones tan difíciles, pero por entonces ya era consciente de que en parte él mismo había creado dichas condiciones.

—El águila oscura de la depresión alza el vuelo en mi alma cada día que pasa —dijo Sunay con un misterioso orgullo—. Pero no dejo que me lleve, sujétate tú también. Todo irá bien.

A la luz de la nieve que se reflejaba a través de las enormes ventanas, Ka comprendió de inmediato, por los hombres con walkie-talkies que andaban por aquella amplia sala, que gracias a los relieves que adornaban las esquinas del alto techo y a su enorme estufa no podía ocultar que había visto mejores días, por los dos fornidos guardaespaldas que no le quitaban ojo, y por los planos, las armas, las máquinas de escribir y los informes que había encima de la mesa que daba al pasillo, que aquello era el centro desde el que se dirigía «la revolución» y que Sunay tenía mucho poder en sus manos.

—En tiempos, en realidad en nuestros peores tiempos —dijo Sunay caminando arriba y abajo por la sala—, cuando en las más remotas, más miserables y más infames ciudades de provincias no era ya que no encontráramos un lugar en el que representar nuestras obras, sino ni siquiera una habitación de hotel en la que guarecernos por la noche y dormir, cuando además me enteraba de que el viejo amigo que decían que estaba allí había abandonado la ciudad hacía ya mucho, esa tristeza a la que llaman depresión comenzaba a agitarse lentamente en mi interior. Yo echaba a correr para que no me atrapara y me recorría puerta por puerta las casas de los médicos, los abogados y los profesores por si había alguien en la ciudad que sintiera interés por nosotros, los mensajeros del arte moderno llegados desde el mundo moderno. Cuando me enteraba de que no vivía nadie en la única dirección que tenía entre manos, o cuando comprendía que, en realidad, la policía no nos daría permiso para representar nuestra función, o cuando, como último recurso, intentaba presentarme al prefecto para que nos concediera el permiso y ni siquiera me recibía, me daba cuenta atemorizado de que la oscuridad de mi interior iba a rebelarse en contra de mi voluntad. En esos momentos el águila que dormitaba en mi pecho extendía lentamente sus alas y echaba a volar para asfixiarme. Entonces representaba mi obra en la casa de té más miserable del mundo, o, si tampoco eso era posible, en el alto zócalo que hay a la entrada de las estaciones de autobuses, a veces en la estación de tren gracias a que el jefe le había echado el ojo a una de nuestras actrices, en el garaje del parque de bomberos, en aulas vacías de escuelas primarias, en casas de comidas instaladas en cabañas de madera, en el escaparate de una barbería, en las escaleras de alguna galería comercial, en establos, en aceras, donde fuera, y no me rendía a la depresión.

Cuando Funda Eser entró por la puerta que daba al pasillo Sunay pasó del «yo» al «nosotros». Entre la pareja existía tal complicidad que Ka no notó nada artificial en el cambio. Funda Eser acercó rápida y elegante su enorme cuerpo, le estrechó la mano a Ka, le susurró algo a su marido y se alejó con el mismo aspecto ocupado.

—Ésos fueron nuestros peores años —prosiguió Sunay—. Todos los periódicos habían escrito cómo habíamos perdido el favor de la sociedad y de los imbéciles de Estambul y Ankara. Había atrapado la gran oportunidad que se les ofrece en la vida sólo a los afortunados que poseen el don del genio, sí, y justo el día en que iba a intervenir con mi arte en el devenir de la historia, de repente perdí pie y caí en el fango más miserable. Tampoco allí me derrumbé, pero tuve que luchar con la depresión. No obstante, nunca perdí mi fe en que, si me hundía un poco más en aquel fango, encontraría entre la suciedad, la pobreza y la infamia la sustancia esencial, la mayor de las joyas. ¿Por qué tienes miedo tú?

Por el pasillo apareció un médico de bata blanca que llevaba el maletín en la mano. Mientras sacaba el aparato de medir la tensión y se lo colocaba en el brazo con una preocupación bastante falsa, Sunay aparecía a la luz blanca que se derramaba por las ventanas con un porte tan «trágico» que Ka recordó su «caída del favor social» a principios de los ochenta. Pero Ka recordaba aún mejor la verdadera fama de Sunay, la que había conseguido con los papeles que había representado en los setenta. En aquellos años, que fueron la edad de oro del teatro político, lo que hizo que el nombre de Sunay destacara de entre los de otras muchas pequeñas compañías teatrales fue tanto su capacidad como actor y su entrega al trabajo como el don divino de tener una cualidad de líder que los espectadores podían descubrirle en algunas obras en las que representaba el papel protagonista. A los jóvenes espectadores turcos Sunay les había gustado mucho en las obras en las que interpretaba personalidades históricas fuertes que ostentaban el poder, revolucionarios jacobinos como Napoleón, Lenin, Robespierre o Enver Bajá, o héroes del pueblo que se parecían a ellos. Los estudiantes de instituto y los «progresistas» de la universidad contemplaban entre ovaciones y con los ojos llenos de lágrimas cómo expresaba su preocupación por el pueblo que sufría con una voz poderosa y conmovedora, cómo alzaba la cabeza orgullosamente cuando los opresores le asestaban un golpe y respondía «algún día os pediremos cuentas», cómo en los peores momentos (siempre había que caer en prisión) apretaba los dientes a pesar del dolor y les daba esperanzas a sus compañeros, pero también cómo, a pesar de que le destrozara el corazón, era capaz de utilizar inmisericorde la violencia por la felicidad del pueblo. Se decía que, especialmente cuando al final de la obra se hacía con el poder, en la decisión que demostraba cuando castigaba a los malos se le notaban las huellas de su educación militar. Había estudiado en el liceo militar de Kuleli. Cuando ya estaba en el último curso le expulsaron por escaparse en barca a Estambul para perder el tiempo en los teatros de Beyoglu y por intentar montar a escondidas en la escuela la obra titulada Antes de que los hielos se fundan.

El golpe militar de 1980 prohibió todo aquel teatro político de izquierdas y el Estado decidió que se rodara una gran producción sobre Atatürk para ponerla en televisión con ocasión del centenario de su nacimiento. Antes a nadie se le habría ocurrido que un turco pudiera interpretar a un gran héroe de la occidentalización como él, rubio y con los ojos azules, y siempre se pensaba sin el menor titubeo en actores occidentales como Lawrence Olivier, Curd Jürgens o Charlton Heston para el papel protagonista de esas grandes producciones nacionales. En esta ocasión el periódico La Libertad se puso manos a la obra y rápidamente convenció a la opinión pública de que «ya» era posible que un turco interpretara a Atatürk. Además se anunció que serían los propios lectores quienes decidirían quién lo interpretaría recortando y enviando el cupón correspondiente. Desde el primer día se pudo comprobar que Sunay, que estaba entre los candidatos designados por un jurado previo, se colocaba en primer lugar por una amplia diferencia en la votación popular, que había comenzado tras una larga campaña de presentación democrática. Los espectadores turcos intuyeron de inmediato que aquel Sunay que durante tantos años había representado papeles jacobinos, que era apuesto y majestuoso y que ofrecía tanta confianza, podía perfectamente interpretar a Atatürk.

El primer error de Sunay fue tomarse demasiado en serio el haber sido elegido por aclamación popular. Cada dos por tres salía en televisión y en los periódicos soltando discursos dirigidos a todo el mundo y mandaba hacer fotografías que mostraran su feliz matrimonio con Funda Eser. Exponiendo su casa, su vida cotidiana y sus opiniones políticas intentaba demostrar que era digno de ser Atatürk, que en algunos gustos y preferencias se parecía a él (el raki, bailar, vestir con elegancia, las buenas maneras) y, posando con los tomos del Discurso en la mano, que le leía una y otra vez (un columnista aguafiestas que se puso en marcha con rapidez se burló de que leyera la versión abreviada en turco moderno y no el original del Discurso, así que Sunay posó también con los tomos del original de su biblioteca pero, por desgracia, dichas fotos no fueron publicadas por ese mismo periódico a pesar de todos sus esfuerzos). Acudía a inauguraciones de exposiciones, a conciertos, a partidos de fútbol importantes y siempre, empezando por esos reporteros de tercera que lo preguntan todo, le soltaba a todo el mundo discursos sobre Atatürk y el arte, Atatürk y la música, Atatürk y el deporte. En su deseo de gustar a todos, que tan poco se adecuaba a su jacobinismo, también concedió entrevistas a periódicos «integristas» enemigos de Occidente. En uno de ellos en respuesta a una pregunta en realidad no demasiado provocadora, dijo: «Por supuesto, algún día, si el pueblo me considera digno, podré interpretar al santo Profeta Mahoma». Aquella desafortunada declaración fue lo que empezó a calentar el ambiente.

En pequeñas revistas islamistas se escribió que nadie —alabado sea Dios— podría interpretar a Nuestro Señor el Profeta. Aquella irritación pasó a las columnas de los periódicos primero en forma de «Se ha comportado irrespetuosamente con el Profeta» y luego como «Le ha insultado». Dado que ni los militares hacían callar a los islamistas, le tocó a Sunay apagar el incendio. Con la esperanza de calmar el ambiente, intentó, con el Santo Corán en la mano, explicar a los lectores conservadores lo mucho que amaba a Nuestro Señor el Profeta Mahoma y cómo pensaba que, de hecho, también él había sido un hombre moderno. Aquello le dio la oportunidad a los columnistas kemalistas a los que molestaba su pose de «Atatürk electo»: comenzaron a escribir que Atatürk nunca había adulado a los fanáticos religiosos. Los periódicos partidarios del golpe militar publicaban una y otra vez la fotografía en la que aparecía con el Corán en la mano con aspecto espiritual y preguntaban «¿Es éste Atatürk?». Después de eso la prensa islamista, más con un instinto de cubrirse las espaldas que con la intención de meterse con él, pasó al contraataque. Empezaron a publicar las fotografías que le habían hecho a Sunay tomando raki y a lanzar pies de foto como «¡Otro bebedor de raki, como Atatürk!» o «¿Es éste quien va a interpretar a Nuestro Señor el Profeta?». Y así, la disputa entre islamistas y laicos, que se inflamaba cada par de meses en la prensa de Estambul, esta vez le tomó a él como blanco y duró muy poco tiempo.

En el plazo de una semana salieron muchas fotografías de Sunay en la prensa: bebiendo cerveza con ansia en un filme comercial que había rodado años atrás, llevándose una paliza en una película de juventud, apretando el puño ante la bandera de la hoz y el martillo, contemplando cómo su mujer besaba a otros hombres por imperativos del guión… Se escribieron rumores como que su mujer era lesbiana y él seguía siendo comunista, como siempre, que habían doblado películas porno ilegales, que por dinero no sólo interpretaría a Atatürk sino cualquier otro papel, y que, de hecho, los había interpretado en las obras de Brecht que había montado con el dinero que le llegaba de Alemania Oriental, que después del golpe militar habían elevado una queja contra Turquía «ante la asociación de mujeres suizas que ha venido del extranjero para investigar, habida cuenta de la extensión de la práctica de torturas», y muchos otros rumores que ocupaban páginas y más páginas. Por aquellos días «un oficial de alto rango» que le llamó a la Junta de Jefes de Estado Mayor le informó lacónicamente de que era una decisión de todo el ejército que retirara su candidatura al papel. Aquel hombre no era el mismo oficial considerado y de buen corazón que, creyéndose alguien, había mandado llamar a Ankara a los presuntuosos periodistas de Estambul que criticaban a los militares por meterse en política y que, después de echarles una buena bronca y viendo que lloriqueaban con el corazón roto, les había ofrecido unos bombones, sino un militar mucho más decidido e irónico del mismo «departamento de relaciones públicas». El arrepentimiento y el miedo de Sunay no le ablandaron, justo al contrario, se burló de que expusiera sus propias opiniones políticas escudándose en su pose de «Atatürk electo». Dos días atrás Sunay había hecho una breve visita al pueblo en el que había nacido y había sido recibido como un político amado con una caravana de coches y entre los vítores de miles de parados y productores de tabaco, se había subido a la estatua de Atatürk que había en la plaza del pueblo y, entre aplausos, le había estrechado la mano. En vista de aquel interés, cuando en una revista popular de Estambul le preguntaron «¿Ha pensado en pasar algún día del escenario a la política?», él había contestado «¡Si el pueblo lo quiere!». Se hizo saber que la presidencia del Gobierno había aplazado la película sobre Atatürk «por el momento».

Sunay tenía la suficiente experiencia como para salir de aquella terrible derrota no demasiado afectado, pero fueron los acontecimientos posteriores los que de verdad le hundieron: como para asegurarse el papel había salido tanto en televisión durante un mes y ahora todo el mundo identificaba su conocidísima voz con la de Atatürk, no le dieron trabajos de doblaje. También le volvieron la espalda los publicitarios de televisión que antes le llamaban para el papel de padre razonable que escogía sus buenos y seguros productos, con la excusa de que quedaría extraño que un Atatürk fallido pintara sus paredes lata de pintura en mano o explicara por qué estaba tan contento con su banco. Pero lo peor fue que el pueblo, que cree con pasión cualquier cosa que se escriba en los periódicos, creyera que él era un enemigo de Atatürk y de la religión al mismo tiempo: algunos incluso creyeron que no había dicho una palabra cuando su mujer besaba a otros hombres. Cuando menos existía una sensación de que si el río suena, agua lleva. Todos aquellos rápidos acontecimientos redujeron el número de espectadores que acudía a sus obras. Muchas personas le paraban en la calle y le decían: «¡Debería avergonzarse!». Un joven estudiante de Imanes y Predicadores que creía que se había atrevido a hablar mal del Profeta y que quería salir en la prensa irrumpió una noche en el teatro y le sacó un cuchillo, otros le escupieron en la cara. Todo eso ocurrió en un plazo de cinco días. Marido y mujer desaparecieron del mapa.

A partir de ahí hubo muchos rumores del tipo de que habían ido a Berlín supuestamente para estudiar teatro en el Brecht Berliner Ensemble pero en realidad para aprender terrorismo o de que estaban ingresados en La Paix, el hospital psiquiátrico francés de con una beca del Ministerio de Cultura francés. La verdad era que se habían refugiado en la casa que la madre de Funda Eser, una conocida pintora, tenía en la costa del Mar Negro. Sólo un año más tarde pudieron encontrar trabajo como animadores en un hotel vulgar y corriente de Antalya. Por las mañanas jugaban al balonvolea con tenderos alemanes y turistas holandeses, por la tarde divertían a los niños disfrazados de un Karagöz y un Hacivat que maltrataban el alemán y por las noches salían al escenario representando a un sultán y a una concubina del harén que bailaba la danza del vientre. Aquél fue el comienzo de la carrera como danzarina del vientre de Funda Eser, que habría de perfeccionar en pueblos pequeños en los siguientes diez años. Sunay pudo aguantar tres meses aquellas payasadas hasta que un barbero suizo no quiso dejar en el escenario los chistes sobre turcos de fez con harenes, pretendió continuarlos a la mañana siguiente en la playa y comenzó a coquetear con Funda Eser y Sunay le dio una paliza ante la mirada horrorizada de los turistas. Después de eso se sabe que encontraron trabajo como presentadores, danzarina y «actor de teatro» en salones de boda de Antalya y alrededores. Sunay presentaba a cantantes baratos que imitaban fanáticamente a los nativos de Estambul, a tragafuegos y a comediantes de tercera y, tras un breve discurso sobre la institución del matrimonio, la República y Atatürk, Funda Eser hacía la danza del vientre y luego representaban, de una manera bastante disciplinada y durante ocho o diez minutos, alguna escena como la muerte del rey en Macbeth y recibían sus aplausos. En aquellas veladas se encontraba el germen de la compañía de teatro con la que tiempo después recorrerían Anatolia.

Después de que le tomaran la tensión, de que, mientras tanto, diera unas órdenes por una radio que le trajeron los guardaespaldas y de leer un papel que le plantaron delante, la cara de Sunay se frunció con asco: «Todos se denuncian unos a otros», dijo. Le dijo también que, en los años que llevaba actuando por los pueblos de Anatolia, había sido testigo de cómo a todos los hombres del país les paralizaba la depresión. «Se pasan días y días sentados sin hacer nada en las casas de té —le contó—. Cientos de hombres en cada ciudad, cientos de miles, millones en toda Turquía, desempleados, fracasados, desesperados, paralizados, miserables. Estos hermanos nuestros no tienen fuerzas para adecentarse, ni voluntad para abotonarse las grasientas y manchadas chaquetas, ni energías para mover brazos ni piernas, ni capacidad para prestar atención a una historia hasta el final, ni ganas para reírse de un chiste». Le explicó que la mayoría no podía dormir de pura desesperación, que disfrutaban fumando porque el tabaco les mataba, que dejaban a la mitad las frases que comenzaban dándose cuenta de que no tenían sentido, que veían los programas de televisión no porque les divirtieran o les gustaran sino porque no aguantaban a los demás amargados que les rodeaban, que en realidad querían morirse pero no creían ser dignos de suicidarse, que en las elecciones votaban a los más vergonzosos candidatos de los partidos más miserables para que les dieran el castigo que se merecían y que preferían a los militares golpistas que siempre hablaban de escarmientos y a los políticos que siempre ofrecían promesas. Funda Eser, que había entrado en la habitación, añadió que también las mujeres eran infelices porque debían cuidar de los excesivos hijos que tenían y porque se veían obligadas a ganar cuatro cuartos trabajando de criadas, de enfermeras, en el tabaco o en las alfombras mientras sus maridos estaban Dios sabe dónde. De no ser por esas mujeres que se aferraban a la vida llorando gritando continuamente a sus hijos, aquella oleada de millones de hombres todos iguales que cubría Anatolia entera, hombres de camisas sucias, sin afeitar, sin alegría, sin trabajo, sin ocupación, se perderían y se volatilizarían como mendigos que mueren por congelación en las esquinas las heladas noches de invierno, como borrachos que después de salir de la taberna se caen en un agujero del alcantarillado y desaparecen, como abuelos chochos a los que han enviado a por pan al colmado en pijama y zapatillas y se pierden por el camino. Pero ellos, como se podía ver en «esta pobre ciudad de Kars», eran demasiados y tiranizaban a sus mujeres, a las que les debían la vida, lo único que de veras querían, y a las que amaban con un amor que les avergonzaba.

—He entregado diez años de mi vida a Anatolia para que esos infelices hermanos míos puedan salir de su tristeza y su depresión —dijo Sunay sin sentir la menor pena por sí mismo—. Nos han encerrado cientos de veces por comunistas, por espías de Occidente, por pervertidos, por testigos de Jehová, por ser un chulo y su puta, nos han torturado, nos han dado palizas. Han intentado violarnos, nos han apedreado. Pero también han aprendido a apreciar la felicidad y la libertad que les daban mis obras y mi compañía. No voy a ser débil ahora que tengo en mis manos la mayor oportunidad de mi vida.

Dos hombres entraron en la habitación y uno de ellos volvió a entregarle una radio a Sunay. Por las conversaciones que se oían por ella, Ka pudo escuchar que habían rodeado una de las construcciones ilegales del barrio de Sukapi, que les habían disparado desde el interior y que dentro estaban un guerrillero kurdo y una familia. También hablaba un militar que daba órdenes por la radio y al que todos llamaban «mi coronel». Poco después el mismo militar informó a Sunay de algo y luego le pidió su opinión, pero no como si hablara con el líder de una revolución sino con un compañero de clase.

—Tenemos una pequeña brigada en Kars —dijo Sunay dándose cuenta del interés de Ka. Durante la guerra fría el Estado acumuló en Sarikamis las verdaderas fuerzas que tendrían que luchar contra un posible ataque ruso. Los de aquí servirían como mucho para entretener a los rusos en el primer momento. Ahora siguen aquí sobre todo para proteger la frontera con Armenia.

Sunay le contó que la noche anterior, poco después de bajarse del autobús en el que había venido desde Erzurum con Ka, se había encontrado en el restaurante Verdes Prados con Osman Nuri Çolak, amigo suyo desde hacía más de treinta años. Habían sido compañeros de clase en el liceo militar de Kuleli. Por aquel entonces era el único en Kuleli que sabía quién era Pirandello y qué eran las obras de teatro de Sartre.

—No consiguió, como yo, que le expulsaran de la escuela por falta de disciplina, pero tampoco le abrió los brazos entusiasmado a la vida militar. Por eso no pudo llegar a ser del Estado Mayor. Algunos murmuran que no llegará a general porque es demasiado bajito. Es un hombre airado y triste, pero creo que no por razones profesionales sino porque su mujer le abandonó llevándose a sus hijos. Le aburren la soledad, la falta de trabajo y los chismorreos de ciudad pequeña aunque, por supuesto, él es el que más cotillea. Él fue el primero en hablarme de los mataderos ilegales, de la vergüenza de los créditos del Banco Agrícola y de los cursos de Corán, de lo que me he encargado después de la revolución. Estaba bebiendo un poco en exceso. Cuando me vio se alegró mucho y se quejó de su soledad. Me dijo como excusa, pero también un tanto ufano, que esa noche él estaba al mando en Kars y que tendría que irse pronto, por desgracia. El general de la brigada había tenido que marcharse a Ankara a causa del reuma de su esposa, al coronel que le secundaba en el mando le habían llamado a Sarikamis a una reunión urgente y el gobernador estaba en Erzurum. Él tenía todo el poder. La nieve no amainaba y estaba claro que cerrarían las carreteras unos días como pasaba todos los inviernos. Comprendí de inmediato que era la oportunidad de mi vida y pedí para mi amigo otro raki doble.

Según el posterior informe del comandante inspector enviado desde Ankara después de los acontecimientos, el coronel Osman Nuri Çolak, el compañero de liceo militar de Sunay cuya voz había podido escuchar Ka por la radio poco antes, o simplemente Çolak[3] como le llamaba Sunay, en un primer momento se había sumado a aquella extravagante idea de un golpe militar como broma, como si fuera una diversión imaginaria forjada en la mesa de raki, incluso él fue el primero en decir con tono ligero que aquello se arreglaba con un par de tanques. Más tarde afirmaría que se había involucrado en el asunto ante la insistencia de Sunay para que su valor no quedara cuestionado y porque creía que al final en Ankara les complacería lo que iban a hacer, y no por rencores, enfados o intereses personales (por desgracia, según el informe del comandante, el Manco violó también aquellos principios suyos, pues mandó asaltar la casa de un dentista atatürkista en el barrio de la República por un asunto de faldas). En la revolución no participaron otras fuerzas sino la media compañía utilizada en los asaltos a casas y escuelas, cuatro camiones y dos tanques modelo T-1 que había que utilizar con sumo cuidado por la falta de repuestos. Aparte de la «brigada especial» de Z. Brazodehierro y sus compañeros, a la que se atribuían los «casos de autor desconocido», la mayor parte del trabajo lo realizaron unos cuantos laboriosos funcionarios del SNI y de la Dirección Provincial de Seguridad que, de hecho, llevaban años fichando a toda Kars y usando como delatores a una décima parte de la población por si alguna vez se producía una situación extraordinaria como ésta. Dichos funcionarios se pusieron tan contentos en cuanto se enteraron de los primeros planes del golpe, y mientras por la ciudad corría el rumor de que los laicistas iban a provocar una algarada, que enviaron telegramas oficiales a los compañeros que se encontraban de permiso fuera de Kars para que volvieran de inmediato y no se perdieran la fiesta.

Por las conversaciones por radio, que volvían a comenzar en ese momento, Ka comprendió que el enfrentamiento armado en Sukapi había llegado a una nueva fase. Primero sonaron tres disparos y, cuando segundos más tarde les llegó el eco de los tiros suavizado por la vega nevada, Ka decidió que el ruido exagerado por la radio era más hermoso.

—No sean crueles —le dijo Sunay a la radio—, pero háganles notar que la revolución y el Estado son fuertes y que no se achantarán ante nadie —se sostenía la barbilla entre el pulgar y el índice de la mano izquierda de forma pensativa y con un gesto tan particular que Ka recordó que Sunay había dicho la misma frase en una obra histórica a mediados de los setenta. Ahora no era tan apuesto como antes y estaba cansado, agotado y pálido. Tomó unos prismáticos militares de los cuarenta que había sobre la mesa. Se puso el mismo abrigo de fieltro gastado que había llevado durante diez años en sus viajes por Anatolia y el gorro de piel, cogió del brazo a Ka y lo sacó fuera. El frío le sorprendió por un instante y le hizo sentir lo pequeños y frágiles que eran los deseos y sueños humanos, las intrigas políticas y cotidianas frente al frío de Kars. Al mismo tiempo se dio cuenta de que la pierna izquierda de Sunay cojeaba más de lo que había creído. Mientras caminaban por las aceras cubiertas de nieve el corazón se le llenó de felicidad con la soledad de las calles blanquísimas y el hecho de que ellos fueran los únicos caminantes en toda la ciudad. No eran simplemente la alegría de vivir y el deseo de amar que le proporcionaban la hermosa ciudad y los antiguos y vacíos edificios en medio entre la nieve: ahora Ka también disfrutaba del hecho de estar cerca del poder.

—Éste es el lugar más bonito de Kars —dijo Sunay—. Ésta es la tercera vez que vengo a Kars con mi compañía en estos diez años. Y siempre vengo aquí cuando oscurece, bajo los álamos y los árboles del paraíso, escucho melancólico las cornejas y las urracas y admiro la fortaleza, el puente y los baños cuatro veces centenarios.

Ahora se encontraban en el puente que cruzaba el congelado arroyo de Kars. Sunay señaló uno de los dispersos edificios ilegales que había en la colina que tenían enfrente y a la izquierda. Algo más abajo y un poco por encima del camino Ka vio un tanque y, delante de él, un vehículo militar. «Os estamos viendo», le dijo Sunay al walkie-talkie y luego miró por los prismáticos. Poco después les llegaron dos disparos por la radio. Luego oyeron el eco que les llegaba por el barranco que había abierto el río. ¿Era un saludo que les estaban enviando? Poco más allá, a la entrada del puente, había dos guardias que les esperaban. Contemplaron el barrio de construcciones ilegales en el que se habían instalado los pobres ocupando cien años más tarde el lugar de las mansiones de los adinerados bajás otomanos que habían sido derribadas por los cañones rusos, el parque de la otra orilla donde en tiempos se había divertido la alta burguesía de Kars, y la ciudad tras él.

—Hegel fue el primero en darse cuenta de que la historia y el teatro están hechos con los mismos materiales —dijo Sunay—. Nos recuerda que, como en el teatro, la historia entrega los papeles principales a ciertas personas. Y que, como en el escenario, también en la escena de la historia sobresaldrán los audaces…

Las explosiones sacudieron el valle entero. Ka comprendió que se había puesto en funcionamiento la ametralladora de la torreta del tanque. También había disparado el cañón, pero había fallado. Siguieron las granadas que arrojaban los soldados. Un perro ladraba. Se abrió la puerta del edificio y salieron dos personas. Levantaron los brazos. De repente Ka vio las lenguas de fuego que salían por una de las ventanas rotas. Los que habían salido manos arriba se arrojaron al suelo. Mientras ocurría todo aquello un perro negro que correteaba por allí ladrando alegre se acercó moviendo la cola a los que se habían tumbado. Luego Ka vio que alguien echaba a correr por atrás y oyó que los soldados abrían fuego. El hombre cayó en tierra y luego cesaron todos los ruidos. Mucho después alguien gritó, pero para entonces Sunay estaba distraído.

Regresaron al taller de confección seguidos por los guardias. En cuanto vio el precioso papel pintado de las paredes de la vieja mansión, Ka supo que no podría resistirse al nuevo poema que surgía en su interior y se apartó a un lado.

En aquel poema, titulado «Suicidio y poder», Ka expuso con todo descaro el placer de detentar el poder que le había dado el estar poco antes con Sunay, el gusto que le había proporcionado su amistad y el sentimiento de culpabilidad que le causaban las jóvenes suicidas. Más tarde opinaría que era en aquel «sólido» poema donde de manera más poderosa y sin el menor cambio había expuesto todos los sucesos de los que fue testigo en Kars.