13. No discuto de mi religión con un ateo

Un paseo bajo la nieve con Kadife

En ese momento entraba en el local. Llevaba una gabardina morada, unas gafas negras que le hacían parecerse a un personaje de ciencia ficción y en la cabeza un pañuelo sin ninguna característica especial que se parecía, más que al que se había convertido en el símbolo del islam político, a cualquiera de los muchos que desde su infancia Ka había visto que llevaban miles de mujeres. Cuando Ka se dio cuenta de que la joven se dirigía hacia él se levantó como el alumno que se pone en pie cuando entra en clase el maestro.

—Soy Kadife, la hermana de İpek —dijo ella sonriendo levemente—. Todos le esperamos para cenar. Mi padre me ha pedido que le acompañara.

—¿Cómo ha sabido que estaba aquí? —le preguntó Ka.

—En Kars todo el mundo está al tanto de todo en todo momento —dijo Kadife sin sonreír lo más mínimo—. Basta con que suceda en Kars.

En su cara apareció una expresión de amargura que Ka no llegó a comprender. Le presentó a Necip llamándole «Un amigo poeta y novelista». Se miraron de arriba abajo pero no se estrecharon la mano. Ka lo interpretó como una señal de tensión. Mucho después, cuando intentara encajar los hechos, sacaría la conclusión de que dos islamistas nunca se estrechan la mano por «el debido decoro». Necip, con el rostro palidísimo, miraba a Hicran como si viniera del espacio exterior, pero los gestos y las posturas de Hicran eran tan normales que ninguno de los componentes de la multitud de hombres que llenaban el café se volvió ni siquiera a mirarla. Tampoco es que fuera tan bella como su hermana mayor.

Con todo, Ka se sintió muy feliz caminando con ella bajo la nieve por la avenida Atatürk. La encontraba atractiva porque podía hablarle cómodamente mirándole a la sencilla y limpia cara enmarcada por el pañuelo, no tan bonita como la de su hermana, y al fondo de sus ojos castaños, ésos sí como los de su hermana, y desde ese momento pensó que le estaba siendo infiel a İpek.

Primero hablaron de meteorología de una manera que Ka no se hubiera esperado. Kadife estaba al tanto de detalles que sólo pueden saber los ancianos que se pasan el día escuchando las noticias de la radio con la esperanza de llenar el día con algo. Le contó que la ola de frío provocada por una zona de bajas presiones proveniente de Siberia aún duraría dos días, que no podrían abrir las carreteras en otros dos días más si seguía nevando así, que en Sarikamiş la nieve había alcanzado una altura de ciento sesenta centímetros, que los habitantes de Kars no creían en la meteorología y que el rumor más extendido era que las autoridades siempre anunciaban unas temperaturas cinco o seis grados superiores a las reales para no hundirles la moral (pero que Ka no debía comentarlo con nadie). Cuando eran niñas, en Estambul, İpek y ella siempre habían querido que nevara más: la nieve despertaba en ella la sensación de la brevedad y la belleza de la vida y le hacía sentir que en realidad las personas se parecían a pesar de todas sus enemistades y que el universo y el tiempo eran muy vastos mientras que el mundo de los humanos era demasiado angosto. Por eso cuando nevaba las gentes se aproximaban unas a otras. Era como si la nieve cayera sobre todas las enemistades, sobre todos los enojos y furores, y les acercara.

Callaron un rato. No se cruzaron con nadie mientras caminaban en silencio por la calle Cengiz Topel, que tenía todas las tiendas cerradas. Ka sintió que caminar bajo la nieve con Kadife le inquietaba tanto como le agradaba. Clavó la mirada en las luces de un escaparate al fondo de la calle: era como si temiera que si se volvía hacia Kadife y la miraba más a la cara también se enamoraría de ella. ¿Estaba enamorado de su hermana mayor? Sabía que tenía en su corazón un deseo racional de caer enloquecidamente enamorado de ella. Cuando llegaron al final de la calle vio a toda la compañía de teatro, incluyendo a Sunay Zaim, veinte minutos antes de que empezara la representación, bebiendo con un ansia tal que parecía que estuvieran tomando los últimos tragos de sus vidas, tras el cristal iluminado de la pequeña y estrecha cervecería Alegría, sobre el que había una nota en papel de cuaderno en la que habían escrito «Debido a la función teatral de esta noche, ha sido pospuesta la reunión con el señor Zihni Sevük, candidato del Partido País Libre».

Al ver entre la propaganda electoral del escaparate de la cervecería el cartel «El Ser Humano es una Obra Maestra de Dios y el Suicidio una Blasfemia» impreso en papel amarillo, Ka le preguntó a Kadife qué opinaba del suicidio de Teslime.

—Ya tienes lo suficiente como para convertir lo de Teslime en una historia interesante para los periódicos de Estambul, o de Alemania —dijo Kadife con una ligera irritación.

—Estoy empezando a conocer Kars —dijo Ka—. Y según la voy conociendo me da la impresión de que no podré contarle a nadie de fuera lo que ocurre aquí. Te hacen llorar la fragilidad de la vida humana y la inutilidad del sufrimiento.

—Sólo los ateos que no han sufrido nunca piensan en la inutilidad del sufrimiento —respondió Kadife—. Porque incluso los ateos que han sufrido aunque sólo sea un poco acaban por no soportar mucho tiempo la falta de fe y al final vuelven a creer.

—Pero Teslime murió como una incrédula al poner fin a sus sufrimientos suicidándose —replicó Ka con la testarudez que le proporcionaba la bebida.

—Sí, si Teslime ha muerto suicidándose, eso quiere decir que ha muerto cometiendo un pecado. Porque la vigésima novena aleya de la azora de Las Mujeres prohíbe expresamente el suicidio. Pero el que nuestra amiga se haya suicidado y haya pecado no significa que disminuya el profundo cariño, casi el amor, que sentimos por ella en nuestros corazones.

—¿Me estás diciendo que podemos seguir queriendo en nuestros corazones a una desdichada que ha hecho algo que condena la religión? —dijo Ka intentando arrastrar a su terreno a Kadife—. ¿Quieres decir que ya no creemos en Dios con el corazón sino con la lógica, como esos occidentales que no lo necesitan?

—El Sagrado Corán es la palabra de Dios y sus mandatos, claros y terminantes, no son cosas que nosotros sus siervos podamos discutir —respondió Kadife con gran confianza en sí misma—. Eso no quiere decir que nuestra religión no tenga nada discutible, por supuesto. Pero yo no quiero discutir de mi religión, no ya con un ateo, ni siquiera con un laico, así que, si me disculpa…

—Tiene razón.

—Tampoco soy de esos islamistas pelotilleros que intentan explicarle a los laicos que el islam es una religión laica —añadió Kadife.

—Tiene razón.

—Es la segunda vez que me da la razón, pero dudo que lo crea de verdad —dijo Kadife sonriendo.

—Vuelve a tener razón —le contestó Ka sin sonreír.

Caminaron un rato en silencio. ¿Podría enamorarse de ella en lugar de su hermana? Ka sabía perfectamente que no podría sentir atracción sexual por una mujer que se cubriera la cabeza, pero no fue capaz de impedir el juguetear por un instante con aquel pensamiento secreto.

Cuando salieron a la multitud de la calle Karada, llevó la conversación primero a la poesía y luego, con una transición bastante torpe, añadió que Necip también era poeta y le preguntó si tenía noticia de que en el Instituto de Imanes y Predicadores tenía bastantes admiradores que la adoraban bajo el nombre de Hicran.

—¿Con qué nombre?

Ka le resumió las otras historias que le habían contado sobre Hicran.

—Nada de eso es cierto —dijo Kadife—. No les he oído nada parecido a los estudiantes del instituto que conozco. Pero sí había oído ames la historia del champú —dijo sonriendo unos pasos más allá. Le recordó a Ka que el primero en sugerir que las jóvenes que se cubrían se afeitaran la cabeza había sido un adinerado y odiado periodista de Estambul para atraer la atención de los medios de comunicación occidentales, y para demostrarle de dónde procedía el que se lo hubieran atribuido a ella, añadió—: Sólo hay una cosa cierta en esta historia: sí, en mi primera visita a esas compañeras a las que llaman empañoladas fui con la intención de burlarme de ellas. También tenía cierta curiosidad. Muy bien: fui a verlas con una curiosidad sarcástica.

—¿Y qué pasó luego?

—Vine a Kars porque mi puntuación en el examen de ingreso sólo me daba para la Escuela de Magisterio y, además, mi hermana estaba ya aquí. En fin, aquellas chicas eran mis compañeras de clase y, aunque no seas creyente, vas a sus casas si te invitan. Incluso con mi punto de vista de entonces, me di cuenta de que tenían razón. Así era como las habían criado sus padres. Hasta el Estado las había apoyado dándoles clases de religión. Pero ahora, a las mismas chicas a las que llevaban años diciéndoles «Tapaos el pelo» les decían «Descubríos la cabeza, así lo quiere el Estado». Y un día yo, sólo por solidaridad política, me cubrí la cabeza. Por una parte me daba miedo lo que había hecho y por otra me daba risa. Quizá porque no olvidaba que era hija de mi padre, ese ateo opuesto eternamente a las autoridades. Mientras iba para allá, estaba absolutamente convencida de que aquello sería cosa de un día: un bonito recuerdo político del que años después me acordaría como si fuera una broma, un «gesto de libertad». Pero las autoridades, la policía y los periódicos de aquí se me echaron encima de tal manera que desapareció la parte irónica, «ligera», del asunto y ya no pude escapar. Nos detuvieron con la excusa de que nos habíamos manifestado sin permiso. Si al día siguiente, cuando salí del calabozo, hubiera dicho: «Lo dejo, la verdad es que nunca he creído», toda Kars me habría escupido a la cara. Ahora sé que fue Dios quien me envió toda aquella presión para ayudarme a encontrar el buen camino. En tiempos yo era atea, como tú, no me mires así, me da la impresión de que te doy pena.

—No te estoy mirando de ninguna manera.

—Sí que lo haces. No me siento más ridícula que tú. Pero tampoco me siento superior a ti, que lo sepas.

—¿Y qué dice tu padre de todo esto?

—Nos apañamos. Pero la situación va llegando a un punto en que no nos apañaremos más y nos da miedo porque nos queremos mucho. Al principio mi padre estaba muy orgulloso de mí, el día que me cubrí la cabeza y fui así a la escuela me trató como si aquello fuera una forma muy especial de rebelión. Se puso a mi lado para contemplar en el espejo con marco de latón de mi madre cómo me quedaba el pañuelo en la cabeza y mientras estábamos ante el espejo me dio un beso. A pesar de que no nos habláramos mucho, había algo seguro: lo que yo estaba haciendo le merecía respeto no porque fuera parte de un movimiento islamista, sino porque era una acción contra las autoridades. Mi padre tenía ese aspecto de «así debe ser una hija mía», pero en secreto él tenía tanto miedo como yo. Sé que lo tuvo y que se arrepintió de haberme dado ánimos cuando nos encerraron. Insistía en que aquello no tenía que ver conmigo y que la policía política seguía empeñada en ir detrás de él. Que a los agentes del SIN, que en tiempos habían fichado sin parar a todos los izquierdistas y demócratas de por aquí, ahora les había dado por hacer listas de los religiosos, que no tenía nada de raro que hubieran comenzado por la hija de un veterano y demás. Todo aquello me hacía difícil volverme atrás, y mi padre se veía obligado a apoyarme en cada paso que yo diera, pero todo era cada vez más complicado. Es como esos viejos que, aunque sus oídos los oigan, no se enteran de ciertos ruidos de la casa, de los chasquidos de la estufa, del refunfuñar interminable de sus mujeres sobre ciertos asuntos, del crujido de las bisagras de la puerta: ahora mi padre hace lo mismo en lo que respecta a mi lucha junto a las que se cubren la cabeza. Consigue su venganza haciéndose el ateo canalla cuando alguna viene a casa, pero siempre acaba coqueteando con ellas como si fueran compañeros en la oposición al Estado. Y yo organizo reuniones en casa porque veo en ellas una madurez que les permite replicar a mi padre sin quedar por debajo. Esta noche vendrá una de ellas, Hande. Hande decidió descubrirse la cabeza por la presión de su familia después del suicidio de Teslime, pero no ha puesto en práctica su decisión. Mi padre a veces dice que todo esto le recuerda sus viejos días de comunista. Había dos tipos de comunistas: los engreídos que se metían en eso para educar al pueblo y desarrollar el país, y los inocentes que lo hacían por una cierta idea de la justicia y de la igualdad. A los engreídos les gustaba el poder, daban consejos a todo el mundo y no podía esperarse nada bueno de ellos. Los inocentes sólo se hacían daño a sí mismos, pero en realidad eso era lo único que pretendían. Queriendo compartir el sufrimiento de los pobres por su sentimiento de culpabilidad, sólo conseguían vivir peor ellos. Mi padre era profesor, lo expulsaron del funcionariado, lo torturaron y le arrancaron una uña, lo metieron en la cárcel. Durante años llevó una papelería con mi madre; ha hecho fotocopias, en ocasiones ha traducido alguna novela del francés y ha habido momentos en que ha ido de puerta en puerta vendiendo enciclopedias a plazos. Los días en que éramos muy desgraciados o en que estábamos de veras en la miseria, o a veces de repente, sin motivo, nos abrazaba y lloraba. Le da mucho miedo que nos pueda pasar algo malo. Empezó a tenerlo cuando la policía llegó al hotel después de que dispararan al director de la Escuela de Magisterio. Y eso aunque protestó porque habían venido. Ha llegado a mis oídos que ha ido usted a ver a Azul. No se lo cuente a mi padre.

—No le diré nada —contestó Ka. Se detuvo y se sacudió la nieve que le había caído encima—. ¿No íbamos por ahí, al hotel?

—También podemos ir por aquí. Ni amaina la nevada ni se nos acaban las cosas de las que tenemos que hablar. Y quiero enseñarle el barrio de los Carniceros. ¿Qué quería Azul de usted?

—Nada.

—¿Nos mencionó a nosotros, a mi padre, a mi hermana?

Ka vio en el rostro de Kadife una expresión preocupada.

—No me acuerdo —respondió.

—Todo el mundo le teme. Nosotros también. Todos estos establecimientos son carnicerías famosas de aquí.

—¿Cómo pasa el día su padre? —le preguntó Ka— ¿Sale alguna vez del hotel, de su casa?

—Él dirige el hotel. Les da órdenes a todos, a la gobernanta, a las limpiadoras, a las lavanderas, a los botones. Mi hermana y yo le echamos una mano. Mi padre sale muy poco. ¿De qué signo del zodíaco es usted?

—Géminis —contestó Ka—. Dicen que los géminis son muy mentirosos, pero la verdad es que no sé.

—¿No sabe si son mentirosos o no sabe si ha mentido usted alguna vez?

—Si cree en las estrellas, debería ser capaz de deducir por algo que hoy ha sido un día muy especial para mí.

—Sí, me lo ha contado mi hermana. Hoy ha escrito un poema.

—¿Su hermana se lo cuenta todo?

—Aquí sólo tenemos dos formas de entretenemos. Contárnoslo todo o ver la televisión. También hablamos viendo la televisión y vemos la televisión mientras hablamos. Mi hermana es muy bonita, ¿verdad?

—Sí, muy bonita —dijo Ka con respeto—. Pero usted también lo es —añadió educadamente—. ¿Ahora también le va a contar esto?

—No, no se lo diré —respondió Kadife—. Que sea un secreto que quede entre nosotros. El mejor comienzo para una buena amistad es compartir un secreto.

Se sacudió la nieve que se acumulaba sobre su larga gabardina morada.