11. ¿Hay otro Dios en Europa?

Ka y el señor jeque

Hay gente que vio a Ka después de salir del hotel ir corriendo a la calle de la Veterinaria bajo la nieve y las banderolas de propaganda electoral. Era tan feliz que de pura emoción, como le pasaba en su niñez en los momentos de extrema felicidad, el cine de su imaginación empezó a proyectar dos películas al mismo tiempo. En la primera hacía el amor con İpek en algún lugar de Alemania (no en su casa de Frankfurt). Fantaseaba continuamente con aquel sueño y a veces el lugar donde hacían el amor se convertía en la habitación de su hotel de Kars. En la otra película de su mente, jugaba con palabras e ilusiones relacionadas con los dos últimos versos de su poema «Nieve».

Primero entró en el restaurante Verdes Prados para preguntar la dirección. Luego, como le inspiraron las botellas que había en la repisa junto al retrato de Atatürk y al paisaje nevado de Suiza que colgaban de la pared, se sentó a una mesa y, con la decisión de alguien que tiene mucha prisa, pidió un raki doble, queso blanco y garbanzos tostados. El presentador de la televisión decía que a pesar de la intensa nevada estaban a punto de completarse los preparativos para la primera retransmisión en directo fuera del estudio en la historia de Kars, que había de realizarse aquella noche, y resumía varias noticias locales y nacionales. El ayudante del gobernador había llamado por teléfono prohibiendo que se mencionara en las noticias el atentado contra el director de la Escuela de Magisterio para que no se exagerara el asunto y no provocar mayores conflictos. Para cuando Ka le prestó atención a todo aquello ya se había bebido, como si fuera agua, dos rakis dobles.

Después de tomarse una tercera copa, caminó cuatro minutos hasta llegar ante la puerta del cenobio, que le abrieron desde arriba con el automático. Mientras Ka subía las empinadas escaleras recordó el poema «La escalera» de Muhtar, que todavía llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Estaba seguro de que todo iba a salir bien, pero se sintió como un niño que tiembla al entrar en la consulta del médico aunque sabe que no le va a poner una inyección. En cuanto llegó arriba, se arrepintió de haber ido: a pesar del raki se apoderó de él un profundo temor.

El señor jeque notó aquel temor de su corazón en cuanto vio a Ka. Y Ka se dio cuenta de que el jeque notaba su miedo. Pero el jeque tenía algo que hacía que Ka no se avergonzara. En el descansillo al que llegó después de subir las escaleras había un espejo con un marco tallado de madera de nogal. Su primera visión del señor jeque fue en el interior de aquel espejo. La casa estaba llena a rebosar. La habitación estaba caliente por el aliento y el calor corporal. En cierto momento Ka se encontró a sí mismo besando la mano del jeque. Todo aquello ocurrió en un abrir y cerrar de ojos y Ka no le prestó atención ni a lo que le rodeaba ni a la multitud del cuarto.

En la habitación había un grupo de más de veinte personas que se reunían los martes por la tarde para realizar una ceremonia bastante simple, escuchar las pláticas del jeque y contarle sus cuitas. Cinco o seis hombres, dueños de lecherías, pequeños comerciantes o propietarios de casas de té que conocían la felicidad de estar junto al señor jeque a la menor oportunidad, un joven parapléjico, el director bizco de una compañía de autobuses con un amigo anciano, el vigilante nocturno de la compañía de electricidad, el portero, desde hacía cuarenta años, del hospital de Kars y muchos otros.

Después de leer la indecisión en la cara de Ka, el jeque le besó la mano con un gesto ampuloso. Lo hizo tanto como muestra de respeto como alguien que besa la mano adorable de un niño pequeño. Ka se quedó admirado a pesar de que había supuesto, acertadamente, que el jeque iba a hacerlo. Hablaron sabiendo que todos les miraban y les escuchaban con atención.

—Bendito seas por haber aceptado mi invitación —le dijo el jeque—. Soñé contigo. Nevaba.

—Yo también soñé con usted, Excelencia —contestó Ka—. He venido aquí para encontrar la felicidad.

—A nosotros nos hace felices que hayas descubierto en tu interior que tu felicidad estaba aquí.

—Siento miedo en esta ciudad, en esta casa, porque ustedes me resultan muy extraños. Porque siempre me han dado miedo cosas como ésta. Nunca he querido besar la mano de nadie ni que nadie besara la mía.

—Al parecer le has abierto tu belleza interior a nuestro hermano Muhtar —dijo el jeque—. ¿Qué te recuerda esta bendita nieve que está cayendo?

Ka se dio cuenta de que era Muhtar el hombre que se sentaba en el extremo derecho del diván donde estaba el jeque, junto a la ventana. Tenía sendas tiritas en la frente y en la nariz. Para ocultar los morados que le rodeaban los ojos llevaba gafas oscuras de grandes cristales, como las de los viejos a los que dejó ciegos la viruela. Sonreía a Ka pero no parecía en absoluto amistoso.

—La nieve me recordó a Dios —respondió Ka—. La nieve me recordó lo misterioso y hermoso que es este mundo y que vivir es en realidad pura alegría.

Al callar por un instante vio que las miradas de la muchedumbre que llenaba la habitación estaban fijas en él. Y le molestó que el jeque estuviera muy satisfecho de la situación:

—¿Para qué me ha llamado? —le preguntó.

—¡Bendito sea Dios! —contestó el jeque—. Después de lo que le ha contado a Muhtar Bey simplemente pensé que necesitaría un amigo a quien le apeteciera abrirle el corazón y con quien conversar.

—Muy bien, conversemos. Antes de venir aquí me he tomado tres copas de raki de puro miedo.

—¿Por qué tiene miedo de nosotros? —el jeque abrió enormemente los ojos, aparentando sorprenderse. Era un hombre gordo y agradable y Ka vio que los que le rodeaban sonreían con sinceridad—. ¿Va a decirnos por qué nos tiene miedo?

—Se lo diré, pero no quiero que se ofenda.

—No me ofenderé. Venga, siéntese a mi lado. Es muy importante para nosotros conocer sus miedos.

El jeque tenía una expresión entre seria y juguetona y parecía dispuesto a hacer reír en cualquier momento a sus discípulos. A Ka le gustó el gesto y en cuanto se sentó se dio cuenta de que le apetecía imitarlo.

—Siempre he querido, como un niño bienintencionado, el desarrollo de mi país, que su gente sea más libre, que se modernice —dijo Ka—. Pero siempre me pareció que nuestra religión se oponía a todo eso. Quizá estaba equivocado. Discúlpeme. Quizá ahora estoy demasiado bebido y por esa razón me atrevo a confesarlo.

—Alabado sea Dios.

—Me crie en Estambul, en Nişantaşi, en un ambiente de alta sociedad. Quería ser como los europeos. Pasé mi vida lejos de la religión porque comprendía que no podía compaginar el ser europeo con un Dios que hace que las mujeres se cubran la cara y las embute en un charshaf. Cuando fui a Europa sentí que podía haber un Dios distinto a ese del que hablan los tipos barbudos, reaccionarios, paletos.

—¿Hay otro Dios en Europa? —le preguntó el jeque con aire bromista mientras le acariciaba la espalda.

—Yo quiero un Dios que no me obligue a descalzarme para acudir ante su presencia, ni a besar la mano de nadie, ni a arrodillarme. Un Dios que entienda mi soledad.

—Dios es uno —contestó el jeque—. Todo lo ve y a todos nos entiende. Tu soledad también la entiende. Si creyeras en él y supieras que la ve, no te sentirías solo.

—Eso es cierto, Excelencia —dijo Ka sintiendo que hablaba para todos los de la habitación—. No puedo creer en Dios porque estoy solo y no puedo librarme de mi soledad porque no creo en Dios. ¿Qué puedo hacer?

A pesar de estar borracho y de que sentía un inesperado y profundo placer en decirle con valentía a un auténtico jeque todo lo que le pasaba por el corazón, le dio miedo el silencio del jeque porque con otra parte de su mente percibía perfectamente que andaba por un terreno resbaladizo.

—¿De verdad me estás pidiendo consejo? Nosotros somos esos a quienes llamas barbudos, reaccionarios, paletos. Aunque nos afeitemos la barba, nuestra tosquedad no tiene remedio.

—Yo también soy un paleto, y quiero estar en el rincón más apartado del mundo mientras me cae la nieve encima y que se olviden de mí —replicó Ka. Besó de nuevo la mano del jeque y, mientras lo hacía, le gustó darse cuenta de que no le resultaba en absoluto forzado. Pero había una parte de su mente que todavía funcionaba como si fuera otro por completo distinto, un europeo, y notó que se despreciaba por haber caído en tal situación—. Discúlpeme, he bebido antes de venir aquí —repitió—. Me sentía culpable por haberme pasado la vida sin haber podido creer en el Dios de los pobres, en el que creen los que no tienen educación, las abuelas que se cubren la cabeza y los abuelos que llevan el rosario en la mano. Mi incredulidad tiene una parte de orgullo. Pero ahora quiero creer en ese Dios que hace que fuera caiga esa preciosa nieve. Hay un Dios atento a la simetría oculta del mundo, un Dios que puede hacer al hombre más civilizado, más refinado.

—Claro que lo hay, hijo mío —dijo el jeque.

—Pero ese Dios no se encuentra aquí, entre ustedes. Está fuera, en la noche vacía, en la oscuridad, en la nieve que cae en el corazón de los miserables.

—Si eres capaz de encontrar a Dios tú solo, adelante, vete, que la nieve llene en la noche tu corazón con el amor a Dios. No te lo impediremos. Pero no olvides que los orgullosos que sólo piensan en sí mismos acaban por quedarse solos. A Dios no le gustan los orgullosos. El Diablo fue expulsado del Paraíso por serlo.

Ka se dejó arrastrar por el mismo miedo que luego le avergonzaría. Y no le hacía ninguna gracia saber que en cuanto se fuera hablarían de él a sus espaldas.

—¿Qué puedo hacer, señor jeque, Excelencia? —dijo, e iba a besarle la mano de nuevo pero cambió de opinión. Notó que su indecisión y su borrachera eran bastante evidentes, y que le despreciaban por ambas—. Quiero creer en el Dios en el que creen ustedes y ser un simple ciudadano como ustedes, pero estoy confuso a causa del occidental que hay en mí.

—Es un buen comienzo que tengas tan buenas intenciones. Primero aprende a ser humilde.

—¿Cómo puedo conseguirlo? —en el corazón de Ka volvía a estar presente un demonio sarcástico.

—Por las noches, todo el que quiere conversar se sienta en esa esquina del diván en el que te he dicho que te sientes —le contestó el jeque—. Todos somos hermanos.

Ka se dio cuenta de que el gentío que ocupaba sillas y cojines en realidad estaba esperando la vez para sentarse en la esquina del diván. Se puso en pie porque sintió que haría lo más correcto si respetaba, más que al jeque en sí, aquella imaginaria cola y pasaba al final y esperaba pacientemente, como un europeo, así que besó una vez más la mano del jeque y se sentó a un lado en un cojín.

Junto a él había un hombre simpático, bajito y con las muelas con fundas de oro, que llevaba una casa de té en la calle Inönü. El hombre era tan pequeño y Ka estaba tan confuso que pensó que habría ido para que el jeque le encontrara remedio a su baja estatura. En su infancia, en Nişantaşi había un enano muy elegante que todas las tardes les compraba a las gitanas de la plaza de Nişantaşi un ramito de violetas o un único clavel. El hombrecillo que estaba a su lado le comentó que le había visto ese día pasando por delante de su casa de té pero que, lamentablemente, no había entrado y que le esperaba al día siguiente. En eso, se unió a la conversación el directivo bizco de la empresa de autobuses; le dijo entre susurros que también él había sido muy desgraciado por una cuestión de mujeres hacía tiempo y que se había dado a la bebida. Que era rebelde hasta el punto de no reconocer a Dios, pero que luego todo había pasado y lo había olvidado. Sin que Ka le preguntara «¿Llegaste a casarte con ella?», el directivo bizco dijo: «Me di cuenta de que no era la mujer adecuada para mí».

Luego el jeque habló en contra del suicidio. Todos le escucharon en silencio, algunos asintiendo con la cabeza, y ellos tres volvieron a hablar en susurros: «Ha habido más suicidios —les contó el hombre pequeñito—, pero las autoridades lo están ocultando para no hundir la moral, de la misma manera que el servicio de meteorología nos oculta que baja la temperatura: las familias entregan a las jóvenes a funcionarios viejos y hombres a los que no quieren sólo por dinero». «Al principio, cuando me conoció, a mi mujer no le gusté nada», intervino el directivo de la compañía de autobuses. Enumeró como causas de los suicidios el paro, la carestía de la vida, la inmoralidad y la falta de fe. Ka se encontraba hipócrita porque le daba la razón a ambos en todo lo que decían. El directivo bizco despertó a su anciano compañero cuando éste comenzó a dormitar. Se produjo un largo silencio y Ka notó que en su interior se elevaba una cierta paz: estaban tan lejos del centro del mundo que era como si a nadie pudiera ocurrírsele ir allí y aquello, sumado al efecto de los copos de nieve que parecían colgar del aire en el exterior, despertaba en él la impresión de estar viviendo en un mundo sin gravedad.

En ese momento, mientras nadie le prestaba atención, a Ka se le vino un nuevo poema. Llevaba consigo el cuaderno y, con la experiencia que le había proporcionado el primer poema, le prestó toda su atención a la voz que se elevaba en su interior y ahora pudo escribir de un solo golpe los treinta y seis versos sin que se le escapara ni uno. No confiaba demasiado en el poema porque tenía la cabeza nublada por el raki. Pero se puso en pie movido por una nueva inspiración, se disculpó ante el jeque, se lanzó al exterior de una carrera, se sentó en los altos escalones de las escaleras del cenobio y nada más empezar a leer el cuaderno se dio cuenta de que era tan perfecto como el primero.

El poema había sido compuesto con los materiales de lo que Ka acababa de vivir, de lo que había sido testigo. En cuatro de sus versos había una conversación entre él y un jeque sobre la existencia de Dios y en el poema también tenían su lugar el punto de vista de Ka, lleno de sentimientos de culpabilidad, sobre el «Dios de los pobres», el significado secreto de la soledad y el mundo y elucubraciones sobre la forma en que estaba estructurada la vida, y un hombre con las muelas de oro, otro bizco y un enano muy caballero con un clavel en la mano le contaban sus vidas íntegras. «¿Qué quiere decir todo esto?», pensó sorprendido por la belleza de lo que él mismo había escrito. Encontraba hermoso el poema porque podía leerlo como si lo hubiera escrito otro. Y como lo encontraba hermoso, le parecía sorprendente su material, su propia vida. ¿Qué significaba la belleza en la poesía?

El automático de la luz de la escalera chasqueó y todo quedó absolutamente a oscuras. Cuando encontró el botón, se encendió la luz y volvió a mirar su cuaderno, se le ocurrió el título del poema. «Simetría oculta», escribió arriba del todo. Tiempo después presentaría como prueba de que ninguno de aquellos poemas eran creación suya —como ocurría con el mundo— la rapidez con la que había encontrado el nombre y colocaría la poesía, como la primera, en el brazo de la Lógica.