Un escéptico que no quiere matarse a sí mismo
Cuando Azul salió indecisión. Primero pensó preguntarle por la cuestión sobre la inmediatamente después se dio cuenta de que no era así: aunque fuera de una manera ostentosa y un tanto extraña, le habían dado un mensaje. ¿Era aquello una amenaza?
No obstante, en aquella casa Ka se sentía, más que amenazado, un extraño. No pudo ver en la habitación próxima a la madre con su niño y salió sin descubrir a nadie más. Le habría gustado bajar las escaleras corriendo.
La nieve caía tan despacio que a Ka le parecía que los copos estaban colgados en el aire. La impresión de que el tiempo se hubiera detenido, provocada por aquel efecto de lentitud, le hacía sentir que por algún extraño motivo muchas cosas habían cambiado y que había pasado mucho tiempo. Sin embargo, su entrevista con Azul apenas le había llevado veinte minutos.
Regresó por el mismo camino por el que había venido, siguiendo los raíles y pasando junto al silo, que bajo la nieve parecía una sombra gigantesca y blanca, hasta llegar a la estación. Mientras atravesaba el edificio sucio y vacío de la estación vio que se le acercaba un perro que movía amistosamente la cola cortada. Era un perro negro, pero en la frente tenía una mancha blanca perfectamente redonda. Ka vio en la sala de espera a tres muchachos que le daban trozos de roscas de pan al perro. Uno de ellos era Necip, que se adelantó de una carrera a sus compañeros y alcanzó a Ka.
—Que no se le ocurra dejar que mis compañeros se enteren de cómo sabía yo que iba a pasar por aquí —le dijo—. Hay una cosa muy importante que mi mejor amigo quiere preguntarle sobre algo. Si tiene tiempo y puede darle un minuto a Fazil, le hará muy feliz.
—Muy bien —le contestó Ka, y se dirigió hacia el banco donde estaban sentados los otros dos muchachos.
Los dos jóvenes se pusieron de pie y estrecharon la mano de Ka mientras en los carteles que tenían a sus espaldas Atatürk recordaba la importancia de las vías férreas y el Estado asustaba a las jóvenes que quisieran suicidarse. Pero de repente les ganó la timidez.
—Antes de que Fazil le haga su pregunta, Mesut le va a contar una historia que ha oído —dijo Necip.
—No, yo no voy a contarla —replicó Mesut nervioso—. ¿Puedes hacerlo tú del cuarto de repente, Ka sufrió un momento de que Azul volvería enseguida, que regresaría para que le había dicho que pensara. Pero por mí?
Mientras Necip le narraba aquella historia que había oído, Ka se dedicó a contemplar al perro negro, que correteaba feliz por la estación vacía, sucia y en penumbra.
—La historia ocurre en un Instituto de Imanes y Predicadores en Estambul, así lo he oído yo también —comenzó Necip—. El director de un Instituto de Imanes y Predicadores, construido manga por hombro, de uno de los suburbios fue por algún motivo burocrático a uno de esos rascacielos recién construidos en Estambul que vemos por la televisión. Se había montado en uno de los grandes ascensores y estaba subiendo. En el ascensor había un hombre alto, más joven que él, que se le acercó, le enseñó al director un libro que llevaba en la mano, se sacó un cortaplumas con mango de nácar del bolsillo para abrir las páginas y le dijo algo. El director se bajó cuando llegó al piso diecinueve. Pero en los días que siguieron comenzó a sentirse raro. Le daba miedo la muerte, no le apetecía hacer nada y sólo pensaba en el hombre del ascensor. Era una persona muy devota, así que fue a un cenobio Cerrahi por si allí podían solucionarle su problema. El jeque, un hombre muy famoso, le dio su diagnóstico después de escuchar hasta el amanecer todo lo que pasaba por su corazón: «Has perdido tu fe en Dios —le dijo—. Además, aunque no te des cuenta, ¡estás orgulloso de ello! Esta enfermedad te la ha contagiado el hombre del ascensor. Te has convertido en un ateo» y, por mucho que el director intentara negarlo con lágrimas en los ojos, con la parte de su corazón que todavía era honesta comprendió perfectamente que lo que le había dicho el señor jeque era cierto. Se descubrió presionando a los excelentes estudiantes del instituto, intentando quedarse a solas con las madres de los alumnos y robándole dinero a un profesor al que tenía envidia. Lo peor era que el director se sentía orgulloso mientras cometía aquellos pecados: reunió a toda la escuela y les dijo que la gente no podía ser tan libre como lo era él a causa de su fe ciega y de sus estúpidas tradiciones, que las personas eran libres para hacer lo que quisieran, metía entre lo que decía un montón de palabras extranjeras y con el dinero que había robado se compró ropa a la última moda europea. Y todo eso con una actitud despectiva hacia los demás, como si los encontrara «reaccionarios». Y así los estudiantes violaron a una bonita compañera de clase, le dieron una paliza al anciano profesor de Corán y empezaron a estallar revueltas. Por otro lado, el director lloraba en su casa y quería suicidarse, pero como no era lo bastante valiente para hacerlo, esperaba que otros lo mataran. Con ese objeto —Dios nos libre—, blasfemó contra el Santo Profeta delante de los alumnos más religiosos de la escuela. Pero ellos se dieron cuenta de que había perdido la cabeza y no le tocaron un pelo. Se echó a la calle y comenzó a decir —Dios nos libre— que Dios no existía, que había que convertir las mezquitas en discotecas y que sólo podríamos ser tan ricos como los occidentales si nos hacíamos cristianos. Los Jóvenes Islamistas quisieron darle una lección pero se había ocultado. Como no encontraba remedio a su desesperación y a sus deseos de suicidarse, volvió al mismo rascacielos y en el ascensor se encontró con el mismo hombre alto. El hombre le sonrió con una mirada que demostraba que sabía todo lo que le estaba pasando y le enseñó la portada del libro que tenía en la mano, allí también estaba el remedio para el ateísmo, el director alargó sus manos temblorosas hacia el libro pero antes de que el ascensor se detuviera, el hombre clavó en el corazón del director el cortaplumas de mango de nácar.
Cuando se acabó la historia, Ka recordó que entre-los Turcos Islamistas de Alemania se contaba otra parecida. En la historia de Necip quedaba sin desvelar cuál era el misterioso libro del final, pero Mesut mencionó a un par de escritores judíos, cuyos nombres Ka no había oído nunca, y a varios columnistas, claros enemigos del islam político —a uno de ellos lo matarían de un tiro tres años después—, como autores que podían arrastrarte al ateísmo.
—Los ateos engañados por el demonio, como el desgraciado director de la historia, se pasean entre nosotros buscando la paz y la felicidad —continuó Mesut—. ¿Está usted de acuerdo?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe? —le preguntó Mesut un tanto irritado—. ¿No es usted ateo?
—No lo sé —respondió Ka.
—Entonces respóndame a esto: ¿cree o no que Dios Todopoderoso creó este mundo, todo, por ejemplo la nieve que está cayendo ahí fuera a grandes copos?
—La nieve me hace recordar a Dios —contestó Ka.
—Bien, pero ¿cree que Dios creó la nieve? —insistió Mesut.
Se produjo un silencio. Ka vio que el perro negro se lanzaba a toda velocidad por la puerta que daba al andén y que corría alegre bajo la nieve a la luz pálida de las luces de neón.
—No puede contestarme —le dijo Mesut—. Si uno conoce y ama a Dios, no tiene la menor duda de su existencia. Eso significa que eres un ateo pero que no lo admites porque te da vergüenza. Eso ya lo sabíamos. Por eso te quiero preguntar lo siguiente en nombre de Fazil. ¿Sufres como el pobre ateo de la historia? ¿Quieres matarte a ti mismo?
—Por muy infeliz que sea, me da miedo suicidarme —respondió Ka.
—Pero ¿por qué razón? ¿Porque el Estado lo prohíbe porque el ser humano es la perla de la creación? También ellos lo malinterpretan cuando afirman que el ser humano es una obra maestra. Por favor, dígame por qué le da miedo suicidarse.
—Sea tolerante con la insistencia de mis amigos —intervino Necip—. Esta pregunta tiene un significado muy importante para Fazil.
—O sea, ¿que a pesar de no soportar la desgracia y la infelicidad no quiere suicidarse?
—No —contestó Ka ligeramente enfadado.
—No me oculte nada, por favor. No vamos a hacerle nada malo porque sea ateo.
Se produjo un tenso silencio. Ka se puso en pie. No quería demostrar que el miedo se había apoderado de él. Echó a andar.
—¿Se va? Espere, no se vaya, por favor —le pidió Fazil. Cuando Ka se detuvo se quedó cortado, sin poder decir nada.
—Yo se lo contaré por él —dijo Necip—. Los tres estamos enamorados de «muchachas empañoladas» que exponen su vida por su fe. Es la prensa laica la que para llamarlas usa la expresión «muchachas empañoladas». Para nosotros son jóvenes musulmanas y todas las jóvenes musulmanas deben exponer sus vidas por su fe.
—Y los hombres también —puntualizó Fazil.
—Por supuesto. Yo estoy enamorado de Hicran, Mesut de Hande y Fazil lo estaba de Teslime, pero Teslime ahora está muerta. O se suicidó. Pero nosotros no creemos que una joven musulmana dispuesta a sacrificar su vida entera por su fe pueda suicidarse.
—Quizá lo que sufría le resultó insoportable —dijo Ka—. Su familia la presionaba para que se descubriera y la expulsaron de la escuela.
—Ninguna presión es tan excesiva como para que alguien que cree peque —replicó Necip excitado—. Nosotros no podemos dormir tranquilos por las noches pensando que se nos podría pasar la oración del amanecer y que pecaríamos. Vamos corriendo a la mezquita cada vez más temprano. Alguien que cree con tanto entusiasmo haría cualquier cosa con tal de no pecar y, si es necesario, está dispuesto a aceptar que le despellejen vivo.
—Sabemos que ha estado hablando con la familia de Teslime —se lanzó Fazil—. ¿Creen ellos que se suicidó?
—Sí, lo creen. Primero estuvo viendo Marianna con sus padres, luego hizo las abluciones y rezó.
—Teslime nunca veía series —dijo silenciosamente Fazil.
—¿La conocía? —preguntó Ka.
—Personalmente, no. Nunca hablamos —contestó Fazil avergonzado—. Una vez la vi de lejos, aunque iba muy tapada. Pero en espíritu, claro que la conozco: uno reconoce a la persona de la que está enamorado. La siento dentro de mí, como si fuera yo mismo. La Teslime que yo conocía no se habría suicidado.
—Quizá no la conocía lo suficiente.
—Quizá te hayan enviado aquí los occidentales para que tapes el asesinato de Teslime —le contestó Mesut bravucón.
—No, no —se interpuso Necip—. Nosotros confiamos en usted. Nuestros mayores nos han dicho que es usted un místico, un poeta. Y precisamente porque confiamos en usted queríamos hacerle unas preguntas sobre un tema que nos hace profundamente infelices. Fazil se disculpa en nombre de Mesut.
—Lo siento —dijo Fazil. Tenía el rostro completamente ruborizado y los ojos se le habían llenado de lágrimas en un instante.
Mesut pasó en silencio aquel momento de reconciliación.
—Fazil y yo somos hermanos de sangre —dijo Necip—. Muchas veces pensamos lo mismo a la vez y siempre sabemos lo que piensa el otro. Al contrario que a mí, a Fazil no le interesa la política. Ahora tanto él como yo tenemos que pedirle un favor. La verdad es que ambos aceptamos que Teslime se suicidó y cometió un pecado por culpa de las presiones de sus padres y del Estado. Es triste, pero a veces Fazil piensa: «La muchacha de la que estaba enamorado se ha suicidado y ha cometido un pecado». Pero si en realidad Teslime era una atea en secreto, como el de la historia, si era una atea desdichada que no sabía que lo era y si se suicidó porque era atea, eso destrozaría a Fazil. Porque significaría que se había enamorado de una atea. Sólo usted puede acabar con esa terrible sospecha que tenemos en nuestro corazón. Sólo usted puede consolar a Fazil. ¿Entiende el razonamiento?
—¿Es usted ateo? —le preguntó Fazil con ojos ardientes—. Y si es ateo, ¿quiere matarse?
—No siento el impulso de suicidarme ni en los días en que más seguro estoy de ser ateo —contestó Ka.
—Le doy las gracias por darnos una respuesta honesta —dijo Fazil aliviado—. Su corazón está lleno de bondad, pero le da miedo creer en Dios.
Ka veía que Mesut le miraba hostil y quería alejarse de allí. Era como si tuviera la mente en un lugar lejano. Sentía un profundo deseo en su corazón y notaba que se agitaba en su mente un sueño relacionado con él, pero no podía concentrarse en el sueño a causa del movimiento a su alrededor. Más tarde pensaría mucho en aquel instante y comprendería que el sueño se alimentaba tanto de la idea de morir y de no creer en Dios como de su añoranza por İpek. En el último momento Mesut le añadió algo nuevo a todo eso.
—Por favor, no nos malinterprete —le dijo Necip—. No tenemos nada en contra de que alguien sea ateo. Siempre ha habido un lugar para los ateos en la sociedad islámica.
—Simplemente, los cementerios deben ser distintos —intervino Mesut—. A las almas de los creyentes les molestaría yacer en el mismo cementerio que un sin Dios. Algunos ateos que han conseguido ocultar su condición a lo largo de toda su vida a pesar de no creer en Dios se han dedicado a molestar a los creyentes no sólo en este mundo, sino incluso en los cementerios. Y, como si no bastara el tormento de yacer en el mismo cementerio hasta el Juicio Final, tendremos que enfrentarnos al horror de encontrarnos de cara con un nefasto ateo al levantarnos de nuestras tumbas cuando llegue el Día del Juicio… Señor poeta Ka, ya no oculta que en tiempos fue ateo. Quizá lo siga siendo. Díganos entonces ¿quién hace que caiga esta nieve? ¿Cuál es el secreto de esta nieve?
Por un momento todos miraron hacia fuera desde el solitario edificio de la estación, a la nieve que caía sobre los raíles vacíos a la luz de las farolas de neón.
¿Qué hago en este mundo?, pensó Ka. Qué miserables parecen los copos de nieve a lo lejos, qué miserable es mi vida. El ser humano vive, envejece, desaparece. Pensó que él mismo por una parte había desaparecido, pero que por otra aún existía: se amaba a sí mismo, seguía con amor y melancolía el camino que tomaba su vida, como si fuera un copo de nieve. Su padre olía a afeitado, recordó. Y al mismo tiempo notaba aquel olor, los pies fríos de su madre embutidos en zapatillas cuando preparaba el desayuno en la cocina, un cepillo de pelo, el azucarado jarabe para la tos color rosa que le daban después de que se despertara tosiendo por la noche, la cucharilla en la boca, todas aquellas pequeñas cosas que componían su vida, la unión de todas, el copo de nieve…
Y así fue como Ka sintió aquella llamada profunda que sienten los verdaderos poetas que sólo pueden ser felices en la vida en los momentos de inspiración. Por primera vez después de cuatro años se le vino a la mente un poema: estaba tan seguro de su existencia, de su aspecto, de su estilo y de su fuerza, que la alegría le embargaba el corazón. Diciéndoles a los tres jóvenes que tenía prisa, salió del vacío y sombrío edificio de la estación. Regresó a toda prisa al hotel pensando bajo la nieve en la poesía que iba a escribir.