En el Teatro Nacional
Exactamente siete minutos después de que pensara que podía pasarse toda la vida en Kars siendo feliz con İpek, Ka corría bajo la nieve con el corazón latiéndole a toda velocidad para unirse a la velada del Teatro Nacional como si fuera él solo a la guerra. En aquellos siete minutos todo había sucedido con una rapidez en realidad perfectamente comprensible.
Primero Turgut Bey dio con el canal por el que se estaba retransmitiendo en directo desde el Teatro Nacional y todos pudieron sentir que estaba ocurriendo algo extraordinario por el enorme alboroto que oyeron. Aquello, por un lado, despertó en ellos el deseo de escapar de la rutina provinciana aunque sólo fuera por una noche, pero, por otro, les atemorizaba la posibilidad de que pudiera suceder algo malo. Por los aplausos y gritos de la multitud impaciente todos pudieron notar la tensión que existía entre los notables de la ciudad, sentados en las filas delanteras, y los jóvenes de las traseras. Sentían curiosidad por lo que pudiera estar ocurriendo allá dentro porque las cámaras no mostraban la sala entera.
Sobre el escenario estaba un portero de la selección nacional que en tiempos había sido conocido en toda Turquía. Sólo había podido narrar el primer gol de los once que le habían metido los ingleses quince años antes en un trágico partido cuando de repente apareció en la pantalla aquel hombre delgado como un palo que presentaba la velada y el portero de la selección guardó silencio, como si estuvieran en la televisión nacional y comprendiera que iban a dar una pausa para la publicidad. El presentador, micrófono en mano, logró meter en el breve plazo de unos segundos dos anuncios que leyó de un papel (que había llegado cecina de Kayseri al colmado Tadal en la calle Fevzi Paşa y que estaba abierto el plazo de matrícula para los cursos nocturnos de preparación a la universidad en la academia Ciencia), repitió el fastuoso programa de la noche, incluyendo que Ka recitaría un poema, y añadió mirando con expresión triste a la cámara:
—Pero el que todavía no podamos ver entre nosotros al gran poeta, recién llegado de Alemania a nuestra ciudad, es algo que realmente apena a los ciudadanos de Kars.
—¡Ahora sí que estaría feo que no fuera usted! —dijo de inmediato Turgut Bey.
—Pero ni siquiera me han preguntado si quería participar en la velada —respondió Ka.
—Así son las cosas aquí —dijo Turgut Bey—. Si le hubieran invitado, se habría negado a ir. Ahora tiene que hacerlo para que no parezca que les está despreciando.
—Le veremos desde aquí —intervino Hande con un entusiasmo inesperado. En ese momento se abrió la puerta y el muchacho que cuidaba de la recepción por las noches dijo:
—El director de la Escuela de Magisterio ha muerto en el hospital.
—Pobre imbécil —dijo Turgut Bey. Luego clavó su mirada en Ka—. Los integristas han empezado a liquidarnos uno a uno. Haría bien en creer más en Dios lo antes posible si quiere salvar la vida. Porque me temo que dentro de nada en Kars no será suficiente una religiosidad tibia para salvar el cuello de un viejo ateo.
—Tiene razón —contestó Ka—. Y, de hecho, yo ya había decidido abrir completamente mi vida entera al amor de Dios que he empezado a sentir en lo más profundo de mi corazón.
Todos comprendieron que lo decía de manera sarcástica, pero, siendo conscientes también de que estaba muy bebido, aquella rápida respuesta de Ka les hizo sospechar a los comensales que podía haberla tenido preparada de antemano. En ese preciso instante, mientras se acercaba a la mesa sonriente como una madre cariñosa sosteniendo hábilmente en una mano una enorme cazuela y en la otra un cazo de aluminio en cuyo mango se reflejaba la luz de la lámpara, Zahide dijo:
—Me queda sopa para una persona en el fondo de la cazuela, es una pena tirarla. ¿Quién de vosotras la quiere?
İpek, que le había estado diciendo a Ka que no fuera al Teatro Nacional porque tenía miedo, se volvió por un instante hacia la sirvienta kurda, como Hande y Kadife, y se adhirió a sus sonrisas.
«Si İpek dice “¡Yo!”, es que vendrá conmigo a Frankfurt y nos casaremos —pensó Ka—. En ese caso, iré al Teatro Nacional y leeré mi poema “Nieve”».
—¡Yo! —dijo rápidamente İpek y alargó su cuenco sin la menor alegría. En cierto momento, bajo la nieve que caía fuera a grandes copos, Ka pensó que en Kars era un forastero y que podría olvidar la ciudad en cuanto se fuera, pero aquello no le duró mucho. Se dejó llevar por una sensación de destino inevitable: notaba con fuerza que la lógica de la vida poseía una geometría oculta que era incapaz de resolver y sentía un profundo anhelo de descubrir esa lógica para poder ser feliz, pero en aquel momento no se veía con las fuerzas suficientes como para satisfacer ese anhelo de felicidad.
La amplia avenida cubierta de nieve en la que ondeaban banderolas de propaganda electoral y que se extendía ante él hasta el Teatro Nacional estaba completamente desierta. Por la amplitud de los aleros congelados de los viejos caserones, por la belleza de los relieves de sus puertas y muros, por las fachadas serias pero mundanas de los edificios, Ka percibía que allí algunas personas (¿armenios que comerciaban en Tiflis? ¿Bajás otomanos que recolectaban impuestos de las granjas lecheras?) habían llevado una vida feliz, tranquila e incluso llena de colorido. Todos aquellos armenios, rusos, otomanos y turcos de la primera época de la República que habían convertido la ciudad en un modesto centro de civilización habían desaparecido ahora y era como si las calles estuvieran vacías porque nadie había ocupado su lugar, pero, al contrario de lo que ocurre con una ciudad abandonada, aquellas calles desiertas no inspiraban temor. Ka contempló admirado el reflejo de las luces pálidas y ligeramente anaranjadas de las farolas y de las opacas luces de neón que se proyectaban desde los escaparates helados en los montones de nieve que se acumulaban en las ramas de los árboles del paraíso y de los plátanos y en los postes eléctricos, de los que colgaban enormes carámbanos. La nieve caía entre un silencio mágico, casi sagrado, y no se oía otra cosa sino el sonido prácticamente imperceptible de sus pasos y el de su acelerada respiración. Ni siquiera había un perro que ladrara. Era como si hubiera llegado al fin del mundo y todo lo que veía, el mundo entero, estuviera hechizado por la nevada. Ka observó cómo mientras algunos copos descendían lentamente alrededor de una pálida farola, otros insistían en elevarse hacia la oscuridad. Se refugió bajo el alero del Palacio de la Fotografía Aydin y a la luz rojiza que le llegaba desde el rótulo congelado estuvo un rato contemplando atentamente un copo que se le había posado en la manga del abrigo.
Se alzó una ráfaga de viento, se produjo un movimiento y, cuando repentinamente se apagó el rótulo del Palacio de la Fotografía Aydin, le dio la impresión de que también el árbol del paraíso que tenía enfrente se oscurecía de súbito. Vio la multitud que había a la puerta del Teatro Nacional, el microbús de la policía que esperaba poco más allá y a los que observaban el gentío refugiados entre el umbral y la puerta entreabierta del café de enfrente.
En cuanto entró en la sala del teatro le mareó el estruendo y el movimiento que había allí dentro. En el ambiente flotaba un espeso olor a alcohol, aliento y tabaco. A los lados había bastante gente de pie, en una esquina se había instalado un puesto de té donde también se vendían gaseosas y roscas de pan. Ka vio a unos jóvenes que hablaban en susurros en la puerta del apestoso retrete, y pasó junto a los policías de uniforme azul que vigilaban a un lado y a los de civil que estaban plantados con el walkie-talkie en mano algo más allá. Un niño, cogido de la mano de su padre, observaba cuidadosamente el movimiento de los garbanzos tostados que había echado en una botella de gaseosa sin que le importara lo más mínimo el barullo.
Ka vio que uno de los que permanecían de pie a un lado saludaba nervioso con la mano, pero no estaba seguro de que le saludara a él.
—Lo he reconocido de lejos por el abrigo.
Al ver de cerca la cara de Necip, un profundo afecto cruzó el corazón de Ka.
Se abrazaron violentamente.
—Estaba seguro de que vendría —dijo Necip—. Me alegro de verdad. ¿Le puedo preguntar una cosa ahora mismo? Tengo un par de cosas muy importantes en la cabeza.
—¿Una cosa o un par de ellas?
—Es usted muy inteligente, tanto como para comprender que la inteligencia no lo es todo —Necip se llevó a Ka a un rincón tranquilo donde podrían hablar con mayor comodidad—. ¿Le ha dicho a Hicran, o Kadife, que estoy enamorado de ella, que ella es lo único que da sentido a mi vida?
—No.
Salieron juntos de la casa de té.
—¿Le ha hablado algo de mí? —le dije que eras estudiante del Instituto de Imanes y Predicadores.
—¿Nada más? ¿Dijo ella algo?
—No.
Se produjo un silencio.
—Comprendo la verdadera razón por la que no le ha dicho nada más de mí —dijo Necip con un gran esfuerzo. Tragó—. Porque Kadife es cuatro años mayor que yo y no se ha debido de dar cuenta ni de que existo. Quizá hayan discutido entre ustedes de asuntos privados. Quizá han hablado de cuestiones políticas secretas incluso. Pero no le pregunto por eso. Sólo hay una cosa por la que siento curiosidad y para mí ahora es muy importante. Lo que me queda de vida depende de eso. Dependiendo de la respuesta que me dé puedo pasarme la vida enamorado de Kadife aunque ni siquiera sepa que existo, y de todas maneras probablemente le llevara años darse cuenta y mientras tanto bien podría haberse casado con otro, o bien puedo olvidarla ahora mismo. Por favor, ahora y sin dudar, dígame la verdad.
—Estoy esperando la pregunta —dijo Ka con tono oficial.
—¿Han hablado de cosas superficiales? ¿De las estupideces de la televisión, de chismorreos pequeños y sin importancia, de las cosillas que se pueden comprar con dinero? ¿Me entiende? ¿Es Kadife, como parece, una persona profunda a la que le importan un rábano las tonterías superficiales, o me he enamorado de ella para nada?
—No, no hablamos de nada superficial —respondió Ka.
Veía que su respuesta había tenido un efecto demoledor en Necip y podía leer en la cara del muchacho que éste hacía un esfuerzo sobrehumano por recobrar sus fuerzas lo más rápidamente posible.
—Pero ha podido darse cuenta de que ella es una persona extraordinaria.
—Sí.
—¿Podrías enamorarte tú también de ella? Es muy bonita. Es muy bonita y más independiente que cualquier mujer turca que haya visto.
—Su hermana mayor es más bonita —dijo Ka—. Si es que es cuestión de belleza.
—¿Cuál es la cuestión, entonces? —preguntó Necip—. ¿Qué es lo que pretende el Altísimo en su sabiduría haciéndome pensar continuamente en Kadife? Abrió como platos sus enormes ojos verdes, uno de los cuales sería destrozado cincuenta y un minutos después, con una puerilidad que admiró a Ka.
—No lo sé —contestó Ka.
—No, lo sabes, pero no quieres decírmelo.
—No lo sé.
—Lo importante es poder decirlo todo —dijo Necip como si quisiera ayudarle—. Si llegara a ser escritor me gustaría poder decir lo que no se ha dicho. Aunque sólo sea por una vez, ¿puedes decírmelo todo?
—Pregúntame.
—Todos queremos algo en la vida, algo básico, ¿no?
—Es verdad.
—¿Y qué es lo que quieres tú?
Ka guardó silencio y sonrió.
—Lo que yo quiero es muy sencillo —dijo Necip orgulloso—. Casarme con Kadife, vivir en Estambul y ser el primer escritor de ciencia ficción islamista del mundo. Sé que es imposible, pero de todas maneras, eso es lo que quiero. No me importa que no me digas lo que tú quieres, porque te entiendo. Tú eres mi futuro. Y ahora, por la forma que tienes de mirarme a los ojos, entiendo que ves en mí tu propia juventud y que por eso me tienes cariño.
En las comisuras de sus labios apareció una sonrisa feliz y astuta que a Ka le dio miedo.
—Entonces, ¿tú eres como era yo hace veinte años?
—Sí. En la novela de ciencia ficción que escribiré algún día habrá una escena exactamente así. Perdona, ¿puedo ponerte la mano en la frente?
Ka inclinó ligeramente la cabeza. Necip, con la destreza de quien lo ha hecho ya antes, apoyó la palma de la mano en la frente de Ka.
—Ahora te voy a decir lo que pensabas hace veinte años.
—¿Como hacías con Fazil?
—Él y yo pensamos las mismas cosas simultáneamente. Contigo existe una diferencia de tiempo. Por favor, ahora escúchame: un día de invierno, todavía estabas en el instituto, nevaba y tú estabas sumido en tus pensamientos. Oías la voz de Dios dentro de ti, pero intentabas ignorarla. Sentías que cada cosa formaba parte de un todo, pero pensabas que serías más infeliz y más inteligente si cerrabas los ojos a Aquél que te hacía sentirlo. Tenías razón. Porque sabías que sólo siendo infeliz e inteligente podrías escribir buena poesía. Asumiste heroicamente el dolor de perder la fe para escribir buena poesía. Todavía no se te había ocurrido que en cuanto desapareciera aquella voz te encontrarías completamente solo en el mundo.
—Muy bien, tienes razón, eso pensaba —dijo Ka—. ¿Y eso es lo que piensas tú ahora?
—Sabía que me lo ibas a preguntar —respondió Necip nervioso—. ¿Es que tú no quieres creer en Dios? Sí que quieres, ¿verdad? —de repente apartó la mano, tan helada que le había producido un escalofrío, de la frente de Ka—. Puedo decirte muchas cosas al respecto. Yo también oigo una voz en mi interior que me dice: «No creas en Dios». Porque creer con tanto amor en la existencia de algo sólo puede ser a través de la sospecha de que no existe, del recelo, ¿me entiendes? Incluso en los momentos en que comprendía que sólo creyendo en la existencia de mi amado Dios podría mantenerme con vida a veces pensaba qué pasaría si no hubiera Dios, de la misma forma que cuando era niño pensaba qué pasaría si mis padres se murieran. Entonces ante mi mirada aparecía algo: un paisaje. Lo contemplaba con curiosidad, sin miedo, porque sabía que aquel paisaje obtenía su fuerza del amor de Dios.
—Descríbeme el paisaje.
—¿Lo vas a poner en un poema? No hace falta que me menciones. A cambio sólo quiero una cosa.
—Muy bien.
—En los últimos seis meses le he escrito tres cartas a Kadife. No he sido capaz de echar ninguna al correo. Y no porque me diera vergüenza, sino porque los de Correos podían abrirlas y leerlas. Medio Kars es de la policía secreta. Y la mitad de la gente que está aquí también. Todos nos están observando. Además, los nuestros también nos están observando.
—¿Quiénes son los nuestros?
—Todos los jóvenes islamistas de Kars. Tienen mucha curiosidad por saber lo que estaré hablando contigo. Han venido aquí a provocar un incidente. Porque saben que esta velada se va a convertir en una demostración de fuerza de los laicos y los militares. Van a representar esa famosa obra antigua, El charshaf; y van a humillar a las jóvenes del velo. La verdad es que yo odio la política, pero mis compañeros tienen razón en rebelarse. Sospechan de mí porque no soy tan ardiente como ellos. No puedo darte las cartas. O sea, ahora, mientras todos nos miran.
—Quiero que se las entregues a Kadife.
—Ahora mismo nadie nos está mirando. Dámelas ya y descríbeme el paisaje.
—Las cartas están aquí pero no las llevo encima. Me dio miedo el cacheo de la puerta. También habrían podido registrarme mis compañeros. Volveremos a encontrarnos dentro de exactamente veinte minutos en el retrete que está al fondo del pasillo al que da la puerta que hay a un lado de la escena.
—¿Me vas a describir entonces el paisaje?
—Uno de ellos viene para acá —dijo Necip. Desvió la mirada—. Lo conozco. No mires hacia ese lado, haz como si estuviéramos hablando normalmente, sin demasiadas confianzas.
—De acuerdo.
—Toda Kars se muere de curiosidad por saber por qué has venido. Piensan que estás aquí con una misión secreta mandado por el Estado, incluso puede que por las potencias occidentales. Mis compañeros me han enviado para que te lo pregunte. ¿Son ciertos los rumores?
—No.
—¿Y qué les digo? ¿Para qué has venido?
—No lo sé.
—Lo sabes, pero otra vez eres incapaz de decirlo porque te da vergüenza —hubo un silencio—. Has venido porque eres infeliz —dijo por fin Necip.
—¿Cómo lo sabes?
—Por tus ojos. Nunca he visto a nadie que mirara de una manera tan triste…
—Yo tampoco soy feliz ahora, en absoluto, pero soy joven. La infelicidad me da fuerzas. Con la edad que tengo, prefiero ser infeliz a lo contrario. En Kars sólo pueden estar contentos los tontos y los malvados. Pero me gustaría tener algo a lo que agarrarme cuando llegue a tu edad.
—Mi infelicidad me protege de la vida —dijo Ka—. No te preocupes por mí.
—Estupendo. No te has enfadado, ¿verdad? En tu cara hay algo tan bondadoso que me doy cuenta de que puedo decirte lo primero que se me venga a la cabeza, hasta la mayor tontería. Si les dijera cosas así a mis amigos, enseguida empezarían a reírse de mí.
—¿Incluso Fazil?
—Fazil es distinto. Él se venga por mí de los que me tratan mal y sabe lo que pienso. Ahora habla tú un poco. El tipo nos está mirando.
—¿Qué tipo? —Ka miró a la multitud que se agolpaba detrás de los que estaban sentados: un hombre con cabeza de pera, dos jóvenes con granos, muchachos cejijuntos vestidos con ropa pobretona, todos estaban ahora vueltos hacia la escena y algunos se tambaleaban como si estuvieran borrachos.
—No soy el único que ha bebido esta noche —murmuró Ka.
—Ésos beben porque son desdichados —dijo Necip, Usted ha bebido para poder resistirse a la felicidad oculta que hay en su interior.
Mientras acababa la frase se mezcló de repente con la multitud. Ka no pudo estar seguro de haberle oído bien. Pero su mente estaba tan tranquila como si estuviera escuchando una música agradable, a pesar del estruendo de la sala.
Alguien le saludó con la mano, entre los espectadores había algunos asientos vacíos reservados a los «artistas» y un tramoyista de la compañía, entre amable y grosero, le sentó allí.
Años después vi en los vídeos que extraje de los archivos de la Televisión de Kars Fronteriza lo mismo que pudo ver Ka aquella noche en el escenario. Se estaba representando una pequeña «viñeta» que se burlaba de un anuncio de un banco, pero como Ka llevaba años sin ver la televisión en Turquía, no pudo comprender qué parte era sátira y qué imitación. Con todo, pudo deducir por la imitación exageradamente occidental del hombre que entraba en el banco para hacer un ingreso que se trataba de un amable esnob. En ciudades más pequeñas y remotas que Kars, en casas de té por las que no aparecían mujeres ni autoridades estatales, la brechtiana y bakhtiniana compañía de teatro de Sunay Zaim representaba aquella obrita con un acento mucho más indecente y la amabilidad del esnob que recogía su tarjeta de cajero automático se transformaba en una mariconada que hacía que el público se asfixiara de las carcajadas. En otra «viñeta» Ka se dio cuenta en el último momento de que el propio Sunay Zaim era el hombre bigotudo vestido de mujer que se echaba en el pelo champú y crema capilar Elidor. Sunay, tal y como hacía en remotas casas de té masculinas cuando quería tranquilizar a la airada y empobrecida audiencia con una «catarsis anticapitalista», por un lado soltaba palabrotas obscenas y por otro simulaba meterse por el ojete el largo bote de champú Elidor. Luego la mujer de Sunay, Funda Eser, al imitar un conocido anuncio de embutidos, sopesó un poco la tripa que tenía en la mano diciendo una alegría indecente «¿De caballo o de burro?» y se largó con del escenario sin llevarlo más allá.
Después apareció en escena Vural, el famoso portero de los sesenta, que continuó narrando cómo le habían metido once goles los ingleses en un partido de la selección en Estambul, mezclándolo con los amores que había vivido con famosas artistas y con los tongos que había amañado por aquellos días. La sonriente audiencia siguió atenta lo que contaba con un extraño placer masoquista y con el aire de divertirse con la miseria tan propio de los turcos.