14. ¿Cómo escribe poesía?

En la cena, sobre el amor, el cubrirse la cabeza y el suicidio

En la puerta del Teatro Nacional vieron una multitud esperando la «función» que habría de comenzar poco después. En las aceras y ante la puerta de aquel edificio de ciento diez años de antigüedad se habían reunido, a pesar de la nieve que caía sin cesar, desocupados, jóvenes que habían salido de sus residencias y sus casas con chaqueta y corbata y niños que se habían escapado de casa ya que por fin había algo con lo que poder divertirse. También había familias completas, niños incluidos. Por primera vez en Kars, Ka vio un paraguas negro abierto. Kadife sabía que también estaba programado que Ka leyera un poema, pero él zanjó la cuestión diciéndole que no pensaba ir y que, de todas maneras, no tenía tiempo.

Sintió que se le estaba viniendo un nuevo poema. Caminó a toda velocidad intentando no hablar hasta que llegaran al hotel. Con la excusa de arreglarse un poco antes de la cena, subió de inmediato a su habitación, se quitó el abrigo, se sentó ante la mesilla y escribió apresuradamente. Los temas principales del poema eran la amistad y las confidencias. La nieve, las estrellas, ciertos motivos de un alegre día especial y algunas frases que habían salido de boca de Kadife se introducían en el poema tal cual y Ka contemplaba cómo se iban alineando los versos uno debajo de otro con el placer y la emoción que le produciría ver un cuadro. Desarrolló ciertas cosas que había hablado con Kadife con una lógica oculta a la mente, y en el poema, titulado «La amistad de las estrellas», elaboró la idea de que cada ser humano tiene una estrella, cada estrella un amigo, de que a cada persona le corresponde otra por su estrella y de que cada cual lleva en el corazón a ese otro que le corresponde como si fuera alguien a quien pudiera confiarle todos sus secretos. El hecho de que le pareciera que aquí y allá faltaba algún verso o alguna palabra a pesar de que podía percibir en su interior la musicalidad y la perfección del poema como un todo, lo atribuiría después a que tenía la cabeza en la cena con İpek, a la que ya llegaba tarde, y a la extrema felicidad del momento.

Al terminar el poema cruzó a toda prisa el vestíbulo y entró en las habitaciones privadas de los propietarios del hotel. Allí se encontró a Turgut Bey ya sentado a la cabecera de una mesa dispuesta en medio de una amplia habitación de techo alto con sus hijas, Kadife e İpek, a ambos lados. En otra parte de la mesa había una tercera joven que se cubría la cabeza con un elegante pañuelo morado, gracias al cual Ka comprendió rápidamente que debía de ser Hande, la amiga de Kadife. Frente a ella vio al periodista Serdar Bey. Por el desorden y la extraña belleza de aquella mesa, alrededor de la cual el pequeño grupo de comensales parecía estar tan feliz de poder encontrarse reunido, y por los alegres y hábiles movimientos de Zahide, la camarera kurda, que entraba y salía a toda velocidad de la cocina que tenían detrás, Ka entendió de inmediato que Turgut Bey y sus hijas habían convertido en costumbre el estar sentados largo rato alrededor de aquella mesa.

—Me he pasado el día pensando en usted, preocupado por usted, ¿dónde estaba? —le preguntó Turgut Bey poniéndose en pie. De repente abrazó a Ka apretándose tanto contra él que éste pensó que se iba a echar a llorar—. Puede pasar algo malo en cualquier momento —añadió con un tono trágico.

Después de que se sentara en el lugar que le había señalado Turgut Bey, frente a él, en el otro extremo de la mesa, de que le metiera la cuchara ávidamente a la humeante sopa de lentejas que le sirvieron y de que los otros dos hombres de la mesa comenzaran a tomar raki, Ka pudo hacer por fin lo que estaba deseando cuando la atención del grupo se desvió de él hacia la pantalla de la televisión que tenía justo detrás y contempló a placer el hermoso rostro de İpek.

Sé exactamente cómo era la grandiosa felicidad sin límites que sentía en aquel momento porque más tarde la describió con todo detalle en su cuaderno: movía sin parar piernas y brazos como los niños felices y se agitaba impaciente como si poco después İpek y él tuvieran que tomar el tren que les llevaría a Frankfurt. Soñaba con que una luz muy parecida a la de la lámpara que iluminaba la desordenadísima mesa de trabajo de Turgut Bey, llena de libros, periódicos, libros de cuentas y facturas, en un futuro no muy lejano iluminaría la cara de İpek desde la lámpara de su propia mesa de trabajo en el pisito en el que vivirían juntos en Frankfurt.

Inmediatamente después vio que Kadife le estaba mirando. En el momento en que su mirada se cruzaba con la de Ka, le dio la impresión de que aparecía una expresión celosa en aquel rostro no tan hermoso como el de su hermana, pero Kadife logró ocultarla rápidamente con una sonrisa de complicidad.

Los comensales miraban de reojo de vez en cuando la televisión. Acababa de comenzar la retransmisión en directo de la velada desde el Teatro Nacional y un actor de la compañía, alto como un poste y a quien Ka había visto la primera noche bajando del autobús, estaba presentando el espectáculo inclinándose a izquierda y derecha cuando de repente Turgut Bey cambió la imagen con el mando a distancia que tenía en la mano. Miraron largo rato una imagen en blanco y negro borrosa y con puntos blancos que no se sabía qué era.

—Padre —dijo İpek—, ¿por qué estamos viendo esto?

—Aquí está nevando… —contestó su padre—. Por lo menos es una imagen correcta, una noticia verdadera. Y además sabes que me siento insultado en mi orgullo si vemos demasiado rato cualquier canal.

—Entonces apague la televisión, padre, por favor —dijo Kadife—. Estamos viviendo otras cosas que nos insultan el orgullo.

—Contádselo a nuestro invitado —dijo el padre avergonzado—. Me molesta que no lo sepa.

—A mí también —intervino Hande. Tenía unos airados ojos negros, extraordinariamente hermosos y grandes. Todos se callaron por un instante.

—Cuéntalo tú, Hande —dijo Kadife—. No hay nada de lo que avergonzarse.

—Al contrario, hay mucho de que avergonzarse y precisamente por eso quiero contarlo —respondió Hande. Por un momento su cara se iluminó con una extraña alegría—. Hoy hace cuarenta días del suicidio de nuestra amiga Teslime —dijo sonriendo como si recordara algo agradable—. De todas nosotras, Teslime era la más convencida en la lucha por la religión y por la palabra de Dios. Para ella el velo no sólo representaba su amor por Dios, sino que también era un signo de su fe y su honra. A nadie se le habría pasado por la cabeza que fuera a suicidarse. Los profesores en la escuela y su padre en casa la presionaban sin piedad para que se descubriera la cabeza, pero ella se resistía. Estaba a punto de que la expulsaran de la escuela, en la que llevaba tres años estudiando y que ya estaba terminando. Un día unos tipos de la Dirección de Seguridad le apretaron las tuercas a su padre, que tiene un colmado, y le dijeron: «Si tu hija no se descubre la cabeza y no va a clase, te cerraremos la tienda y además te echaremos de Kars». Después de aquello el hombre primero amenazó a Teslime con echarla de su casa y, como no le sirvió de nada, planeó casarla luego con un policía viudo que tenía cuarenta y cinco años. Incluso el policía comenzó a ir por el colmado llevando flores. A Teslime le daba tanto asco aquel hombre al que llamaba «el viejo de mirada metálica», que nos confesó que estaba dispuesta a descubrirse la cabeza antes que casarse con él, pero, por alguna extraña razón, no era capaz de ponerlo en práctica. Algunas de nosotras aprobamos su decisión si con eso lograba evitar la boda con el viejo de mirada metálica y otras le aconsejamos que amenazara a su padre con suicidarse. Ese consejo se lo di sobre todo yo porque no quería en absoluto que Teslime se descubriera. ¡Cuántas veces no le diría «Teslime, es mejor suicidarse que descubrirse»! Lo decía por decir. Pensábamos que las suicidas de las que hablaban los periódicos lo habían hecho por falta de fe, por su sometimiento a los bienes terrenales o por amores desesperados y que la idea del suicidio asustaría a su padre. No pensaba que existiera la menor posibilidad de que Teslime se suicidara porque era una muchacha con fe auténtica. Pero fui la primera en creérmelo cuando oí que se había colgado. Porque advertí de inmediato que de haber estado en el lugar de Teslime yo también me habría suicidado.

Hande comenzó a llorar. Todos guardaron silencio. İpek fue junto a ella y la besó y la acarició. Luego Kadife se unió a ella. Las jóvenes se abrazaban, Turgut Bey, con el mando a distancia en la mano, les dijo palabras dulces y todos juntos bromearon para que dejara de llorar. Turgut Bey le llamó la atención sobre las jirafas que habían aparecido en la pantalla como si distrajera a una niña pequeña y, lo que es más extraño, la misma Hande clavó sus ojos llorosos en el televisor como una niña dispuesta a que la distrajeran: todos contemplaron largo rato, prácticamente olvidándose de sus propias vidas, a una pareja de jirafas que avanzaba entre sombras, felices y contentas, como a cámara lenta, por un espacio arbolado en algún lugar muy lejano, quizá en el corazón de África.

—Después del suicidio de Teslime, Hande decidió descubrirse la cabeza y volver a la escuela para no disgustar más a sus padres —le dijo luego Kadife a Ka—. ¡Con qué dificultades la han criado en medio de la pobreza, como si fuera un hijo único! Sus padres siempre han soñado que su hija sabría salir adelante, Hande es muy inteligente —hablaba con una voz dulce, como si susurrara, pero lo bastante alto como para que Hande la oyera, y la joven de los ojos llorosos la escuchaba mirando la televisión como los demás—. Nosotras, las jóvenes que nos velamos, primero intentamos convencerla de que no abandonara nuestra lucha, pero cuando comprendimos que era mejor que se descubriera a que se suicidara, decidimos ayudarla. Es muy difícil que una joven que sabe que el pañuelo es una orden de Dios y que lo ha adoptado como bandera pueda luego quitárselo y mezclarse con la gente. Hande lleva días encerrada en casa intentando concentrarse para tomar la decisión.

Ka, como los demás, estaba abrumado por un sentimiento de culpabilidad, pero cuando su brazo rozó el de İpek se extendió por todo su interior una enorme alegría. Mientras Turgut Bey cambiaba de canal a toda velocidad, Ka, buscando aquella alegría, apoyó el brazo en el de İpek. Y cuando İpek hizo lo mismo, olvidó la tristeza de la mesa. En la pantalla apareció la función del Teatro Nacional. El hombre alto como un poste declaraba su orgullo por formar parte de la primera retransmisión en directo de la historia de Kars. Mientras leía el programa de la noche, entre fábulas, confesiones del portero de la selección nacional, secretos vergonzantes de nuestra historia política, escenas de Shakespeare y Víctor Hugo, confesiones y escándalos insospechados, nombres veteranos e inolvidables de la historia del cine y el teatro turcos, chistes, canciones y terribles sorpresas, Ka escuchó su propio nombre, presentado como «nuestro mayor poeta, que ha vuelto en silencio a nuestro país tras años de ausencia». Cogió la mano de İpek por debajo de la mesa.

—Por lo que he oído, no piensa ir allí esta noche —dijo Turgut Bey.

—Aquí estoy muy contento, muy contento, señor —dijo Ka apoyándose aún más en el brazo de İpek.

—La verdad es que no me gustaría amargarle su felicidad —dijo Hande y por un momento todos tuvieron miedo de ella—, pero esta noche he venido hasta aquí por usted. No he leído ninguno de sus libros pero me basta con que sea un poeta que ha ido nada menos que a Alemania y que ha visto mundo. Dígame, por favor, ¿ha escrito algún poema últimamente?

—Se me han venido muchos poemas en Kars.

—He pensado que quizá podría usted explicarme cómo concentrarme en un asunto. Dígame, por favor: ¿cómo escribe poesía? Concentrándose, ¿no?

Aquélla era la pregunta más frecuente que las mujeres le hacían a los poetas en las veladas poéticas que se organizaban para lectores turcos en Alemania, pero Ka, como le pasaba siempre, se sobrecogió como si se tratara de una pregunta muy personal.

—No sé cómo se escribe poesía —dijo—. El buen poema es como si viniera de fuera, de algún lugar lejano —vio que Hande le miraba suspicaz—. ¿Qué entiende por «concentrarse»? Explíquemelo, por favor.

—Me esfuerzo el día entero pero no logro que aparezca ante mis ojos lo que quiero ver, mi aspecto sin pañuelo. En su lugar aparecen cosas que preferiría olvidar.

—Por ejemplo, ¿qué?

—Cuando aumentó el número de jóvenes con velo, nos enviaron a una mujer de Ankara para convencernos de que nos descubriéramos. Esta «convencedora» estuvo hablando durante horas con nosotras en un cuarto, una por una. Nos hizo cientos de preguntas del tipo «¿Te pegan tus padres? ¿Cuántos hermanos sois? ¿Cuánto gana tu padre al mes? ¿Qué llevabas antes del velo? ¿Amas a Atatürk? ¿Qué tipo de cuadros hay en las paredes de tu casa? ¿Cuántas veces vas al cine al mes? ¿Crees que hombres y mujeres son iguales? ¿Es más importante Dios o el Estado? ¿Cuántos hijos te gustaría tener? ¿Han abusado de ti en tu familia?», escribía las respuestas en un papel y rellenaba formularios sobre nosotras. Llevaba la cabeza descubierta, el pelo teñido y los labios pintados, muy elegante, como salida de una revista de modas, pero, cómo lo diría, en realidad iba muy sencilla. Nos cayó muy bien a pesar de que sus preguntas nos hicieron llorar a algunas de nosotras… Algunas pensábamos «Ojalá no la manchen el fango y la suciedad de Kars». Luego empecé a soñar con ella, aunque al principio no le di importancia. Ahora, cada vez que intento imaginar que me descubro la cabeza, me suelto el pelo y me mezclo con la gente, siempre me veo como esa «convencedora». Yo también soy elegante como ella, aunque llevo zapatos de tacón más alto y vestidos más escotados que los suyos. Intereso a los hombres. Eso por una parte me gusta pero por otra me avergüenza.

—Hande, si no quieres, no cuentes qué es lo que te avergüenza —dijo Kadife.

—No, lo contaré. Porque me da vergüenza en mis sueños, pero no me avergüenzo de soñarlo. En realidad no creo que si me descubro la cabeza me vaya a convertir en una mujer lasciva que va provocando a los hombres. Porque me descubriré sin estar convencida de lo que hago. Pero sé que aunque una no crea en lo que hace, aunque piense que ni siquiera lo quiere, puede dejarse llevar por sentimientos sensuales. Hombres y mujeres pecamos en nuestros sueños con gente con la que creemos que nunca querríamos hacerlo en nuestra vida cotidiana. ¿Me equivoco?

—Basta ya, Hande —dijo Kadife.

—¿Me equivoco?

—Sí —Kadife se volvió a Ka—. Hace dos años Han-de iba a casarse con un guapo muchacho kurdo. Pero él se metió en política y lo mataron…

—Eso no tiene nada que ver con que no quiera descubrirme —dijo Hande enfadándose—. La razón es que, por mucho que me concentre, no puedo verme con la cabeza descubierta. Cada vez que pruebo a concentrarme, me convierto en mi imaginación en una extraña malvada como la «convencedora» o en una mujer lujuriosa. Si aunque sólo fuera una vez consiguiera imaginarme con la cabeza descubierta cruzando la puerta de la escuela, andando por los pasillos y entrando en clase, encontraría en mí misma la fuerza necesaria para hacerlo, si Dios quiere, y sería libre por fin. Porque entonces me habré descubierto la cabeza porque lo deseo y por propia voluntad y no porque me obligue la policía. Pero no puedo concentrarme en esa visión.

—No le des importancia y ya está —dijo Kadife—. Aunque te derrumbes, seguirás siendo nuestra querida Hande de siempre.

—No, no lo soy —contestó Hande—. En vuestro interior me acusáis y me despreciáis por haberme apartado de vosotras y por haber decidido descubrirme —se volvió hacia Ka—. A veces veo en mi imaginación a una muchacha que entra en la escuela con la cabeza descubierta, que avanza por los pasillos, que entra en esa clase que tanto echo de menos y recuerdo el olor de los pasillos y el ambiente cargado de la clase. Pero justo en ese momento la veo a través del cristal que separa la clase del pasillo y me echo a llorar porque me doy cuenta de que no me estoy viendo a mí sino a otra.

Todos creyeron que Hande iba a volver a llorar.

—Tampoco es que me dé tanto miedo ser otra —continuó—. Lo que temo es no poder volver a mi situación actual nunca más, incluso olvidarla. En realidad, por eso es por lo que una puede llegar a suicidarse —se volvió hacia Ka—. ¿Nunca ha querido suicidarse? —le preguntó con aire provocador.

—No, pero después de ver lo que pasa con las mujeres de Kars uno empieza a pensárselo.

—Para muchas jóvenes en nuestra situación el deseo de suicidarse significa ser dueñas de nuestro propio cuerpo. Por eso siempre se suicidan las jóvenes a las que engañan y pierden la virginidad o las mocitas a las que prometen en matrimonio con un hombre al que no quieren. Ven el suicidio como un deseo de inocencia y pureza. ¿No ha escrito ningún poema sobre el suicidio? —se volvió instintivamente hacia Ka.

—¿Estoy aburriendo demasiado a vuestro invitado? Muy bien, que me diga de dónde le «vienen» los poemas que se le han venido en Kars y le dejaré tranquilo.

—Cuando me viene la inspiración le doy gracias de todo corazón a quien me la envía porque soy feliz.

—¿Y ese alguien también es quien hace que se concentre en la poesía? ¿Quién es?

—Siento que es Él quien me envía la poesía a pesar de que no creo.

—¿No cree en Dios o en que sea Él quien le envía la poesía?

—Es Dios quien me la envía —dijo Ka con una súbita inspiración.

—Ha visto cómo está creciendo el movimiento religioso aquí —intervino Turgut Bey—. Quizá le hayan amenazado… Quizá tenga miedo y haya comenzado a creer en Dios.

—No, me sale de dentro —respondió Ka—. Quiero ser como todo el mundo aquí.

—Tiene miedo, ¡qué vergüenza!

—Sí, tengo miedo —gritó Ka al mismo tiempo. Y mucho.

Se puso en pie como si le estuvieran apuntando con una pistola. Aquel gesto inquietó al resto de los comensales. «¿Dónde?», gritó Turgut Bey como si él también notara un arma apuntándoles. «No tengo miedo, no me importa nada», dijo Hande para sí misma.

Pero ella, como los demás, también estaba mirando al rostro de Ka para intentar averiguar la dirección de la que procedía el peligro. Años después el periodista Serdar Bey me diría que en ese momento Ka tenía la cara blanca como la pared, pero que en lugar de tener la expresión de alguien enfermo de miedo o mareado, aparecía en su rostro la de alguien que ha encontrado una profunda felicidad en esta tierra. La camarera iría aún más allá e insistiría en que en la habitación apareció una luz y que todo quedó envuelto por una claridad. A partir de ese día, Ka, desde su punto de vista, se convirtió en un santo. Uno de los presentes dijo en ese momento «Se le ha venido un poema», y todos lo aceptaron con más emoción y temor que si se tratara de un arma que les apuntara.

Luego, cuando reflexionara por escrito en un cuaderno que llevaba sobre todo lo que había ocurrido, Ka compararía la tensión de la espera en la habitación con los momentos de espera temerosa de aquellas sesiones de espiritismo de las que fuimos testigos en nuestra infancia. Veinticinco años atrás, Ka y yo podíamos incorporarnos a las veladas que organizaba en su casa en una de las calles traseras de Nişantaşi la madre de un amigo nuestro, que se había quedado viuda a temprana edad y que estaba bastante gorda, por cierto, cuando dicho amigo nos introducía silenciosamente en el salón desde uno de los cuartos de atrás, sesiones en las que también participaban otras desdichadas amas de casa, un pianista con los dedos paralizados, una madura e histérica estrella del cine (siempre preguntábamos «¿Viene ella también?»), su hermana, que se desmayaba cada dos por tres, y un general jubilado que le tiraba los tejos a la madura estrella. En los momentos de tensa espera, alguien decía «¡Oh, espíritu, si estás aquí, manifiéstate!», se producía un largo silencio, luego se oía algún crujido indefinido, el chirrido de una silla, un gemido y a veces una grosera coz lanzada a una de las patas de la mesa y alguien decía atemorizado: «El espíritu ha venido». Pero Ka no parecía alguien que se hubiera encontrado con un espíritu; se dirigía directamente a la cocina y en su rostro había una expresión de felicidad.

—Ha bebido demasiado —dijo Turgut Bey—. Id a ayudarle.

Lo dijo como para que pareciera que él mismo había enviado a İpek, que corría junto a Ka. Éste se desplomó en una silla que había junto a la puerta de la cocina. Se sacó del bolsillo el cuaderno y el bolígrafo.

—No puedo escribir si están todos así, de pie, mirándome —dijo.

—Vamos a llevarte a una habitación de dentro —dijo İpek.

Siguió a İpek y, cruzando la cocina, en la que Zahide estaba vertiendo almíbar al dulce de pan y donde tan bien olía, llegaron a una habitación en penumbra.

—¿Puedes escribir aquí? —le preguntó İpek encendiendo la lámpara.

Ka vio un cuarto limpio con dos camas perfectamente hechas. Sobre la mesilla que ambas hermanas usaban a modo de mesa y cómoda vio también una colección sin pretensiones de botes de cremas, pinturas de labios, frasquitos de colonia, botellitas de aceite de almendras y licores, libros, un neceser de cremallera y una caja de chocolatinas suizas llena de cepillos, lápices, cuentas de cristal contra el mal de ojo, collares y pulseras. Se sentó en la cama que había junto a la congelada ventana.

—Sí, aquí puedo escribir —dijo—. Pero no me dejes.

—¿Por qué?

—No lo sé —dijo primero Ka, y luego añadió—: Tengo miedo.

Comenzó entonces a escribir el poema empezándolo por la descripción de una caja de chocolatinas que su tío le había traído de Suiza cuando era niño. Sobre la caja, como ocurría con las paredes de las casas de té de Kars, había un paisaje suizo. De acuerdo con las notas que más tarde tomaría Ka para comprender, clasificar y ordenar los poemas que «se le habían venido» en Kars, lo primero en salir de la caja del poema sería un reloj de juguete, que dos días más tarde sabría que era un recuerdo de la infancia de İpek. Ka pensaba decir algo sobre el tiempo de la niñez y el tiempo de la vida partiendo de aquel reloj…

—No quiero que te alejes de mí —le dijo a İpek—, porque estoy horriblemente enamorado de ti.

—Ni siquiera me conoces —respondió İpek.

—Hay dos tipos de hombres —dijo Ka con tono pedagógico—. Los primeros, antes de enamorarse, tienen que saber cómo la mujer se come un bocadillo, cómo se peina, qué tonterías le preocupan, por qué se enfada con su padre y todas las historias y leyendas que se cuentan sobre ella. Los segundos, y yo soy de ésos, necesitan saber muy poco para poder enamorarse.

—O sea, ¿que estás enamorado de mí porque no me conoces? ¿De verdad crees que eso es amor?

—Así es el amor por el que uno lo daría todo —contestó Ka.

—Y tu amor por mí se acabará cuando sepas la manera en que como bocadillos y lo que me preocupa.

—Pero por entonces nuestra intimidad será más profunda y se habrá convertido en un deseo que envolverá nuestros cuerpos, en una felicidad y en unos recuerdos comunes que nos unirán aún más.

—No te levantes, quédate ahí sentado en la cama —dijo İpek—. No me beso con nadie mientras mi padre esté bajo el mismo techo —al principio no se opuso a los besos de Ka pero luego le empujó—. No me gusta cuando mi padre está en casa.

Ka la besó en la boca a la fuerza una vez más y por fin se sentó a un lado de la cama.

—Tenemos que casarnos cuanto antes y huir juntos de aquí. ¿Sabes lo felices que seremos en Frankfurt?

Se produjo un silencio.

—¿Cómo puedes enamorarte de mí cuando no me conoces en absoluto?

—Porque eres hermosa… Porque me imagino que seremos felices juntos… Porque puedo decírtelo todo sin avergonzarme. Me imagino continuamente que hacemos el amor.

—¿Qué hacías en Alemania?

—Estaba demasiado ocupado con los poemas que era incapaz de escribir y me la meneaba sin parar… La soledad es un problema de orgullo; uno se sumerge vanidosamente en su propio olor. El problema del verdadero poeta es siempre el mismo. Si es feliz durante mucho tiempo se vuelve vulgar. Si es infeliz durante mucho tiempo es incapaz de encontrar en sí mismo la fuerza que mantiene viva la poesía… La felicidad y la auténtica poesía sólo cohabitan durante un breve plazo. Un tiempo después, o la felicidad vulgariza al poeta y la poesía, o la auténtica poesía imposibilita la felicidad. Ahora me da mucho miedo regresar a Frankfurt y ser infeliz.

—Quédate en Estambul —le dijo İpek.

Ka la miró con atención. «¿Quieres vivir en Estambul?», susurró. En ese momento deseaba profundamente que İpek le pidiera algo. Ella lo notó:

—No quiero nada —dijo.

Ka notaba que iba demasiado deprisa. Pero también notaba que sólo podría quedarse muy poco tiempo en Kars, que, sin que pasara mucho, allí no podría respirar y que no tenía otra salida que darse prisa. Prestaron atención a un coche de caballos que pasaba por delante de la ventana aplastando la nieve y de cuyo interior surgían voces imprecisas. İpek permanecía de pie en el umbral de la puerta sacando absorta los pelos enganchados en el cepillo que sostenía en la mano.

—Aquí todo es tan pobre y tan triste que a la gente, como te pasa a ti, se le olvida incluso lo que es pedir algo —dijo Ka—. La gente aquí sólo puede soñar, no con vivir, sino con morir… ¿Vas a venir conmigo? —İpek no le contestó—. Si vas a darme una mala respuesta, mejor que no me digas nada.

—No sé —dijo İpek mirando el cepillo—. Nos están esperando ahí dentro.

—Ahí dentro lo que están es tramando algo, lo noto, pero no sé lo que es —dijo Ka—. Cuéntamelo tú.

Se cortó la electricidad. Como İpek no se movió, Ka quiso abrazarla, pero le envolvía el miedo a regresar completamente solo a Alemania, así que él tampoco se movió.

—No puedes escribir un poema a oscuras —dijo İpek—. Vámonos.

—Para quererme, ¿qué es lo que más te gustaría que hiciera?

—Ser tú mismo —contestó İpek. Se puso en pie y salió de la habitación.

Ka estaba tan feliz de estar allí sentado que sólo se levantó a duras penas. Se sentó por un instante en la fría habitación anterior a la cocina y allí, a la luz temblorosa de una vela, escribió en el cuaderno verde el poema que tenía en la mente, titulado «La caja de chocolatinas».

Cuando se puso en pie estaba detrás de İpek, pero en cuanto se movió para abrazarla y hundir la cara en su pelo, todo lo que tenía en la cabeza se confundió de repente como si estuviera a oscuras.

A la luz de la vela de la cocina Ka vio que İpek y Kadife se abrazaban. Se abrazaban rodeándose el cuello con los brazos, como amantes.

—Padre me ha mandado para que viera cómo estabais —dijo Kadife.

—Muy bien, cariño.

—¿Ha escrito algún poema?

—Sí —dijo Ka saliendo de la oscuridad—. Pero ahora me gustaría ayudaros.

Entró en la cocina y no pudo ver a nadie a la luz temblorosa de la vela. En un abrir y cerrar de ojos llenó un vaso de raki y se lo bebió sin añadirle agua. Luego se puso un vaso de agua porque se le habían saltado las lágrimas.

Al salir de la cocina se encontró por un instante en una oscuridad siniestra, negra como la pez. Vio la mesa de comedor iluminada por una vela y se dirigió hacia ella. Los comensales se volvieron hacia Ka junto con las enormes sombras de la pared.

—¿Ha podido escribir algún poema? —le preguntó Turgut Bey. Antes había estado unos instantes en silencio como pretendiendo que no estaba preocupado por Ka.

—Sí.

—Enhorabuena —le colocó en la mano a Ka un vaso de raki y se lo llenó—. ¿Sobre qué?

—Aquí, hable con quien hable, a todo el mundo le doy la razón. El miedo que mientras estaba en Alemania se paseaba fuera, por las calles, ahora lo tengo dentro.

—Le comprendo perfectamente —comentó Hande con aires de sabelotodo.

Ka le sonrió agradecido. «No te descubras la cabeza, bonita», le apeteció decirle.

—Si me está diciendo que creía en Dios cuando visitó al señor jeque porque él cree a cualquiera con quien hable, permítame que le haga una corrección: ¡el señor jeque no es el representante de Dios en Kars! —dijo Turgut Bey.

—¿Y quién representa a Dios aquí? —se le opuso Han— de insolente.

Pero Turgut Bey no se enfadó con ella. Era cabezota y discutidor, pero tenía el corazón tan blando como para no poder ser un ateo implacable. Ka notó que Turgut Bey, de la misma manera que se preocupaba por la felicidad de sus hijas, temía que se desintegraran y desaparecieran las costumbres que formaban su mundo. No era una inquietud política, sino la de un hombre cuyo único entretenimiento en la vida es discutir todas las noches durante horas con sus hijas y sus invitados sobre política y sobre la existencia o no de Dios y que teme perder su lugar a la cabecera de la mesa.

Volvió la luz y la habitación se iluminó de repente. En la ciudad la gente se había acostumbrado tanto a que la luz fuera y viniera, que nadie lanzaba gritos de alegría cuando volvía como pasaba en Estambul cuando Ka era niño, nadie decía «Ay, Dios, mira a ver no se haya estropeado la lavadora», ni a nadie le poseía el alegre nerviosismo del ya voy yo a soplar las velas, todos se comportaban como si no pasara nada. Turgut Bey encendió la televisión y empezó a pasar canales con el mando a distancia. Ka les susurró a las jóvenes que Kars era un sitio extraordinariamente silencioso.

—Porque aquí nos da miedo hasta nuestra propia voz —dijo Hande.

—Es el silencio de la nieve —dijo İpek.

Durante largo rato todos estuvieron viendo la televisión, cuyos canales iban cambiando lentamente, con una sensación de derrota. Con la mano de İpek entrelazada en la suya por debajo de la mesa, Ka pensó que podría pasarse feliz la vida allí, dormitando en algún trabajillo durante el día y por la tarde viendo la televisión, a la que le habría puesto una antena parabólica, cogido de la mano de aquella mujer.