6. Amor, religión y poesía

La triste historia de Muhtar

Cuando İpek le dejó en la puerta de la galería Halit Paşa y regresó al hotel, Ka no subió de inmediato los dos tramos de escaleras para ir a la sede provincial del Partido de la Prosperidad sino que se entretuvo un rato entre los desempleados, los aprendices y los vagabundos que había por los pasillos. Ante sus ojos todavía tenía la imagen de la agonía del director de la Escuela de Magisterio al que habían matado, sentía arrepentimiento y culpabilidad, le apetecía llamar por teléfono al subdirector de seguridad con el que había hablado esa mañana, a Estambul, al diario La República, a cualquier conocido, pero no encontraba un rincón desde el que telefonear en aquella galería que rebosaba de fogones de té y barberías.

Con dicha intención entró en el lugar en cuya puerta había una placa donde se leía «Sociedad de Amantes de los Animales». Allí tenían teléfono, pero estaba ocupado. Y ya no estaba tan seguro de querer telefonear. Al cruzar la puerta entreabierta que había al otro lado de la sede de la sociedad, se encontró en un salón con fotografías de gallos en las paredes y un pequeño ring para las peleas en medio. En el salón de peleas de gallos, Ka se dio cuenta con miedo de que estaba enamorado de İpek y de que ese amor condicionaría lo que le quedara de vida.

Uno de los adinerados amantes de los animales aficionados a las peleas de gallos recordaba perfectamente cómo Ka entró en la sociedad aquel día y a aquella hora exacta y se sentó sumido en sus pensamientos en un banco vacío en la zona para espectadores que rodeaba el ring. Ka se tomó un té allí y leyó las normas para las peleas, que colgaban de la pared escritas con letras enormes.

Una vez en el ring no se puede tocar a ningún gallo sin permiso del dueño.

El gallo que caiga tres veces seguidas pierde si no pica. Se conceden tres minutos para reparar los espolones rotos y un minuto para las uñas.

Si un gallo cae al suelo y su oponente le pisa el cuello, se levantará al gallo y continuará la pelea. En caso de corte de electricidad se aguardarán quince minutos, y si no volviera se declarará cancelada la pelea.

Al salir de la Sociedad de Amantes de los Animales a las dos y cuarto, Ka pensaba en cómo podría agarrar a İpek y huir de Kars. En el mismo piso que la sede provincial del Partido de la Prosperidad, a dos puertas de distancia (entremedias estaban la casa de té Los Amigos y la sastrería Verde), se encontraba el bufete, ahora con las luces apagadas, del antiguo alcalde del Partido del Pueblo, Muzaffer Bey. A Ka le daba la impresión de que la visita que había hecho aquella mañana al abogado se situaba en un pasado tan lejano que entró en la sede del partido sorprendido de estar en el mismo pasillo del mismo edificio.

La última vez que Ka había visto a Muhtar había sido hacía doce años. Después de abrazarse y darse los besos de rigor se dio cuenta de que había echado barriga, de que tenía canas y de que el pelo se le caía, pero eso ya lo suponía, en realidad. Tal y como le ocurría en los años de universidad, Muhtar seguía sin tener nada de especial y en la comisura de los labios le colgaba el sempiterno cigarrillo de aquel entonces.

—Han matado al director de la Escuela de Magisterio —le dijo Ka.

—No ha muerto, acaba de decirlo la radio —le contestó Muhtar— Y tú ¿cómo lo sabes?

—Estaba sentado, como nosotros, en la pastelería Vida Nueva, desde la que te ha telefoneado İpek —Ka le narró los sucesos tal y como los habían vivido.

—¿Llamasteis a la policía? —preguntó Muhtar—. ¿Qué hicisteis luego? Ka le respondió que İpek había vuelto a casa y que él había ido directamente allí.

—Quedan cinco días para las elecciones y el Estado está intentando cualquier cosa para tendernos una trampa ahora que ha comprendido que vamos a ganar —dijo Muhtar—. Es política de nuestro partido en toda Turquía defender los derechos de esas hermanas nuestras que se cubren. Ahora le pegan un tiro al miserable que no permite que las jóvenes pongan el pie en la Escuela de Magisterio y un testigo que se encontraba en el lugar de los hechos viene directamente a la sede de nuestro partido sin ni siquiera avisar a la policía —adoptó una expresión amable—. Por favor, ahora llama a la policía desde aquí y cuéntaselo todo —le alargó el auricular del teléfono a Ka como el dueño de una casa que se siente orgulloso del aperitivo que ofrece al invitado. En cuanto Ka tomó el auricular, Muhtar miró en una agenda y marcó el número.

—Conozco a Kasim Bey, el subdirector de seguridad —dijo Ka.

—¿De qué lo conoces? —le preguntó Muhtar con una suspicacia tan evidente que a Ka le puso nervioso.

—Él fue el primero a quien me llevó esta mañana el periodista Serdar Bey —le estaba explicando cuando la operadora comunicó de repente a Ka con el subdirector. Ka le contó los hechos de los que había sido testigo en la pastelería Vida Nueva tal y como los había vivido. Muhtar dio un par de pasos apresurados y torpes y con unos remilgos desmañados acercó la oreja e intentó escuchar al mismo tiempo que Ka. Ka, para que pudiera oír bien, apartó el auricular de su oreja y lo acercó a la de Muhtar. Ahora cada uno podía notar la respiración del otro en la cara. Ka no sabía por qué le hacía partícipe de la conversación que estaba manteniendo con el subdirector de seguridad, pero tenía la impresión de que eso era lo mejor. Volvió a describirle otras dos veces al subdirector de seguridad el cuerpo bajito del atacante, cuya cara no había podido ver en ningún momento.

—Venga aquí lo antes posible para que le tomemos declaración —le dijo el comisario con voz bienintencionada.

—Estoy en el Partido de la Prosperidad —dijo Ka—. Iré en cuanto pueda. Se produjo un silencio.

—Un segundo.

Ka y Muhtar oyeron que el comisario se apartaba el teléfono de la boca y hablaba en susurros con alguien.

—Disculpe, preguntaba por el coche de guardia —continuó el comisario—. La nieve no va a amainar. Enseguida le enviamos el coche para que le recojan en la sede del partido.

—Ha sido mejor que les dijeras que estabas aquí —le comentó Muhtar cuando colgó el teléfono—. De todas maneras, lo saben. Tienen escuchas por todas partes. Y no quiero que malinterpretes el que hace un momento te hablara como si te estuviera acusando.

Ka notó que le recorría una ola de furia del tipo de las que sentía en tiempos hacia los aficionados a la política que le veían como un burgués de Nişantaşi. En el instituto aquellos tipos andaban metiéndose mutuamente el dedo en el culo intentando todo el rato que el otro quedara como un maricón. En años posteriores ese juego fue sustituido por el de que los demás, especialmente los enemigos políticos, quedaran como confidentes de la policía. Ka siempre se había mantenido alejado de la política por miedo a que le señalaran como el confidente que desde un coche de la policía señala la casa que han de registrar. Y ahora volvía a corresponderle a Ka la obligación de buscar excusas y explicaciones ante Muhtar, a pesar de que éste estuviera haciendo algo que diez años atrás a él mismo le hubiera parecido tan despreciable como era presentarse candidato por un partido integrista. Sonó el teléfono, Muhtar lo cogió con un gesto de hombre responsable y regateó con dureza con un directivo de la Televisión de Kars Fronteriza por el precio de un anuncio de su tienda de electrodomésticos que había de emitirse durante la retransmisión en directo de aquella noche.

Después de colgar el teléfono se quedaron callados como niños enfurruñados que no saben qué decirse y Ka imaginó que se contaban todo lo que no se habían contado durante aquellos doce años.

En su imaginación primero se decían: «Ahora que los dos llevamos una especie de vida en el exilio y que ni tenemos mucho éxito, ni hemos conseguido gran cosa, ni somos demasiado felices, podemos estar de acuerdo en que la vida es dura. No bastaba con ser poeta… Por eso se nos ha echado encima de esta manera la sombra de la política». Después de decir eso ninguno de ambos pudo, en la imaginación de Ka, evitar añadir: «Como no nos bastó la felicidad de la poesía, la sombra de la política se convirtió en una necesidad». Ahora Ka despreciaba un poco más a Muhtar.

Ka se forzó a recordar que Muhtar debía estar contento ya que se encontraba en vísperas de una victoria electoral, de la misma manera que él estaba un tanto satisfecho de su fama relativa —siempre mejor que ninguna— como poeta en Turquía. Pero así como nunca se confesarían aquella felicidad, tampoco admitirían el auténtico gran problema: que estaban resentidos con la vida. O sea, les había ocurrido lo peor; habían aceptado su derrota en la vida y se habían acostumbrado a la cruel injusticia del mundo. A Ka le dio miedo que ambos necesitaran a İpek para salir de aquella situación.

—Parece ser que esta noche vas a leer tu último poema en el cine de la ciudad —dijo Muhtar sonriendo apenas.

Ka miró hostilmente los hermosos ojos castaños, que nunca sonreían por dentro, de aquel hombre que en tiempos había estado casado con İpek.

—¿Has visto a Fahir en Estambul? —continuó Muhtar ahora con una sonrisa más evidente.

Ka también pudo sonreír con él en esta ocasión. Y en sus sonrisas había algo de afecto y respeto. Fahir tenía su edad; durante veinte años había sido un defensor a ultranza de la poesía modernista occidental. Había estudiado en Saint Joseph, y con el dinero que le había dejado su abuela, una mujer rica y loca que se decía que había salido del harén de palacio, iba una vez al año a París, llenaba la maleta de libros de poesía que compraba en Saint-Germain, los traía a Estambul y publicaba las traducciones de dichos libros, sus propias poesías y las de otros poetas turcos modernistas en revistas que él mismo editaba o en las colecciones de poesía de las editoriales que fundaba y hundía. A pesar de eso, que era algo por lo que todo el mundo le respetaba, la propia poesía de Fahir, escrita bajo la influencia de aquellos poetas que traducía en un «turco puro» artificial, resultaba falta de inspiración, mala e incomprensible.

Ka le dijo que no había podido ver a Fahir en Estambul.

—En tiempos me habría encantado que le gustara mi poesía —comentó Muhtar—. Pero él miraba por encima del hombro a los que, como yo, en lugar de dedicarnos a la poesía pura, nos ocupábamos del folklore y de «las excelencias locales». Pasaron los años, hubo golpes militares, todo el mundo fue a la cárcel y salió de ella, y yo, como todos los demás, anduve de acá para allá como idiotizado. La gente que había sido mi ejemplo había cambiado, aquellos a los que quería gustar habían desaparecido, no se había hecho realidad nada de lo que pretendía en la vida ni en la poesía. Decidí volver a Kars mejor que vivir en Estambul infeliz, sin paz ni dinero. Conseguí el traslado de la tienda de mi padre, algo que antes tanto me habría avergonzado. Pero eso tampoco me hizo feliz. Despreciaba a la gente de aquí y arrugaba la nariz cuando los veía, como Fahir había hecho con mis poemas. Me parecía que en Kars ni la ciudad ni sus habitantes eran reales. Aquí todos querían o morirse o largarse. Pero a mí no me quedaba ningún lugar al que irme. Era como si me hubieran arrastrado fuera de la historia, como si me hubieran arrojado fuera de la civilización. La civilización quedaba tan lejos que no podía ni siquiera imitarla. Y Dios no me daba un hijo que hiciera lo que yo no había podido, el hijo que yo soñaba que un día, sin tener que aguantar vejaciones, se convertiría en un hombre occidentalizado, moderno y con personalidad propia.

A Ka le gustaba que Muhtar pudiera reírse de sí mismo de vez en cuando sonriendo ligeramente con una luz que parecía surgir de su interior.

—Por las noches bebía y regresaba tarde a casa para no discutir con mi querida İpek. Era una de esas noches de Kars en las que todo se congela, hasta los pájaros volando. Fui el último en salir, ya bastante tarde, de la taberna Verdes Prados y regresaba andando a la casa en la que por entonces vivíamos İpek y yo en la calle del Ejército. Es una caminata de no más de diez minutos, pero una distancia bastante respetable para Kars. Me perdí en cuanto di dos pasos, supongo que porque me había pasado con el raki. No había nadie por la calle. Kars parecía una ciudad abandonada, como siempre pasa en las noches frías, y las casas a las que llamaba o eran casas armenias en las que no vivía nadie desde hacía ochenta años, o los de dentro, debajo de capa más capa de edredones, se negaban a salir de los agujeros en los que se escondían como animales que hibernan.

»De repente, me gustó aquel aspecto que tenía la ciudad de abandonada y solitaria. Por todo mi cuerpo se extendía un dulce sopor a causa de la bebida y el frío. Y yo, en silencio, tomé la decisión de abandonar esta vida, di apenas cuatro o cinco pasos, me tumbé en la acera helada bajo un árbol y comencé a esperar el sueño y la muerte. Con ese frío y bebido, morirte congelado es cuestión de minutos. Mientras por mis venas se extendía un sueño apacible, se me apareció el hijo que era incapaz de tener. Me alegré de verlo: era un varón, había crecido, llevaba corbata, pero su aspecto no era el de nuestros funcionarios encorbatados, sino que parecía un europeo. Justo cuando iba a decirme algo se detuvo y besó la mano de un anciano. El anciano despedía claridad en todas direcciones. En eso una luz me dio en el ojo allí donde estaba tumbado y me despertó. Me puse en pie arrepentido y esperanzado. Miré y un poco más allá se había abierto una puerta iluminada y había gente entrando y saliendo. Escuché la voz de mi corazón y les seguí. Me aceptaron entre ellos y me recibieron en una casa iluminada y cálida. Allí no había gente desalentada y sin esperanzas en la vida como los de Kars, sino personas felices, además, también eran de Kars y algunos incluso conocidos. Comprendí que aquella casa era el cenobio secreto de Su Excelencia Saadettin Efendi, el jeque kurdo, sobre el que había oído rumores. Les había oído a mis compañeros funcionarios que, invitado por sus seguidores más adinerados, cuyo número crecía cada día, el jeque había abandonado su aldea en las montañas y había bajado a Kars para atraer a sus ceremonias a los pobres, a los desempleados y a los infelices de la ciudad, pero no le había prestado demasiada atención al rumor pensando que la policía no permitiría aquellas manifestaciones contrarias a la República. Ahora yo mismo, con lágrimas en los ojos, subía por las escaleras de la casa de ese jeque. Estaba ocurriendo lo que durante años había temido en secreto y que en mi época de ateo consideraba una debilidad y algo reaccionario: estaba volviendo al islam. En realidad me daban miedo aquellas caricaturas de jeques reaccionarios con barbas recortadas y túnicas, y ahora, mientras subía las escaleras por mi propia voluntad, lloraba a moco tendido. El jeque era un buen hombre. Me preguntó por qué lloraba. Por supuesto no iba a decirle «Lloro porque he caído entre jeques reaccionarios y sus seguidores». Además, me daba mucha vergüenza el aliento a raki que me salía por la boca como por una chimenea. Le contesté que había perdido la llave. Se me había ocurrido de repente que el llavero se me había caído donde me tumbé a morir. Y mientras los seguidores pelotilleros que le acompañaban se lanzaron de inmediato a señalar los significados metafóricos de la llave, él les envió a la calle a buscar mi llavero. Cuando nos quedamos solos me sonrió con dulzura. Me quedé más tranquilo cuando comprendí que era el anciano bondadoso con el que había soñado poco antes. Le besé la mano a aquel gran hombre, que a mí me parecía un santo, porque me salió del alma. Y él hizo algo que me dejó estupefacto. También me besó la mano a mí. Por mi corazón se extendió una paz como no había sentido en años. Comprendí de inmediato que podría hablar con él de cualquier cosa, que podría contarle mi vida entera. Y él me mostraría el camino al Altísimo, de cuya existencia no había dudado en lo más profundo de mi alma ni siquiera en mi época de ateo. Eso ya me hacía feliz por adelantado. Encontraron mi llavero. Volví a casa y me dormí. Por la mañana me avergoncé de toda aquella experiencia. Recordaba entre brumas lo que me había pasado, y, sobre todo, no quería recordarlo. Me juré que nunca regresaría al cenobio. Estaba asustado y angustiado por si me encontraba en alguna parte a alguno de los fieles que esa noche me habían visto. Pero otra noche, de nuevo mientras volvía de la taberna Verdes Prados, mis pasos me llevaron allí. Y siguió ocurriendo lo mismo en las noches siguientes a pesar de mis crisis diurnas de arrepentimiento. El jeque me sentaba junto a él, escuchaba mis problemas e iba edificando en mi corazón el amor a Dios. Yo sentía una enorme paz a la vez que lloraba. Durante el día, para ocultar como un secreto mis visitas al cenobio, cogía La República, ya que sabía que era el periódico más laico, y protestaba de que los integristas enemigos de la República se estuvieran infiltrando por todas partes y preguntaba a izquierda y derecha por qué no hacía reuniones la Asociación de Pensamiento Kemalista.

»Aquella doble vida prosiguió hasta que una noche İpek me preguntó si había otra mujer. Se lo confesé todo llorando. Ella también lloró: “¿Te has vuelto integrista? ¿Me vas a obligar a que me ponga un pañuelo?”. Le juré que nunca le pediría semejante cosa. Como me dio la impresión de que podía creer que lo que me estaba pasando se debía a que habíamos caído en la pobreza o algo así, para que se quedara tranquila le aseguré que en la tienda todo iba perfectamente y que, a pesar de los cortes de electricidad, las nuevas estufas eléctricas Arçelik se vendían muy bien. De hecho, estaba contento porque podría rezar en casa. Me compré en la librería un manual sobre cómo hacer las oraciones. Ante mí se abría una vida nueva.

»En cuanto pude rehacerme un poco, una noche escribí un largo poema con una súbita inspiración. En él describía toda aquella crisis mía, mi vergüenza, la paz y el amor a Dios que se elevaban en mi corazón, la primera vez que subí las excelsas escaleras del jeque, y los significados real y metafórico de la llave. No tenía el menor defecto. Te juro que no era inferior a ningún poema de esos poetas occidentales a la última moda que traducía Fahir. Se lo envié de inmediato junto con una carta. Esperé seis meses pero no lo publicó en La Tinta de Aquiles, la revista que sacaba por entonces. Mientras esperaba, escribí otros tres poemas y también se los envié dejando un plazo de dos meses entre cada uno de ellos. Esperé impaciente un año, pero no publicó ninguno.

»La infelicidad que sentía en aquel periodo de mi vida no se debía a que todavía no tuviera hijos, ni a que İpek se resistiera a aceptar las obligaciones del islam, ni a que mis viejos amigos laicos e izquierdistas me despreciaran porque me hubiera vuelto religioso. De hecho, no me prestaban mucha atención porque había otros muchos ejemplos de gente como yo que regresaba con entusiasmo al islam. Lo que más me alteraba era que no se publicaran aquellos poemas que había enviado a Estambul. Las horas no sabían pasar cuando se acercaban los días en que tenía que salir el nuevo número a principios de cada mes, y en cada ocasión me calmaba pensando que por fin ese mes se publicaría alguno. La verdad expresada en esos poemas sólo podía compararse a la verdad de los poemas occidentales. Y yo pensaba que sólo Fahir en toda Turquía podría darse cuenta de eso.

»Las dimensiones de la injusticia que estaba sufriendo y de mi furia empezaron a envenenar la felicidad que me proporcionaba el islam. Ahora pensaba en Fahir incluso mientras rezaba en la mezquita, a la que había comenzado a ir; volvía a ser desdichado. Una noche decidí explicarle mis angustias al jeque pero no entendió nada de lo que le decía de la poesía modernista, ni de René Char, ni de la frase partida, ni de Mallarmé, ni de Joubert, ni del silencio de un verso vacío.

»Aquello sacudió la confianza que tenía en el jeque. De hecho, desde hacía bastante tiempo no hacía otra cosa sino repetirme las mismas siete u ocho frases: “Mantén limpio tu corazón”, “Si Dios quiere superarás este sufrimiento por amor a Él”. No quiero ser injusto, no era un hombre simple, sólo era un hombre con una educación muy básica. El demonio que había en mi corazón, herencia de mis años de ateo, medio práctico, medio racionalista, comenzó a aguijonearme de nuevo. La gente como yo sólo encuentra la paz luchando por una causa en un partido político entre otros que son como ellos. Así comprendí que el unirme a este partido me daría una vida espiritual más profunda y con mayor sentido que la que me ofrecía el cenobio. La experiencia de partido que adquirí en mis años marxistas me ha servido de mucho en este que da importancia a la religión y a la espiritualidad.

—¿Como en qué? —preguntó Ka.

La luz se fue. Se produjo un largo silencio.

—Se ha cortado la luz —dijo luego Muhtar con un tono misterioso.

Ka se quedó quieto sentado en la oscuridad, sin responderle.