20. ¡Que sea enhorabuena para el país y la nación!

De noche, mientras Ka dormía, y a la mañana siguiente

Ka durmió como un tronco exactamente diez horas y veinte minutos. En cierto momento soñó que nevaba. Poco antes de eso la nieve había comenzado a caer de nuevo en la blanca calle que se veía fuera por el hueco de las entreabiertas cortinas y a la luz de la pálida farola que iluminaba el rótulo rosado en el que se leía «Hotel Nieve Palace», la nieve parecía extraordinariamente suave: quizá fue por esa extraña y mágica suavidad de la nieve, que absorbía los disparos efectuados en las calles de Kars, por lo que Ka pudo dormir esa noche tan tranquilo.

Sin embargo, la residencia del Instituto de Imanes y Predicadores, que fue asaltada con un tanque escoltado por dos camiones, estaba sólo dos calles más allá. Hubo un enfrentamiento, no en la puerta principal, que aún muestra la delicada maestría de los maestros forjadores armenios, sino en la de madera que daba al dormitorio de los del último curso y al salón de actos. Al principio los soldados habían disparado hacia arriba, a la oscuridad, desde el jardín nevado, con la intención de intimidar. Como los más militantes de los estudiantes islamistas habían acudido a la velada del Teatro Nacional y habían sido arrestados allí, los que quedaban en la residencia eran o bien novatos o bien indiferentes, pero, excitados por las escenas que habían visto en la televisión, habían levantado una barricada con mesas y bancos detrás de la puerta y habían comenzado a esperar lanzando consignas y gritando «¡Dios es grande!». Como un par de estudiantes desquiciados se dedicaron a arrojar sobre los soldados los tenedores y cuchillos que habían robado del comedor desde la ventana del retrete y a juguetear con la única pistola que tenían, también allí el enfrentamiento acabó en tiros y un estudiante delgado de hermoso cuerpo y apuesto de cara cayó muerto con una bala en la frente. A causa de la intensa nieve que caía poca gente en la ciudad se dio cuenta de lo que estaba pasando mientras montaban a golpes en un autobús a aquellos estudiantes de enseñanza media en pijama, la mayoría de los cuales estaba llorando, y se los llevaban a la Dirección de Seguridad a todos juntos, tanto a los indecisos, arrepentidos de haberse unido a la resistencia sólo por hacer algo, como a los más militantes, ya cubiertos de sangre.

La mayor parte de la ciudad estaba despierta, pero seguían prestando atención a la televisión y no a las ventanas ni a la calle. Después de que en la retransmisión en directo desde el Teatro Nacional Sunay Zaim dijera que aquello no era una obra de teatro sino una revolución y mientras los soldados arrestaban a los alborotadores de la sala y se llevaban en camilla a muertos y heridos, Umman Bey, ayudante del gobernador, al que toda Kars conocía de cerca, subió al escenario y anunció, un tanto nervioso por ser la primera vez que salía «en directo», con su voz siempre oficial y frenética, pero que a la vez inspiraba confianza, que se declaraba el toque de queda en Kars hasta el día siguiente a las doce. Como nadie más salió al escenario cuando lo abandonó, durante los veinte minutos siguientes los telespectadores de Kars sólo vieron en sus pantallas el telón del Teatro Nacional, luego hubo un corte en la emisión e inmediatamente volvió a aparecer el mismo viejo telón. Después de un rato éste se alzó lentamente y comenzaron a retransmitir de nuevo toda la «velada».

Aquello asustó a la mayoría de los espectadores de Kars, que intentaban comprender lo que estaba ocurriendo sentados ante sus televisores. Los que estaban medio dormidos o medio borrachos se dejaron arrastrar por la sensación de encontrarse atrapados en una confusión temporal de la que no podían huir, y a otros les dio la impresión de que se iban a repetir la velada y las muertes. Parte de los espectadores a los que no interesaba el aspecto político de los acontecimientos, se dedicaron a observar con todo cuidado la repetición considerándola una nueva oportunidad que podría resultarles útil para comprender todo lo que había sucedido en Kars esa noche… así fue como al mismo tiempo que los espectadores de Kars veían de nuevo cómo Funda Eser, imitando a una antigua presidenta de Gobierno, recibía llorando a sus clientes: americanos o cómo bailaba una danza del vientre con sincera alegría después de haber satirizado un anuncio televisivo, un equipo de la Dirección de Seguridad, especializado en aquellos asuntos, asaltaba la sede provincial del Partido por la Igualdad de los Pueblos en la galería comercial Halitpaşa, arrestaba a la única persona que había allí, un ordenanza kurdo, y confiscaba cuantos papeles y libros hubiera en armarios y cajones. Los mismos policías, en un vehículo blindado, arrestaron por riguroso turno a los miembros del comité provincial del partido, ya que les conocían y sabían sus direcciones gracias a un registro efectuado la noche anterior, acusándoles de separatismo y de nacionalismo kurdo.

No eran ellos los únicos nacionalistas kurdos de Kars. Los tres cadáveres que habían sacado por la mañana temprano antes de que la nieve lo cubriera, de un taxi marca Murat que, había ardido a la entrada de la carretera de Digor perteneció según informaron las fuerzas de seguridad, a militantes PKK. Aquellos tres jóvenes, que meses atrás ya habían intentado infiltrarse en la ciudad, se dejaron llevar por los nervios ante los acontecimientos de la noche y decidieron huir a las montañas en un taxi, pero se desmoralizaron al ver que nieve había bloqueado la carretera, se inició una discusión y se suicidaron con la bomba que uno hizo estallar. Las instancias de la madre de uno de ellos, que trabajaba de limpiadora en centro de salud, en las que exponía que en realidad a su se lo habían llevado unos desconocidos armados que habían llamado a su puerta, y la del hermano mayor del taxista, en la que declaraba que no sólo no era nacionalista kurdo sino que ni siquiera era kurdo, fueron desestimadas.

A aquellas horas toda Kars había comprendido, si que se había producido una revolución, por lo menos sí q pasaba algo raro en la ciudad, por cuyas calles se paseaban como lentos y oscuros fantasmas dos tanques, pero no había sección de miedo porque todo había ocurrido mientras en televisión se retransmitía una función teatral y ante las ventanas caía interminable la nieve como en un cuento de hadas. Sólo los que andaban metidos en política estaban un poco preocupados.

Por ejemplo, Sadullah Bey, un investigador del folklore y periodista respetado por todos los kurdos de Kars, había visto muchos golpes militares a lo largo de su vida y en cuanto oyó por televisión lo del toque de queda se preparó para la temporada en prisión que comprendía que se le acercaba. Después de colocar en la maleta los pijamas de cuadros azules, sin los cuales era incapaz de dormir, la medicina para la próstata y las píldoras para dormir, el gorro y los calcetines de lana, la fotografía en la que su hija la de Estambul sonreía con su nieto en brazos y el borrador del libro que estaba preparando sobre cantos elegíacos kurdos, se tomó un té con su esposa y esperó viendo en la televisión la segunda danza de Funda Eser. Cuando ya bastante pasada la medianoche llamaron a la puerta, se despidió de su mujer, cogió la maleta, abrió la puerta y, al no ver a nadie, salió a la calle nevada y, mientras recordaba cómo en su niñez había patinado en el arroyo de Kars observando admirado la belleza de la calle cubierta de nieve a la mágica luz color azufre de las farolas, unos desconocidos le mataron disparándole a la cabeza y al pecho.

Por los demás cadáveres que se encontraron meses más tarde cuando la nieve se derritió lo suficiente, pudo comprenderse que aquella noche se habían cometido otros asesinatos, pero, tal y como hizo la prudente prensa de Kars, yo también intentaré evitar tales sucesos para no deprimir a mis lectores. En cuanto a los rumores de que esos crímenes «de autor desconocido» fueran perpetrados por Z. Brazodehierro y sus compañeros, no son ciertos, al menos en lo que respecta a las primeras horas de la noche. Ellos, aunque fuera ya tarde, lograron cortar los teléfonos, irrumpieron en la Televisión de Kars y se aseguraron de que la retransmisión apoyaba el levantamiento y, al final de la noche, dedicaron todos sus esfuerzos a encontrar un «cantante de voz grave de canciones heroicas y fronterizas», algo que se les había metido entre ceja y ceja de manera obsesiva porque para que una revolución fuera una revolución de verdad necesitaba que en radio y televisión se cantaran canciones heroicas y fronterizas.

En cuanto se despertó aquella mañana, Ka escuchó, filtrándose desde el televisor de la recepción por entre los muros, las decoraciones de escayola y las cortinas, la voz poética del cantante, al que encontraron por fin entre los bomberos de guardia tras preguntar en cuarteles, hospitales, en el Instituto de Ciencias y en las casas de té más tempraneras, y que primero creyó que lo iban a arrestar o incluso a fusilarlo pero que luego se vio arrastrado directamente al estudio. Había una extraña claridad de nieve que se reflejaba con una fuerza extraordinaria en la silenciosa habitación de techo alto por las cortinas entreabiertas. Ka había dormido muy bien, había descansado, pero, incluso antes de levantarse de la cama, supo que tenía un sentimiento de culpabilidad que quebraba su fuerza y su determinación. Como cualquier cliente de hotel, saboreando el estar en otro lugar y en otro cuarto de baño, se lavó la cara, se afeitó, se desnudó, se vistió, cogió la llave sujeta a un peso de latón y bajó al vestíbulo.

Cuando vio al cantante en la televisión y percibió la profundidad del silencio en el que estaban sumidos el hotel y la ciudad (en el vestíbulo se hablaba en susurros) comprendió todo lo que había ocurrido la noche anterior y que su mente le había ocultado. Sonrió con frialdad al muchacho de la recepción y pasó al salón adyacente para desayunar como si fuera un viajero con prisas que no tuviera la menor intención de perder el tiempo en aquella ciudad que se autodestruía con su obsesión por la violencia y la política. Sobre el samovar que humeaba en un rincón había una tetera regordeta, en un plato se veían lonchas muy finas de queso de Kars y en un cuenco aceitunas muertas que habían perdido su brillo.

Ka se sentó en una mesa junto a una ventana. Se quedó mirando la calle cubierta de nieve que aparecía en toda su belleza por entre los visillos. Había algo tan triste en la calle vacía, que Ka recordó uno por uno los censos y empadronamientos de su niñez y su juventud, durante los cuales se prohibía salir a la calle, los registros discrecionales y los golpes militares que reunían a todo el mundo ante radios y televisores. A Ka siempre le habría gustado estar en las calles vacías mientras en la radio sonaban marchas y se anunciaban las proclamas y las prohibiciones del estado de excepción. En su infancia, algunos días de golpe militar, cuando todos se reunían alrededor del mismo tema y se les agregaban tías, tíos y vecinos, le habían gustado tanto como las fiestas de Ramadán. Las familias de la burguesía media y alta de Estambul entre las que había pasado Ka su niñez, aunque sólo fuera por la necesidad de ocultar un poco su alegría por los golpes de estado que hacían sus vidas más seguras, criticaban silenciosamente y sonriendo las estúpidas disposiciones que se ponían en práctica después de cada golpe (como el que todos los adoquines de las aceras se pintaran de blanco como en un cuartel o que los policías y los soldados se llevaran de la calle a la fuerza a todos los de pelo largo y barba y les pelaran con brutalidad). La alta burguesía estambulina les tenía mucho miedo a los militares pero también despreciaba en secreto a aquellos funcionarios que vivían sometidos a la disciplina y que tenían tantas dificultades para subsistir decentemente.

Cuando un camión militar entró calle abajo, una calle que le recordaba a una ciudad abandonada siglos atrás, Ka, como cuando era niño, le prestó toda su atención por un instante. Un hombre con ropas de ganadero que acababa de entrar al comedor abrazó de repente a Ka y le besó en las mejillas.

—¡Felicidades, señor mío! ¡Que sea enhorabuena para el país y la nación! Ka recordó que, tal y como se hacía en las fiestas religiosas, los adultos adinerados se felicitaban así después de los golpes militares. Él también le murmuró algo parecido a un «Enhorabuena» al hombre y se avergonzó por ello.

Se abrió la puerta que daba a la cocina y Ka sintió que toda la sangre le desaparecía del rostro. Por la puerta había salido İpek. Sus miradas se cruzaron y por un instante Ka no supo qué hacer. En ese momento le habría apetecido levantarse, pero İpek le sonrió y se dirigió a otro hombre que se acababa de sentar. Llevaba una bandeja en las manos con una taza y un plato.

Ahora İpek estaba colocando la taza y el plato en la mesa del hombre, como si fuera una camarera.

A Ka le envolvió una sensación de pesimismo, arrepentimiento y culpabilidad; se culpaba por no haber saludado a İpek como correspondía, pero había algo más y supo de inmediato que no podría ocultárselo a sí mismo. Todo estaba mal, todo lo que había hecho el día anterior; el proponerle matrimonio por las buenas, a ella, una desconocida, el besarla (bueno, eso había estado bien), el que le hubiera mareado hasta tal punto, el haberle cogido la mano mientras cenaban todos reunidos y, sobre todo, el que, como cualquier varón turco vulgar y corriente, se hubiera emborrachado mientras sentía por ella aquella embriagadora atracción y se lo hubiera demostrado sin avergonzarse a todo el mundo. Como ahora no era capaz de saber qué decirle, le habría gustado que İpek sirviera de camarera a la mesa de al lado por toda la eternidad.

El hombre con ropa de ganadero gritó «¡Té!» con brusquedad. İpek, con la bandeja ahora vacía, se volvió hacia el samovar con la facilidad que da la costumbre. Cuando İpek se acercó a su mesa después de haberle llevado su té al hombre, Ka sintió los latidos de su corazón en las aletas de la nariz.

—¿Qué tal? —dijo İpek sonriéndole—. ¿Has podido dormir bien?

A Ka le asustó aquella referencia a la noche anterior y a la felicidad de ayer.

—Parece que la nieve no fuera a amainar nunca —dijo forzándose a hablar.

Se miraron de arriba abajo en silencio. Ka comprendió que no iba a decir nada y que, si lo hacía, sonaría artificial. La miró a los enormes ojos castaños ligeramente bizcos callando y demostrando que aquello era lo único que era capaz de hacer. İpek intuyó que Ka se encontraba en un estado espiritual completamente distinto al del día anterior y comprendió también que ahora era otro completamente distinto. Ka sintió que İpek notaba la oscuridad que había en él y que incluso la comprendía. También sintió que era precisamente esa comprensión lo que podía unirle a esa mujer de por vida.

—Va a seguir un tiempo así —dijo İpek tentativamente.

—No hay pan —dijo Ka.

—¡Ah! Lo siento —en un instante fue al buffet que había junto al samovar. Dejó la bandeja y comenzó a cortar pan.

Ka le había pedido pan porque no aguantaba más la situación. Ahora miraba a la espalda de la mujer con el gesto de «En realidad, podría haber ido a cortarlo yo».

İpek llevaba un jersey de lana, una falda larga marrón y un cinturón bastante ancho, muy de moda en los setenta pero que ya nadie llevaba. Tenía la cintura estrecha y las caderas como debían ser. Su altura se adecuaba a la de Ka. También le gustaron sus tobillos a Ka y comprendió que si no podía volver a Frankfurt con ella recordaría con dolor lo feliz que habría podido estar en Kars hasta el fin de su vida cogiéndole la mano, besándola medio en broma medio en serio y riendo con ella.

Cuando por fin se detuvo el brazo de İpek que cortaba el pan, ella volvió la cabeza hacia Ka antes de darse media vuelta. «Le pongo queso y aceitunas en el plato», le dijo en voz alta İpek. Ka comprendió que le llamaba de usted para recordarle que había otra gente en el salón. «Sí, por favor», contestó él con la misma voz dirigida a los demás. Cuando sus miradas se cruzaron entendió por su rostro que ella era plenamente consciente de que la había estado observando a sus espaldas poco antes. Se asustó pensando que İpek conocía muy bien las relaciones entre hombres y mujeres, los pequeños detalles de esa difícil diplomacia que él nunca había logrado dominar. De hecho, lo que le daba más miedo era que ella fuera su única posibilidad de encontrar la felicidad en su vida.

—El pan lo ha traído hace un momento el camión militar —dijo İpek sonriendo con aquella dulce mirada que a Ka le oprimía el corazón—. Yo me he hecho cargo de la cocina porque la señora Zahide no ha podido venir por el toque de queda… Me asusté mucho cuando vi a los soldados.

Porque los soldados podían haber ido por Hande o por Kadife. Incluso por su padre…

—Se llevaron a los celadores de guardia del hospital para que limpiaran la sangre del Teatro Nacional —susurró İpek. Se sentó a la mesa. Han asaltado las residencias universitarias, el Instituto de Imanes y Predicadores, las sedes de los partidos…—. También allí había habido muertos. Habían detenido a cientos de personas pero habían dejado libres a algunas por la mañana. El que comenzara a hablar en susurros con aquel tono tan propio de las épocas de represión política le recordó a Ka las cantinas universitarias de veinte años atrás, historias parecidas de tortura y represión que siempre se contaban entre susurros, y que siempre se mencionaban con rabia y tristeza pero también con un extraño orgullo. En aquellos momentos, con una sensación de culpabilidad y una horrible de, presión, le habría gustado olvidar que vivía en Turquía y ver a casa a leer. En cambio, ahora tenía preparada la muletilla «Terrible, es terrible» para ayudar a İpek a terminar, la tenía en la punta de la lengua pero, como cada vez que pretendía decirla notaba que sonaría falsa, cambiaba de opinión y se dedicaba a comer pan con queso con aire culpable.

Así fue como, mientras İpek le susurraba que los vehículos con los cadáveres de los muchachos de Imanes y Predicadores que habían enviado a las aldeas kurdas para que los padres los identificaran se habían quedado bloqueados a mitad de camino, que se había dado un día de plazo para que todo el mundo entregara sus armas a las autoridades, y que las actividades de los cursos de Corán y de los partidos políticos habían sido prohibidas, Ka le miraba las manos, los ojos, la hermosa piel de su largo cuello y cómo le caía por él el pelo castaño claro. ¿Podría amarla? Por un instante intentó representárselos en su imaginación caminando por la Kaiserstrasse en Frankfurt, volviendo a casa después de haber ido al cine por la tarde. Pero el pesimismo se iba extendiendo con rapidez por su alma. Ahora retenía su atención el hecho de que la mujer hubiera cortado el pan de la cestilla en gruesas rebanadas, como se hacía en los hogares pobres, y, aún peor, que hubiera formado una pirámide con ellas, como en las casas de comidas baratas.

—Por favor, háblame de otra cosa —dijo Ka con precaución.

İpek le estaba contando que dos edificios más allá habían detenido a uno al que habían denunciado mientras huía por los jardines de atrás, pero se calló comprensiva. Ka vio el miedo en sus ojos.

—Ayer era muy feliz, ¿sabes? Por primera vez en años estaba escribiendo poesía —explicó Ka—. Pero ahora no puedo soportar esas historias.

—El poema de ayer era muy bonito —dijo İpek.

—¿Podrías ayudarme hoy antes de que la infelicidad se apodere de mí?

—¿Qué quieres que haga?

—Ahora voy a subir a mi habitación —dijo Ka—. Ven dentro de un rato y cógeme la cabeza entre las manos. Sólo un poco, no más.

Mientras Ka todavía lo estaba diciendo comprendió por la mirada temerosa de İpek que no lo haría y se puso en pie. Era provinciana, era de allí, una extraña para Ka y él le había pedido algo que ningún extraño comprendería. Si no quería haber visto en el rostro de la mujer esa falta de comprensión, de entrada no debería haberle hecho aquella estúpida oferta. Subiendo las escaleras a toda velocidad se culpó también por haberse creído que estaba enamorado de ella. Entró en su habitación, se arrojó en la cama y pensó primero en la tontería que había cometido viniendo desde Estambul y luego en el error que había sido venir a Turquía desde Frankfurt. ¿Qué habría dicho su madre, que veinte años antes había intentado mantenerle lejos de la poesía y la literatura para que pudiera llevar una vida normal, si hubiera sabido que cuando llegara a los cuarenta y dos su hijo iba a relacionar su futura felicidad con una mujer que se «hacía cargo de la cocina» en la ciudad de Kars y que cortaba las rebanadas de pan bien gordas? ¿Qué habría dicho su padre si hubiera visto a su hijo arrodillarse en Kars ante un jeque recién llegado de la aldea y le hubiera oído hablar entre lágrimas de la fe en Dios? La nieve volvía a caer en el exterior y ante su ventana pasaban lentamente copos enormes y tristes.

Llamaron a la puerta y Ka se lanzó a abrirla esperanzado. Era İpek, pero tenía una expresión completamente distinta de la que él esperaba en el rostro: le dijo que había llegado un vehículo militar y que los dos hombres que habían salido de él, uno de ellos un soldado, preguntaban por Ka. Les había contestado que estaba allí y que iría a avisarle.

—Muy bien —respondió Ka.

—Si quieres te hago ese masaje un par de minutos dijo İpek.

Ka tiró de ella hacia dentro, cerró la puerta, la besó una vez y luego la sentó a un lado de la cama. Él se acostó y puso la cabeza en su regazo. Estuvieron así un rato, en silencio, mirando por la ventana a las cornejas que se paseaban por la nieve en el tejado del edificio de ciento diez años de antigüedad del ayuntamiento.

—Bien, basta, muchas gracias —dijo Ka. Tomó cuidadosamente su abrigo ceniza del gancho y salió. Mientras bajaba por las escaleras olió por un instante aquel abrigo que le recordaba a Frankfurt y añoró la vida multicolor de Alemania. Había un dependiente rubio llamado Hans Hansen que le había ayudado el día en que había comprado el abrigo en Kaufhof y al que había visto de nuevo dos días después cuando fue a que le arreglaran el largo. Ka recordó que se le había venido a la mente en los intervalos del sueño quizá por aquel nombre demasiado alemán y por lo rubio que era.