17. O la patria o el velo

Una obra sobre una joven que quemó su charshaf

Tras el poema de Ka, el presentador, con exagerados gestos y acentuando las palabras, anunció la obra que iba a representarse a continuación y que constituía el número más importante de la velada: O la patria o el velo.

Desde las filas centrales y traseras, donde se sentaban los estudiantes del Instituto de Imanes y Predicadores, se oyeron algunas protestas, un par de silbidos y algunos abucheos, mientras que desde las filas delanteras se elevaban un par de aplausos de aprobación entre los funcionarios. En cuanto a la multitud que llenaba a rebosar la sala, observaba entre respetuosa y curiosa esperando lo que iba a ocurrir a continuación. Las previas «piezas ligeras» de la compañía de teatro, la imitación desvergonzada de algunos anuncios por Funda Eser, su bastante poco necesaria danza del vientre y la imitación por parte de Sunay Zaim de una antigua presidenta del Gobierno y de su corrupto marido no les habían enfriado, como había ocurrido con ciertas autoridades que se sentaban en las filas delanteras, al contrario, les habían divertido.

También O la patria o el velo divertía a la multitud, pero el que los estudiantes de Imanes y Predicadores atosigaran continuamente y levantaran la voz resultaba bastante molesto. En esos momentos era imposible entender los diálogos del escenario. Pero aquella obra primitiva y démodé de veinte minutos de duración tenía una estructura dramática tan sólida que cualquiera, aunque fuera sordomudo, habría podido entenderla:

1. Una mujer camina por las calles vestida con un negrísimo charshaf, habla consigo misma, piensa. Está disgustada por algo.

La mujer se despoja del charshaf y proclama su libertad. Ahora ya no lleva el charshaf y es feliz.

3. Su familia, su novio y demás parientes y algunos musulmanes barbudos se oponen a su libertad por motivos diversos y pretenden que la mujer vuelva a vestir el charshaf. Por esa razón, la mujer, en un rapto de furia, quema el charshaf.

4. Fanáticos de barba recortada y rosario en mano responden violentamente a aquella muestra de terca oposición y justo cuando están a punto de matar a la mujer, a la que arrastran por el pelo…

5. La salvan los jóvenes soldados de la República.

Esta breve obra se representó en numerosas ocasiones en los institutos de Anatolia y en las Casas del Pueblo desde mediados de los años treinta hasta la Segunda Guerra Mundial, gracias al estímulo del Estado occidentalizador, que pretendía mantener alejadas a las mujeres del charshaf y de la opresión religiosa, pero fue olvidada después de los años cincuenta, cuando la revolución kemalista perdió virulencia con la democracia. Funda Eser, que interpretaba a la mujer del charshaf, me contó años después en Estambul cuando la encontré en un estudio de doblaje que se sentía orgullosa de haber hecho el mismo papel que interpretó su madre en 1948 en un instituto de Kütahya, y que, por desgracia, no había podido vivir en Kars la misma legítima felicidad a causa de los sucesos posteriores. A pesar de su pretensión de haberlo olvidado todo, tan común entre los profesionales de la escena destrozados por las drogas, desalentados y exhaustos, la forcé a que me contara aquella velada tal y como había sido. Como he hablado con muchos otros que también fueron testigos, puedo permitirme entrar en detalles:

La multitud de espectadores que llenaba el Teatro Nacional se quedó sumida en el asombro con la primera escena. El título de O la patria o el velo les había preparado para una obra política de actualidad, pero nadie se esperaba una mujer con charshaf exceptuando a un par de ancianos que recordaban aquella antigua obrita. Lo que tenían en mente era el pañuelo, símbolo de los islamistas políticos. Cuando vieron a una misteriosa mujer envuelta en un charshaf caminando con pasos decididos arriba y abajo, muchos quedaron fascinados por su manera de andar orgullosa, casi arrogante. Incluso los funcionarios «radicales» que despreciaban las vestiduras religiosas sintieron respeto por ella. Un joven y despierto estudiante de Imanes y Predicadores, suponiendo quién había dentro del charshaf, lanzó una carcajada que enfurecería a los de las filas delanteras.

Cuando en la segunda escena la mujer comienza a abrirse la negra túnica en un gesto lúcido de liberación, ¡al principio a todos les dio miedo! Podemos explicarlo por el temor que sentían hasta los laicos occidentalizantes a las consecuencias de sus ideas. De hecho, hacía ya mucho que habían aceptado que todo continuara como antes en Kars por el miedo que les daban los islamistas. Ahora ni se les pasaba por la cabeza que las veladas fueran obligadas a descubrirse por el Estado como había ocurrido en los primeros años de la República, y sólo pensaban: «Basta con que los islamistas no intimiden o fuercen a velarse a las que van descubiertas como ocurre en Irán».

«De hecho, todos esos atatürkistas de las primeras filas no son atatürkistas sino unos cobardes», le dijo luego Turgut Bey a Ka. Todos tenían miedo de que una mujer con charshaf desnudándose ostentosamente en el escenario exaltara no sólo a los religiosos, sino también a los desempleados y al populacho que llenaba la sala. Con todo, justo en ese momento, un profesor de los que se sentaban en las primeras filas se puso en pie y comenzó a aplaudir a Funda Eser, que se estaba despojando del charshaf con movimientos elegantes y decididos. Pero, según algunos, aquello no fue un acto político modernizador; lo hizo porque le marearon, y ya lo estaba bastante a causa del alcohol, los brazos desnudos y regordetes y el cuello de la mujer. Aquel profesor, desamparado y pobre, fue respondido airadamente por un puñado de jóvenes de los de las filas de atrás.

Tampoco los republicanistas de las filas delanteras estaban demasiado contentos con la situación. También a ellos les había confundido que del interior del charshaf, en lugar de una inocente muchacha campesina, con gafas y la cara iluminada y resuelta a aprender a leer a cualquier precio, surgiera Funda Eser, una sinuosa danzarina del vientre. ¿Quería eso decir que sólo las putas y las indecentes se quitaban el charshaf?

Entonces ése era un mensaje islamista. En las filas delanteras se oyó que el ayudante del gobernador gritaba: «¡Esto está mal, está mal!». El que otros se le unieran, por pelotilleo quizás, no desanimó a Funda Eser. Mientras el resto de los que ocupaban las filas delanteras observaba con admiración e inquietud a la iluminada hija de la República que defendía su libertad, se oyeron un par de amenazas procedentes de los estudiantes de Imanes y Predicadores que no asustaron a nadie. En las filas delanteras, ni al ayudante del gobernador, ni a Kasim Bey, el valiente y trabajador ayudante del director provincial de seguridad que había arrancado de raíz al PKK, ni a los otros altos funcionarios, el director provincial del catastro, el delegado de cultura, cuyo trabajo consistía en confiscar casetes de música kurda y enviarlos a Ankara (había ido a la función con su mujer, sus dos hijas, sus cuatro hijos, a los que hizo ponerse corbata, y tres sobrinos), y varios oficiales de civil con sus mujeres, les asustaba lo más mínimo el alboroto de unos cuantos jóvenes impertinentes del Instituto de Imanes y Predicadores que pretendían provocar un incidente. También se podría decir que confiaban en los policías de civil distribuidos por toda la sala, en los de uniforme que vigilaban a los lados y en los soldados que se decía que vigilaban entre bastidores. Pero lo más importante era que la velada estaba siendo retransmitida en directo y, aunque fuera una emisión local, eso había despertado en ellos la sensación de que estaban siendo contemplados por toda Turquía y en Ankara. Las autoridades de las filas delanteras, como el resto de la multitud de la sala, observaban lo que ocurría en la escena con un rincón de la mente pensando en que lo estaban dando en televisión y sólo por eso las vulgaridades, las provocaciones políticas y las tonterías que se estaban representando les parecían más elegantes y portentosas de lo que en realidad eran. De la misma forma que había quien cada dos por tres se volvía a mirar a la cámara para comprobar si seguía funcionando o quien, desde las filas de atrás, saludaba con la mano, también había otros, hasta en los rincones más remotos de la sala, que se estaban quietos sin atreverse a hacer el menor movimiento con el temor del «¡Ay, Dios! ¡Nos están observando!». El hecho de que la televisión local «diera» la velada, en lugar de despertar en la mayoría de los ciudadanos de Kars el deseo de quedarse en casa y ver en televisión lo que ocurría en la escena, les animó a ir al teatro a ver a los de la televisión «rodando».

Funda Eser depositó el charshaf que se acababa de quitar en la palangana de cobre que había en la escena como si fuera ropa sucia, le echó cuidadosamente gasolina como si le echara lejía y comenzó a frotarlo. Como, por una malhadada casualidad, habían puesto la gasolina en una botella de lejía Akif, por entonces muy utilizada por las amas de casa de Kars, aquello tranquilizó de manera extraña no sólo a los de la sala sino a todos en la ciudad porque pensaron que la rebelde muchacha libertaria había cambiado de idea y se dedicaba a lavar toda buenecita su charshaf.

«¡Lávalo, hija, frota bien!», gritó uno de los de las filas de atrás. Hubo risas que ofendieron a las autoridades de delante, pero aquél era el punto de vista de toda la sala. «¿Y dónde está el detergente Orno?», gritó otro.

Eran los jóvenes del Instituto de Imanes y Predicadores, pero nadie se enfadó demasiado con ellos ya que, aunque molestaban, también hacían reír. Tanto las autoridades de las filas delanteras como la mayoría de la sala estaban deseando que se acabara aquella obra démodé, jacobina y políticamente provocadora sin que ocurriera nada desagradable. Mucha gente con la que hablé años después me contó que compartía dichos sentimientos: desde el funcionario hasta el pobre estudiante kurdo, la mayoría de los habitantes de Kars que aquella noche se encontraban en el Teatro Nacional había acudido, tal y como se espera del teatro, para vivir una experiencia distinta y para divertirse un rato. Puede que algunos jóvenes airados del Instituto de Imanes y Predicadores estuvieran dispuestos a amargarles la velada, pero hasta ese momento no habían asustado demasiado a nadie.

Funda Eser alargaba el asunto, como esas amas de casa que vemos a menudo en los anuncios y que parecen haber convertido la colada en una diversión. Cuando estuvo a punto, sacó el empapado charshaf negro de la palangana y, como si fuera a tenderlo de una cuerda, se lo mostró a la audiencia abriéndolo como una bandera. Ante la mirada sorprendida de los espectadores, que intentaban comprender lo que iba a pasar, le prendió fuego por un extremo con un mechero que se había sacado del bolsillo. Por un instante hubo un silencio absoluto. Sólo se oía, como una explosión, el aliento de las llamas que envolvían el charshaf. Toda la sala se iluminó con una luz extraña y terrible.

Muchos se pusieron en pie horrorizados.

Nadie se lo esperaba. Hasta los laicos más recalcitrantes estaban asustados. Cuando la mujer arrojó al suelo el charshaf en llamas, algunos temieron que prendieran la tarima de ciento diez años del escenario y los sucios y remendados cortinajes de terciopelo herencia de los años más ricos de Kars. Pero la mayor parte de los ocupantes de la sala se aterrorizó sintiendo acertadamente que ya no había marcha atrás. Ahora podía pasar cualquier cosa.

De entre los estudiantes de Imanes y Predicadores llegó un estruendo, una explosión de alboroto. Se oyeron abucheos, gritos y voces airadas.

—¡Impíos, enemigos de la religión! —gritó uno—. ¡Ateos sin fe!

Los de las filas delanteras todavía estaban estupefactos. Por mucho que el mismo solitario y valiente profesor de antes se levantara y dijera «¡Callaos y ved la obra!», nadie le hizo caso. Cuando se vio que los abucheos, los gritos y las consignas no iban a disminuir y que el asunto iría a más, sopló un aire de inquietud. El doctor Nevzat, director provincial de unidad, se levantó al momento y arrastró hacia la salida a sus hijos, con chaqueta y corbata, a su hija, con trenzas, y a su esposa, que se había puesto para la ocasión su mejor vestido, uno de crepé color pavo real. El comerciante en pieles Sadik Bey, uno de los más antiguos potentados de Kars, que había llegado desde Ankara para supervisar sus asuntos en la ciudad, se puso en pie al mismo tiempo que el abogado Sabit Bey, su amigo de la infancia y miembro del Partido del Pueblo. Ka vio que el miedo se apoderaba de las filas delanteras, pero él se quedó indeciso donde estaba sentado: se le pasó por la cabeza levantarse porque temía, más que los posibles incidentes, que con tanto estruendo y tanto follón se le olvidara el poema que tenía en la mente y que aún no había pasado al cuaderno verde. También quería irse del teatro y regresar junto a İpek. En ese momento Recai Bey, el director local de la telefónica, a quien toda Kars respetaba por sus conocimientos y sus buenas maneras, se aproximó al escenario lleno de humo.

—Hija mía —gritó—. Nos ha gustado mucho su obra atatürkista. Pero ya basta. Mire, todos están inquietos y la gente está a punto de amotinarse.

El charshaf, arrojado al suelo, no tardó en apagarse y ahora Funda Eser, envuelta en humo, recitaba el monólogo por el que más orgullo sentía el autor de O la patria o el velo, y que ya encontraré en el texto completo publicado en 1936 por la editorial de las Casas del Pueblo. Cuatro años después de los sucesos, el autor de O la patria o el velo, con noventa y dos años aunque todavía se le veía bastante vigoroso, me contó en Estambul, mientras regañaba a sus revoltosos nietos (en realidad, sus bisnietos), que le estaban saltando encima, que cuando en los años treinta se llegaba a ese punto de la pieza, por desgracia ahora olvidada (no tenía la menor idea de que había sido representada en Kars ni de los sucesos) entre el resto de su obra completa (Llega Atatürk, Obras Kemalistas para Institutos, Recuerdos de Él, etcétera), las estudiantes de instituto y los funcionarios se ponían en pie y aplaudían anegados en llanto.

En cambio, ahora no se oía otra cosa que no fueran los abucheos, las amenazas y los gritos furiosos de los estudiantes de Imanes y Predicadores. A pesar del culpable y atemorizado silencio de la parte delantera de la sala, casi nadie podía oír las palabras de Funda Eser. Es posible que sólo unos pocos oyeran la explicación de la airada muchacha de por qué había tirado su charshaf, que era porque la esencia no sólo de las personas sino también de los pueblos no estaba en sus ropas sino en sus almas y que había llegado el momento de librarse del charshaf, del velo, del fez y del turbante, símbolos del reaccionarismo que oscurecía nuestras almas, y de correr hacia Europa, junto a los pueblos modernos y civilizados, pero bien que se escuchó por todo el salón una respuesta furiosa desde las filas de atrás muy adecuada a la situación:

—¡Corre tú desnuda a tu Europa! ¡Corre desnuda!

Incluso desde las filas delanteras se pudieron oír carcajadas y aplausos de aprobación. Aquello fue lo que más asustó a los de delante, al mismo tiempo que les decepcionó. En ese instante, Ka, con muchos otros, se levantó de su asiento. Todos gritaban, los de las filas traseras aullaban furiosos; algunos intentaban mirar hacia atrás mientras se encaminaban a la puerta; Funda Eser todavía estaba recitando el poema que ya casi nadie escuchaba.