19. ¡Qué bonita caía la nieve!

La noche de la revolución

El líder de los tres hombres felices que salieron corriendo lanzando gritos y armados con pistolas y escopetas entre las miradas temerosas de los espectadores cuando descendió el telón era un periodista ex comunista apodado Z. Brazodehierro. En los setenta se le pudo ver como escritor, poeta y, sobre todo, «guardaespaldas» en diversas organizaciones comunistas prosoviéticas. Era un tipo enorme. Después del golpe militar de 1980 huyó a Alemania y tras la caída del Muro de Berlín regresó a Turquía con un indulto especial para proteger al Estado moderno y a la República de las guerrillas kurdas y de los «integristas». Los dos que le acompañaban pertenecían a los mismos nacionalistas turcos con los que Z. Brazodehierro se había enfrentado a tiros por las noches en las calles de Estambul durante los años 1979-1980, pero ahora les unían la idea de defender el Estado y el espíritu aventurero. Según algunos, todos habían sido desde el principio agentes a sueldo del Estado. Los que descendían asustados las escaleras a todo correr con la intención de salir lo antes posible del Teatro Nacional, completamente ignorantes de quiénes eran, los trataron como si fueran un elemento más de la función que aún proseguía arriba.

Cuando Z. Brazodehierro salió a la calle y vio lo que había cuajado la nieve, empezó a darle patadas feliz como un niño y disparó dos tiros al aire. «¡Viva la nación turca! ¡Viva la República!», gritó. La multitud que había ante la puerta, y que ya estaba dispersándose, se apartó a los lados. Algunos les miraron sonriendo temerosos. Otros se detuvieron como si pidieran disculpas por regresar a casa antes de tiempo. Z. Brazodehierro y sus compañeros corrieron por la avenida Atatürk arriba. Lanzaban consignas y hablaban a gritos alegres como borrachos. Los ancianos que avanzaban apoyándose unos en otros chapoteando entre la nieve y los padres de familia que llevaban agarrados de la mano a sus hijos decidieron aplaudirles tras un momento de duda.

El alegre trío alcanzó a Ka en la esquina de la avenida Küçük Kâzimbey. Vieron cómo Ka, habiéndose dado cuenta de que se le acercaban, se subía a la acera y se apartaba entre los árboles del paraíso como si dejara paso a un coche.

—Señor poeta —le llamó Z. Brazodehierro—. Debes matarles antes de que ellos lo hagan contigo. ¿Me entiendes?

Justo en ese momento Ka olvidó la poesía que todavía no había pasado por escrito y a la que había pensado titular «Donde Dios no existe».

Z. Brazodehierro y sus compañeros caminaban avenida Atatürk arriba. Como Ka no quería ir tras ellos, dobló a la derecha, por la calle Karada, y se dio cuenta de que ya no le quedaba nada del poema en la memoria.

Notaba la misma vergüenza y el mismo sentimiento de culpabilidad que le habían abrumado en su juventud cuando salía de alguna reunión política. En aquellas reuniones Ka se sentía avergonzado no sólo por ser hijo de unos burgueses acomodados de Nişantaşi, sino también porque la mayoría de las discusiones estaban repletas de exageraciones infantiles. Con la esperanza de que le volviera a la mente el poema olvidado, decidió no regresar directamente al hotel sino alargar el camino.

Vio a varios curiosos que habían salido a la ventana inquietos por lo que habían contemplado en televisión. Resulta difícil decir hasta qué punto Ka era consciente de los terribles acontecimientos que habían tenido lugar en el teatro. Los tiros habían comenzado antes de que él abandonara el edificio, pero era posible que pensara que aquellos disparos eran parte de la representación, así como Z. Brazodehierro y sus compañeros.

Toda su atención estaba pendiente del poema que había olvidado. Al notar que se le venía otro en su lugar, apartó este último en un rincón de la mente para que se desarrollara y madurara.

A lo lejos sonaron dos disparos. Las detonaciones se perdieron entre la nieve sin producir eco.

¡Qué bonita caía la nieve! ¡Con qué copos tan grandes! ¡Con cuánta decisión, silenciosa y como si no fuera a cesar nunca! La amplia calle Karada era una cuesta que se cedía en la noche oscura bajo una nieve que llegaba a la rodilla. ¡Blanca y misteriosa! No había nadie en el hermoso edificio de tres pisos del ayuntamiento, de tiempos de los armenios Los carámbanos que colgaban de un árbol del paraíso se fundían con un túmulo de nieve que cubría un coche, ahora invisible, creando una cortina de tul parte de hielo parte de nieve, Ka pasó ante una casa armenia de un solo piso vacía y con las ventanas cegadas por los postigos clavados. Mientras escuchaba su propia respiración y sus pasos sentía en su interior la fuerza suficiente como para dar la espalda a la llamada de la vida y la felicidad, que le daba la impresión de estar escuchando por primera vez.

El pequeño parque con la estatua de Atatürk que había ante el palacio del gobernador estaba vacío. Tampoco pudo ver Ka ningún movimiento ante el edificio de la delegación de hacienda, una mansión de la época de los rusos y todavía: más ostentosa de Kars. Setenta años atrás, aquello había si el parlamento y el centro vital del estado independiente q los turcos habían formado en la ciudad cuando las tropas sultán y del zar se retiraron de la zona tras la Primera Guam. Mundial. El antiguo edificio armenio que había frente a había sido asaltado por los ingleses, ya que se había convertido en el palacio presidencial del malogrado Estado. Sin acercarse al edificio, en la actualidad muy protegido por tratarse del palacio del gobernador, Ka se desvió a la derecha y avanzó en dirección al parque. Había bajado un poco más allá de otro antiguo edificio armenio, tan hermoso y triste como los demás, cuando vio a un lado del solar que había junto a él un tanque que se alejaba silencioso y lento como en un sueño. Más allá cerca del Instituto de Imanes y Predicadores, había un camión militar. Ka comprendió que el camión acababa de llegar la escasa nieve que tenía encima. Se oyó un disparo. Ka dio media vuelta. Sin que le vieran los policías que intentaban calentarse en la garita de cristales congelados que había delante del palacio del gobernador, bajó por la calle del Ejército. Comprendió que podría proteger el nuevo poema que tenía en la cabeza, y un recuerdo relacionado con él, sólo si era capaz de regresar a la habitación del hotel sin alejarse de aquel silencio de nieve.

Estaba a mitad de la cuesta cuando oyó un estruendo en la acera de enfrente, así que redujo el paso. Dos hombres estaban pateando la puerta de la compañía telefónica.

Por entre la nieve se distinguieron los faros de un coche y luego Ka oyó el agradable sonido de unas ruedas con cadenas. El coche, negro y sin identificación alguna, se acercó al edificio de la telefónica y de él salieron un tipo imponente, a quien Ka creyó haber visto en el teatro poco antes cuando estaba pensando en levantarse e irse, y otro armado y tocado con una boina de lana.

Todos se reunieron en la puerta. Comenzó una discusión. Ka, por las voces y por las luces de las farolas, se dio cuenta de que eran Z. Brazodehierro y sus compañeros.

—¿Cómo que no tienes la llave? —dijo uno—. ¿No eres el director de la telefónica? ¿No te han traído para que cortaras los teléfonos? ¿Cómo se te ha podido olvidar la llave?

—Los teléfonos de la ciudad no se cortan desde aquí sino desde la nueva central de la calle de la estación —contestó el director.

—Esto es una revolución y nosotros queremos entrar aquí —dijo Z. Brazodehierro—. Iremos al otro sitio si nos da la gana. ¿De acuerdo? ¿Dónde está la llave?

—Hijo mío, la nieve amainará dentro de un par de días, abrirán las carreteras y luego el Estado nos pedirá cuentas a todos.

—Ese Estado que tanto miedo te da somos nosotros —dijo Z. Brazodehierro levantando la voz—. ¿Abres de una vez?

—¡No puedo abrir sin una orden escrita!

—Ahora lo veremos —Z. Brazodehierro sacó la pistola y disparó al aire dos veces—. Cogedlo y ponédmelo contra la pared. Si sigue negándose, lo fusilamos.

Nadie le creyó, pero, con todo, los hombres armados de Z. Brazodehierro arrastraron a Recai Bey hasta el muro de la telefónica. Le empujaron un poco a la derecha para que las balas no dañaran las ventanas de atrás. Como la nieve estaba muy blanda en ese rincón, el señor director se cayó al suelo. Le pidieron disculpas, lo tomaron de la mano y lo pusieron en pie. Le quitaron la corbata y le ataron las manos a la espalda Mientras tanto hablaban entre ellos y comentaban cómo antes de que amaneciera limpiarían Kars de todos los traidores a la patria.

Z. Brazodehierro les ordenó que cargaran las armas y se dispusieron frente a Recai Bey como un pelotón de ejecución. Justo en ese instante llegaron lejanos estampidos de disparos (era el fuego de intimidación que habían abierto los soldados en el jardín de la residencia de estudiantes del Instituto de Imanes y Predicadores). Todos se callaron y esperaron. Casi había cesado por fin la nieve que había estado cayendo durante todo el día. Había un silencio extraordinariamente hermoso, mágico. Un rato después uno de ellos comentó que el viejo (que no era en absoluto viejo) tenía derecho a fumar un último cigarrillo. Le pusieron a Recai Bey un cigarrillo en la boca, lo encendieron con un mechero y, como se aburrían mientras el director fumaba, comenzaron a romper la puerta de la compañía telefónica a culatazos con sus escopetas y a patadas con sus botas.

—¡Qué lástima de propiedad del Estado! —dijo el director desde su rincón—. Desatadme que abra.

Ka continuó su camino en cuanto entraron. De vez en cuando se oían disparos aislados, pero no les prestaba mayor atención que a los aullidos de los perros. Se esforzaba en concentrar todo su interés en la belleza de la noche inmóvil. Por un rato se detuvo ante una vieja casa armenia vacía. Luego contempló con respeto las ruinas de una iglesia y los carámbanos que colgaban de las ramas de los árboles fantasmales de su jardín. A la pálida y amarillenta luz muerta de las farolas de la ciudad todo parecía haber salido de un sueño tan triste que Ka se sintió culpable. Por otro lado, le estaba agradecido a aquel silencioso y olvidado país que le llenaba de poesía.

Poco más allá había una madre que reñía furiosa desde la ventana a su hijo gritándole que volviera a casa, mientras él estaba en la acera respondiéndole: «Si sólo voy a ver qué ocurre». Ka pasó entre ellos. En la esquina de la calle Faikbey vio a dos hombres de su edad, uno bastante grande, el otro delgadito como un niño, que salían preocupados de la tienda de un zapatero remendón. Los dos amantes, que llevaban doce años viéndose en secreto dos veces por semana en aquel establecimiento excusándose ante sus esposas con el pretexto de que iban a la casa de té, se habían dejado llevar por el nerviosismo cuando oyeron por la televisión siempre encendida del vecino de arriba que se había declarado el toque de queda. Después de doblar por la calle Faikbey y bajar dos manzanas, Ka se dio cuenta de que había un tanque frente a una pescadería en la que aquella mañana había estado observando las truchas que exponían en la puerta. El tanque, como la calle, parecía tan inmóvil y muerto en medio del silencio mágico que Ka pensó que debía de estar vacío. Pero la escotilla se abrió y de ella surgió una cabeza que le dijo que regresara de inmediato a casa. Ka le preguntó cómo podía ir al hotel Nieve Palace. Pero antes de que el soldado le respondiera vio frente a él la sombría redacción del Diario de la Ciudad Fronteriza y dedujo el camino de vuelta.

El calor del hotel y la luz de la recepción le llenaron el corazón de alegría. Comprendía por las caras de los huéspedes que veían la televisión en pijama y cigarrillo en mano que había sucedido algo extraordinario, pero su mente se deslizaba libre y ligera por encima de todo como un niño que ignora un problema que le desagrada. Entró en las habitaciones de Turgut Bey con esa misma sensación de ligereza. Seguían sentados a la mesa, todo el equipo, y miraban la televisión. Cuando Turgut Bey vio a Ka se puso en pie y con voz de reprimenda le dijo que les había preocupado mucho que tardara tanto. Le estaba diciendo alguna otra cosa cuando la mirada de Ka se cruzó con la de İpek.

—Has recitado muy bien tu poema —le dijo ella—. Estoy muy orgullosa de ti.

Ka comprendió de inmediato que no olvidaría aquel momento mientras viviera. Estaba tan feliz que, de no haber sido por las preguntas de las otras jóvenes y el gesto angustioso de Turgut Bey, habría podido llorar.

—Parece que los militares están haciendo algo —dijo Turgut Bey angustiado por no poder decidir si debía sentir esperanzas o preocuparse.

La mesa estaba completamente revuelta. Alguien había tirado ceniza de cigarrillo en la cáscara de una mandarina, probablemente İpek. Cuando era niño lo mismo hacía una joven y lejana tía de su padre, la tía Münire, y la madre de Kay por mucho que no se le cayera el «señora» de la boca cuando hablaba con ella, la despreciaba por ello.

—Han proclamado el toque de queda —dijo Turgut Bey—. Cuéntenos qué ha pasado en el teatro.

—La política no me interesa —respondió Ka.

Todos, empezando por İpek, comprendieron que lo había dicho obedeciendo a una voz interior, pero, de todas formas, Ka se sintió culpable.

En ese momento le apetecía sentarse y mirar la rato a İpek sin hablar, pero le ponía nervioso el ambiente «noche de revolución» que había en la casa. Y no porque viera un mal recuerdo de las noches de golpe de estado de infancia, sino porque todos le preguntaban algo. Hande había quedado dormida en un rincón, Kadife miraba la te visión que Ka no quería ver, Turgut Bey parecía contento que ocurriera algo interesante, pero también preocupado.

Ka se sentó junto a İpek durante un rato, le cogió la mano y le pidió que fuera luego a su habitación. Subió a su cuarto cuando comenzó a dolerle el no poder estar más cerca de ella. En la habitación había un familiar olor a madera. Colgó cuidadosamente el abrigo del gancho que había tras la puerta Encendió la lamparilla que tenía a la cabecera de la cama. El cansancio, como un zumbido subterráneo, no sólo envolvía todo su cuerpo y sus párpados, sino también la habitación y el hotel entero. Por eso, mientras pasaba al cuaderno a toda velocidad el nuevo poema que se le había venido a la cabeza, sentía que los versos que escribía eran una prolongación de la cama en la que estaba sentado en ese momento, del edificio del hotel, de la nevada ciudad de Kars, del mundo entero.

Tituló el poema «La noche de la revolución». La poesía empezaba con las noches de golpe de estado de su infancia, cuando toda la familia se despertaba y escuchaba la radio y las marchas militares en pijama, pero luego se desviaba a las comidas de los días de fiesta en que almorzaban todos juntos. Por esa razón luego pensaría que el poema no procedía de una revolución auténticamente vivida sino de la memoria, y allí sería donde la colocaría en la estrella del copo de nieve. Una de las cuestiones más importantes de la poesía se refería a que el poeta pudiera o no cerrar parte de su mente a cualquier desastre que atormentara al mundo. Sólo el poeta que fuera capaz de hacerlo podría vivir el presente como un sueño: ¡en eso consistía el secreto de ser poeta! Una vez que hubo terminado, Ka encendió un cigarrillo y miró por la ventana al exterior.