Revolución en el escenario
Luego todo ocurrió con mucha rapidez. En el escenario aparecieron dos fanáticos de barbas recortadas y solideos. En las manos llevaban cuerdas para estrangular y cuchillos, estaba claro por su actitud que pretendían castigar a Funda Eser, que había desafiado las órdenes de Dios quitándose y quemando el charshaf.
Cuando Funda Eser cayó en sus manos se retorció con movimientos inquietantes, casi sensuales, para liberarse.
En realidad, se comportaba, más que como una heroína de la Ilustración, como la «mujer a punto de ser violada» que tantas veces había interpretado por los pueblos con compañías itinerantes. Pero su apelación a la sexualidad de la audiencia masculina con las acostumbradas miradas implorantes doblando el cuello como una víctima dispuesta al sacrificio no despertaron tanto entusiasmo como esperaba. Uno de los fanáticos barbudos (que había actuado de padre poco antes y ahora llevaba un maquillaje bastante mal hecho) la arrojó al suelo tirándole del pelo, y el otro le apoyó el puñal en la garganta con una pose que recordaba a las pinturas renacentistas donde se ve a Abraham sacrificando a su hijo. En todo aquel cuadro había mucho de las terribles pesadillas, muy extendidas entre los intelectuales y funcionarios occidentalizantes de los primeros años de la República, sobre «la revuelta de reaccionarios y religiosos». Los primeros en asustarse fueron los ancianos funcionarios de las filas delanteras y los viejos conservadores de atrás.
Funda Eser y los «dos integristas» mantuvieron la imponente pose que habían adoptado durante exactamente dieciocho segundos sin mover un pelo. Como en aquel espacio de tiempo la multitud del salón perdió el control, muchos de los ciudadanos de Kars a los que entrevisté luego me dijeron que el trío había estado mucho más rato sin moverse. Lo que irritaba a los estudiantes de Imanes y Predicadores no sólo era la fealdad y la maldad de los «fanáticos integristas» que habían salido a escena y que fueran unas caricaturas, ni que se representaran los problemas de una mujer que se despojaba del charshaf en lugar de los de las jóvenes que llevaban pañuelo. También intuían que toda aquella obra no era sino una provocación audazmente puesta en escena. Así que cada vez que expresaban su furia gritando y chillando o arrojando cosas al escenario, media naranja, un cojín, se daban cuenta de que iban cayendo más y más en la trampa que les habían tendido y se enfurecían desesperados. Por eso Abdurrahman Öz (aunque su padre escribiría de otra manera su nombre en el registro cuando viniera desde Sivas a recoger el cadáver de su hijo tres días después), un estudiante de baja estatura y anchos hombros que era el que poseía mayor experiencia política de todos ellos, intentó calmar a sus compañeros y convencerles de que se callaran y se sentaran en sus sitios, pero no lo logró. Los aplausos y los abucheos provenientes de entre simples curiosos de las otros rincones de la sala habían envalentonado lo suficiente a los airados estudiantes. Y lo más importante: los jóvenes islamistas, aún bastante poco «influyentes» en Kars si se comparaba con las provincias vecinas, aquella noche pudieron conseguir por primera vez que se les oyera, valientemente y como una sola voz, y vieron maravillados y felices que podían amedrentar a las autoridades civiles y militares de las primeras filas. Ahora que la televisión estaba mostrando el acontecimiento a toda la ciudad no podían dejar de disfrutar de aquella demostración de fuerza. Así fue como más tarde se olvidó que detrás de todo aquel alboroto había subyacido un deseo de diversión. Como he visto la cinta de vídeo muchas veces, he podido comprobar que había también ciudadanos normales que se reían incluso mientras algunos estudiantes lanzaban consignas e insultos y que los aplausos y abucheos que los envalentonaban se debían a su deseo de diversión y de proclamar su aburrimiento al final de una «velada teatral» que les había resultado incomprensible. También he oído a quienes decían: «Si los de las filas delanteras no se hubieran tomado en serio aquel falso alboroto y no se hubieran puesto nerviosos, no habría pasado nada de lo que ocurrió luego», así como a quienes opinaban: «Los altos funcionarios y los ricachones que se pusieron nerviosos durante aquellos dieciocho segundos sabían lo que iba a pasar y por eso cogieron a sus familias y se largaron, todo había sido planeado con antelación en Ankara».
Fue en esos momentos cuando Ka salió de la sala, comprendiendo asustado que con todo aquel tumulto se le estaba olvidando el poema que tenía en la cabeza. Al mismo tiempo apareció en el escenario el esperado salvador que habría de arrebatar a Funda Eser de las manos de sus barbudos y «reaccionarios» atacantes: era el propio Sunay Zaim; llevaba un gorro de piel del tipo de los que habían usado Atatürk y los héroes de la Guerra de Liberación y un uniforme militar de los años treinta. En cuanto salió a escena con pasos decididos (sin que se le notara lo más mínimo que cojeaba ligeramente), los dos reaccionarios integristas barbudos se asustaron y se tiraron al suelo. El solitario y viejo profesor de siempre se puso en pie y aplaudió a Sunay con todas sus fuerzas. «¡Bravo, viva!», gritaron un par de personas. Cuando cayó sobre él un potente foco, Sunay Zaim les pareció a todos los ciudadanos de Kars una maravilla llegada de un planeta completamente distinto al nuestro.
Todo el mundo apreció lo apuesto y lo ilustrado que era. Las extenuantes giras por Anatolia, que le habían dejado cojo, no habían podido agotar del todo el aspecto duro, decidido y trágico ni la apostura frágil y ligeramente femenina que le habían hecho tan atractivo entre los jóvenes izquierdistas en los años setenta cuando representaba al Che Guevara, a Robespierre, o al revolucionario Enver Bajá. Se llevó con un gesto elegante el índice de su mano derecha, enfundada en un guante blanco, no a los labios sino a la barbilla y dijo: «¡Silencio!».
En realidad, fue un gesto innecesario porque aquella palabra no aparecía en el texto y, de hecho, todos en la sala se habían callado. Los que se habían puesto de pie se sentaron al instante y pudieron oír otra palabra:
—¡Sufre!
Probablemente era una frase a medias porque nadie entendió quién sufría. Antiguamente con esa expresión a uno se le venía a la cabeza el pueblo, la nación; en cambio, ahora los ciudadanos de Kars no entendían si quienes sufrían eran Funda Eser, o la República, o ellos mismos a causa de lo que habían visto a lo largo de toda la velada. Con todo, la sensación que evocaba la palabra era la correcta. La sala entera se sumió en un silencio sincero mezclado con temor.
—Honrosa y sacrosanta nación turca —dijo Sunay Zaim—. Nadie podrá hacer que me vuelva atrás en el inmenso y noble viaje en que me he embarcado por el camino de la Ilustración. No te preocupes. Los reaccionarios, los puercos de cabezas llenas de telas de araña, nunca podrán meter un palo en los radios de la rueda de la historia. ¡Malditas sean las manos que se alzan contra la República, contra la libertad, contra la Ilustración!
Apenas pudo oírse la respuesta irónica que le dio un valiente y excitado compañero de Necip sentado dos butacas más allá. Tal era el profundo silencio en el que estaba sumida la sala, sobre la que flotaba un miedo mezclado con admiración. Todos estaban sentados tiesos como velas, todos esperaban un par de frases del libertador, dulces o duras, que dieran sentido a aquella velada tan aburrida, un par de sabias historias sobre las que hablar aquella noche cuando volvieran a casa, pero guardó silencio. En ese momento aparecieron sendos soldados a ambos lados del telón. De repente se unieron a ellos otros tres que entraron por la puerta de atrás y caminaron a lo largo del pasillo hasta subir al escenario. Al principio los ciudadanos de Kars temieron que, como ocurre en las obras modernas, los actores se mezclaran con los espectadores, pero luego aquello les divirtió. Todos se echaron a reír cuando reconocieron al mensajerillo con gafas que salía corriendo al escenario en ese momento. Era Gafas, el pícaro y simpático sobrino del distribuidor general de prensa que tenía su establecimiento frente al Teatro Nacional, a quien toda Kars conocía porque se pasaba el día en el quiosco de su tío. Se acercó a Sunay Zaim y cuando éste se inclinó, le susurró algo al oído.
Toda Kars pudo ver que a Sunay Zaim le entristecía profundamente lo que oía.
—Acabamos de saber que el director de la Escuela de Magisterio ha fallecido en el hospital —dijo Sunay Zaim—. ¡Este miserable asesinato será el último ataque a la República, al laicismo, al futuro de Turquía!
Sin dar tiempo a que la sala digiriera aquella mala noticia, los soldados del escenario se descolgaron los fusiles del hombro, los cargaron y apuntaron a la multitud. Inmediatamente después dispararon una estruendosa descarga.
Se podía pensar que aquello había sido una intimidación amistosa o bien un signo que el universo ficticio de la obra les enviaba por la amarga noticia de la vida real. Los habitantes de Kars, con su poca experiencia teatral, pensaron que sería una novedad escénica que seguía alguna moda occidental.
No obstante, en el patio de butacas se produjo un movimiento, una sacudida. Aquellos a quienes había asustado la descarga interpretaron la agitación como la expresión del miedo de los demás. Un par de personas hicieron un amago de ponerse en pie y los «reaccionarios barbudos» del escenario se agacharon aún más.
—¡Quieto todo el mundo! —dijo Sunay Zaim.
Al mismo tiempo los soldados cargaron de nuevo las armas y volvieron a apuntar a la multitud. El valiente y bajito estudiante que se sentaba dos butacas más allá de Necip se puso en pie justo en ese instante y lanzó una consigna:
—¡Malditos sean los laicos sin Dios! ¡Malditos sean los infieles fascistas!
Los soldados volvieron a disparar sus fusiles.
Al mismo tiempo que los estampidos, otra vez pudo sentirse en la sala una corriente de agitación y miedo.
Inmediatamente después, los que se sentaban en las filas de atrás pudieron ver que el estudiante que poco antes había lanzado las consignas se desplomaba en su asiento, que volvía a levantarse con la misma rapidez y que hacía unos gestos vacilantes con los brazos. Algunos de los que se habían pasado la noche riéndose de las travesuras y las extravagancias de los estudiantes de Imanes y Predicadores se rieron también de aquello y de cómo el estudiante, con un movimiento todavía más extraño, se caía entre las filas de butacas como si fuera un muerto de verdad.
En algunos lugares de la sala se dieron cuenta con tercera descarga de que estaban disparándoles de verdad. Porque, al contrario de lo que ocurría con las balas de fogueo, la gente podía notar los disparos no sólo en los oídos sino también en el estómago, como ocurría las noches en que los soldados perseguían a los terroristas por las calles. Un extraño ruido surgió de la enorme estufa bohemia de fabricación alemana que llevaba cuarenta y cuatro años calentando la sala; como el tubo de hojalata había sido agujereado, el vapor comenzó a salir como si surgiera del pitorro de una tetera enfurecida. Sólo entonces un espectador de las filas centrales que se había levantado y se dirigía al escenario notó que tenía la cabeza ensangrentada y el olor de la pólvora. Se sentía el cio de un alboroto, pero la mayor parte de los ocupantes de la sala todavía seguían silenciosos e inmóviles como ídolos de piedra. Sobre la sala se desplomó la sensación de soledad que uno siente cuando tiene una pesadilla terrible. Con todo, la señora Nuriye, la profesora de Literatura, acostumbrada a ver todas las obras del Teatro Estatal cada vez que iba a Ankara, se levantó de su asiento en las primeras filas por primera vez y comenzó a aplaudir a los actores en el escenario, admirada por el realismo de los efectos teatrales. Justo en ese momento, también Necip se levantó, como un alumno impaciente que pide la palabra.
Acto seguido los soldados dispararon sus fusiles por cuarta vez. Según el informe en el que trabajó con minuciosidad y en el más alto secreto durante semanas el comandante inspector enviado más tarde desde Ankara para investigar los hechos, en aquella descarga murieron dos personas. Uno de ellos fue Necip, que cayó habiendo recibido sendos disparos en la frente y en el ojo, pero como he oído otros rumores al respecto, no afirmaré que murió justo en ese momento. Si hay un punto en el que coinciden todos los que se sentaban en las filas delanteras y centrales es que Necip debió de darse cuenta de los zumbidos de las balas en la tercera descarga y que los interpretó de una manera completamente errónea. Se puso en pie dos segundos antes de que le hirieran y con un grito que muchos oyeron (pero que no se ha grabado en la cinta de vídeo) dijo:
—¡Esperad! ¡No disparéis, las armas están cargadas!
Y así fue como se expresó verbalmente lo que ya todo el mundo en la sala sabía con el corazón pero no querían aceptar con la mente. Una de las cinco balas que volaron en la primera descarga se clavó en una de las hojas de laurel de estuco que había sobre el palco desde el que, un cuarto de siglo antes, el último cónsul soviético en Kars veía el cine en compañía de su perro. Porque el kurdo de Siirt que había disparado el fusil no había querido matar a nadie. Otra bala, guiada por una preocupación semejante aunque esta vez disparada de manera más inexperta, dio en el techo del teatro y fragmentos de yeso y pintura de ciento veinte años de antigüedad cayeron como la nieve sobre la inquieta multitud de abajo. Otra de las balas se clavó atrás del todo, por debajo del saledizo donde habían instalado la cámara que retransmitía en directo, en la balaustrada a la que se agarraban en tiempos las soñadoras muchachas armenias más modestas que contemplaban de pie, con entradas baratas, los grupos de teatro llegados de Moscú, los equilibristas y las orquestas de cámara. La cuarta bala atravesó el respaldo de una butaca en un rincón bastante alejado de la cámara y se hundió en el hombro de Muhittin Bey, el vendedor de piezas de repuesto para tractores y máquinas agrícolas, que estaba sentado detrás de ella junto a su cuñada viuda, aunque incluso él, a causa de los fragmentos de yeso de poco antes, miró hacia arriba creyendo que le caía algo del techo. La quinta bala destrozó el cristal izquierdo de las gafas de un abuelo que se sentaba detrás de los estudiantes islamistas y que había llegado de Trabzon para ver a su nieto, que estaba haciendo el servicio militar en Kars, se le introdujo en el cerebro matándolo sin que llegara a notarlo ya que estaba dormitando, le salió por la nuca, atravesó el respaldo de la butaca y acabó en uno de los huevos duros que llevaba en una bolsa un niño kurdo de doce años que los vendía con tortas de pan y que en ese momento estaba alargando el brazo entre las filas para dar el cambio a un cliente.
Escribo todos estos detalles para explicar por qué, aunque se estaba disparando sobre ellos, la mayor parte de la multitud que llenaba el Teatro Nacional ni siquiera parpadeó. El que en la segunda descarga aquel estudiante hubiera recibido sendos disparos en el pómulo, el cuello y poco más arriba del corazón se vio como un elemento cómico de aquella terrible obra ya que habla demostrado un arrojo excesivo poco antes. De las otras dos balas una le dio en el pecho a otro estudiante de Imanes y Predicadores que estaba sentado atrás sin armar demasiado ruido (la hija de su tía materna había sido la primera «joven suicida» de la ciudad), y la otra se clavó en el cuadrante cubierto de polvo y telarañas del reloj que llevaba sesenta años sin funcionar colgado de la pared, dos metros por encima de la máquina de proyección. El hecho de que una bala acertara en el mismo lugar durante la tercera descarga demostró al comandante inspector que uno de los tiradores selectos escogidos durante la tarde había violado el juramento hecho sobré el Corán y había evitado matar a nadie. Algo similar aparece en el informe del comandante cuando hace notar entre paréntesis que no existe base legal para dar una indemnización a los familiares de otro fogoso estudiante islamista muerto durante la tercera descarga, que habían puesto un pleito al Estado asegurando que también era un laborioso y entregado agente adscrito a la sección del SNI de Kars. Resulta difícil explicar por qué la mayor parte de la multitud contempló inmóvil cómo los soldados cargaban de nuevo los fusiles a pesar de que las dos últimas balas mataron al mismo tiempo a Riza Bey, hombre muy querido por todos los conservadores y religiosos y que había hecho construir la fuente del barrio de Kaleiçi, y a su mayordomo, que servía al anciano, que ya andaba con dificultad, a modo de bastón, y a pesar también de los gemidos de agonía de ambos compañeros de toda la vida en el centro de la sala. «Los que nos sentábamos en las filas de atrás comprendíamos que estaba sucediendo algo terrible —me dijo años más tarde el dueño de una granja lechera que aún no permite que se haga público su nombre—. ¡Contemplábamos todo lo que estaba ocurriendo sin alzar la voz porque nos daba miedo que nos pasara algo malo si nos movíamos de nuestros asientos, si llamábamos la atención!».
Ni siquiera el comandante inspector supo descubrir dónde había dado una de las balas disparadas en la cuarta descarga. Otra hirió a un joven vendedor de juegos de salón y enciclopedias a plazos que había venido a Kars desde Ankara (moriría dos horas más tarde por la pérdida de sangre). Otra de ellas abrió un enorme agujero en la pared que miraba hacia abajo del palco privado en el que a principios del siglo XX se instalaba envuelta en abrigos de pieles la familia de Kirkor Çizmeciyan, uno de los adinerados comerciantes en pieles armenios, las noches en que iba al teatro. Según una exagerada afirmación, las otras dos balas, que se clavaron en uno de los ojos verdes y en la amplia y limpia frente de Necip, no lo mataron de inmediato ya que, de creer lo que cuentan algunos, el muchacho miró por un instante al escenario y dijo: «¡Veo!».
Después de aquellos últimos tiros, tanto los que corrían hacia la puerta como los que chillaban y gritaban se habían puesto todo lo a cubierto que podían. También el cámara que dirigía la retransmisión en vivo debía de haberse arrojado al pie de una pared; la cámara, que antes se movía sin parar a izquierda y derecha, se quedó quieta por fin. Los telespectadores de Kars sólo podían ver en sus pantallas al grupo del escenario y a los respetuosos y silenciosos espectadores de las primeras filas. Con todo, la mayor parte de la ciudad comprendió que algo raro ocurría en el Teatro Nacional por los estampidos de fusil, los gritos y el tumulto que podían oír en sus receptores. Incluso los que poco antes de medianoche habían comenzado a dormitar porque encontraban aburrido el espectáculo clavaron la mirada en la pantalla tras las detonaciones que habían sonado en los últimos dieciocho segundos.
Sunay Zaim tenía la suficiente experiencia como para percibir aquel momento de interés. «Heroicos soldados, habéis cumplido con vuestro deber», dijo. Con un gesto elegante se volvió hacia Funda Eser, que aún yacía en el suelo, se inclinó de manera exagerada y le ofreció la mano. La mujer tomó la mano de su salvador y se puso en pie.
El funcionario jubilado de la primera fila se levantó y les aplaudió. Se le unieron algunos más de las filas delanteras. También llegaron algunos aplausos de atrás, bien por miedo o bien por la costumbre de unirse a cualquier ovación. El resto de sala estaba silencioso como el hielo. Era como si todos se es vieran recuperando de una borrachera; algunos, a pesar de estar viendo los cuerpos agonizantes, comenzaron a sonreír de manera apenas perceptible con la tranquilidad de corazón que daba el haber decidido que todo era parte del universo que representaba en el escenario, otros estaban empezando a sacar cabeza de los rincones a los que se habían arrojado cuando la de Sunay les sobresaltó:
—Esto no es una obra de teatro, es el comienzo de una revolución —dijo con tono de reproche—. Haremos cualquier cosa por nuestra patria. ¡Confiad en el insigne ejército turco! Soldados, llevaos a éstos.
Dos soldados se llevaron a la pareja de barbudos «reaccionarios» de la escena. Mientras los demás soldados bajaban entre los espectadores después de haber cargado de nuevo sus armas, un tipo extraño se subió de un salto al escenario. Extraño porque se comprendía de inmediato por su precipitación, totalmente inapropiada para un escenario, y por sus movimientos, del todo carentes de armonía, que no era ni soldado ni actor. Muchos de los ciudadanos de Kars le miraron con la esperanza de que dijera que todo se había tratado de una broma.
—¡Viva la República! —gritó—. ¡Viva el ejército! ¡Viva la nación turca! ¡Viva Atatürk! —el telón comenzó a caer lentamente. Y él dio dos pasos al frente y se quedó, con Sunay Zaim en la parte que daba a la sala. En la mano llevaba una pistola Kirikkale y vestía ropas de civil con botas militares—. ¡Mueran los fanáticos! —dijo, y bajó por las escaleras entre la audiencia. A sus espaldas aparecieron otros dos hombres armados con escopetas. Mientras los soldados detenían a los estudiantes de Imanes y Predicadores, los tres pistoleros se encaminaron con decisión y aullando consignas hacia la puerta de salida ignorando a los espectadores, que les miraban con ojos aterrorizados.
Estaban felices y tremendamente entusiasmados. Porque sólo en el último momento, tras largas discusiones y negociaciones, se había decidido que participaran en aquella representación, en la pequeña revolución de Kars. Como Sunay Zaim, a quien se los habían presentado la misma noche en que llegó a Kars, pensaba que unos aventureros armados y metidos en asuntos turbios como eran aquéllos podían mancillar la «obra de arte» que quería llevar a la escena, se resistió durante todo un día, pero al final no pudo oponerse a las razonables objeciones de que podrían ser necesarios hombres que supieran de armas frente a un populacho que no entendía de arte. Luego se comentaría que en las horas que siguieron se arrepintió de aquella decisión y que sufría unos tremendos remordimientos de que aquellos harapientos hubieran vertido sangre, pero, como tantas otras cosas, son sólo rumores.
Cuando años después fui a Kars, Muhtar Bey, el propietario del concesionario de Arçelik en que se había convertido la mitad del Teatro Nacional que no había sido demolida, me dijo, para evitar mis preguntas sobre el horror de aquella noche y de los días posteriores, que desde los tiempos de los armenios hasta ahora se habían cometido en Kars muchos asesinatos, maldades y matanzas. Pero que si yo quería hacer felices, aunque sólo fuera un poco, a los pobres que vivían allí, cuando volviera a Estambul no debía escribir sobre los pecados pasados de Kars, sino sobre la hermosura de su aire fresco y sobre el buen corazón de sus gentes. Entre los fantasmas de neveras, lavadoras y estufas del depósito oscuro y mohoso en que se había convertido la sala de butacas del teatro, me señaló la única huella que quedaba de aquella noche: el enorme agujero que había abierto la bala que dio en la pared del palco desde el que Kirkor Çizmeciyan veía las obras de teatro.