7. Islamista político es el nombre que nos dan los occidentales y los laicos

En la sede del partido, en la Dirección de Seguridad y de nuevo en las calles

Había algo escalofriante en el hecho de permanecer sentados en la oscuridad sin hablarse, pero Ka prefería aquella tensión a lo artificioso de estar hablando con Muhtar a la luz como si fueran dos viejos amigos. Ahora lo único que le relacionaba con Muhtar era İpek, y aunque a Ka le apeteciera hablar de ella, por otro lado temía que se le notara que estaba enamorado. Otra cosa que le daba miedo era que Muhtar le contara más historias y demostrara que era aún más tonto de lo que ya le parecía porque entonces la admiración que quería sentir por İpek se vería sacudida desde el comienzo por el hecho de haber estado casada durante años con un tipo así.

Por eso Ka se sintió más tranquilo cuando Muhtar, movido por la falta de tema de conservación, sacó a relucir el tema de sus antiguos compañeros izquierdistas y de los exiliados políticos que habían huido a Alemania. En respuesta a una pregunta de Muhtar, le dijo sonriendo que había oído que Tufan el de Malatya, el del pelo rizado, que en tiempos escribía en la revista «sobre cuestiones del Tercer Mundo», se había vuelto loco. Le contó que la última vez que lo había visto había sido en la estación central de Stuttgart, con un palo larguísimo en la mano y un mocho húmedo en la punta del palo mientras silbaba y fregaba el suelo a todo correr. Luego Muhtar le preguntó por Mahmut, que tantos sermones les echaba porque no tenía pelos en la lengua. Ka le dijo que se había unido a la comunidad del integrista Hayrullah Efendi y que ahora demostraba la misma furia de las discusiones de su época de izquierdista en las peleas sobre quién dominaría qué mezquita o qué comunidad en Alemania. Otro, el afable Süleyman, a quien Ka recordaba también sonriendo, se aburrió tanto en la pequeña ciudad de Traunstein, en Baviera, donde vivía gracias al dinero de una fundación de la Iglesia que abría los brazos a todo tipo de refugiados políticos del Tercer Mundo, que había regresado a Turquía aun a sabiendas de que podían meterle en la cárcel. Recordaron a Hikmet, asesinado de forma misteriosa mientras trabajaba de conductor en Berlín, a Fadil, que se había casado con una mujer madura, viuda de un oficial nazi, con la que regentaba una pensión, y a Tarik el teórico, que trabajaba para la mafia turca en Hamburgo y se había hecho rico. Sadik, que en tiempos había ayudado a Muhtar, Ka, Taner e İpek a doblar las hojas de las revistas recién salidas de la imprenta, ahora estaba a la cabeza de una banda que se dedicaba a introducir trabajadores ilegales en Alemania a través de los Alpes. De Muharrem, que con tanta facilidad se ofendía, se decía que ahora llevaba una plácida vida subterránea junto a su familia en una de esas estaciones fantasmas de la red de metro de Berlín que habían dejado de usarse a causa de la guerra fría y el Muro. Cuando el tren pasaba a toda velocidad entre las estaciones de Kreuzberg y Alexanderplatz, los socialistas turcos jubilados que iban en el vagón se ponían firmes como los facinerosos de Estambul que, cada vez que pasaban ante Arnavutköy, saludaban mirando por un instante la corriente en honor al legendario gángster que había desaparecido con su coche en el agua. Aunque los exiliados políticos que iban en aquel momento en el vagón no se conocieran unos a otros, echaban una mirada de reojo a los camaradas que saludaban firmes al legendario héroe de una causa perdida. Fue en uno de esos vagones de Berlín donde Ka se encontró con Ruhi, tan crítico con sus compañeros izquierdistas porque no se interesaban por la psicología, y donde se enteró de que trabajaba como cobaya para medir la influencia de la publicidad de un nuevo tipo de pizza de cecina que se pensaba comercializar con la mirada puesta en los estratos más bajos de los trabajadores emigrantes. De todos los exiliados políticos que Ka conoció en Alemania, el más feliz era Ferhat: se había unido al PKK, asaltaba oficinas de las Líneas Aéreas Turcas con entusiasmo nacionalista, se le había visto en la CNN arrojando cócteles molotov a consulados turcos y estaba aprendiendo kurdo soñando con los poemas que escribiría algún día. Otros por los que Muhtar le preguntó con una extraña curiosidad, o los había olvidado hacía ya mucho, o había oído que, como tantos otros que se unen a pequeñas bandas, trabajan para los servicios secretos o se meten en asuntos oscuros, habían desaparecido del mapa o se habían desvanecido, muy probablemente siendo asesinados en silencio y después arrojados a un canal.

Cuando, a la luz de la cerilla que había encendido su antiguo amigo, fue capaz de situar de nuevo el fantasmal mobiliario de la sede provincial del partido, una vieja mesita, una estufa de gas, Ka se puso en pie, se acercó a la ventana y contempló admirado la nieve que caía.

La nieve caía lentamente en grandes copos que llenaban la mirada. Al amainar tenía algo en su plenitud y en su blancura, más evidente a la luz azulada que surgía de un lugar indeterminado de la ciudad, que proporcionaba paz y confianza, y una elegancia que dejaba admirado a Ka. Recordó las noches nevadas de su infancia, en tiempos en Estambul también se cortaba la electricidad por la nieve y las tormentas, cuando en su casa se escuchaban susurros de imploraciones pías —Dios nos proteja— que aceleraban su corazón infantil y Ka se sentía feliz de tener una familia. Contempló entristecido los caballos que tiraban de un carro con dificultad bajo la nevada: en la oscuridad sólo podía distinguir las cabezas de los animales sacudiéndose tensas a izquierda y derecha.

—Muhtar, ¿todavía vas a ver a Su Excelencia?

—¿A Su Excelencia Saadettin Efendi? A veces. ¿Por qué?

—¿Qué es lo que te da?

—Algo de amistad y algo de afecto, aunque no dure mucho. Es un hombre sabio.

Pero Ka no sintió alegría en la voz de Muhtar sino decepción.

—En Alemania llevo una vida muy solitaria —continuó Ka obstinado—. A medianoche, cuando miro los tejados de Frankfurt siento que ni este mundo ni mi vida son en vano. Oigo en mi interior una serie de voces.

—¿Qué tipo de voces?

—Quizá sea porque he envejecido y me da miedo morir —le dijo Ka avergonzado—. Si fuera escritor, escribiría sobre mí «A Ka la nieve le hacía recordar a Dios». Pero no estoy seguro de que sea del todo cierto. El silencio de la nieve me acerca a Dios.

—Los religiosos, los derechistas, los conservadores musulmanes de este país… —le interrumpió Muhtar a toda prisa dejándose llevar por una falsa esperanza—, a mí esa gente me vino muy bien después de mis años de ateo izquierdista. Búscalos. Estoy seguro de que a ti también te ayudarán.

—¿De veras?

—De entrada, todos esos hombres piadosos son modestos, amables, comprensivos. No desprecian a la gente al momento como los occidentalizados. Son afectuosos y también ellos han sido heridos. Si llegan a conocerte, te querrán, no se andan con ironías.

Ka sabía desde el primer momento que creer en Dios en Turquía no significaba que uno fuera en solitario al encuentro de la más sublime idea, del mayor creador, sino, ante todo, pertenecer a una comunidad, a un círculo; no obstante, le decepcionó que Muhtar le hablara de la utilidad de las comunidades sin ni siquiera mencionar a Dios ni la fe del individuo. Sintió que despreciaba a Muhtar por eso. Pero mientras miraba por la ventana en la que apoyaba la frente, llevado por un impulso, le dijo a Muhtar algo completamente distinto:

—Muhtar, me da la impresión de que si comenzara a creer en Dios, te llevarías una decepción, hasta me despreciarías.

—¿Por qué?

—Te dan miedo los individuos occidentalizados y solitarios que creen en Dios por sí solos. Encuentras más seguro a un incrédulo que pertenece a una comunidad que a un creyente individual. Para ti, un hombre solo es más miserable y malvado que un incrédulo.

—Yo estoy muy solo —le dijo Muhtar.

Ka sintió cierto rencor y cierta pena por el hecho de que hubiera podido decir aquellas palabras de manera tan sincera y convincente. Ahora notaba que la oscuridad de la habitación había creado entre Muhtar y él una cierta intimidad de borrachos.

—No es que lo vaya a ser, pero ¿sabes lo que en realidad te daría miedo de que me convirtiera en un beato de los que rezan cinco veces al día? Tú sólo puedes abrazarte a tu religión y a tu comunidad si infieles laicos como yo nos echamos sobre los hombros las tareas del Estado y el comercio. En este país nadie puede rezar con tranquilidad de corazón sin confiar en la eficiencia de un ateo que lleve como es debido los asuntos ajenos a la religión, como la política y el comercio con Occidente.

—Pero tú no eres ese comerciante ni ese hombre de Estado que se ocupa de asuntos ajenos a la religión. Cuando quieras te llevaré a ver a Su Excelencia el jeque.

—¡Parece que han llegado nuestros policías! —dijo Ka.

Ambos miraron en silencio por los huecos del cristal de la ventana, helado aquí y allá, a los dos civiles que, bajo la nieve, se bajaban lentamente de un coche de policía que había aparcado abajo, en la puerta de la galería.

—Ahora tengo que pedirte algo —le dijo Muhtar—. Dentro de nada van a subir esos tipos y nos van a llevar a la central. A ti no te detendrán, te tomarán declaración y te soltarán. Vuelves al hotel, Turgut Bey, el dueño, te invitará a cenar esta noche y tú aceptarás. Allí, por supuesto, estarán sus abnegadas hijas. En ese momento quiero que le digas a İpek lo siguiente. ¿Me estás escuchando? ¡Dile a İpek que quiero volver a casarme con ella! Fue un error pedirle que se cubriera, que se vistiera según las normas del islam. ¡Dile que no volveré a comportarme como un marido celoso y cerril de miras estrechas, que me arrepiento y me avergüenzo de todas las presiones a las que la sometí mientras estuvimos casados!

—¿Y no le has dicho tú ya a İpek todo eso?

—Sí, se lo he dicho, pero no me ha servido de nada. Quizá no me crea porque soy el jefe provincial del Partido de la Prosperidad. Tú eres un hombre de otro tipo, que viene de Estambul, ¡de Alemania! Si tú se lo dices, te creerá.

—¿Y no te creará problemas políticos como jefe provincial del Partido de la Prosperidad que tu mujer lleve la cabeza descubierta?

—Dentro de cuatro días, si Dios quiere, ganaré las elecciones y seré alcalde —le contestó Muhtar—. Pero lo más importante es que le expliques a İpek que estoy arrepentido. Por entonces yo quizá siga detenido todavía. ¿Lo harás por mí, hermano?

Ka tuvo un momento de indecisión.

—Lo haré —dijo luego.

Muhtar abrazó a Ka y le besó en las mejillas. Ka sintió por Muhtar algo entre pena y asco y se despreció a sí mismo por no poder ser tan inocente y abierto de corazón como Muhtar.

—Te pido además que por favor le entregues en propia mano a Fahir este poema mío —añadió Muhtar—. Es ese del que te hablé hace un momento, se llama «La escalera».

En la oscuridad, mientras Ka se metía el poema en el bolsillo, tres hombres de civil entraron en el despacho; dos de ellos llevaban enormes linternas en la mano. Estaban preparados y eran meticulosos y por sus gestos se comprendía que estaban perfectamente al tanto de lo que hacían allí Ka y Muhtar. Ka comprendió que pertenecían al SNI. No obstante, mientras comprobaban el documento de identidad de Ka, le preguntaron qué hacía allí. Él les explicó que había venido de Estambul para escribir un artículo para el diario La República sobre las elecciones y las mujeres que se suicidaban.

—¡La verdad es que se suicidan para que ustedes lo escriban en los periódicos de Estambul! —dijo uno de los funcionarios.

—No, no es por eso —le replicó Ka arrogante.

—Entonces, ¿por qué?

—Se suicidan porque son infelices.

—Nosotros también somos infelices pero no nos suicidamos.

Mientras, por otro lado, abrían los armarios de la sede provincial del partido, sacaban los cajones y vaciaban el contenido sobre la mesa y buscaban algo entre los archivos a la luz de las linternas que llevaban. Volcaron la mesa de Muhtar para ver si tenía un arma debajo y arrastraron uno de los armarios para mirar por detrás. Se portaban con Ka mucho mejor de lo que lo hacían con Muhtar.

—¿Por qué vino aquí en lugar de acudir a la policía después de ver cómo disparaban al director?

—Tenía una cita aquí.

—¿Para qué?

—Somos antiguos compañeros de universidad —intervino Muhtar con una voz como si se disculpara—. Y la dueña del hotel Nieve Palace, donde se hospeda, es mi mujer. Poco antes del atentado me llamaron aquí, a la sede del partido, para pedirme una cita. Pueden comprobarlo ya que los de Inteligencia nos escuchan los teléfonos.

—¿Y qué sabes tú de si escuchamos vuestros teléfonos o no?

—Lo siento mucho —dijo Muhtar sin inmutarse lo más mínimo—. No lo sé, lo supuse. Quizá me haya equivocado.

Ka notaba en Muhtar la sangre fría y la represión asumida de quien acepta como algo tan natural como los cortes de luz y el que los caminos estén siempre embarrados el que la policía le maltrate y aguantarse, el no convertir en una cuestión de honor los insultos y los empellones, la crueldad de la policía y el Estado, y le respetaba porque él no poseía aquella flexibilidad y aquel talento tan útiles.

Después de registrar durante largo rato la sede provincial del partido, poner patas arriba armarios y archivos, llenar con parte de sus contenidos unas bolsas que ataron con cuerdas y levantar un acta del registro, los metieron en la parte de atrás del coche de policía y, mientras estaban allí sentados en silencio como niños culpables, Ka vio aquella misma represión en las enormes y blancas manos de Muhtar, que descansaban tranquilas sobre sus rodillas como perros viejos y gordos. Mientras el coche de policía avanzaba lentamente por las calles nevadas y oscuras de Kars, contemplaron con amargura las luces de un pálido naranja que se filtraban a través de los visillos entreabiertos de las ventanas de antiguas mansiones armenias, ancianos que caminaban despacio por las aceras heladas llevando bolsas de plástico y fachadas de casas tan solitarias, vacías y viejas como fantasmas. En el tablón de anuncios del Teatro Nacional habían colgado carteles de la función de aquella noche. Los obreros que estaban pasando por las calles el cable para la retransmisión en vivo todavía estaban trabajando. En la estación de autobuses había un ambiente de espera nerviosa porque las carreteras seguían cortadas.

El coche de policía avanzó lentamente bajo una nieve fantasmagórica cuyos copos le parecían a Ka tan enormes como los que tenían aquellos juguetes rellenos de agua a los que los niños pequeños llamaban «tormenta de nieve». Como el chófer conducía con cuidado y despacio, a Ka le dio tiempo, en los siete u ocho minutos que tardaron en recorrer incluso aquel breve trecho, a que sus ojos se encontraran con los de Muhtar, sentado a su lado, y por la mirada triste y tranquilizadora de su antiguo amigo pudo comprender, avergonzado y aliviado, que a Muhtar le golpearían en la Dirección de Seguridad mientras que a él no le tocarían un pelo.

Ka también notó en aquella mirada de su amigo, que seguiría recordando años más tarde, que Muhtar pensaba que se merecía la paliza que iba a llevarse poco después. A pesar de estar absolutamente convencido de que iba a ganar las elecciones municipales que se iban a celebrar cuatro días después, en sus ojos había una mirada tan resignada, tan de estar disculpándose por adelantado, que Ka comprendió que Muhtar pensaba lo siguiente: «Sé que me merezco la paliza que me voy a llevar dentro de poco y que intentaré soportarla sin perder mi orgullo, por insistir en seguir viviendo en este rincón del mundo y además por haberme dejado arrastrar por la ambición del poder; y por todo eso me veo inferior a ti. Por favor, no me eches a la cara mi vergüenza mirándome tan fijamente a los ojos».

Después de que la furgoneta de la policía se detuviera en el patio exterior, cubierto de nieve, de la Dirección de Seguridad, no separaron a Ka de Muhtar, pero se comportaron de manera muy distinta con cada uno de ellos. A Ka le trataron como a un famoso periodista que venía de Estambul, como a alguien influyente que si escribía algo en contra de ellos podía causarles problemas y como a un testigo inteligente dispuesto a colaborar. En su forma de portarse con Muhtar, en cambio, tenían ese aire despectivo de «¿Otra vez tú?». Incluso se volvían hacia Ka y le miraban con aspecto de estar preguntándole «¿Qué hace usted con uno como éste?». Ka pensó inocentemente que su trato despectivo a Muhtar también se debía en parte a que lo encontraban estúpido (¿Te crees que te van a entregar el Estado en bandeja de plata?) y desorientado (¡Primero deberías hacerte con el control de tu vida!). Pero sólo más tarde entendería que lo que aquello implicaba era algo completamente distinto.

En cierto momento llevaron a Ka a una habitación contigua y le enseñaron cerca de cien fotografías en blanco y negro que habían extraído de los archivos para que intentara identificar al bajito atacante del director de la Escuela de Magisterio. Allí había fotografías de todos los islamistas políticos de Kars y alrededores que habían sido detenidos aunque sólo fuera una vez por las fuerzas de seguridad. La mayoría eran jóvenes, kurdos, campesinos o desempleados, pero entre ellos también había vendedores ambulantes, estudiantes del Instituto de Imanes y Predicadores e incluso de universidad, profesores y turcos suníes. Ka reconoció en las fotos de unos jóvenes que miraban enfurecidos y tristes a la cámara de la Dirección de Seguridad la cara de dos muchachos con los que se cruzó a lo largo de aquel día que había pasado en las calles de Kars, pero le resultó imposible identificar por las fotografías en blanco y negro al agresor, a quien recordaba mayor y más bajito.

Cuando regresó a la otra habitación vio que a Muhtar, que continuaba sentado sacando joroba en el mismo taburete que antes, le sangraba la nariz y que tenía un ojo ensangrentado. Muhtar, después de hacer un par de gestos avergonzado, se ocultó la cara con el pañuelo. En el silencio que siguió, Ka imaginó que Muhtar, gracias a la paliza que se había llevado, se habría redimido del sentimiento de culpabilidad y de la opresión espiritual que le provocaban la pobreza y la estupidez del país. Dos días más tarde, justo antes de recibir con dolor la noticia más triste de su vida —y encontrándose él mismo en la misma situación que Muhtar—, Ka recordaría aquel pensamiento aunque en ese momento le parecería estúpido.

Un minuto después de que su mirada se cruzara con la de Muhtar, volvieron a llevarse a Ka a la habitación contigua para tomarle declaración. Mientras Ka le contaba a un policía joven, que usaba una máquina de escribir hermana de la vieja Remington que su padre, abogado, tecleaba en las tardes de su niñez cuando se llevaba trabajo a casa, cómo habían disparado al director de la Escuela de Magisterio, pensó en que quizá le hubieran enseñado a Muhtar para meterle miedo.

Cuando poco después le dejaron libre, la imagen de la cara ensangrentada de Muhtar, que se había quedado encerrado, tardó en írsele de la mente. Antiguamente la policía no zurraba con tanta alegría a los conservadores en las ciudades de provincias. Pero Muhtar no era de un partido de centro derecha como ANAP; pertenecía a un movimiento que pretendía ser islamista radical. Sintió que, con todo, la situación también tenía que ver en parte con la propia personalidad de Muhtar. Caminó largo rato bajo la nieve, se sentó en un murete por la parte de abajo de la calle del Ejército y se fumó un cigarrillo contemplando a los niños que patinaban y se deslizaban por la cuesta nevada a la luz de las farolas. Estaba cansado de toda la pobreza y toda la violencia de la que había sido testigo a lo largo del día, pero en su interior palpitaba la esperanza de poder comenzar una vida completamente nueva con el amor de İpek.

Más tarde, caminando de nuevo bajo la nieve, se encontró en la acera contraria a la pastelería Vida Nueva. La luz azul del coche de policía que había aparcado frente al escaparate roto de la pastelería iluminaba con una agradable claridad a la muchedumbre, mujeres y niños incluidos, que observaba a los agentes, y a la nieve, que caía sobre toda Kars con una paciencia divina. Ka se incorporó al gentío y vio que en la pastelería los policías todavía estaban interrogando al anciano camarero.

Alguien tocó el hombro de Ka con un movimiento temeroso.

—Usted es Ka el poeta, ¿no? —era un muchacho de enormes ojos azules y cara de niño bueno—. Me llamo Necip. Sé que ha venido a Kars para escribir un artículo para el diario La República sobre las elecciones y las jóvenes suicidas y que se ha visto con mucha gente. Pero hay otra persona importante en Kars a quien tiene que ver.

—¿A quién?

—¿Nos apartamos un poco?

A Ka le gustó el aspecto misterioso que había adoptado el muchacho. Se retiraron hasta llegar ante el quiosco Moderno, «Famoso en el Mundo Entero por sus Jarabes y su Salep».

—Estoy autorizado a decirle quién es esa persona a quien debe ver sólo si acepta hacerlo.

—¿Cómo puedo comprometerme a hablar con él sin saber quién es?

—En eso tiene razón —reconoció Necip—. Pero esa persona se está ocultando. De quién se oculta y por qué no puedo decírselo mientras usted no acepte verle.

—Muy bien, acepto hablar con él —respondió Ka. Y añadió con un tono que había sacado de los cómics—: Espero que esto no sea una trampa.

—Si no confías en la gente, no podrás conseguir nada en la vida —le contestó Necip también con tono de cómic.

—Confío en vosotros. ¿Quién es la persona a la que debo ver?

—Seguro que hablarás con él después de saber su nombre. Pero mantendrás el secreto del lugar en que se oculta. Ahora vuelve a pensártelo. ¿Te digo quién es?

—Sí —le contestó Ka—. Confiad también vosotros.

—Esa persona se llama Azul —dijo Necip con el entusiasmo de quien recuerda el nombre de un héroe legendario. Se sintió decepcionado al no observar ninguna reacción en Ka—. ¿O es que no habéis oído hablar de él en Alemania? En Turquía es famoso.

—Lo sé —dijo Ka con un tono tranquilizador—. Estoy dispuesto a verle.

—Pero yo no sé dónde está —le confesó Necip—. Ni siquiera le he visto en toda mi vida.

Por un momento se miraron sonriendo suspicaces.

—Otro te llevará hasta Azul —dijo Necip—. Mi misión es conducirte hasta la persona que te llevará a él.

Caminaron juntos calle abajo por la avenida Küçük Kâimbey pasando bajo banderolas y entre carteles electorales. Ka se sintió cercano al muchacho al notar en sus movimientos nerviosos e infantiles y en su cuerpo delgado algo que le recordaba a su propia juventud. En cierto momento se atrapó a sí mismo intentando ver el mundo con sus ojos.

—¿Qué habéis oído en Alemania de Azul? —le preguntó Necip.

—He leído en la prensa turca que es un militante del islam político —le contestó Ka—. También he leído cosas peores sobre él.

Necip le interrumpió a toda velocidad.

—Islamistas políticos es el nombre que nos ha puesto la prensa occidentalizada y laica a los musulmanes dispuestos a luchar por nuestra religión —dijo—. Usted es laico, pero, por favor, no se deje engañar por las mentiras que la prensa laica escribe sobre él. No ha matado a nadie. Ni siquiera en Bosnia ni en Grozni, allí le mutiló una bomba rusa, donde fue a defender a nuestros hermanos musulmanes —detuvo a Ka en una esquina—. ¿Ves esa tienda de enfrente? ¿La librería Manifiesto? Es de los Seguidores de la Unidad, pero todos los islamistas de Kars se reúnen allí. De la misma forma que lo sabe todo el mundo, lo sabe también la policía. Tienen espías entre los dependientes. Yo soy estudiante del Instituto de Imanes y Predicadores. Tenemos prohibido entrar ahí, nos pueden abrir un expediente disciplinario, pero voy a entrar y avisar. Tres minutos después de que yo entre, saldrá un joven alto con barba y un gorro rojo. Síguele. Dos manzanas más allá él se te acercará si no le sigue ningún policía de civil y te llevará a donde tiene que llevarte. ¿Entendido? Que Dios te ayude.

Necip desapareció en un instante entre la intensa nieve. Ka sintió cariño por él.