16. Donde Dios no existe

El paisaje que veía Necip y el poema de Ka

Cuando pasados veinte minutos Ka entró en los ser., vicios que había al fondo del frío pasillo, vio que Necip se había situado justo a su espalda, junto a los que estaban usando los urinarios. Durante un rato esperaron ante las puertas cerradas de los excusados de atrás como si fueran dos personas que no se conocían de nada. Ka vio las molduras de rosas con sus hojas que habían hecho en el alto techo de los servicios.

Entraron en un excusado en cuanto quedó libre. Ka se dio cuenta de que les había visto un hombre bastante viejo y sin dientes. Después de echar el pestillo por dentro, Necip dijo: «No nos han visto». Abrazó contento a Ka. Con hábiles movimientos pisó con su zapatilla deportiva un saledizo en la pared del retrete, se aupó y, alargando la mano, encontró los sobres que había dejado sobre la cisterna. Los bajó y los limpió soplándoles cuidadosamente el polvo que se había acumulado sobre ellos.

—Cuando le des estas cartas a Kadife, quiero que le digas algo —dijo—. Lo he meditado mucho. A partir del momento en que las lea va no me quedará en la vida ninguna esperanza ni expectativa en lo que respecta a Kadife. Quiero que se lo expliques muy claramente.

—Pero, si justo cuando descubre tu amor por ella se entera de que no te quedan esperanzas, ¿para qué se lo cuentas?

—Yo no le tengo miedo a la vida y a mis pasiones, al contrario que tú —dijo Necip. Pero, preocupado de haber ofendido a Ka, añadió—: Estas cartas son mi única salida. En primer lugar, no puedo vivir sin amar apasionadamente algo bello. Tengo que amar con toda alegría a otro ser. Pero antes tengo que quitarme de la cabeza a Kadife. ¿Sabes a quién voy a amar entregándole toda mi pasión después de Kadife?

Le entregó las cartas a Ka.

—¿A quién? —preguntó Ka metiéndoselas en el bolsillo del abrigo.

—A Dios.

—Descríbeme ese paisaje que veías.

—¡Antes abre la ventana! ¡Esto huele fatal!

Ka abrió la pequeña ventana del excusado forzando el oxidado pestillo. Contemplaron, como si fueran testigos de un milagro, los copos de nieve que caían lentamente y en silencio en medio de la oscuridad.

—¡Qué bonito es el mundo! —susurró Necip.

—¿Qué crees tú que es lo más bonito de la vida? —le preguntó Ka.

Hubo un silencio.

—«¡Todo!», respondió Necip como si le contara un secreto.

—Pero ¿no nos hace infelices la vida?

—Sí, pero es culpa nuestra. No del mundo ni de su Creador.

—Descríbeme ese paisaje.

—Primero ponme la mano en la frente y dime mi futuro —dijo Necip. Abrió enormemente sus grandes ojos, uno de los cuales sería destrozado, junto con su cerebro, veintiséis minutos más tarde—. Quiero vivir mucho y de manera muy intensa y sé que me pasarán muchas cosas buenas. Pero no sé qué pensaré dentro de veinte años y siento mucha curiosidad.

Ka colocó la palma de su mano en la delicada piel de la frente de Necip.

—¡Ay, Dios mío! —en broma, retiró la mano como si hubiera tocado algo muy caliente—. Aquí hay mucho movimiento.

—Dime.

—Dentro de veinte años, o sea, cuando tengas treinta y siete, entenderás por fin que toda la maldad del mundo, o sea, el que los pobres sean tan pobres y tan ignorantes y los ricos tan ricos y tan listos, la vulgaridad, la violencia y la falta de ánimo, o sea, todo aquello que despierta en ti deseos de morir y sentimientos de culpabilidad, se debe a que todo el mundo piensa como el vecino —dijo—. Así te darás cuenta de que en este lugar donde, aunque todos parecen decentes, sólo se entontecen y mueren, únicamente podrás ser bueno siendo malo e indecente. Pero también comprenderás que eso tendrá consecuencias terribles. Lo siento bajo mi mano temblorosa porque esas consecuencias…

—¿Cuáles son?

—Eres muy inteligente y ya sabes cuáles son. Y por eso quiero que me lo digas tú primero.

—¿Qué?

—Sé que en realidad es por eso por lo que sufres el sentimiento de culpabilidad que dices sufrir por la miseria y la infelicidad de los pobres.

—¡Dios me libre! ¿Es que no voy a creer en Dios? —dijo Necip—. Entonces mejor que me muera.

—¡Eso no es algo que pase de una noche para otra como le ocurrió al pobre director que se volvió ateo en el ascensor! Será tan lento que ni siquiera tú te darás cuenta. Te pasará como al bebedor que, como muere lentamente, se da cuenta una mañana, después de que se le haya ido la mano con el raki, de que lleva años en el otro mundo.

—¿Así eres tú?

—Al contrario —dijo Ka retirando la mano de su frente—. Yo llevo años empezando a creer poco a poco en Dios. Pero ha sido algo tan lento que sólo lo he comprendido al llegar a Kars. Por eso aquí soy feliz y puedo escribir poesía.

—Ahora me pareces tan feliz y tan inteligente —dijo Necip— que quiero preguntarte algo. ¿Realmente es posible conocer el futuro? Y si no lo es, ¿puede uno encontrar la paz creyendo que lo conoce? Es algo que voy a poner en mi primera novela de ciencia ficción.

—Algunas personas lo conocen… —dijo Ka—. Ser-dar Bey, el dueño del Diario de la Ciudad Fronteriza; mira, hace ya rato que imprimió el periódico con lo que va a pasar esta noche —observaron juntos el periódico que Ka se sacó del bolsillo—. «… El espectáculo fue interrumpido aquí y allí por entusiastas aclamaciones y aplausos».

—Eso debe ser lo que llaman felicidad —dijo Necip—. Si pudiéramos escribir de antemano en los periódicos lo que nos va a ocurrir y luego pudiéramos vivir maravillados lo que habíamos escrito, seríamos los poetas de nuestras propias vidas. En el diario pone que recitaste tu último poema. ¿Cuál es?

Llamaron a la puerta del excusado. Ka le pidió a Necip que le describiera de inmediato «aquel paisaje».

—Ahora mismo —le respondió Necip—. Pero no le dirás a nadie lo que vas a oír. No les gusta que tenga demasiadas confianzas contigo.

—No se lo diré a nadie —contestó Ka—. Descríbemelo ya.

—Amo mucho a Dios —dijo Necip entusiasta—. A veces, Dios me libre, me pregunto sin querer qué pasaría si no existiera y ante mis ojos aparece un paisaje que me da miedo.

—Sigue.

—Veo el paisaje de noche, en la oscuridad, a través de una ventana. Fuera hay dos muros blancos altos y sombríos, como de fortaleza. ¡Como si hubiera dos fortalezas frente a frente! Yo miro asustado el estrecho corredor que hay entre ellos, cómo se alarga ante mí como si fuera una calle. Esa calle donde Dios no existe está llena de barro y nieve, como las de Kars, pero ¡es morada! En medio de la calle hay algo que me dice «Alto», pero yo estoy mirando al otro extremo, al fin del mundo. Allí hay un árbol, un último árbol, sin hojas, desnudo. De repente, se vuelve rojo porque lo estoy mirando y empieza a arder. Entonces me siento culpable por haber sentido curiosidad por el lugar donde Dios no existe. Después de eso, el árbol rojo vuelve de repente a su antiguo color oscuro. Me digo que no volveré a mirarlo pero no puedo contenerme, miro y de nuevo el árbol solitario del fin del mundo vuelve a enrojecer y a arder. Eso dura hasta el amanecer.

—¿Por qué te da tanto miedo ese paisaje? —le preguntó Ka.

—Porque a veces, con un impulso demoníaco, se me viene a la cabeza que el paisaje podría pertenecer a este mundo. Pero lo que se me aparece ante los ojos tiene que ser algo que yo me imagino. Porque si en el mundo hubiera un lugar como el que te he descrito, entonces, Dios nos libre, eso querría decir que Dios no existe. Y como eso no puede ser verdad, la única posibilidad que queda es que yo ya no creo en Dios. Y eso es peor que la muerte.

—Te entiendo.

—Miré en una enciclopedia y el origen de la palabra ateo es el griego athos. Y esa palabra no se refería al que no creía en Dios, sino al hombre solitario abandonado por los dioses. Eso demuestra que aquí nadie podrá nunca ser ateo. Porque aquí Dios no nos abandona aunque queramos. Para que uno pueda ser ateo, primero tiene que ser occidental.

—A mí me gustaría ser occidental y poder creer —replicó Ka.

—El hombre al que Dios ha abandonado, aunque vaya todas las tardes al café a charlar y jugar a las cartas con sus amigos, aunque todos los días se divierta y se ría a carcajadas con sus compañeros de clase, aunque se pase el día de conversación con sus amigos, está completamente solo.

—Con todo, un amor verdadero puede ser un consuelo.

—Pero ella tendría que quererte tanto como tú la quieres a ella.

Cuando llamaron de nuevo a la puerta, Necip abrazó a Ka, le besó en las mejillas como a un niño y salió. Ka vio que en ese mismo momento el hombre que había estado esperando echaba a correr hacia el otro excusado. Así que cerró de nuevo la puerta con pestillo y se fumó un cigarrillo mirando la maravillosa nieve que estaba cayendo fuera. Notaba que podía recordar palabra por palabra, como si fuera un poema, el paisaje que le había descrito Necip y que, si no venía nadie de Porlock, podría escribir en su cuaderno el paisaje de Necip en forma de poema.

¡El hombre de Porlock! Era un tema que nos gustaba mucho a Ka y a mí en los días de los últimos cursos del instituto, cuando nos quedábamos hablando de literatura hasta la medianoche. Todo el que sepa un poco de poesía inglesa conocerá la nota que Coleridge escribió en la cabecera del poema titulado «Kubla Khan» (Kubilay Jan). Al principio del poemas subtitulado «Fragmento de un poema, de una visión soñada», Coleridge explica que se durmió por efecto de un medicamento que había tomado a causa de una enfermedad (en realidad había tomado opio por placer) y que cuando estaba profundamente dormido tuvo un sueño maravilloso en el que las frases del libro que estaba leyendo hacía unos instantes parecían convertirse en objetos y en un poema. ¡Un poema maravilloso que parecía surgir de la nada sin el menor esfuerzo mental! Y además, al despertarse, Coleridge recuerda, palabra por palabra, aquel maravilloso poema al completo. Saca papel, pluma y tintero y empieza a escribir el poema con cuidado pero a toda velocidad, verso a verso. En cuanto ha escrito los versos del famoso poema que conocemos, llaman a la puerta y se levanta a abrir: es un hombre que ha venido por un asunto de una deuda desde la cercana ciudad de Porlock. Cuando Coleridge regresa a toda prisa a su mesa después de haberse deshecho del hombre, se da cuenta de que ha olvidado el resto del poema y de que en su mente sólo quedan el ambiente y algunas palabras sueltas.

Como nadie procedente de Porlock le distrajo, Ka todavía era capaz de mantener en la cabeza el poema cuando le llamaron a escena. Era el más alto de todos los que se encontraban en el escenario. Y el abrigo alemán de color gris que llevaba le diferenciaba del resto.

El alboroto de la sala se interrumpió de repente. Algunos, estudiantes revoltosos, desempleados, islamistas que pretendían protestar, se callaron porque no sabían de qué reírse ni ante qué se encontraban. Las autoridades que se sentaban en la primera fila, los policías que se habían pasado el día siguiendo a Ka, el ayudante del gobernador, el del director provincial de seguridad y los profesores, sabían que era poeta. Al alto presentador le atemorizó el silencio, así que le hizo a Ka una pregunta sacada de los «programas culturales» de la televisión: «Usted es poeta, escribe poesía, ¿es difícil escribir poesía?». Al final de aquella breve y forzada conversación, que preferiría olvidar cada vez que veo el vídeo, la audiencia no llegó a saber si escribir poesía era difícil o no, pero sí que Ka venía de Alemania.

—¿Y cómo encuentra nuestra hermosa Kars? —le preguntó luego el presentador.

—Muy bonita, muy pobre, muy triste —dijo tras un instante de duda Ka.

Dos estudiantes del Instituto de Imanes y Predicadores que había por atrás se rieron. «Pobre, tu espíritu», gritó otro. Envalentonados por aquello, seis o siete personas más se pusieron de pie y empezaron a gritar. La mitad se burlaba y nadie podía entender lo que decía la otra mitad. Cuando mucho después fui a Kars, Turgut Bey me contó que Hande se había echado a llorar delante de la televisión después de que Ka dijera aquella frase.

—Usted representa a la literatura turca en Alemania —dijo el presentador.

—¡Que diga a qué ha venido! —gritó uno.

—He venido porque soy infeliz —contestó Ka—. Y aquí soy más feliz. Por favor, escúchenme, ahora voy a recitar mi poema.

Tras un momento de confusión y gritos, Ka comenzó a recitar. Años más tarde contemplé con admiración y cariño a mi amigo cuando cayó en mis manos la grabación en vídeo de aquella velada. Era la primera vez que le veía recitando ante una multitud. Avanzaba despacio y con cuidado, como alguien que camina con la mente ocupada. ¡Qué lejos de cualquier afectación! Aparte de un par de veces en que dudó como si quisiera recordar algo, recitó su poema sin detenerse y sin esfuerzo.

Cuando Necip se dio cuenta de que el «Donde Dios no existe» que aparecía en el poema seguía palabra por palabra el «paisaje» que poco antes había descrito él mismo, se puso en pie como hechizado, pero Ka no disminuyó su velocidad, que recordaba a la de la nieve que caía. Se oyeron un par de aplausos. En las filas de atrás alguien se levantó y gritó y otros se le unieron. Era difícil saber si respondían a los versos del poema o si simplemente estaban aburridos. Si no contamos su silueta cayendo poco después sobre un fondo verde, ésas son las últimas imágenes que he podido ver de quien era mi amigo desde hacía veintisiete años.