21. Pero es que no reconozco a nadie

Ka en las frías habitaciones del horror

Para recoger a Ka habían enviado uno de esos viejos camiones CMS que, incluso por entonces, ya apenas se usaban en Turquía. El joven de nariz picuda y piel blanca vestido de civil que le esperaba en el vestíbulo del hotel le hizo sentarse en la parte delantera del camión, en medio. Él mismo se sentó a su lado, junto a la puerta. Como si quisiera prevenir que Ka la abriera y escapara. Pero se portó muy educadamente con él, le llamó «señor» y de ahí Ka concluyó que no se trataba de un policía de civil sino de un oficial del Servicio Nacional de Inteligencia y que quizá no le maltrataran.

Cruzaron lentamente las calles vacías y blanquísimas de la ciudad. Como la cabina del conductor del camión militar, adornada por multitud de indicadores, muchos de los cuales no funcionaban, estaba bastante en alto, Ka podía ver el interior de algunos hogares a través de las escasas cortinas abiertas. En todas partes estaba encendida la televisión pero toda Kars había echado las cortinas y se había encerrado en sí misma. Era como si avanzaran por una ciudad completamente distinta y a Ka le dio la impresión de que la belleza de las calles como salidas de un sueño que se veían tras los limpiaparabrisas, que a duras penas alcanzaban a apartar la nieve, de las antiguas casas rusas al estilo del Báltico y de los árboles del paraíso cubiertos de nieve, hechizaban también al conductor y al hombre de nariz picuda.

Se detuvieron ante la Dirección de Seguridad y entraron con rapidez porque se habían quedado bastante fríos en el camión. En comparación con el día anterior el edificio estaba tan lleno de gente y había tanto movimiento que Ka se asustó por un momento a pesar de que sabía que sería así. Allí había aquel desorden y aquel movimiento tan peculiares de los sitios en los que muchos turcos trabajan juntos. A Ka le recordó los pasillos de los juzgados, las puertas de los estadios de fútbol, las estaciones de autobuses. Pero también había el mismo ambiente de horror y muerte que se puede sentir en los hospitales que huelen a tintura de yodo. La idea de que en algún lugar cercano estarían torturando a alguien envolvió su espíritu en forma de miedo y sentimiento de culpabilidad.

Mientras subía de nuevo por las mismas escaleras por las que había subido la tarde anterior con Muhtar, instintivamente intentó adoptar las actitudes y la tranquilidad de los dueños del lugar. Por las puertas abiertas oyó el tecleo de máquinas de escribir que funcionaban a toda velocidad, a los que hablaban a gritos por la radio, a los que llamaban por las escaleras al encargado del té. En los bancos que habían colocado ante las puertas vio a jóvenes que esperaban su turno para ser interrogados, esposados unos a otros, con la ropa revuelta y despeinados y con la cara llena de moratones, e intentó no mirarles a los ojos.

Le llevaron a una habitación parecida a aquella en la que había estado el día anterior con Muhtar y le dijeron que, aunque había declarado que no había visto la cara del asesino del director de la Escuela de Magisterio y no había podido reconocerle en las fotos que le habían mostrado, quizá esta vez pudiera identificarle entre los estudiantes islamistas detenidos del piso de abajo. Ka comprendió que tras la «revolución» la policía había pasado a ser manejada por los del SNI y que las relaciones entre ambos organismos eran tensas.

Un funcionario de Inteligencia de cara redonda le preguntó a Ka dónde había estado el día anterior alrededor de las cuatro.

Por un momento el rostro de Ka adquirió el color de la ceniza. Estaba diciendo «Me habían dicho que sería interesante que viera también al jeque Saadettin Efendi» cuando el de la cara redonda le interrumpió: «No, antes de eso».

Al ver que Ka callaba, le recordó que se había entrevistado con Azul. De hecho, lo sabía desde el principio y sólo aparentaba lamentar el verse obligado a abochornar a Ka. Ka intentó ver en aquello una señal de buena voluntad. Si hubiera sido cualquier comisario de policía, habría acusado a Ka de ocultar la entrevista y, pavoneándose de que la policía lo sabía todo, se lo habría echado en cara con brusquedad.

El funcionario de Inteligencia de cara redonda, con un aire de «ojalá todo esto se acabe pronto», le explicó que Azul era un terrorista cruel, un gran conspirador y un enemigo jurado de la República pagado por Irán. Era seguro que había matado a un presentador de televisión y por eso se había dictado una orden de busca y captura en su contra. Se paseaba por toda Turquía organizando a los integristas.

—¿Quién le procuró la entrevista con él?

—Un estudiante del Instituto de Imanes y Predicadores cuyo nombre ignoro —respondió Ka.

—Bien, entonces intente identificarlo ahora —le dijo el agente de Inteligencia de cara redonda—. Mire bien, lo hará por las mirillas que hay en las puertas de las celdas. No tenga miedo, no le reconocerán.

Bajaron a Ka por unas escaleras muy anchas. Más de cien años atrás, cuando el alto y elegante edificio era un hospital privado armenio, aquello se usaba como leñera y como dormitorio para los celadores. Luego, cuando en los años cuarenta se convirtió en un instituto estatal de enseñanza media, tiraron los tabiques y lo transformaron en comedor. Muchos de los jóvenes de Kars que en los sesenta se volverían marxistas enemigos de Occidente se habían tomado allí, sufriendo náuseas por el asqueroso olor, sus primeras cucharadas de aceite de hígado de bacalao tragándoselas con el ayran hecho con la leche en polvo enviada por la Unicef. Parte de aquel amplio sótano se había convertido ahora en un pasillo al que daban catorce pequeñas celdas.

Un policía, se podía ver por su comodidad de movimientos que ya había hecho aquel trabajo antes, colocó cuidadosamente en la cabeza de Ka una gorra de oficial. El funcionario del SNI de nariz picuda que había recogido a Ka en el hotel le dijo con aire de sabelotodo: «A éstos les dan mucho miedo las gorras de oficial».

El policía abrió con un gesto brusco la mirilla de la puerta de hierro de la primera celda a la derecha cuando llega ron a ella y gritó con todas sus fuerzas: «¡Firmes, el comandante!». Ka miró por aquella abertura del tamaño de su mano.

Vio a cinco personas en una celda del tamaño de una cama grande. Quizá fueran más porque estaban unos encima de otros. Todos se apoyaban en la sucia pared de enfrente apretados unos contra otros en una inexperta posición de firmes porque no habían hecho el servicio militar y con los ojos cerrados, tal y como les habían indicado que hicieran previamente a base de amenazas (aunque Ka sintió que algunos le miraban a través de los párpados entrecerrados). Aunque sólo habían pasado once horas desde que se produjo la «revolución», a todos les habían rapado el pelo al cero y todos tenían las caras y los ojos hinchados por los golpes. El interior de la celda estaba más iluminado que el pasillo, pero a Ka todos le parecieron iguales. Estaba aturdido: el dolor, el miedo y la vergüenza le oprimían el corazón. Le alegró no ver a Necip entre ellos.

Como vio que tampoco podía identificar a nadie en la segunda y en la tercera celdas, el funcionario de Inteligencia de nariz picuda le dijo:

—No hay nada que temer. De hecho, en cuanto se abran las carreteras se largará usted de aquí.

—Pero es que no reconozco a nadie —respondió Ka con una ligera altivez.

Poco después reconoció a varios: recordaba muy bien haber visto a uno interrumpiendo a Funda Eser y a otro lanzando continuamente consignas. Por un momento pensó que si los delataba demostraría a la policía que estaba dispuesto a colaborar y así podría aparentar que no conocía a Necip cuando lo viera (porque, de todas maneras, tampoco eran tan graves los delitos de aquellos jóvenes).

Pero no delató a nadie. En una celda, un muchacho con la cara ensangrentada le imploró: «Mi comandante, no se lo digan a nuestras madres».

Muy probablemente a aquellos muchachos les habían dado de patadas y puñetazos, pero sin llegar a usar ningún otro instrumento, durante los primeros momentos de entusiasmo revolucionario. Tampoco en la última celda vio Ka a nadie que se pareciera al hombre que había disparado al director de la Escuela de Magisterio. Le consoló el que Necip tampoco se encontrara entre aquellos jóvenes asustados.

Arriba comprendió que el hombre de la cara redonda y sus superiores estaban completamente decididos a capturar lo antes posible al asesino del director de la Escuela de Magisterio para presentarlo ante los habitantes de Kars como un triunfo de la revolución y quizá para colgarlo de inmediato. En la habitación también se encontraba ahora un comandante jubilado. El hombre, que de alguna manera había logrado encontrar la forma de burlar el toque de queda y llegar hasta la Dirección de Seguridad, pretendía que soltaran a su sobrino, al que habían detenido. Por lo menos, pedía, que no se le torturara para que su joven familiar no «guardara rencor a la sociedad» y explicaba que la pobre madre había matriculado a su hijo en el Instituto de Imanes y Predicadores creyéndose la mentira de que el Estado entregaría gratuitamente una chaqueta y un abrigo de lana a todos los alumnos, pero que, en realidad, toda la familia era republicanista y atatürkista. El de la cara redonda cortó al comandante jubilado:

—Mi comandante, aquí no se maltrata a nadie —dijo, y apartó a Ka a un lado: el asesino y los hombres de Azul (Ka intuyó que el otro suponía que eran los mismos) quizá estuvieran entre los detenidos en la Facultad de Veterinaria, algo más arriba.

Y así volvieron a montar a Ka en el mismo camión militar con el hombre de nariz picuda que le había recogido en el hotel. A lo largo del camino Ka estaba feliz por la belleza de las calles vacías, por haber podido salir por fin de la Dirección de Seguridad y por el placer que le producía fumarse un cigarrillo. Además se decía que parte de su mente estaba arteramente contenta de que hubiera habido un golpe militar y el país no se hubiera rendido a los integristas. Así pues, para aliviar su conciencia, se juró que no colaboraría con la policía ni con los militares. Poco después se le estaba viniendo a la cabeza un nuevo poema con una fuerza increíble y un extraño optimismo, cuando el funcionario de nariz picuda preguntó: «¿Podemos parar en algún sitio para tomar un té?».

La mayoría de las casas de té llenas de parados que uno se encontraba cada dos pasos en la ciudad estaban cerradas, pero en la calle del Canal vieron una cuyos fogones funcionaban sin atraer la atención del camión militar que vigilaba a un lado. Dentro, aparte del niño aprendiz que esperaba a que terminara el toque de queda, había tres jóvenes sentados en un rincón. Se pusieron tensos al ver que entraban dos hombres por la puerta, uno de civil y el otro con una gorra de oficial.

El tipo de nariz picuda sacó de inmediato la pistola del abrigo y, con una profesionalidad que despertó respeto en Ka, hizo que los jóvenes se apoyaran contra la pared, sobre la que colgaba un enorme paisaje de Suiza, les registró y les pidió la documentación. Ka, que había decidido que la cosa no se pondría seria, se sentó en una mesa que había junto a la estufa apagada y escribió tranquilamente el poema que tenía en la cabeza.

El punto de partida de aquel poema, que luego titularía «Calles de ensueño», eran las nevadas calles de Kars, pero en aquellos treinta y dos versos también había mucho de las calles del antiguo Estambul, de Ani, la ciudad fantasma de los armenios, y de las vacías, terribles y maravillosas ciudades que Ka había visto en sueños.

Cuando terminó el poema vio en la televisión en blanco y negro que el lugar del cantante de aquella mañana lo había ocupado la revolución del Teatro Nacional. Teniendo en cuenta que el portero Vural estaba comenzando a narrar sus amoríos y los goles que le habían colado, veinte minutos después podría verse a sí mismo recitando en la televisión. A Ka le habría gustado recordar aquel poema que había olvidado y no había podido escribir en el cuaderno.

Otros cuatro hombres entraron por la puerta de atrás de la casa de té y el funcionario del SNI de nariz picuda también les sacó la pistola y los alineó contra la pared. El kurdo que llevaba el establecimiento le explicó al funcionario del SNI, al que llamaba «mi comandante», que aquellos hombres no habían violado el toque de queda, sino que habían llegado al jardín cruzando por el patio.

El funcionario del SNI, tomando una decisión intuitiva, decidió comprobar la realidad de esa afirmación. De hecho, uno de los hombres no llevaba ninguna identificación y temblaba demasiado de miedo. El agente del SNI le dijo que le llevara a su casa por el mismo camino por el que había venido. Dejó a los jóvenes apoyados contra la pared al cuidado del conductor, al que había llamado. Ka se metió el cuaderno en el bolsillo del abrigo y decidió seguirles. Salieron por la puerta de atrás de la casa de té a un patio cubierto de nieve y frío como el hielo, saltaron un muro bajo, subieron por tres escalones congelados y, entre los ladridos de un perro atado con una cadena, bajaron al sótano de una construcción de cemento de mala calidad y sin pintar, como la mayoría de las de Kars. Flotaba en el aire un sucio olor a carbón y a sueño. El hombre que les precedía se acercó a un rincón construido con cajas de cartón y de fruta junto a la zumbante caldera de la calefacción; Ka vio a una joven de piel blanca y extraordinariamente hermosa que dormía en una cama hecha con materiales de desecho y volvió la cara instintivamente. En ese momento el hombre sin identificación le entregó al funcionario del SNI un pasaporte, Ka no podía oír lo que hablaban por el rumor de la caldera, pero vio en la penumbra que el hombre sacaba un segundo pasaporte.

Era un matrimonio georgiano que había venido a Turquía para trabajar y ahorrar algo de dinero. En cuanto regresaron a la casa de té, los jóvenes parados, a los que el agente devolvió los documentos de identidad, se quejaron de ellos: la mujer estaba tuberculosa pero trabajaba de prostituta y se acostaba con los dueños de granjas lecheras y los tratantes de cuero que bajaban a la ciudad. Su marido, como los demás georgianos, se resignaba a trabajar por la mitad y, para una vez cada mil años que había algún empleo en el mercado de trabajo, se lo quitaba a los nacionales. Eran tan pobres y tan tacaños que para no pagarse un hotel le metían en el puño al ordenanza del departamento de aguas cinco dólares americanos al mes para que les dejara vivir donde la caldera. Según un rumor, se comprarían una casa en cuanto volvieran a su país y no volverían a trabajar en lo que les quedaba de vida. En las cajas había prendas de cuero que habían comprado baratas allí y que pensaban vender en cuanto regresaran a Tiflis. Les habían deportado dos veces y en ambas ocasiones habían conseguido encontrar la manera de volver a su «casa», donde la caldera. La administración militar debía limpiar Kars de esos gérmenes nocivos con los que no había podido la policía, que no hacía más que aceptar sobornos.

Y así, mientras se tomaban los tés con los que el propietario del establecimiento había tenido el gran placer de obsequiar a sus invitados y gracias al estímulo del agente del SNI de nariz picuda, aquellos jóvenes desempleados que se sentaron tímidamente a su mesa les contaron lo que esperaban del golpe militar, sus deseos, sus quejas con respecto a los políticos podridos y muchos rumores que casi podían pasar por delaciones: que se sacrificaban animales clandestinamente, los chanchullos que se cocinaban en el monopolio de bebidas y tabacos, cómo algunos constructores traían obreros clandestinos a través de Armenia en camiones de carne porque trabajaban por salarios más bajos y los instalaban en barracas, cómo otros te hacían trabajar el día entero por nada… Parecía que aquellos jóvenes parados no se hubieran dado cuenta de que el «golpe militar» se había hecho contra los «integristas» que estaban a punto de ganar las elecciones municipales y contra los nacionalistas kurdos. Se comportaban como si todo lo que había ocurrido desde la noche anterior fuera para poner fin al desempleo y a la falta de ética en la ciudad y para que ellos encontraran trabajo.

Ya en el camión militar, a Ka le pareció en cierto momento que el funcionario de nariz picuda del SNI sacaba el pasaporte de la mujer georgiana y que contemplaba la fotografía. Aquello le hizo sentir vergüenza y una extraña excitación.

En cuanto llegaron a la Facultad de Veterinaria, Ka percibió que allí la situación era mucho peor de lo que habían visto en la Dirección de Seguridad. Mientras avanzaban por los helados pasillos del edificio comprendió de inmediato que en aquel sitio nadie tenía tiempo para compadecerse de nadie. Allí se habían llevado a los nacionalistas kurdos, a los terroristas de izquierdas que habían podido detener, de esos que de vez en cuando tiran una bomba a tontas y a locas y luego dejan un comunicado, y, especialmente, a todos aquellos cuyos nombres aparecían en los registros del SNI como simpatizantes de cualquiera de esos grupos. Los policías, los militares y los fiscales interrogaban con mayor dureza y usando métodos mucho más violentos y crueles de los que empleaban con los islamistas a cualquier sospechoso de haber participado en acciones de cualquiera de dichos grupos o de haber colaborado con los guerrilleros kurdos en sus esfuerzos por infiltrarse en la ciudad desde las montañas.

Un policía alto y fornido cogió del brazo a Ka como si ayudara cariñosamente a un anciano al que le cuesta trabajo andar y lo paseó por tres aulas donde se estaban cometiendo actos terribles. Intentaré, tal y como hizo mi amigo en los cuadernos que escribió, no hablar demasiado de lo que vieron en aquellas habitaciones.

Lo primero en que pensó Ka en cuanto entraron en la primera aula, y después de contemplar durante cuatro o cinco segundos el estado en que se encontraban los detenidos que había allí, fue en lo breve que era el viaje del hombre por este mundo. Al ver a los sospechosos después de que hubieran pasado por el interrogatorio, se le aparecieron ante los ojos, como en un sueño, ciertas visiones y deseos relacionados con otras épocas, lejanas civilizaciones y países en los que nunca había estado. Ka y el resto de los que se encontraban en la habitación sentían en lo más profundo que la vida que se les había dado se estaba agotando como una vela a la que se le ha acabado la mecha. En su cuaderno, Ka la llamaría la habitación amarilla.

A Ka le dio la impresión de que había menos detenidos en la segunda aula. Allí su mirada se cruzó con las de algunos de ellos, recordó que los había visto ayer en una casa de té mientras paseaba por la ciudad y rehuyó sus ojos sintiéndose culpable. Sentía que ellos estaban ahora en un país onírico muy lejano.

En la tercera aula, entre gemidos, lágrimas y un profundo silencio que dañaba el alma, Ka sintió que una fuerza omnisciente había convertido la vida en este mundo en un sufrimiento continuo al no entregarnos su sabiduría. En aquella habitación consiguió no mirar a nadie a los ojos. Miraba, pero no lo que tenía ante los ojos, sino que veía un color que había dentro de su cabeza. Como dicho color se parecía especialmente al rojo, llamaría a aquella habitación la habitación roja. Allí las dos sensaciones que había notado en las primeras aulas, la de que la vida es corta y la de que la humanidad es culpable, se entremezclaron y Ka se relajó a pesar de lo terrible que era el espectáculo que contemplaba.

Era consciente de que había creado un sentimiento de sospecha y desconfianza al no haber sido capaz de reconocer a nadie tampoco en la Facultad de Veterinaria. Le había tranquilizado tanto no encontrar a Necip que cuando el hombre de nariz picuda le pidió que en último lugar, y también con objeto de que tratara de identificar a alguien, echara un vistazo a los cadáveres del depósito del hospital de la seguridad social, Ka quiso ir lo antes posible.

En el depósito del sótano del hospital de la seguridad social a Ka le mostraron en primer lugar el cadáver más sospechoso. Era el del militante islamista que se había llevado tres balazos durante la segunda descarga de los soldados mientras estaba lanzando consignas. Pero Ka no le conocía de nada. Se acercó con precaución al cadáver y lo observó con un gesto respetuoso y tenso, como si le saludara. El segundo cadáver, que yacía sobre el mármol como si tuviera frío, era el de un abuelete mayor y muy pequeñito. El ojo izquierdo, después de que lo destrozara la bala, se había convertido en un agujero negrísimo por la sangre seca. Los policías se lo enseñaron porque todavía no habían descubierto que había venido desde Trabzon para ver a su nieto, que estaba haciendo el servicio militar, y porque despertaba sospechas por su pequeño tamaño. Al acercarse al tercer cadáver estaba pensando optimistamente en İpek, a la que vería enseguida. A aquel cadáver también le habían destrozado un único ojo. Por un momento pensó que aquello era algo que les pasaba a todos los cadáveres que había en el depósito. Al acercarse y ver más de cerca la blanca cara del joven muerto, dentro de él algo se derrumbó.

Era Necip. La misma cara infantil. Los mismos labios hacia fuera de niño que pregunta. Ka sintió el frío y el silencio del hospital. El mismo acné juvenil. La misma chaqueta sucia de estudiante. Ka creyó por un instante que iba a echarse a llorar y se dejó llevar por el pánico. Pero ese mismo pánico le distrajo y las lágrimas no cayeron. En medio de la frente en la que doce horas antes había apoyado la palma de la mano ahora había un agujero de bala. Lo que hacía que Necip pareciera realmente muerto no era la pálida blancura azulada de su cara, sino el que su cuerpo estuviera tieso como una tabla. Por el corazón de Ka pasó una sensación de agradecimiento por estar vivo. Aquello le alejó de Necip. Se inclinó hacia delante, separó las manos, que había tenido entrelazadas a la espalda, cogió a Necip por los hombros y le besó en ambas mejillas. Estaban frías pero no duras. Miraba a Ka con el verde de su entreabierto y único ojo. Ka se rehízo y le dijo al hombre de nariz picuda que aquel «amigo» le había salido al paso ayer, que le había comentado que era escritor de ciencia ficción y que luego le había llevado a ver a Azul. Le había besado porque «el joven» tenía un corazón muy puro.