4. ¿De verdad has venido hasta aquí por las elecciones y los suicidios?

Ka e İpek en la pastelería Vida Nueva

¿Por qué, a pesar de todas las malas noticias de las que acababa de enterarse, mientras caminaba bajo la nieve por la calle Faikbey en dirección a la pastelería Vida Nueva había en el rostro de Ka una sonrisa, aunque fuera casi imperceptible? Le sonaba en los oídos la Roberta de Peppino di Capri y se veía a sí mismo como el héroe romántico y melancólico de una novela de Turgueniev que fuera al encuentro de la mujer con la que había soñado durante años. A Ka le gustaban las elegantes novelas de Turgueniev, que desde Europa había soñado con nostalgia y cariño con el país que había despreciado y abandonado harto de sus interminables problemas y de su primitivismo; pero seamos francos: él no se había ido forjando el sueño de İpek a lo largo de años como en la novela de Turgueniev. Sólo había soñado con una mujer como İpek y quizá de vez en cuando ella misma se le hubiera pasado por la cabeza. Pero en cuanto supo que se había separado de su marido comenzó a pensar en İpek y ahora, con la idea de poder fraguar una relación más profunda y real, pretendía rellenar con música y romanticismo de Turgueniev el vacío que sentía por no haber soñado con ella lo suficiente.

Pero en cuanto entró en la pastelería y se sentó con ella en la misma mesa perdió todo el romanticismo de Turgueniev que llevaba en la cabeza. İpek estaba mucho más bella que cuando la había visto en el hotel y muchísimo más de lo que le había parecido en los años de universidad. A Ka le turbaron el que su belleza fuera real, los labios ligeramente pintados, la palidez de su piel, el brillo de sus ojos y la actitud sincera que habría despertado en cualquiera una sensación de complicidad. En aquel instante İpek parecía tan sincera que Ka tuvo miedo de no poder comportarse de manera natural. Ése era el mayor miedo que Ka tenía en su vida, aparte de escribir malos poemas.

—Por el camino he visto a unos obreros que tendían un cable desde la Televisión de Kars Fronteriza hasta el Teatro Nacional para la retransmisión en directo como quien pone una cuerda para la colada —dijo nervioso por hablar de algo. Pero no sonrió lo más mínimo para no dar la impresión de que despreciaba las carencias de la vida provinciana.

Durante un rato buscaron tranquilamente temas comunes de los que hablar como si fueran una pareja decidida a entenderse con las mejores intenciones. Cuando acababan con uno, İpek, sonriendo creativa, encontraba otro nuevo. La nieve, la pobreza de Kars, el abrigo de Ka, el que ambos se encontraran muy poco cambiados, el que no habían sido capaces de dejar de fumar, los lejanos conocidos que Ka había visto en Estambul… El hecho de que las madres de ambos hubieran fallecido y estuvieran enterradas en Estambul en el cementerio de Ferikóy les procuró la cercanía que estaban buscando. Durante un rato (breve) estuvieron hablando del lugar que sus madres habían ocupado en sus vidas con la comodidad efímera de la proximidad —por muy artificial que sea— de una pareja que descubre que son del mismo signo del zodíaco; de por qué había sido demolida la antigua estación de tren de Kars (durante más tiempo); de que hasta 1967 en el solar de la pastelería en que estaban había habido una iglesia ortodoxa y de que las puertas de la demolida iglesia estaban en el museo; de la sección especial del museo sobre la masacre armenia (algunos turistas llegaban creyendo que se trataría de los armenios masacrados por los turcos para luego comprender que era exactamente lo contrario); del único camarero de la pastelería, medio sordo, medio fantasmal; de que en las casas de té de Kars no se servía café, ya que los desempleados no lo tomaban porque les resultaba demasiado caro; del punto de vista político del periodista que había paseado a Ka y del de los demás periódicos locales (todos apoyaban a los militares y al gobierno correspondiente); y del número del día siguiente del Diario de la Ciudad Fronteriza, que Ka se sacó del bolsillo.

Cuando İpek comenzó a leer la primera página del periódico con toda atención, Ka temió que, al igual que ocurría con los viejos amigos que había visto en Estambul, para ella la única realidad fuera el angustioso y miserable mundo político de Turquía y que ni se le pasara por la cabeza la idea de ir a vivir a Alemania. Ka contempló largo rato las pequeñas manos de İpek y su elegante rostro, que seguía encontrando sorprendentemente hermoso.

—¿Cuántos años te echaron y por qué artículo? —le preguntó luego İpek sonriéndole con afecto.

Ka se lo dijo. A finales de los setenta en Turquía se podía escribir de cualquier cosa en las pequeñas revistas políticas, todo el mundo era juzgado y condenado por el mismo artículo del código penal y se sentía orgulloso de ello, pero nadie iba a la cárcel porque la policía no se tomaba el asunto en serio y no buscaba a los jefes de redacción, autores y traductores, que, además, cambiaban continuamente de dirección. Pero después, con el golpe de estado, incluso los que cambiaban de dirección comenzaron a ser lentamente detenidos y Ka había huido a Alemania a causa de un artículo político que no había escrito y que había sido publicado a toda prisa sin que ni siquiera lo hubieran leído.

—¿Lo has pasado mal en Alemania? —le preguntó İpek.

—Lo que me ha salvado ha sido ser incapaz de aprender alemán —respondió Ka—. Mi cuerpo se resistió al alemán y así pude proteger mi pureza y mi alma.

De repente, temeroso de quedar en ridículo pero feliz de que İpek le escuchara, Ka le contó la historia, que nadie más sabía, de la razón por la que se había sumido en el silencio y había sido incapaz de escribir un solo poema en los últimos cuatro años.

—Por las noches, en el pequeño piso que había alquilado cerca de la estación, y que tenía una ventana que daba a los tejados de Frankfurt, pensaba en el día que había dejado atrás en una especie de silencio y eso me hacía escribir un poema. Luego los emigrantes turcos, que habían oído que tenía cierta fama como poeta en Turquía, los ayuntamientos, las bibliotecas y las escuelas de tercera que querían atraerse a los turcos y los círculos que querían que sus hijos conocieran a un poeta que escribía en turco, comenzaron a llamarme para que diera recitales de mi poesía.

Ka tomaba uno de aquellos trenes alemanes cuya puntualidad y cuyo orden siempre había admirado, notaba de nuevo aquel silencio al ver pasar por el espejo brumoso de la ventanilla los delicados campanarios de recónditas ventanas, la oscuridad en el corazón de los bosques de hayas y niños sanos que regresaban a sus hogares con la mochila escolar a la espalda, se sentía en casa porque no entendía lo más mínimo la lengua de aquel país, y escribía un poema. Si no iba a ninguna otra ciudad para una lectura, todas las mañanas salía de casa a las ocho, caminaba a lo largo de la Kaiserstrasse, entraba en la biblioteca municipal de la calle Zeil y leía. «No me habrían bastado veinte vidas para leer todos los libros en inglés que había allí». Leía lo que más le apetecía con la paz de espíritu de los niños que saben que la muerte está muy lejos: novelas del siglo XIX, que le encantaban, a los poetas románticos ingleses, libros sobre historia de la arquitectura, catálogos de museos… Mientras pasaba las páginas en la biblioteca municipal, miraba viejas enciclopedias, se detenía en las páginas ilustradas o releía las novelas de Turgueniev, Ka escuchaba continuamente el silencio del interior de los trenes a pesar de estar oyendo el zumbido de la ciudad. Y escuchaba el mismo silencio cuando por las tardes cambiaba de dirección y avanzaba a lo largo del río Main pasando ante el cementerio judío y los fines de semana cuando se paseaba la ciudad de un extremo al otro.

—Un tiempo después, los silencios llegaron a ocupar un lugar tan importante en mi vida que ya no oía aquel molesto ruido que debía combatir para poder escribir poesía —dijo Ka—. La verdad es que con los alemanes no hablaba. Y ya no me llevaba demasiado bien con los turcos, que me encontraban sabelotodo, intelectual y medio loco. No veía a nadie, no hablaba con nadie y tampoco escribía poesía.

—Pero el periódico dice que esta noche vas a leer tu último poema.

—No tengo ningún último poema que leer.

Aparte de ellos, en la pastelería sólo había un joven bajito acompañado por un hombre maduro, delgado y cansado que intentaba explicarle algo pacientemente, sentados en una mesa a oscuras junto a la ventana en el otro extremo del salón. El nombre de la pastelería escrito en letras de neón bañaba con una luz rosada los enormes copos de nieve que caían en la oscuridad justo detrás de ellos al otro lado de la enorme ventana, dándoles a los dos hombres sentados en aquel rincón lejano de la pastelería y sumidos en una intensa conversación el aspecto de personajes de una mala película en blanco y negro.

—Mi hermana Kadife no aprobó los exámenes de ingreso a la universidad el primer año —le dijo İpek—. Y el segundo logró sacar nota suficiente para la Escuela de Magisterio de aquí. El hombre delgado que está sentado al fondo detrás de mí es el director de la escuela. Mi padre, que adora a mi hermana, decidió venirse aquí y traernos con él cuando se quedó solo después de que mi madre muriera en un accidente de tráfico. Yo me había separado de Muhtar tres años antes de que mi padre se viniera. Comenzamos a vivir todos juntos. Somos dueños del edificio del hotel, lleno de fantasmas y de los suspiros de los muertos, a medias con otros familiares. Vivimos en tres habitaciones.

En sus años de universidad y de militancia izquierdista, Ka e İpek no habían tenido nada que ver entre ellos. Como tantos otros, Ka se dio cuenta de inmediato de la existencia de İpek gracias a su belleza en cuanto puso el pie en los pasillos de altos techos de la Facultad de Letras a los diecisiete años. El año siguiente la vio convertida en esposa de su amigo el poeta Muhtar, que pertenecía a la misma organización que él; ambos eran de Kars.

—Muhtar se hizo con el traspaso de los concesionarios de Arçelik y Aygas de su padre —le explicó İpek—. Como en los años que siguieron a que nos viniéramos aquí seguíamos sin tener hijos, comenzó a llevarme a médicos de Erzurum y Estambul y como no pudo ser, nos separamos. Pero a Muhtar, en lugar de casarse de nuevo, le dio por la religión.

—¿Por qué a todo el mundo le da por la religión? —dijo Ka.

İpek no le contestó, y durante un rato estuvieron mirando la televisión en blanco y negro colgada de la pared.

—¿Por qué en esta ciudad se suicida todo el mundo? —preguntó entonces Ka.

—Todo el mundo, no. Se suicidan las jóvenes y las mujeres —le respondió İpek—. A los hombres les da por la religión y las mujeres se suicidan.

—¿Por qué?

İpek le miró de tal manera que Ka notó que en su pregunta y en su búsqueda de una respuesta rápida había habido algo de falta de respeto e insolencia. Guardaron silencio un rato.

—Tengo que hablar con Muhtar por lo del reportaje de las elecciones —dijo Ka.

İpek se levantó de inmediato, fue hasta la caja e hizo una llamada de teléfono.

—Está en la sede provincial del partido hasta las cinco —le dijo al volver y sentarse—. Te espera.

Hubo un silencio que inquietó a Ka. De no ser porque las carreteras estaban cortadas, habría huido de allí en el primer autobús. Sintió una profunda lástima por las tardes y las gentes olvidadas de Kars. La mirada se le volvió sin querer hacia la nieve. Ambos estuvieron un rato contemplándola y lo hicieron como personas que tienen tiempo para hacerlo y que no tienen nada mejor en la vida. Ka se sentía descorazonado.

—¿De verdad has venido hasta aquí para un artículo sobre las elecciones y los suicidios? —le preguntó İpek.

—No —respondió Ka—. Me enteré en Estambul de que te habías separado de Muhtar. He venido hasta aquí para casarme contigo.

Por un momento İpek se rio como si aquello fuera una broma agradable pero, sin que pasara mucho, se ruborizó por completo. Tras un largo silencio pudo notar por la mirada de İpek que ella lo veía todo tal como era. «Así que no tienes siquiera la paciencia de ocultar un poco tus intenciones, acercarte a mí con delicadeza y seducirme con elegancia —le decía la mirada de İpek—. No has venido hasta aquí porque me quieras ni porque pienses que soy especial, sino porque te has enterado de que estoy divorciada, has recordado mi belleza y crees que es un punto flaco el que viva en Kars».

Ka estaba tan resuelto a castigarse por el insolente deseo de felicidad que tanto le avergonzaba ahora que imaginó que İpek pensaba algo aún más cruel sobre ellos dos: «Lo que nos une es que ambos hayamos bajado el listón en nuestras expectativas de la vida». Pero İpek dijo algo totalmente distinto a lo que imaginaba Ka.

—Siempre he creído que llegarías a ser un buen poeta. Enhorabuena por tus libros.

Como en todas las casas de té, restaurantes y salones de hotel, las paredes estaban decoradas no con paisajes de las montañas de las que tanto presumían los de Kars, sino de los Alpes suizos. El anciano camarero que poco antes les había servido el té veía feliz la televisión en blanco y negro colgada de la pared con la espalda vuelta a las mesas sentado junto a la caja, entre fuentes llenas de bollos y chocolatinas que brillaban con su grasa y sus papeles dorados a la luz pálida de la lámpara. Ka, dispuesto a mirar cualquier cosa que no fueran los ojos de İpek, se concentró en la película de la televisión. Una rubia actriz turca en bikini corría por la playa y dos hombres bigotudos la perseguían. De repente el hombre bajito de la mesa oscura en el otro lado de la pastelería se puso en pie y, apuntando la pistola que sostenía en la mano en dirección al director de la Escuela de Magisterio, comenzó a decir algo que Ka no podía oír. Sólo más tarde logró comprender Ka que debía de haber disparado cuando el director empezó a responderle. Y lo comprendió, más que por el impreciso estampido del arma, porque el director se cayó de la silla sacudido por la violencia del impacto de la bala que se le clavó en el cuerpo.

Ahora İpek también se había vuelto y contemplaba la misma escena que veía Ka.

El anciano camarero ya no estaba en el lugar en el que Ka le había visto poco antes. El hombre bajito se levantó y sostuvo el arma hacia el director caído en el suelo. El director le estaba diciendo algo. No se podía entender lo que decía debido al excesivo volumen de la televisión. El hombre bajito, después de disparar otras tres veces al cuerpo del director, desapareció de repente por una puerta que había tras él. Ka no había llegado a verle la cara.

—Vámonos —dijo İpek—. No nos quedemos aquí.

—¡Socorro! —gritó Ka con voz débil—. Llamemos a la policía —añadió luego. Pero fue incapaz de moverse. Inmediatamente echó a correr detrás de İpek. No había nadie ni en la puerta de dos hojas de la pastelería Vida Nueva ni en las escaleras por las que descendieron a toda velocidad.

De repente se encontraron en la acera nevada y echaron a caminar con rapidez. Ka pensaba «Nadie nos ha visto salir de allí» y aquello le tranquilizaba porque se sentía como si él mismo hubiera cometido el asesinato. Era como si hubiera encontrado el castigo que se merecía por su petición de matrimonio, que tan arrepentido y avergonzado estaba de haber expresado en voz alta. No quería mirar a nadie a los ojos.

Cuando llegaron a la esquina de la calle Kázim Karabekir, Ka tenía miedo de muchas cosas pero se encontraba feliz por la complicidad silenciosa que se había creado entre İpek y él al existir unos secretos que ambos compartían. Cuando vio lágrimas en sus ojos a la luz de la bombilla desnuda que iluminaba las cajas de naranjas y manzanas que había en la puerta de la galería comercial Halitpaşa y que se reflejaba en los espejos de la barbería contigua, Ka se preocupó.

—El director de la escuela no permitía que las estudiantes entraran en clase con pañuelo —le dijo ella—. Por eso le han matado al pobrecillo.

—Vamos a contárselo a la policía —le respondió Ka aun recordando que aquella frase era algo que en tiempos todos los izquierdistas odiaban.

—De cualquier manera se enterarán de todo. Quizá ya lo sepan. La sede provincial del Partido de la Prosperidad está ahí, en el segundo piso —İpek señaló la entrada de la galería comercial—. Cuéntale lo que has visto a Muhtar para que no le pillen desprevenido los del SIN[2] cuando se le echen encima. Y además tengo que decirte otra cosa: Muhtar quiere volver a casarse conmigo, recuérdalo mientras hablas con él.