Nieve y felicidad
En cuanto entró en la habitación del hotel, Ka se quitó el abrigo. Abrió un cuaderno de hojas cuadriculadas con las tapas verdes que había comprado en Frankfurt y comenzó a escribir el poema que se le estaba viniendo a la mente palabra por palabra. Se sentía tan cómodo como si estuviera pasando lo que otra persona le susurraba al oído, pero al mismo tiempo entregaba toda su atención a lo que escribía. Como nunca antes había escrito así un poema, con tanta inspiración y de una tirada, en un rincón de su mente había ciertas dudas en cuanto al valor de lo que escribía. Pero también veía con los ojos de la razón que el poema era perfecto en todo según le iban saliendo los versos y aquello aumentaba su entusiasmo y su alegría. Ka escribió treinta y cuatro versos así, dudando muy poco y dejando algunos espacios vacíos en algunos lugares, como si se tratara de palabras que no había podido oír bien.
Compuso el poema con todas aquellas cosas que poco antes se le habían pasado por la mente a la vez. La nieve que caía, los cementerios, el perro negro que correteaba alegre por el edificio de la estación, muchos recuerdos de la infancia, e İpek, que se le había ido apareciendo ante los ojos según aceleraba los pasos de vuelta al hotel con una sensación mezcla de felicidad e inquietud. Llamó al poema «Nieve». Cuando mucho después pensara en cómo había escrito aquel poema, se le vendría a la mente un copo de nieve y decidiría que, si ese copo de nieve representaba en su forma su propia vida, el poema debía hallarse en algún lugar próximo al centro y en el punto donde se explicara la lógica de la vida. Como ocurre con el poema en sí, resulta difícil asegurar cuántas de aquellas decisiones las tomó en ese momento y cuántas fueron resultado de la simetría oculta de su vida, misterios que este libro intenta resolver.
Cuando Ka estaba a punto de terminar el poema, fue hasta la ventana y comenzó a contemplar en silencio la nieve que caía fuera con elegancia a grandes copos. Percibía en su interior la sensación de que si contemplaba la nieve terminaría el poema exactamente como debía. Llamaron a la puerta, la abrió y olvidó los dos últimos versos del poema, que estaban a punto de venírsele a la mente, para no volverlos ya a recordar durante toda su estancia en Kars.
Era İpek quien llamaba a la puerta.
—Hay una carta para ti —le dijo alargándosela.
Ka tomó la carta y la arrojó a un lado sin ni siquiera mirarla.
—Soy muy feliz —creía que sólo la gente más vulgar era capaz de decir: «Soy muy feliz», pero ahora no se avergonzó lo más mínimo—. Pasa —le dijo a İpek—. Estás muy bonita.
İpek entró con la facilidad de quien conocía las habitaciones del hotel como las de su propia casa. A Ka le dio la impresión de que el tiempo que había transcurrido les había acercado aún más.
—No sé cómo ha sucedido. Quizá este poema se me haya ocurrido gracias a ti.
—El director de la Escuela de Magisterio está grave —le informó İpek.
—Es una buena noticia que viva alguien a quien creías muerto.
—La policía está efectuando redadas. En las residencias universitarias y en los hoteles. También han venido aquí, han mirado el libro de registro y han preguntado por todos los huéspedes, uno por uno.
—¿Y qué has dicho de mí? ¿Les has dicho que vamos a casarnos?
—Qué gracioso eres. Pero no estaba pensando en eso. Han detenido a Muhtar y le han dado una paliza. Luego le han soltado.
—Te envía un mensaje por mí. Está dispuesto a todo para volver a casarse contigo. Está muy arrepentido de haber insistido en que te cubrieras.
—La verdad es que Muhtar me dice eso mismo todos los días —contestó İpek—. ¿Qué has hecho después de que te soltara la policía?
—Anduve por las calles… —Ka tuvo un momento de indecisión.
—Sí, dime.
—Me llevaron a ver a Azul. No debería decírselo a nadie.
—Y no debes hacerlo —dijo İpek—. Ni a él hablarle de nosotros, ni de mi padre.
—¿Lo conoces?
—En tiempos Muhtar lo admiraba e iba y venía por casa. Pero cuando Muhtar se decidió por un islamismo más moderado y democrático, se alejó de él.
—Ha venido por lo de las jóvenes que se suicidan.
—Mejor que le temas y no hables de él —dijo İpek—. Muy probablemente la policía tendría puestos micrófonos donde estaba.
—Y entonces, ¿por qué no lo cogen?
—Lo cogerán cuando les convenga.
—Huyamos de esta ciudad de Kars —le dijo Ka.
En su interior se elevaba el mismo temor que solía sentir en su infancia y en su juventud cuando era extraordinariamente dichoso: el de que la infelicidad y la desesperación no andaban muy lejos.
A Ka le gustaba poner fin a los momentos de felicidad con el ansia de que la infelicidad posterior no fuera demasiado grave. Por eso creía que le tranquilizaría aceptar que İpek, a la que abrazaba más que con amor con dicha ansia, le apartaría de sí, que la posibilidad de intimidad entre ambos desaparecería en un instante como el hielo fundido por la sal y que su inmerecida dicha acabaría en un rechazo y un desprecio merecidos.
Ocurrió justo lo contrario. İpek también le abrazó. Pasaron de sostenerse y tenerse en brazos a besarse con una placentera curiosidad y acabaron cayendo juntos en la cama. Un momento después, Ka comenzó a sentir una excitación sexual tan aplastante que empezó a imaginarse, con un optimismo y un deseo ilimitados que contradecían su pesimismo de antes, que enseguida se desnudarían el uno al otro y harían el amor durante largo rato.
Pero İpek se puso en pie.
—Eres muy agradable y a mí también me gustaría hacer el amor contigo, pero no he estado con nadie desde hace tres años y no estoy preparada —le dijo.
Yo tampoco he hecho el amor con nadie desde hace cuatro años, se dijo Ka. Notó que İpek se lo estaba leyendo en la cara.
—Aunque estuviera preparada —añadió—, no puedo hacer el amor con mi padre tan cerca, en la misma casa.
—¿Tiene que salir tu padre del hotel para que te metas desnuda en mi cama? —le preguntó Ka.
—Sí. Sale muy poco del hotel porque no le gustan las calles heladas de Kars.
—Muy bien, no hagamos el amor ahora, pero besémonos un poco más —le propuso Ka.
—Muy bien.
İpek se inclinó hacia Ka, sentado a un lado de la cama, y le besó con seriedad largo rato pero sin dejarle que se acercara.
—Voy a leerte mi poema —le dijo Ka cuando se dio cuenta de que no iban a besarse más—. ¿No sientes curiosidad?
—Primero lee la carta, la ha traído un joven hasta la puerta del hotel.
Ka abrió la carta y leyó en voz alta:
Señor Ka, hijo mío:
Discúlpeme si no considera adecuado que le llame hijo. Anoche soñé con usted. En mi sueño nevaba y cada copo caía como una luz sobre el mundo. Esperaba que el sueño fuera una visión para bien y, de repente, a mediodía comenzó a caer ante mi ventana la misma nieve con la que había soñado. Entonces pasó usted ante la puerta de nuestra humilde morada en el número 18 de la calle de la Veterinaria. El señor Muhtar, que superó una prueba enviada por Dios Todopoderoso, me ha transmitido el significado que usted le da a esta nieve. Nuestro camino es el mismo. Le espero, señor mío. Firmado: Saadettin Cevher.
—El jeque Saadettin —dijo İpek—. Ve inmediatamente a verle. Y esta noche ven a cenar con nosotras y con mi padre.
—¿Por qué tengo que ver a todos los chiflados de Kars?
—Te he dicho que le tuvieras miedo a Azul, pero no le llames chiflado con tanta alegría. Y el jeque es astuto, no estúpido.
—Quiero olvidarlos a todos. ¿Te leo ahora mi poema?
—Léemelo.
Ka se sentó ante la mesilla, comenzó a leer con entusiasmo y determinación la poesía que acababa de escribir y enseguida se detuvo. «Ponte ahí —le dijo a İpek—, quiero verte la cara mientras leo». Comenzó a leer de nuevo mirándola de reojo. «¿Te parece bonita?», le preguntó Ka poco después. «Sí, ¡muy bonita!», contestó İpek. Ka leyó más y de nuevo le preguntó «¿Te parece bonita?». Ella dijo «Muy bonita». Cuando terminó de leer, Ka le volvió a preguntar «¿Qué es lo que te ha parecido más bonito?». «No sé —le respondió İpek—. Pero me ha parecido muy bonita». «¿Te leía Muhtar poesía así?». «No». Ka volvió a leer entusiasmado el poema y de nuevo le preguntó en los mismos lugares «¿Te parece bonita?». En otros comentó «Muy bonito, ¿verdad?». «Sí, muy bonito», le contestaba İpek.
Ka estaba tan feliz que era como si a su alrededor se extendiera «una agradable y extraña luz», tal y como decía una poesía de su primera época que había compuesto para un niño, y se sentía aún más contento viendo que parte de dicha luz se reflejaba también en İpek. Aprovechándose de las leyes de aquel «momento ingrávido», abrazó otra vez a İpek, pero ella se apartó con elegancia.
—Escúchame ahora: ve inmediatamente a ver al señor jeque. Aquí es una persona muy importante, más de lo que tú te crees: mucha gente de la ciudad acude a él, laicos incluidos. Se dice que incluso van la mujer del general de la división y la del gobernador, van también gente de dinero y militares. Él está de parte del Estado. Cuando dijo que las muchachas que se tapaban e iban a la universidad debían descubrirse la cabeza en clase, los del Partido de la Prosperidad no fueron capaces de conseguir que se oyera la menor crítica contra él. En un sitio como Kars, cuando alguien con tanto poder te llama no puedes negarte a acudir.
—¿Fuiste tú también quien envió al pobre Muhtar a verle?
—¿Te preocupa que descubra el temor de Dios que se oculta en tu interior y te convierta en un beato metiéndote miedo?
—Ahora soy muy feliz, no necesito para nada la religión —dijo Ka—. No es para eso para lo que he vuelto a Turquía. Sólo hay una cosa que me puede llevar hasta él: tu amor… ¿Vamos a casarnos?
İpek se sentó a un lado de la cama.
—Ve a verle entonces —miró a Ka con una mirada agradable y hechicera—. Pero ten cuidado. No hay nadie como él para encontrar en el alma un punto frágil o débil y metérsete dentro como un mal espíritu.
—¿Qué me va a hacer?
—Hablará contigo y de repente se arrojará al suelo. Afirmará que cualquier cosa vulgar que hayas dicho es de una enorme sabiduría y que eres un santo. ¡Algunos piensan al principio que se está riendo de ellos! Pero en eso consiste la habilidad de Su Excelencia el jeque. Lo hace de tal manera que crees que realmente él cree en tu sabiduría, y la verdad es que lo hace de todo corazón. Se comporta como si en tu interior hubiera alguien mucho más grande que tú. Al rato tú mismo comienzas a ver esa belleza de tu interior: y percibes que esa belleza, que antes nunca habías notado, es la belleza de Dios, y eres feliz. En realidad, estando con él, el mundo es bello. Amas al señor jeque, que te ha acercado a tamaña felicidad. Y mientras ocurre todo eso, otra parte de tu mente te está susurrando que aquello no es sino un juego del señor jeque, que en realidad sólo eres un pobre y miserable cretino. Pero, por lo que he entendido de lo que me contaba Muhtar, ya no te quedan fuerzas para creer a esa parte miserable y malvada. Eres tan infeliz y estás en una situación tan triste que piensas que sólo Dios podrá salvarte. Tu mente, que no reconoce los deseos de tu espíritu, se resiste un poco al principio. Y así entras en el camino que te muestra el jeque porque es la única manera que hay en el mundo de mantenerse en pie. La mayor habilidad de Su Excelencia el señor jeque es conseguir que el pobrecillo que tiene delante se sienta más sublime de lo que realmente es, porque la mayoría de los hombres en esta ciudad de Kars saben que nadie en toda Turquía puede ser más miserable, más pobre ni más fracasado que ellos. Y así, al final acabas creyendo primero en el jeque y después en el islam que te han hecho olvidar. Y esto no es algo necesariamente malo, aunque pueda considerarse así desde Alemania o según afirman los intelectuales laicos. Eres como todos los demás, te pareces a tu propia gente, te liberas aunque sólo sea un poco de la desdicha.
—Yo no soy desdichado —dijo Ka.
—En realidad nadie tan infeliz es verdaderamente desdichado. Porque la gente de aquí tiene consuelos y esperanzas a los que se agarran con fuerza. Aquí no existen los sarcásticos escépticos de Estambul. En Kars las cosas son más simples.
—Me voy ahora mismo porque tú me lo has pedido. ¿Qué número era de la calle de la Veterinaria? ¿Cuánto tiempo tengo que estar allí?
—¡Quédate hasta que encuentres algo de paz! —le dijo İpek—. Y no tengas miedo a creer —ayudó a Ka a ponerse el abrigo—. ¿Tienes frescos tus conocimientos del islam? —le preguntó—. ¿Recuerdas las oraciones que te enseñaron en la escuela primaria? No vaya a darte vergüenza luego.
—Cuando era niño, la asistenta me llevaba a la mezquita de Teşvikiye —contestó Ka—. Más para verse con las otras criadas que para rezar. Mientras ellas chismorreaban largo y tendido esperando la hora de la oración yo jugaba con los otros niños revolcándome por las alfombras. En la escuela me aprendí de memoria perfectamente todas las oraciones para caerle bien al profesor de religión, que nos hacía memorizar la fatiha a bofetadas y agarrándonos de los rizos y golpeándonos la cabeza contra el libro de «la» religión, abierto sobre un atril de madera. Aprendí todo lo que se enseña en las escuelas sobre el islam, pero se me ha olvidado completamente. Hoy me da la impresión de que lo único que sé del islam es esa película titulada Mahoma, el mensajero de Dios que protagonizaba Anthony Quinn —dijo Ka sonriendo—. Hace poco la pusieron en Alemania en el canal turco, en alemán, por alguna extraña razón. Esta noche estarás aquí, ¿no?
—Sí.
—Es que quiero leerte mi poema una vez más —le dijo Ka mientras se metía el cuaderno en el bolsillo del abrigo—. ¿Te parece bonito?
—Muy bonito, de verdad.
—¿Qué es lo que te parece bonito?
—No sé, es muy bonito —llegar había abierto la puerta y estaba saliendo ya.
Ka la abrazó con rapidez y la besó en la boca.