La historia de Necip e Hicran
Mientras regresaba bajo la nieve al hotel desde el cenobio del jeque, Ka pensaba en que poco después volvería a ver a İpek. Cuando pasaba por la calle Halitpaşa, primero se vio envuelto por un grupo de gente de la campaña electoral del Partido del Pueblo y luego por estudiantes de un curso preparatorio para el examen de ingreso a la universidad: estos últimos hablaban de lo que iban a ver aquella noche en la televisión, de lo estúpido que era el de Química y se incordiaban sin piedad tal y como Ka y yo hacíamos a su edad. En la puerta de un edificio vio a unos padres que llevaban de la mano a una niña pequeña que salía con lágrimas en los ojos de la consulta del dentista de arriba. Por su ropa comprendió de inmediato que se ganaban la vida a duras penas pero que habían llevado a la niña de sus ojos a un médico privado en lugar de a un dispensario público porque creían que le haría menos daño. A través de la puerta abierta de una tienda que vendía medias, carretes de hilo, lápices de colores, pilas y casetes, oyó Roberta, una canción de Pepino di Capri que escuchaba en la radio en su niñez cuando iba a pasear por el Bósforo las mañanas de invierno en el coche de su tío, y tomando la sensiblería que se elevaba en su interior por un nuevo poema que se le venía a la cabeza, entró en la primera casa de té que se le apareció, se sentó en la primera mesa que encontró y sacó la pluma y el cuaderno.
Después de mirar un rato la página en blanco con los ojos húmedos y con la pluma en la mano, Ka comprendió que no se le iba a venir ningún poema, pero eso no arruinó su optimismo. En las paredes de aquella casa de té llena a rebosar de parados y estudiantes vio, aparte de paisajes suizos, carteles de teatro, caricaturas y noticias recortadas de periódicos, una circular anunciando los requisitos para presentarse a unas oposiciones y el calendario de los partidos de aquella temporada del Karssport. Los resultados de los partidos, que en su mayoría habían terminado en derrota, estaban marcados con diversos bolígrafos y junto al partido con el Erzurumsport, que había acabado en 6-1, alguien había escrito estos versos, que al día siguiente Ka incorporaría tal cual en su poema «Toda la humanidad y las estrellas», que compondría sentado en la casa de té Los Hermanos Afortunados:
Aunque nuestra madre vuelva del Cielo y nos coja en brazos,
Aunque nuestro padre infiel la deje sin paliza por una noche,
¡No sirve de nada, se te hiela la mierda, se te seca el alma! ¡No hay esperanza!
Mejor que te tires por el retrete si llegas a caer en la ciudad de Kars.
Mientras anotaba en su cuaderno aquellos cuatro versos con un optimismo burlón, Necip se le acercó desde una de las mesas de atrás con una expresión de alegría que Ka jamás habría imaginado en su cara y se sentó a su lado.
—Me alegro mucho de verte —dijo Necip—. ¿Estás escribiendo poesía? Te pido disculpas porque mis amigos te llamaran ateo. Era la primera vez en su vida que veían uno. Pero la verdad es que tú no puedes ser ateo porque eres muy buena persona —también le habló de otras cosas a las que, al principio, Ka no les vio la menor relación: que él y sus amigos se habían escapado de la residencia para ir esa noche a la función teatral pero que se sentarían en las filas de atrás porque por supuesto no querían que el director les «identificara» durante la retransmisión en directo. Estaba muy contento de haberse fugado. Se encontraría con sus amigos en el Teatro Nacional. Sabían que Ka leería allí un poema. En Kars todo el mundo escribía poesía, pero Ka era el primer poeta que había conocido en su vida que hubiera publicado sus poemas. ¿Podía invitarle a un té? Ka le contestó que tenía prisa.
—Entonces tengo algo que preguntarte, una sola pregunta, la última —dijo Necip—. Mi intención no es faltarte al respeto, como mis amigos. Tengo mucha curiosidad.
—Bien.
Primero encendió un cigarrillo con manos nerviosas:
—Si Dios no existe, eso quiere decir que no hay Paraíso. Y si es así, millones de personas que se pasan la vida entre carencias, pobreza y opresión ni siquiera pueden ir al Cielo. Entonces, ¿qué significado tiene todo el sufrimiento de los pobres? ¿Para qué vivimos y para qué sufrimos en vano?
—Dios existe, y el Paraíso también.
—No, me lo dices para consolarme, porque te damos pena. En cuanto regreses a Alemania volverás a pensar que Dios no existe, como antes.
—Soy muy feliz por primera vez en años —replicó Ka—. ¿Por qué no iba a creer en lo mismo que tú?
—Porque eres un señorito de Estambul. Ellos no creen en Dios. Se ven superiores a los demás porque creen en lo que creen los europeos.
—Quizá fuera un señorito en Estambul —contestó Ka—. Pero en Alemania era un pobre hombre por el que nadie daba un pimiento. Allí estaba machacado.
Al ver la mirada introspectiva de los hermosos ojos de Necip, Ka comprendió que el joven estaba repasando en su mente su situación particular examinándola a fondo.
—Entonces, ¿por qué hiciste enfadar a las autoridades y huiste a Alemania? —dijo, y al ver que aquello había entristecido a Ka, añadió—: ¡Da igual! De todas formas, si yo fuera rico, me daría tanta vergüenza que creería todavía más en Dios.
—Si Dios quiere, un día todos seremos ricos —dijo Ka.
—Nada es tan simple como tú piensas que yo creo. Tampoco yo soy tan simple ni quiero ser rico. Quiero ser poeta, escritor. Estoy escribiendo una novela de ciencia ficción. Puede que se publique en uno de los periódicos de Kars, quizá en Lanza, pero yo no quiero que se publique en un periódico que vende setenta y cinco ejemplares sino en uno de esos periódicos de Estambul que tiran miles. Tengo conmigo el resumen de la novela. Si te lo leo, ¿puedes decirme si es publicable en Estambul?
Ka miró el reloj.
—Pero sé breve.
Justo en ese momento se cortó la electricidad y toda Kars se sumió en la oscuridad. Necip corrió a la luz del fogón hasta el mostrador, cogió una vela, la encendió, vertió unas gotas de cera en un platillo, pegó la vela y la colocó en la mesa. Leyó los arrugados papeles que se sacó del bolsillo con voz temblorosa y tragando emocionado de vez en cuando.
En el año 3579 los habitantes del planeta Gazzali, hoy todavía por descubrir, eran muy ricos y su vida era mucho más cómoda que la que vivimos hoy, pero, a pesar de lo que creen los materialistas, no habían renunciado a los valores morales con la excusa del «ya somos ricos». Al contrario, a todos les interesaban temas como el ser y la nada, las relaciones entre la humanidad y el universo y entre Dios y sus criaturas. Por esa razón, en el rincón más remoto de aquel planeta rojo, se estableció un Instituto de Ciencias y Oratoria Islámicas que sólo aceptaba a los alumnos más brillantes y trabajadores. En aquel instituto había dos amigos del alma: aquellos dos íntimos camaradas se habían puesto como sobrenombres Necip y Fazil inspirándose en aquel Necip Fazil cuyos libros sobre la cuestión Oriente-Occidente, escritos mil seiscientos años atrás pero que resultaban igual de válidos, leían con admiración; leían El Gran Oriente, la gran obra del gran maestro una y otra vez, y por las noches se reunían en secreto en la litera de Fazil, la más alta, se recostaban uno junto al otro debajo del edredón, contemplaban los copos de nieve azul que desaparecían al caer en el techo de cristal comparando cada uno de ellos con un planeta y se susurraban al oído sus ideas sobre el sentido de la vida y sobre lo que harían en el futuro.
Aquella amistad pura, que los de corazón malvado pretendían mancillar con chistes envidiosos, se ensombreció un día. Ambos se enamoraron al mismo tiempo de una doncella llamada Hicran, que iluminaba aquella remota ciudad. Ni el enterarse de que el padre de Hicran era ateo les libró de aquel amor desesperado, al contrario, avivó su pasión. Y así comprendieron con toda su alma que uno de ambos sobraba en aquel planeta rojo, que uno de los dos tenía que morir; pero antes se hicieron esta promesa: el que muriera volvería del más allá tiempo después, aunque estuviese a muchos años luz, y le explicaría al que quedaba en este mundo aquello por lo que más curiosidad sentían, cómo era la vida después de la muerte.
No podían decidir quién iba a morir y cómo porque ambos sabían que la mayor dicha era sacrificarse por la felicidad del otro. Si uno, por ejemplo Fazil, proponía que metieran al mismo tiempo los dedos desnudos en sendos enchufes, Necip descubría de inmediato que aquello era una astuta trampa que Fazil había encontrado para sacrificarse puesto que el enchufe de su lado tenía poca corriente. Aquella indecisión, que les hizo sufrir enormemente durante meses, acabó de repente una noche: al regresar de sus clases nocturnas, Necip se encontró el cadáver de su querido amigo despiadadamente acribillado en su litera.
Al año siguiente Necip se casó con Hicran y en la noche de bodas le explicó el acuerdo al que había llegado con su amigo y que un día regresaría el fantasma de Fazil. E Hicran le confesó que ella en realidad había estado enamorada de Fazil, que había llorado durante días su muerte hasta que los ojos se le inyectaron en sangre y que se había casado con él porque se parecía a Fazil. Así pues no hicieron el amor y se prohibieron amarse hasta que Fazil regresara del otro mundo.
Pero con el paso de los años empezaron a desearse violentamente, primero con las almas y luego con los cuerpos. Una noche en que habían sido teletransportados a la Tierra para un experimento en la pequeña ciudad de Kars, no pudieron contenerse e hicieron el amor enloquecidamente. Fue como si hubieran olvidado a Fazil, lo que la conciencia les remordía como un dolor de muelas. En sus corazones ahora sólo había aquel creciente sentimiento de culpabilidad y les dio miedo. En un momento ambos se incorporaron en la cama creyendo que les ahogaría aquella extraña sensación mezclada con miedo. En ese momento la pantalla del televisor que había frente a ellos se iluminó por sí sola y allí apareció, como si fuera un fantasma, la imagen brillante y clara de Fazil. En la frente y debajo del labio inferior todavía tenía las heridas sangrantes de las balas, tan frescas como el día en que lo mataron.
—Estoy sufriendo —dijo Fazil—. No queda lugar en el otro mundo al que no haya ido ni rincón que no haya visto (Necip le dijo que escribiría aquellos viajes con todo detalle inspirándose en Gazzali e Ibn Arabi). He gozado del aprecio de los ángeles de Dios, he subido a los lugares que se creen más inaccesibles de lo más alto de los cielos y he visto los terribles castigos que sufren en el Infierno los ateos encorbatados y los positivistas orgullosos y colonialistas que se burlan de la fe del pueblo, pero no he podido ser feliz porque mi mente seguía aquí, con vosotros.
Marido y mujer escuchaban al desdichado fantasma con admiración y temor.
—Lo que lleva años haciéndome infeliz no es el que un día fuerais felices, como he visto que lo habéis sido esta noche. Al contrario, deseaba más la felicidad de Necip que la mía propia. Precisamente por lo mucho que nos queríamos éramos incapaces de matarnos a nosotros mismos o el uno al otro. Era como si nos hubiéramos investido con una armadura de inmortalidad porque dábamos más valor a la vida del otro que a la propia. Qué sensación más feliz. Pero mi muerte me demostró rápidamente que me había equivocado al confiar en ella.
—¡No! —gritó Necip—. Nunca le di más valor a mi vida que a la tuya.
—Si eso hubiera sido verdad, nunca habría muerto —replicó el fantasma de Fazil—. Y tú nunca te habrías casado con la hermosa Hicran. Morí porque en secreto, incluso ocultándotelo a ti mismo, deseabas mi muerte.
Por mucho que Necip lo negó violentamente, el fantasma no le hizo caso.
—No sólo ha sido la sospecha de que deseabas mi muerte lo que me ha impedido tener paz en el otro mundo, sino también la idea de que pudieras estar envuelto en el hecho de que me dispararan a traición en la frente y aquí mientras dormía en mi litera en la oscuridad de la noche y el miedo a que estuvieras colaborando con los enemigos de la ley islámica —dijo el fantasma.
Necip, callado, ya no protestaba.
—¡Sólo hay una manera de que yo pueda conseguir la paz e ir al Paraíso y de que tú te libres de la sospecha de este horrible delito! —dijo el fantasma—. Encuentra a mi asesino, sea quien sea. En siete años y siete meses no han encontrado ni siquiera un sospechoso. Quiero que quien me mató, o quien quiso verme muerto, pague por ello ojo por ojo. Mientras ese miserable no sea castigado, no habrá paz para mí en este mundo ni para vosotros en ese mundo pasajero que tomáis por el auténtico.
Sin que la gimoteante y admirada pareja pudiera replicar, el fantasma desapareció de repente de la pantalla».
—¿Y qué pasa luego? —preguntó Ka.
—Todavía no he decidido cómo va a continuar —respondió Necip—. Si escribo esta historia, ¿crees que se venderá? —y al ver que Ka guardaba silencio, añadió—: De todas maneras, yo sólo escribo lo que creo de corazón, cada línea. ¿Qué crees tú que pretende contar esta historia? ¿Qué sentiste mientras te la leía?
—Me di cuenta con un escalofrío de que crees de todo corazón que esta vida es sólo una preparación para la otra.
—Sí, eso creo —dijo Necip nervioso—. Pero eso no basta. Dios también quiere que seamos felices en este mundo. ¡Pero qué difícil es!
Se callaron pensando en las dificultades.
En ese momento volvió la corriente, pero los clientes de la casa de té ni chistaron, como si continuara la oscuridad. El propietario comenzó a aporrear la televisión, que no funcionaba.
—Llevamos veinte minutos aquí sentados —dijo Necip—. Mis amigos deben de estar muertos de preocupación.
—¿Qué amigos? —preguntó Ka—. ¿Es Fazil uno de ellos? ¿Son ésos vuestros nombres reales?
—Evidentemente, mi nombre, como el del Necip del cuento, es un seudónimo. ¡No me preguntes como si fueras un policía! Y Fazil nunca viene a sitios así —le contestó Necip con un aire misterioso—. El más musulmán de nosotros es Fazil, y la persona en la que más confío en la vida. Pero teme que si se mete en política pueda constarle en el expediente y le expulsen de la escuela. Tiene un tío en Alemania que se lo va a llevar con él, nos queremos tanto como los de la historia y estoy seguro de que si alguien me mata me vengará. De hecho, somos más inseparables que los protagonistas de la historia que te he contado y por muy lejos que estemos siempre podemos decirte lo que está haciendo el otro en ese momento.
—¿Y qué está haciendo ahora Fazil?
—Mmmm —Necip adoptó una extraña pose—. Está leyendo en la residencia.
—¿Quién es Hicran?
—Como en nuestro caso, su verdadero nombre es otro. Pero Hicran no es un nombre que se haya puesto ella misma, sino que fuimos nosotros quienes se lo dimos. Algunos le escriben continuamente cartas y poesías de amor, pero no se las mandan por miedo. Si tuviera una hija me gustaría que fuera tan guapa, inteligente y valiente como ella. Ella es la líder de las jóvenes con velo, nada le da miedo, tiene mucha personalidad. En realidad, al principio y por influencia de su padre el ateo, ella tampoco creía. Trabajaba de modelo en Estambul y salía en televisión enseñando el culo y las piernas. Vino aquí para grabar un anuncio de champú. Por lo visto iba andando por la avenida Gazi Ahmet Muhtar Paşa, la calle más pobre y sucia de Kars pero también la más bonita, de repente se paraba delante de la cámara, se soltaba el pelo con un movimiento de la cabeza, un pelo castaño precioso que le llegaba hasta la cintura, lo sacudía como una bandera y decía: «A pesar de la suciedad de la hermosa ciudad de Kars, mi pelo siempre está brillante gracias a Blendax». El anuncio se pondría en el mundo entero y todo el mundo se reiría de nosotros. Dos muchachas de la Escuela de Magisterio, donde por aquel entonces la lucha por el velo sólo estaba empezando, la conocían gracias a la televisión y a las revistas de chismorreos que escribían las desvergüenzas que había vivido con los niños ricos de Estambul, y la admiraban en secreto, así que la invitaron a tomar el té. Hicran fue para burlarse de ellas. Pero se aburrió rápidamente de las muchachas y les dijo: «Ya que vuestra religión —sí, no decía nuestra sino vuestra religión— prohíbe que se os vea el pelo y el Estado que os lo cubráis, podéis hacer como tal —y aquí mencionó el nombre de una estrella de rock extranjera—, ¡afeitaos la cabeza de raíz y poneos un aro de acero en la nariz! ¡Así todo el mundo se interesará por vosotras!». Las pobres chicas estaban tan humilladas que hasta se rieron con ella de aquella burla. Hicran se envalentonó y diciendo «¡Quitaos de vuestras bonitas cabezas este trozo de trapo que os lleva a la oscuridad de la Edad Media!», echó mano al pañuelo de la más boba de las muchachas e intentó tirar de él pero en ese mismo instante la mano se le quedó paralizada. Se arrojó al suelo de inmediato y le pidió disculpas a la muchacha, por cierto, su hermano está en nuestra clase y es un auténtico cretino. Al día siguiente volvió, y al otro también, y al final se unió a ellas y ya no regresó a Estambul. Es una santa que ha conseguido que el velo se convierta en la bandera política de las mujeres musulmanas oprimidas de Anatolia, ¡créeme!
—Entonces, ¿por qué en tu historia sólo cuentas de ella que era virgen y nada más? —le preguntó Ka—. ¿Por qué no se les ocurrió a Necip y a Fazil preguntarle a Hicran su opinión antes de decidirse a morir por ella?
Hubo un tenso silencio durante el cual Necip alzó hasta la altura de la calle sus hermosos ojos, uno de los cuales sería destrozado por una bala dos horas y tres minutos más tarde, y miró absorto la nieve que caía en la oscuridad tan lentamente como un poema.
—Ahí está, ahí está —susurró luego Necip.
—¿Quién?
—¡Hicran! ¡En la calle!