8. Quien se suicida es un pecador

La historia de Azul y Rüstem

La nevada arreció aún más mientras Ka esperaba frente a la librería Manifiesto. Ka, aburrido de sacudirse la nieve que se le acumulaba encima y de esperar, estaba a punto de volver al hotel cuando a la luz pálida de la farola se dio cuenta de que el joven alto y barbudo estaba caminando por la acera de enfrente. Cuando vio que el gorro rojo que llevaba se había vuelto blanco por la nieve le siguió con el corazón a toda velocidad.

Anduvieron a todo lo largo de la calle Kâzimpaşa, que el candidato a alcalde del Partido de la Madre Patria había prometido convertir en peatonal imitando a Estambul, doblaron por la calle Faikbey, dos calles más abajo giraron a la derecha y llegaron a la plaza de la estación. La estatua de Kâzim Karabekir que había en medio de la plaza había desaparecido por la nieve y en la oscuridad había adoptado la forma de un enorme helado. Cuando Ka vio que el joven barbudo entraba en el edificio de la estación salió corriendo tras él. No había nadie en las salas de espera. Echó a andar sintiendo que el joven había salido al andén. Al llegar al final de éste le pareció ver que el joven avanzaba en la oscuridad y le siguió con miedo a lo largo de los raíles. Justo en el momento en que se le ocurría que si de repente le pegaban allí un tiro y lo mataban nadie podría encontrar su cadáver hasta la primavera, se dio de narices con el joven de la barba y el gorro.

—No nos sigue nadie —dijo el joven—. Si quieres, todavía estás a tiempo de dejarlo. Pero si vienes conmigo, a partir de ahora tendrás cerrada la boca. Ni siquiera se te escapará nunca cómo llegaste hasta aquí. El final de los traidores es la muerte.

Pero ni siquiera aquella última frase atemorizó a Ka, porque tenía una voz tan aguda que resultaba casi cómica. Siguieron a lo largo de los raíles, pasaron junto al silo y, después de entrar en la calle de los Estofados, junto a los pabellones militares, el joven de la voz aguda le señaló a Ka el edificio en el que debía entrar y le especificó qué timbre tenía que tocar.

—¡No le faltes al respeto al Maestro! —le dijo—. No le interrumpas, y cuando acabe de hablar lárgate de ahí sin perder tiempo.

Así fue como Ka supo que entre sus admiradores Azul tenía el otro apodo de «Maestro». En realidad, Ka sabía bien poco sobre Azul salvo que era islamista político y famoso. Años atrás había leído en uno de los periódicos turcos que le caían en las manos que había estado envuelto en un asesinato. Había muchos islamistas radicales que mataban pero ninguno de ellos era tan famoso. La celebridad de Azul se debía a la afirmación de que había matado al afeminado y presumido presentador de un concurso de cultura general con premios en metálico de un pequeño canal de televisión, que solía llevar ropa de colores con muchos adornos y que era muy dado a los chistes verdes, a las bromas vulgares y a burlarse de «los ignorantes». Aquel sarcástico presentador, que tenía la cara llena de lunares y que se llamaba Güner Bener, se estaba riendo de un concursante pobre y estúpido durante una de las retransmisiones en directo del concurso cuando se le escapó un comentario inapropiado sobre el Santo Profeta, y aunque el chiste, que probablemente sólo habría enfurecido a un puñado de espectadores beatos que dormitaban viendo el programa, pronto era olvidado por todos, Azul envió cartas a todos los periódicos de Estambul amenazando con que mataría al presentador si no se retractaba y pedía disculpas en el mismo programa. Quizá la prensa de Estambul no le habría dado importancia a la amenaza, acostumbrada como estaba a otras parecidas; pero el pequeño canal de televisión, que seguía una política laicista provocadora, le invitó a participar en un programa con la intención de demostrar a la audiencia lo violentos que podían volverse los islamistas radicales con un arma en la mano. Allí él repitió sus amenazas, exagerándolas, y gracias al éxito del programa consintió en representar el papel de «islamista rabioso armado con un cuchillo» para otros canales de televisión. Fue por aquel entonces, cuando el fiscal comenzó a buscarle por «amenaza de muerte» y cuando estaba cosechando los primeros frutos de su fama, que Azul empezó a ocultarse. Güner Bener, consciente de que el asunto interesaba a la audiencia, le desafió desde su programa diario en directo afirmando de manera inesperada que no temía «a reaccionarios degenerados, enemigos de Atatürk y de la República» y un día después lo encontraron en la habitación de su lujoso hotel de Esmirna, adonde había ido por motivos del programa, estrangulado con la corbata multicolor con diseños de pelotas de playa que se había puesto para el concurso. A pesar de que Azul demostró que aquel día y a aquella hora se encontraba en Manisa en una conferencia en apoyo a las jóvenes empañoladas, continuó ocultándose y huyendo de la prensa, que informó ampliamente del asunto extendiendo su fama por todo el país. Durante un tiempo Azul desapareció del mapa porque por aquellos días parte de la prensa islamista le atacaba tanto como la laica acusándole de presentar al islam político como algo sanguinario, de ser un juguete de la prensa laica, de que le fascinaban de manera inapropiada para un islamista la fama y los medios de comunicación, y de ser agente de la CIA. Por entonces se extendió por círculos islamistas el rumor de que había luchado heroicamente contra los serbios en Bosnia y contra los rusos en Grozni, pero también había quien decía que todo aquello eran mentiras.

Los que estén interesados en lo que pensaba Azul sobre todo esto pueden acudir a su breve autobiografía en este mismo libro a partir de la frase que comienza por «En lo que respecta a mi condena a muerte» en la quinta página del capítulo treinta y cinco, titulado No soy agente de nadie y subtitulado «Ka y Azul en la celda», pero no estoy seguro de que todo lo que dice allí nuestro personaje sea cierto. El que se contaran tantas mentiras sobre él y el que en algunos rumores alcanzara cierta altura legendaria se alimentaba del propio ambiente misterioso que rodeaba a Azul. A juzgar por el silencio posterior en que había querido envolverse, podría considerarse que Azul había acabado por darles la razón a las críticas de algunos círculos islamistas sobre cómo había accedido a la fama y a otras que afirmaban que un musulmán no debía dejarse ver tanto en los medios de comunicación laicos, sionistas y burgueses, pero, como ya veremos en nuestra historia, en realidad a Azul le gustaba hablar con la prensa.

En cuanto a los rumores que habían surgido sobre su llegada a Kars —como ocurre con los rumores que se propagan al instante en todos los lugares pequeños—, la mayoría eran incoherentes. Algunos decían que Azul había venido para proteger las bases y algunos secretos de una organización islamista kurda que había sido desarticulada gracias a las redadas estatales efectuadas contra sus dirigentes en Diyarbakir, pero en realidad dicha organización no tenía más seguidores en Kars que un par de chiflados. Los militantes pacíficos y bienintencionados de ambas facciones decían que había venido para apaciguar el enfrentamiento que había surgido en las ciudades del este, y que en los últimos tiempos iba en aumento, entre nacionalistas kurdos marxistas e islamistas kurdos. El conflicto entre islamistas kurdos y nacionalistas marxistas kurdos, que había comenzado con discusiones, insultos, palizas y peleas callejeras, se había convertido en muchas ciudades en apuñalamientos y ataques con cuchillos de carnicero, y en los últimos meses los militantes habían comenzado a matarse a tiros, a secuestrarse, a torturarse en los interrogatorios (ambas partes usaban métodos como dejar que goteara sobre la piel plástico fundido o estrujar los huevos) y a estrangularse. Se comentaba que Azul iba de ciudad en ciudad tanteando las bases enviado por una comisión secreta de mediadores formada con la intención de terminar con aquella guerra que, en opinión de la mayoría, sólo servía a los intereses del Estado, pero, como decían sus enemigos, no era adecuado para tan prestigiosa y difícil misión por los puntos oscuros de su pasado y por su juventud. Los jóvenes islamistas difundieron también el rumor de que había venido para eliminar al disc-jockey y «brillante» presentador en brillantes ropajes de la emisora local de televisión de Kars, la Televisión de Kars Fronteriza, que hacía chistes indecentes y que, aunque fuera de manera muy encubierta, se burlaba del islam; a causa de aquellos rumores, el presentador, un azerí de origen llamado Hakan Özge, había empezado a hablar de Dios y de las horas de oración cada dos por tres en sus últimos programas. También había quienes imaginaban que Azul era el contacto en Turquía de una red internacional de terrorismo islamista. Al parecer, las fuerzas de seguridad e Inteligencia de Kars tenían conocimiento de los planes de dicha red, que contaba con apoyo saudí, de intimidar a los miles de mujeres que venían a Turquía para prostituirse desde los países de la antigua Unión Soviética asesinando a algunas de ellas. De la misma manera que Azul no intentó refutar ninguna de aquellas afirmaciones, tampoco desmintió los rumores de que había venido a causa de las mujeres que se suicidaban, de las muchachas empañoladas o de las elecciones municipales. El hecho de que no apareciera en público y que no respondiera a lo que se decía sobre él le dotaba de un aire misterioso que a los estudiantes del Instituto de Imanes y Predicadores y a los jóvenes en general les resultaba muy atractivo. No se dejaba ver por las calles de Kars no sólo para ocultarse de la policía, sino también para mantener aquel aire de leyenda, y aquello contribuía a crear dudas sobre si se hallaba realmente en la ciudad o no.

Ka llamó al timbre que le había indicado el joven del gorro rojo y comprendió al instante que el hombre bajito que le abría la puerta y le invitaba a pasar era el mismo que hora y media antes había disparado al director de la Escuela de Magisterio en la pastelería Vida Nueva. En cuanto le vio, el corazón comenzó a latirle con fuerza.

—Disculpe —le dijo el hombre bajito levantando los brazos y mostrándole las palmas de las manos—. En los últimos dos años han intentado matar tres veces a nuestro Maestro, tengo que registrarle.

Ka abrió los brazos para que le cacheara con la comodidad de una costumbre que le había quedado de los años de universidad. Mientras aquel hombre pequeñito le pasaba meticulosamente sus manos pequeñitas por la camisa y la espalda buscando un arma, a Ka le dio miedo que notara lo rápido que le latía el corazón. Inmediatamente después, su corazón retomó su ritmo normal y Ka se dio cuenta de que se había equivocado. No, el hombre que estaba viendo no era en absoluto el mismo que había disparado al director de la Escuela de Magisterio. Aquel amable hombre maduro que le recordaba a Edward G. Robinson no parecía ni lo bastante decidido ni lo bastante seguro como para dispararle a nadie.

Ka oyó los sollozos de un niño que comenzaba a llorar y la dulce voz de su madre, que le hablaba cariñosamente.

—¿Me quito los zapatos? —preguntó, y empezó a quitárselos sin esperar respuesta.

—Aquí estamos de invitados —dijo de repente una voz—. No queremos ser una molestia para nuestros anfitriones.

Entonces Ka se dio cuenta de que había alguien más en el pequeño vestíbulo. Aunque comprendía que se trataba de Azul, una parte de su mente, que se había preparado para un encuentro mucho más impresionante, aún lo dudaba. Siguiendo a Azul entró en una habitación pobretona con la televisión en blanco y negro encendida. Allí un niño pequeño, con la mano en la boca hasta la muñeca, observaba con profunda seriedad y satisfacción a su madre, que le decía cosas bonitas en kurdo mientras le cambiaba, pero que rápidamente clavó la mirada en Azul y en Ka, que le seguía. Como siempre ocurría con las antiguas casas rusas, no había pasillo. Entraron en una segunda habitación.

La mente de Ka estaba concentrada en Azul. Vio una cama hecha con precisión militar, un pijama azul a rayas cuidadosamente doblado junto a la almohada, un cenicero en el que ponía «Electricidad Ersin», un calendario con vistas de Venecia en la pared y una amplia ventana abierta desde la que se contemplaban las melancólicas luces de toda la ciudad de Kars bajo la nieve. Azul cerró la ventana y se volvió a Ka.

El azul de sus ojos se acercaba a un azul marino insólito en un turco. No tenía barba, era moreno y mucho más joven de lo que Ka había creído, tenía una piel tan pálida que despertaba admiración y una nariz con un alto puente. Parecía extraordinariamente apuesto. Tenía un atractivo que procedía de su confianza en sí mismo. En su porte, en su actitud y en su apariencia externa no había nada que se pareciera al islamista barbudo, paleto y agresivo que había dibujado la prensa laica, con un rosario en una mano y un arma en la otra.

—No se quite el abrigo hasta que la estufa caliente la habitación… Bonito abrigo. ¿Dónde se lo ha comprado?

—En Frankfurt.

—Frankfurt… Frankfurt… —dijo Azul y se sumió en sus pensamientos con la mirada clavada en el techo.

Después le explicó que «en tiempos» le habían condenado por el artículo 163 por difundir la idea de crear un Estado basado en la religión y que por esa razón había tenido que huir a Alemania.

Hubo un silencio. Ka se daba cuenta de que tendría que decir algo si quería comportarse de manera amistosa y le inquietaba que no se le ocurriera nada. Notó que Azul hablaba precisamente para calmarle.

—Mientras estaba en Alemania, cuando iba de visita a una asociación musulmana en cualquier ciudad, anduviera por donde anduviese, por Frankfurt, por Colonia entre la catedral y la estación, o por los barrios ricos de Hamburgo, después de un rato de caminar siempre había un alemán que se diferenciaba de los otros que había visto por el trayecto y yo me concentraba en él. Lo importante no era lo que yo pensara de él, sino que, imaginando lo que él pensaría de mí, intentaba ver a través de sus ojos mi aspecto, mi ropa, mis gestos, mi manera de andar, mi historia, de dónde venía y adónde iba, quién era. Una sensación horrible, pero me acostumbré: no me despreciaba. Pero me permitía comprender cómo se despreciaban a sí mismos mis hermanos… La mayor parte de las veces los europeos no nos desprecian. Somos nosotros quienes les miramos y nos despreciamos. La emigración no sólo se hace para huir de la opresión en casa, sino también para llegar a lo más hondo de nuestra alma. Y, por supuesto, uno acaba volviendo un día para rescatar a sus cómplices, que no han tenido el suficiente valor como para abandonar el hogar. ¿Para qué has venido tú?

Ka guardaba silencio. Le inquietaban la desnudez y la pobreza de la habitación, las paredes sin pintar y con el encalado desconchado y el que le diera en los ojos la luz potente de la bombilla desnuda que tenían encima.

—No quiero molestarte con preguntas difíciles de contestar —dijo Azul—. Lo primero que el difunto mullah Kasim Ensari les decía a los extraños que iban a visitarle en el campamento de su tribu a las orillas del Tigris era: Encantado de conocerle. Disculpe, pero ¿usted para quién espía?

—Para el periódico La República —respondió Ka.

—Eso ya lo sé. Pero me extraña que se interesen tanto por Kars como para enviar aquí a alguien.

—Me presenté voluntario —contestó Ka—. Había oído que mi viejo amigo Muhtar y su mujer también estaban aquí.

—Ahora están separados, ¿no lo sabías? —le corrigió mirando atentamente a los ojos a Ka.

—Lo sabía —Ka se ruborizó hasta las orejas. Sintió odio por Azul pensando que se daba cuenta de todo lo que se le pasaba por la mente.

—¿Pegaron a Muhtar en la Dirección de Seguridad?

—Sí.

—¿Se merecía la paliza? —preguntó Azul con una expresión extraña.

—No, claro que no —replicó Ka inquieto.

—¿Por qué no te pegaron a ti? ¿Estás contento de ti mismo?

—No sé por qué no me pegaron.

—¿Sabes? Eres un burgués de Estambul —le dijo Azul—. Se te nota enseguida en la piel y en la mirada. Seguro que se han dicho que debes tener conocidos poderosos en las alturas, así que por si acaso… Pero saben que Muhtar no tiene ese tipo de relaciones, ese tipo de poder, todo él lo va proclamando. De hecho, Muhtar se metió en política para poder tener la misma seguridad en sí mismo que tú delante de ellos. Pero aunque gane las elecciones, para poder sentarse en el sillón primero tiene que probarles que es alguien capaz de aguantar las palizas del Estado. Por eso es posible que hasta se haya quedado contento con la paliza.

Azul no se reía; de hecho, en su rostro había una expresión triste.

—Nadie puede quedarse contento con una paliza —dijo Ka, y se sintió vulgar y superficial ante Azul.

En la cara de éste apareció un gesto que le indicaba: ahora vamos de una vez al asunto que hemos venido a discutir.

—Has hablado con las familias de las jóvenes que se han suicidado —dijo—. ¿Por qué has hablado con ellos?

—Porque voy a escribir un artículo al respecto. —¿Para periódicos occidentales?

—Para periódicos occidentales —le respondió Ka con una repentina y placentera superioridad. Aunque en realidad no tenía ningún conocido en ningún periódico alemán que le pudiera publicar el artículo—. Y en Turquía para La República —añadió con remordimiento.

—Los periódicos turcos no se interesan por la miseria y el dolor de su propio pueblo mientras no lo haga la prensa occidental —dijo Azul—. Se portan como si hablar de la pobreza, de los suicidios, estuviera feo, fuera algo anacrónico. Así que te verás obligado a publicar tu artículo en Europa. Por eso quería hablar contigo: ¡que no se te ocurra escribir sobre las jóvenes que se suicidan ni aquí ni allí! ¡El suicidio es un gran pecado! ¡Y es una enfermedad que cuanta más atención se le presta, más se extiende! Sobre todo el rumor de que la última muchacha que se suicidó era una musulmana «resistente» a la prohibición del velo es más mortal que el veneno.

—Pero eso es verdad —replicó Ka—. La muchacha, antes de suicidarse, hizo sus abluciones y rezó. Y ahora las jóvenes resistentes sienten un gran respeto por ella.

—¡Una joven que se suicida ni siquiera es musulmana! Y tampoco puede ser cierto que luchara por llevar el velo. Si difundes esa noticia falsa, se correrá el rumor de que entre las jóvenes musulmanas resistentes que combaten por el velo hay cobardes, hay pobrecillas que recurren a pelucas o a quienes intimida la presión de sus padres y de la policía. ¿Para eso has venido aquí? No animes a nadie a suicidarse. Esas muchachas arrinconadas entre el amor a Dios, sus familias y la escuela son tan desgraciadas y están tan solas que rápidamente todas se lanzarán a imitar a esa santa suicida.

—También el ayudante del gobernador me dijo que no exagerara sobre los suicidios en Kars.

—¿Has hablado con el ayudante del gobernador?

—También he hablado con la policía, para que no se pasaran el día molestándome.

—A ellos les encantaría ver un titular que dijera: «Jóvenes empañoladas expulsadas de la escuela se suicidan» —dijo Azul.

—Yo escribo lo que sé —respondió Ka.

—Lo que insinúas no va sólo dirigido al ayudante de un gobernador laico del Estado, sino también a mí. Y especialmente a mí me estás soltando la indirecta de «¡Ni el gobernador laico ni el islamista político quieren que se publique que las jóvenes se suicidan!».

—Sí.

—Esa joven no se suicidó porque no la admitieran en la escuela, sino por un asunto de amor. Pero si escribes que una muchacha que viste según los dictados de la religión fue derrotada y pecó suicidándose por una vulgar cuestión de amores, los jóvenes islamistas del Instituto de Imanes y Predicadores se enfadarán bastante contigo. Y Kars es un sitio pequeño.

—Me gustaría preguntarles todo eso a las propias muchachas.

—¡Harías muy bien! —dijo Azul—. Pregúntales qué les parece que se publique en la prensa alemana que las que se resisten a quitarse el velo que llevan por amor a Dios se hunden con todo lo que les pasa, se suicidan y mueren en pecado.

—¡Se lo preguntaré! —contestó Ka testarudo pero también con algo de miedo.

—Te he mandado llamar para decirte además otra cosa —añadió Azul—. Hace un rato han disparado al director de la Escuela de Magisterio ante tus ojos… Es el resultado de la ira que ha provocado en los musulmanes la presión del Estado sobre las jóvenes que se cubren. Pero, por supuesto, también es una provocación ordenada por el propio Estado. Primero usaron al pobre director como instrumento de su tiranía y luego hicieron que un chiflado le disparara para que puedan culpar a los musulmanes.

—¿Reivindica el atentado o lo condena? —le preguntó Ka con la meticulosidad de un periodista.

—Yo no he venido a Kars por motivos políticos —le contestó Azul—. He venido a Kars para impedir que se propaguen los suicidios —de repente sujetó a Ka por los hombros, lo atrajo hacia sí y le besó en ambas mejillas—. Tú eres un místico que ha entregado años de su vida a la penitencia de la poesía. No puedes ser instrumento de los que quieren hacer el mal a los musulmanes y a los oprimidos. De la misma forma que yo he confiado en ti, tú has confiado en mí y has venido a verme con toda esta nieve. Para darte las gracias, te voy a contar una historia con moraleja —clavó su mirada en la de Ka con un aire entre juguetón y serio—. ¿Te la cuento?

—Cuéntemela.

—Érase una vez, había en el Irán un héroe sin par, un guerrero incansable. Todos lo conocían y lo querían. Llamémosle Rüstem, como le llamaban entonces los que le querían. Un día Rüstem se perdió mientras estaba de caza y cuando se quedó dormido perdió también su montura. Buscando a su caballo Rakş, entró en tierras enemigas, en el Turan. Pero como su fama le precedía, le reconocieron y se portaron bien con él. El sha de Turan le invitó a su casa y le ofreció un banquete. Cuando Rüstem se retiró a su habitación después de la cena, entró en ella la hija del sha y le contó que estaba enamorada de él. Le dijo que quería tener un hijo suyo. Le engañó con su belleza y con sus palabras e hicieron el amor. A la mañana siguiente Rüstem regresó a su país no sin antes dejar una señal para el hijo que habría de nacer: un brazalete. Cuando el niño —le llamaron Suhrab, y así le llamaremos también nosotros— supo por su madre que su padre era el legendario Rüstem, dijo: «Iré al Irán, destronaré al cruel sha Keykavus y en su lugar coronaré a mi padre… Luego volveré aquí, a Turan, destronaré también Alshah Efrasiyab, tan cruel como Keykavus, y me coronaré en su lugar. Entonces mi padre y yo gobernaremos con justicia sobre Irán y Turan, es decir, sobre el mundo entero». Eso dijo el inocente y bienintencionado Suhrab, pero no se dio cuenta de que sus enemigos eran más retorcidos y taimados que él. Efrasiyab, el sha de Turan, le dio todo su apoyo en su guerra contra Irán, pero introdujo espías en el ejército para que impidieran que reconociera a su padre. Después de todo tipo de trucos, engaños, malas jugadas del destino y casualidades secretas tramadas por el Altísimo, el legendario Rüstem y su hijo Suhrab, con sus tropas formadas tras ellos, se enfrentaron en el campo de batalla sin reconocerse puesto que iban embutidos en sus armaduras. De hecho, Rüstem siempre ocultaba quién era con su armadura para que el paladín con el que se enfrentaba no recurriera a todas sus fuerzas. Suhrab, el de corazón de niño, con la mirada puesta tan sólo en llevar al trono de Irán a su padre, ni siquiera prestó atención a con quién iba a luchar. Así fue como aquellos dos grandes guerreros de corazón puro, padre e hijo, se lanzaron al frente con las espadas desenvainadas mientras sus soldados les contemplaban a sus espaldas.

Azul guardó silencio. Y luego, como un niño, sin mirar a Ka a los ojos, dijo:

—Cuando llego a esta parte de la historia, a pesar de haberla leído cientos de veces, mi corazón empieza a latir con un estremecimiento. No sé por qué, de entrada me identifico con Suhrab a punto de matar a su padre. Pero ¿quién quiere matar a su padre? ¿Qué alma puede soportar el dolor de esa culpa, el peso de ese pecado? ¡Sobre todo ese Suhrab de corazón de niño, en quien me reconozco! Si hay que hacerlo, la mejor manera de matar al padre es sin saber quién es.

Mientras pienso todo esto, los dos héroes comienzan a pelear y después de horas de lucha ambos se retiran bañados en sudor sin haber podido derrotar al otro. En la noche de ese primer día mi mente se obsesiona con su padre tanto como con Suhrab, y cuando leo la continuación de la historia me emociono como si fuera la primera vez que lo hiciera y me imagino optimista que ese padre y ese hijo incapaces de derrotarse podrán resolver el asunto de alguna manera.

El segundo día, de nuevo los ejércitos forman frente a frente y de nuevo padre e hijo se lanzan al frente en sus armaduras y comienzan a pelear sin darse cuartel. Ese día, tras una larga lucha, la suerte —¿es eso suerte?— le sonríe a Suhrab, que derriba a Rüstem del caballo y se abalanza sobre él. Ha sacado la daga y está a punto de darle el golpe mortal a su padre cuando sus hombres se llegan a él y le dicen: «En Irán no es tradición cortar la cabeza del paladín enemigo la primera vez. No le mates, estaría mal». Y Suhrab no mata a su padre.

Leyendo esto siempre me siento confuso. Mi corazón rebosa de amor por Suhrab. ¿Qué significa el destino que Dios les tiene reservado a padre e hijo? El tercer día, al contrario de lo que esperaba con tanta curiosidad, la lucha termina en un instante. Rüstem derriba a Suhrab de su caballo, le clava la espada en el pecho de un solo golpe y le mata. La rapidez del hecho es tan sorprendente como su atrocidad. Cuando Rüstem se da cuenta por el brazalete de que es su propio hijo a quien acaba de matar, cae de rodillas, toma en su regazo el cadáver ensangrentado y llora.

En este punto de la historia yo también lloro siempre: lloro no tanto porque comparta el dolor de Rüstem, sino porque comprendo el significado de la muerte del pobre Suhrab. A Suhrab, movido por el amor a su padre, le mata su propio padre. En ese momento, el lugar de mi admiración por el amor filial de ese Suhrab de corazón de niño lo ocupa un sentimiento más profundo y maduro, el dolor solemne de Rüstem, fiel a las normas y a las tradiciones. Mi cariño y mi admiración, que durante toda la historia han estado del lado del rebelde e individualista Suhrab, pasan a ser por el fuerte y responsable Rüstem.

Cuando Azul guardó silencio por un instante, Ka le envidió por poder contar una historia, cualquier historia, con tanta convicción.

—Pero no te he contado esta bonita historia para explicarte cómo le ha dado sentido a mi vida, sino para contarte cómo ha sido olvidada —le dijo Azul—. Esta historia, que tiene al menos mil años, es del Şehname de Firdevsi. En tiempos, millones de personas, de Tabriz a Estambul, de Bosnia a Trebisonda, la conocían y, recordándola, comprendían el sentido de sus vidas. Como los que hoy en Occidente piensan en el parricidio de Edipo o en la obsesión por el trono y la muerte de Macbeth. Pero ahora todo el mundo ha olvidado esta historia a causa de la admiración por Occidente. Las viejas historias han desaparecido de los libros de texto. ¡Ya no hay en Estambul ni una librería donde puedas comprar el Şehname! ¿Por qué?

Se callaron un rato.

—Sé lo que estás pensando —dijo Azul—. ¿Puede alguien ser capaz de matar por la belleza de esta historia? Eso piensas, ¿no?

—No lo sé —le respondió Ka.

—Pues piénsalo entonces —replicó Azul, y salió de la habitación.