3. Voten al partido de Dios

Pobreza e Historia

En su niñez para Ka la pobreza era el lugar donde terminaban las fronteras de «casa» y de su propia vida de clase media en Nişantaşi, formada por un padre abogado, una madre ama de casa, una hermana muy mona, una fiel doméstica, muebles, cortinas y la radio, y comenzaba el otro mundo de más allá. Como se trataba de una oscuridad impalpable y peligrosa, el país de más allá poseía en los sueños infantiles de Ka una dimensión metafísica. Aunque esa dimensión no se alteró demasiado durante el resto de su vida, es difícil justificar la repentina decisión que Ka tomó en Estambul de viajar a Kars como una especie de impulsivo retorno a la infancia. Ka, a pesar de haber estado alejado de Turquía, sabía que en los últimos años Kars era la provincia más pobre y olvidada del país. Al regresar de Frankfurt, donde había pasado doce años, y ver que habían cambiado de arriba abajo, habían desaparecido, habían perdido su alma, todas aquellas calles, las tiendas y los cines de Estambul por los que había andurreado con los amigos que habían compartido su niñez, se le despertó el deseo de buscar la infancia y la inocencia en algún otro lugar y se puede decir que también por eso se puso en marcha hacia Kars, para encontrarse con una pobreza restringida de clase media que había dejado atrás en la infancia. De hecho, cuando se encontraba con cosas que había usado en su infancia y que en Estambul ya no había vuelto a ver en los escaparates de las tiendas de los mercados (zapatillas de deporte Gislaved, estufas Vesubio, quesos redondos de Kars en sus cajas formados por seis triángulos y que eran lo primero que había sabido de la ciudad en su niñez), le embargaba tal alegría que incluso se olvidaba de las jóvenes suicidas y se sentía feliz de estar en Kars.

Poco antes de mediodía, después de dejar al periodista Serdar Bey y entrevistarse con los representantes del Partido por la Igualdad de los Pueblos y con los de los azeríes, Ka paseó a solas por la ciudad bajo los enormes copos de nieve. Pasó por la calle Atatürk, cruzó los puentes y mientras avanzaba melancólico hacia los barrios más pobres le dio la impresión de que nadie aparte de él percibía la nieve que caía como si se extendiera por un tiempo infinito en medio de un silencio, sólo roto por los ladridos de los perros, sobre las abruptas montañas que se veían a lo lejos, sobre el castillo de la época de los silyuquíes y sobre las chabolas que parecían partes inseparables de los restos históricos, y los ojos se le llenaron de lágrimas. En el barrio de Yusuf Paşa contempló a un grupo de adolescentes en edad de ir al instituto que jugaban al fútbol en un solar vacío junto a un parque con los columpios arrancados y los toboganes rotos a la luz de las altas farolas que iluminaban un cercano depósito de carbón. Mientras escuchaba los gritos y los insultos de los muchachos, cuyo volumen amortiguaba la nieve, sintió con tanta fuerza la lejanía de cualquier cosa y la increíble soledad de aquel rincón del mundo bajo la luz amarilla de las farolas y la nieve que caía, que descubrió en su interior la idea de Dios.

En un primer momento aquello, más que una idea, fue una imagen, pero tan borrosa como una pintura que hemos visto sin pensar mientras recorríamos a toda prisa las salas de un museo y que luego, por mucho que intentemos recordarla, somos incapaces de revivir en la imaginación. Más que una imagen fue una sensación que aparece por un instante para luego desaparecer y no era la primera vez que Ka la vivía.

Ka se había criado en Estambul, en el seno de una familia republicana y laica, y no había recibido otra educación sobre el islam que las clases de religión de la escuela primaria. En los últimos años, cuando tenía visiones parecidas, ni se dejaba arrastrar por la inquietud ni notaba un impulso poético que le condujera en pos de aquella emoción. Como mucho, nacía en su alma la idea optimista de que el mundo era un lugar lo bastante hermoso como para ser contemplado.

Con esa felicidad hojeó en la habitación del hotel, al que regresó para calentarse y dormir un rato, los libros sobre la historia de Kars que se había traído desde Estambul y todo lo que había oído a lo largo del día se mezcló con aquella historia que le recordaba a los cuentos que escuchaba de niño.

Tiempo atrás en Kars había vivido una adinerada clase media, que aunque fuera de lejos a Ka le recordaba los años de su infancia, que organizaba en sus mansiones bailes y recepciones que duraban días. Aquella gente debía su poder a que Kars había estado en tiempos en el camino de Georgia, Tabriz, el Cáucaso y Tiflis, al comercio, a que la ciudad había sido un importante punto extremo de dos grandes imperios que habían caído en el último siglo, el Estado otomano y la Rusia zarista, y de los grandes ejércitos que ambos imperios habían establecido allí para que protegieran aquel lugar entre las montañas. En tiempos de los otomanos había sido un paraje en el que habían vivido todo tipo de pueblos, por ejemplo, los armenios, algunas de cuyas iglesias aún conservaban toda la majestuosidad con la que habían sido construidas mil años antes, turcomanos que habían huido de los ejércitos mogoles e iranios, rumíes herederos de los estados de Bizancio y el Ponto, georgianos, kurdos y todo tipo de tribus circasianas. En 1878, después de que la que había sido fortaleza durante quinientos años se rindiera a los ejércitos rusos, parte de los musulmanes fueron desterrados, pero la riqueza y la mezcolanza de la ciudad continuaron. En la época rusa, mientras decaían las mansiones de los bajás, los baños y los edificios otomanos de las laderas de la fortaleza, en el actual barrio de Kaleiçi, los arquitectos del zar edificaron en los prados al sur de Kars una nueva ciudad, que se enriqueció rápidamente, formada por cinco grandes avenidas cortadas por unas calles tan rectas como nunca se habían visto en ninguna ciudad de Oriente. La ciudad, a la que el zar Alejandro III acudía para cazar y para verse con su amante secreta, se construyó de nuevo con gran apoyo financiero de acuerdo con los planes rusos de hacerse con las rutas comerciales y con los caminos que llevaban al sur, al Mediterráneo. Aquello era lo que había fascinado a Ka cuando llegó a Kars veinte años atrás, esa ciudad melancólica con sus calles, sus enormes adoquines y los castaños y los árboles del paraíso plantados por la República de Turquía, no la ciudad otomana de edificios de madera completamente quemados y destruidos por el nacionalismo y las guerras tribales.

Después de interminables guerras, estragos, masacres y rebeliones, de que la ciudad cayera en manos de ejércitos armenios, rusos e incluso ingleses, y de que durante un breve plazo de tiempo Kars se convirtiera en estado independiente, el ejército turco, al mando de Kâzim Karabekir, a quien posteriormente se le dedicaría una estatua en la plaza de la estación, entró en la ciudad en octubre de 1920. Los turcos, que volvían a poseer Kars después de cuarenta y tres años, se apropiaron de aquel nuevo plan obra del zar, se instalaron allí y, como la cultura que los zares habían traído a la ciudad se adaptaba perfectamente al entusiasmo occidentalizante de la República, la asumieron desde el principio y les dieron a las cinco avenidas que habían construido los rusos los nombres de los cinco bajás más importantes de la historia de Kars, porque no conocían a ningún hombre importante que no hubiera sido militar.

Aquéllos habían sido los años de occidentalización a los que se refería con orgullo y rabia el ex alcalde del Partido del Pueblo Muzaffer Bey. Se daban bailes en las Casas del Pueblo, se organizaban competiciones de patinaje sobre hielo bajo el mismo puente de hierro que Ka había visto aquella mañana al pasar por él oxidándose y pudriéndose aquí y allá, las compañías de teatro que venían desde Ankara para representar la tragedia Edipo Rey —a pesar de que todavía no hubieran pasado veinte años de la guerra con los griegos— eran aplaudidas con entusiasmo por la clase media republicana de Kars, los ricos de siempre salían de paseo envueltos en abrigos de pieles en trineos tirados por fuertes caballos húngaros adornados con rosas y cintas bordadas de plata, se bailaban las melodías de moda bajo las acacias en el Jardín de la Nación en apoyo del equipo de fútbol al ritmo de pianos, acordeones y clarinetes, en verano las muchachas de Kars podían pasear con toda tranquilidad en bicicleta con vestidos de manga corta y los muchachos que iban al instituto en invierno en patines de hielo se ponían corbatas de lazo, como tantos otros estudiantes que llevaban el entusiasmo por la República en el bolsillo. Cuando el abogado Muzaffer Bey regresó a Kars años más tarde como candidato a la alcaldía y en medio del entusiasmo electoral quiso ponerse de nuevo aquella pajarita que había llevado en sus años de instituto, sus compañeros de partido le advirtieron de que aquella cosa «esnob» podía ser motivo de que perdieran votos, pero él no les escuchó.

Parecía que hubiera una relación entre el fin de aquellos interminables inviernos y el desplome, el empobrecimiento y la infelicidad de la ciudad. El antiguo alcalde, después de hacer aquel comentario sobre los bellos inviernos del pasado y hablar sobre los actores medio desnudos con la cara empolvada que representaban aquellas obras griegas, llevó el tema a una pieza revolucionaria que habían representado algunos jóvenes, entre los que se encontraba él mismo, en la Casa del Pueblo a finales de 1940. «En aquella obra se narraba el despertar de una joven que llevaba un negro charshaf y que al final se descubría la cabeza y quemaba el charshaf sobre el escenario», le contó. Como a finales de 1940 no pudieron encontrar en Kars el charshaf necesario para la obra a pesar de haber enviado aviso a todas partes, tuvieron que llamar por teléfono y traerlo desde Erzurum. «Ahora los charshaf, los pañuelos y los velos llenan las calles de Kars», añadió Muzaffer Bey. «Se suicidan porque no pueden entrar en clase con esa bandera símbolo del islam político que llevan en la cabeza».

Ka se abstuvo de formular las preguntas que se elevaban en su interior, como hizo cada vez que se encontró en Kars con la cuestión del ascenso del islam político y de las jóvenes empañoladas. De igual manera, tampoco insistió en preguntar por qué, aunque en 1940 no hubiera ni una sola mujer con charshaf en Kars, un grupo de fogosos jóvenes se había visto impelido a representar una función escolar al respecto. Ka no había prestado atención a las mujeres con charshaf o pañuelo que había visto al pasear por las calles de la ciudad a lo largo del día porque en una semana no había podido hacerse con los conocimientos y la costumbre de los intelectuales laicos, capaces de extraer de inmediato conclusiones políticas observando la frecuencia de mujeres con la cabeza cubierta en las calles. Además nunca, desde su niñez, había prestado atención a las mujeres que se cubrían. En el entorno occidentalizado en que Ka había pasado su infancia, una mujer que llevaba pañuelo era alguien que venía para vender uvas de los huertos de los alrededores de Estambul, por ejemplo de Kartal, o la mujer del lechero, o cualquiera de las clases inferiores.

Tiempo después yo escuché muchas historias sobre los antiguos propietarios del hotel Nieve Palace, en el que se hospedaba Ka: uno fue un profesor universitario admirador de lo occidental a quien el zar había desterrado a un lugar más soportable que Siberia, otro un armenio tratante de ganado, había sido también un orfanato rumí… Fuera quien fuese su primer propietario, aquel edificio de ciento diez años, como las demás construcciones de Kars, poseía un sistema de calefacción llamado pech, que consistía en estufas empotradas en la pared que podían calentar cuatro habitaciones a la vez por los cuatro costados. Como los turcos de la época republicana fueron incapaces de hacer que funcionara ninguna de aquellas estufas, el primer propietario turco del edificio, que lo convirtió en hotel, colocó una enorme estufa de latón ante la puerta de entrada que daba al patio y más tarde instaló radiadores.

Mientras Ka estaba tumbado en la cama sumido en sus pensamientos sin haberse quitado el abrigo, llamaron a la puerta, así que se levantó para abrir. Cavit, el recepcionista que se pasaba el día ante la estufa viendo la televisión, le dijo lo que se le había olvidado cuando le dio la llave.

—Hace un momento se me olvidó: Serdar Bey, el dueño del Diario de la Ciudad Fronteriza, le espera lo antes posible.

Bajaron juntos al vestíbulo. Ka estaba a punto de salir cuando se detuvo por un momento: İpek entró por la puerta que había al lado del mostrador y estaba mucho más hermosa de lo que Ka había imaginado. Ka recordó de inmediato su belleza en los años de universidad. Se puso nervioso. Sí, claro, así de bonita era. Primero se dieron la mano como sendos burgueses occidentalizados de Estambul y tras un breve instante de duda alargaron la cabeza y se abrazaron y se besaron sin acercar la parte inferior de sus cuerpos.

—Sabía que ibas a venir —le dijo İpek apartando un poco más su cuerpo y con una franqueza que sorprendió a Ka—. Taner me llamó por teléfono y me lo dijo —sus ojos miraban directamente al corazón de Ka.

—He venido por las elecciones municipales y por lo de las jóvenes suicidas.

—¿Cuánto vas a quedarte? —le preguntó İpek.

—Justo al lado del hotel Asia está la pastelería Vida Nueva. Ahora tengo cosas que hacer con mi padre. Podemos vernos allí a la una y media y charlaremos.

Ka notó algo extraño en toda aquella escena precisamente porque se había desarrollado en Kars y no en Estambul, por ejemplo en Beyoglu. Fue incapaz de deducir hasta qué punto su nerviosismo se debía a la belleza de İpek. Después de salir a la calle y caminar un rato bajo la nieve Ka pensó: «¡Qué suerte que me compré este abrigo!».

Mientras se dirigía al periódico sus sentimientos le confesaron dos cosas que su mente nunca se habría atrevido a aceptar: primero, que Ka había regresado a Estambul tras doce años de estancia en Frankfurt tanto para llegar a tiempo al entierro de su madre como para encontrar una muchacha turca con la que casarse. Segundo: que Ka había venido de Estambul a Kars porque en secreto creía que aquella muchacha con la que había de casarse era İpek.

Si aquella segunda idea se la hubiera sugerido algún buen amigo, Ka, de la misma forma que nunca le habría perdonado, se habría pasado la vida culpándose avergonzado por lo cierta que era esa posibilidad. Ka era de esos moralistas que se obligan a creer que la mayor felicidad consiste en no hacer nada por la propia satisfacción personal. Además, no podía compaginar su selecta educación occidentalizada con el andar buscando a alguien que conocía tan poco con la intención de casarse. A pesar de todo, cuando llegó al Diario de la Ciudad Fronteriza, se sentía tranquilo. Porque su primer encuentro con İpek había ido mucho mejor de lo que había soñado mientras venía en autobús desde Estambul, aunque ni siquiera se hubiera dado cuenta.

El Diario de la Ciudad Fronteriza estaba una manzana más allá del hotel de Ka, en la calle Faikbey, y el espacio total que ocupaban la redacción y la imprenta era algo mayor que la pequeña habitación de su hotel. La minúscula sala estaba partida en dos por un panel de madera en el que había retratos de Atatürk, calendarios, modelos de tarjetas de visita e invitaciones de boda, fotografías de Serdar Bey con destacadas figuras del Estado y otros personajes turcos importantes que habían visitado Kars y una copia enmarcada del primer número del periódico, publicado cuarenta años antes. En la parte de atrás funcionaba con un agradable estruendo una rotativa eléctrica de pedal que había sido fabricada hacía ciento diez años en Leipzig por la empresa Baumann y vendida en 1910 en Estambul, tras un cuarto de siglo de funcionamiento en Hamburgo, en la época de libertad de prensa que siguió al segundo periodo constitucional y que, después de trabajar allí durante cuarenta y cinco años y a punto de ser vendida como chatarra, había sido traída en tren a Kars por el difunto padre de Serdar Bey. El hijo de veintidós años de Serdar Bey alimentaba la máquina con papel en blanco mojándose con saliva un dedo de la mano derecha, y recogía hábilmente el periódico impreso con la izquierda (porque la cesta de recogida se había roto once años antes durante una pelea entre hermanos), y mientras tanto incluso fue capaz de saludar a Ka en un abrir y cerrar de ojos. El segundo hijo, que al contrario que el primero no se parecía a su padre sino a una madre baja, gruesa, de ojos almendrados y cara de luna que Ka se representó de inmediato en su imaginación, estaba sentado ante un escritorio negro de tinta con innumerables cajoncitos divididos en cientos de compartimentos, entre tipos de todos los tamaños, moldes y planchas, componiendo a mano, olvidado del mundo y con la paciencia y el esmero de un calígrafo, los anuncios del periódico de tres días después.

—Puede darse cuenta de en qué condiciones lucha por la vida la prensa del este de Anatolia —le dijo Serdar Bey.

En ese momento se fue la luz. Al detenerse la prensa y sumergirse el establecimiento en una mágica oscuridad, Ka vio la preciosa blancura de la nieve que caía en el exterior.

—¿Cuántos llevabas? —preguntó Serdar Bey. Encendió una vela e invitó a Ka a sentarse en la parte de delante, en la redacción.

—Ciento sesenta, padre.

—Cuando vuelva la luz haz hasta trescientos cuarenta, hoy nos visitan los del teatro.

El Diario de la Ciudad Fronteriza sólo se vendía en un quiosco de Kars, frente al Teatro Nacional, por donde apenas pasaban una veintena de personas al día para comprarlo, pero, como decía orgulloso Serdar Bey, gracias a los suscriptores la venta total alcanzaba los trescientos veinte ejemplares. Doscientos de aquellos suscriptores eran las oficinas estatales y las empresas de Kars que de vez en cuando Serdar Bey se veía obligado a elogiar debido a algún logro. Los ochenta suscriptores restantes eran personas «importantes y de reputación», a quienes prestaba atención el mismísimo Estado, que habían abandonado Kars para instalarse en Estambul pero que no habían perdido su interés por los asuntos de la ciudad.

Volvió la electricidad y Ka vio en la frente de Serdar Bey una vena hinchada por la ira.

—Después de que nos separáramos, se ha visto usted con gente indebida y ha recibido información incorrecta sobre nuestra ciudad fronteriza —le dijo Serdar Bey.

—¿Cómo sabe dónde he ido? —preguntó Ka.

—La policía le seguía, por supuesto —le contestó el periodista—. Por necesidades profesionales escuchamos sus conversaciones por radio. El noventa por ciento de las noticias que se publican en el periódico nos las dan la oficina del gobernador y la comisaría. Cuando le preguntamos a todo el mundo por qué Kars se ha quedado tan pobre y atrasada o por qué se han suicidado las jóvenes se entera la comisaría entera.

Ka había escuchado muchas explicaciones sobre la razón por la que Kars se había empobrecido tanto. Que el comercio con la Unión Soviética se había reducido durante los años de la Guerra Fría, que las fronteras se habían cerrado, que en los setenta las bandas de comunistas que se habían hecho dueñas de la ciudad amenazaban y secuestraban a los ricos, que todos los ricos que habían acumulado un poco de capital se habían largado a Estambul o Ankara, que el Estado y Dios se habían olvidado de Kars, que los conflictos entre Turquía y Armenia eran interminables, etcétera.

—He decidido contarle la verdad sobre todo esto —dijo Serdar Bey.

Ka, con una claridad de mente y un optimismo que no sentía desde hacía años, comprendió de inmediato que en el fondo del asunto yacía la vergüenza. En Alemania también para él aquél había sido el fondo del asunto durante años, pero se lo había ocultado a sí mismo. Ahora estaba dispuesto a aceptar aquella verdad porque notaba en su interior la esperanza de la felicidad.

—Antiguamente aquí éramos todos hermanos —le dijo Serdar Bey como si le contara un secreto—. Pero en los últimos años todo el mundo comenzó a decir que si era azerí, que si era kurdo o que si era terekeme. Por supuesto aquí hay gente de todos los pueblos. Los terekemes, también los llamamos karapapak, son hermanos de los azeríes. Los kurdos, nosotros decimos que son una tribu, antes no sabían lo que era ser kurdo. En tiempos de los otomanos ningún ciudadano iba por ahí diciendo orgulloso «Soy de tal sitio». Turcomanos, posofos, alemanes desterrados de Rusia por el zar, había de todo y nadie se enorgullecía por lo que era. Todo ese orgullo lo extendieron las radios comunistas de Erivan y Bakú, que querían dividir Turquía y destruirla. Ahora todo el mundo es más pobre pero más orgulloso.

Cuando decidió que había impresionado a Ka lo suficiente, Serdar Bey pasó a otro tema:

—Los fanáticos religiosos van de puerta en puerta, se meten en grupos en nuestras casas, les dan a las mujeres cazos, sartenes, exprimidores de naranjas, jabones por cajas, trigo y detergente, se crean amistades rápidas en los barrios pobres, se hacen íntimos de las mujeres, ponen moneditas de oro con un imperdible en el hombro de los niños. Votad al Partido de la Prosperidad, al que llaman el Partido de Dios, les dicen, toda esta pobreza, esta miseria en la que nos encontramos es porque nos hemos alejado del camino de Dios, les dicen. Con los hombres hablan hombres, con las mujeres, mujeres. Se ganan la confianza de parados furiosos con el orgullo herido, alegran a las esposas de los desempleados que no saben qué van a poner a hervir esa noche en la cazuela, y luego, prometiendo regalos, les hacen jurar que votarán por ellos. Se ganan el respeto no sólo de los parados más pobres, humillados de la mañana a la tarde, sino también de estudiantes universitarios en cuyos estómagos apenas entra una cucharada de sopa al día, de ordenanzas, incluso de los comerciantes y artesanos, porque son más trabajadores, honestos y humildes que nadie.

El propietario del Diario de la Ciudad Fronteriza le dijo que el asesinado alcalde anterior era odiado por todos no porque hubiera decidido quitar de las calles los coches de caballos con la excusa de que no eran «modernos» (de hecho, el intento se quedó a medias porque fue asesinado), sino porque era un corrupto que aceptaba sobornos. Pero los partidos republicanos de izquierda y derecha, que habían iniciado una competencia destructiva y que estaban divididos por antiguos ajustes de cuentas familiares, el separatismo étnico y el nacionalismo, eran incapaces de presentar candidatos sólidos a la alcaldía.

—Sólo se confía en la honradez del candidato del Partido de Dios —le dijo Serdar Bey—, que es Muhtar Bey, el ex marido de la señora İpek, la hija de Turgut Bey, el propietario de su hotel. No es muy listo, pero es kurdo. Y aquí los kurdos son el cuarenta por ciento de la población. Las elecciones municipales las ganará el Partido de Dios.

La nieve, cada vez más intensa, volvía a despertar en Ka una sensación de soledad, y a esa soledad la acompañaba el miedo de que hubieran llegado a su fin el entorno de Estambul en que había vivido y donde se había criado y la vida occidentalizada de Turquía. En Estambul había podido ver que las calles en las que había pasado toda su infancia habían desaparecido, que los antiguos y elegantes edificios de principios de siglo en los que antes vivían algunos amigos suyos habían sido demolidos, que los árboles de su niñez se habían secado y habían sido cortados y que los cines llevaban diez años cerrados y estaban rodeados por hileras de estrechas y oscuras tiendas de confección. Eso significaba que no sólo había terminado su infancia sino también su sueño de volver a vivir algún día en Estambul. Se le vino a la cabeza que si en Turquía llegaba al poder un gobierno integrista fuerte incluso su hermana tendría que cubrirse la cabeza para salir a la calle. Mirando los enormes copos que caían tan lentamente como en un cuento a la luz de los tubos de neón del Diario de la Ciudad Fronteriza, Ka soñó que él e İpek regresaban juntos a Frankfurt. Hasta iban de compras juntos al segundo piso de Kaufhof, donde estaba la sección de zapatos de señora, el lugar en que se había comprado el abrigo color ceniza en el que se arropaba con fuerza.

—Todo forma parte del movimiento islamista internacional que quiere convertir Turquía en otro Irán…

—¿También las jóvenes suicidas? —preguntó Ka.

—Estamos recibiendo denuncias de que por desgracia ellas también han sido engañadas, pero, teniendo en cuenta nuestras responsabilidades, no lo publicamos porque no queremos que las jóvenes reaccionen negativamente y aumente el número de suicidios. Dicen que el famoso terrorista islamista Azul está en nuestra ciudad. Para dar consejo a las jóvenes veladas y a las suicidas.

—Pero los islamistas están contra el suicidio, ¿no?

Serdar Bey no le contestó. Cuando la prensa se detuvo y sobre la habitación se abatió el silencio, Ka contempló la nieve increíble que caía en el exterior. Preocuparse por los problemas de Kars era el antídoto más adecuado contra el nerviosismo y el miedo que iban aumentando según pensaba en que poco después vería a İpek. Pero ahora Ka quería prepararse para su cita en la pastelería pensando sólo en İpek porque ya era la una y veinte.

El enorme hijo mayor de Serdar Bey desplegó ante Ka la primera página del diario recién impreso como si le presentara un regalo que hubiera preparado con todo esmero. La mirada de Ka, acostumbrada durante años a buscar y encontrar por fin su propio nombre en las revistas literarias, percibió de inmediato la noticia en una esquina:

NUESTRO RENOMBRADO POETA KA SE ENCUENTRA EN KARS

KA, poeta conocido en toda Turquía, llegó ayer a nuestra ciudad fronteriza. Nuestro joven poeta, que se ganó el aprecio de todo el país con sus libros Cenizas y mandarinas y Periódicos de la tarde y es poseedor del Premio Belçet Necatigil, cubrirá con sus reportajes las elecciones municipales para el diario La República. El poeta KA ha residido durante largos años en Frankfurt, Alemania, estudiando la poesía occidental.

—Han impreso mal mi nombre —dijo Ka—. La A tiene que ser minúscula —se arrepintió de aquello en cuanto lo hubo dicho—. Está muy bien —añadió con la sensación de estar pagando una deuda.

—Amigo mío, le buscábamos precisamente para estar seguros de su nombre —le contestó Serdar Bey—. Hijo, mira, hijo, habéis impreso mal el nombre de nuestro poeta —riñó a sus hijos con una voz que no parecía en absoluto preocupada. A Ka le dio la impresión de que él no había sido el primero en darse cuenta del error—. Arregladlo ahora mismo…

—No hace falta —dijo Ka. Y en ese momento vio su nombre correctamente impreso en las últimas líneas de la noticia principal del día:

NOCHE TRIUNFAL DEL GRUPO DE SUNAY ZAIM EN EL TEATRO NACIONAL

La actuación de anoche en el Teatro Nacional de la Compañía de Teatro de Sunay Zaim, conocida en toda Turquía por sus obras populares, kemalistas e ilustradas, fue recibida con gran interés y entusiasmo. La función, que duró hasta la medianoche y a la que acudieron el ayudante del gobernador, el alcalde en funciones y otras personalidades de Kars, fue interrumpida en ocasiones por vítores y aplausos entusiastas. Los ciudadanos de Kars, hambrientos durante tanto tiempo de un festival artístico parecido, pudieron seguir la pieza tanto en el Teatro Nacional, lleno hasta la bandera, como desde sus casas. Porque la Televisión de Kars Fronteriza ofreció simultáneamente la obra a todos los habitantes de Kars en la primera retransmisión en directo de sus dos años de historia. Así es como por primera vez en Kars se ofreció una retransmisión televisiva en vivo producida fuera de los estudios de la Televisión de Kars Fronteriza. Como esta emisora carece de unidad móvil al efecto hubo que extender un cable a lo largo de dos calles desde la central de la Televisión de Kars Fronteriza en la calle Halitpaşa hasta el Teatro Nacional. Los generosos ciudadanos de Kars pasaron el cable por el interior de sus casas para que no sufriera daños por la nieve (por ejemplo, la familia de nuestro dentista Fadil Bey recogió el cable por el balcón frontal para sacarlo por el jardín de atrás). Los habitantes de Kars desean que tan exitosa retransmisión en directo se repita en cuanto exista otra posibilidad. Los directivos de la Televisión de Kars Fronteriza aseguran que gracias a esta primera retransmisión en vivo hecha fuera del estudio, todos los comercios de la ciudad están dispuestos a emitir publicidad. En esta representación, que pudo seguir toda Kars, además de ponerse en escena piezas kemalistas, las mejores escenas del teatro fruto de la Ilustración occidental, entremeses criticando la publicidad que corroe nuestra cultura, las aventuras del famoso portero de la selección nacional Vural, y recitarse poesías patrióticas y kemalistas y «Nieve», el último poema de Ka, nuestro renombrado poeta, leído por el propio autor, de visita en nuestra ciudad, se representó O patria o velo, una nueva interpretación de la gran obra maestra ilustrada de los primeros años de la República titulada O patria o charshaf.

—No tengo ningún poema titulado «Nieve» y esta noche no voy a ir al teatro. Su noticia resultará falsa.

—No esté tan seguro. Muchos que nos menosprecian porque escribimos las noticias antes de que ocurran los acontecimientos y que piensan que lo que hacemos no es periodismo sino profecías, luego son incapaces de ocultar su asombro cuando los hechos se desarrollan tal y como los habíamos escrito. Gran parte de los sucesos se convierten en realidad sólo porque nosotros hemos preparado la noticia de antemano. Eso es el periodismo moderno. Y usted, estoy seguro, para no arrebatarnos de las manos el derecho a que nuestra Kars sea moderna y para no rompernos el corazón, primero escribirá un poema titulado «Nieve» y luego vendrá a recitarlo.

Entre anuncios de mítines y noticias como que en los institutos habían comenzado a administrarse las vacunas recién llegadas de Erzurum o que en sus esfuerzos para facilitar la vida de sus conciudadanos el ayuntamiento daba una prórroga de dos meses en el pago del recibo del agua, Ka leyó otra noticia que no había percibido en un primer momento:

LA NIEVE CORTA LAS CARRETERAS

La nieve que cae ininterrumpidamente desde hace dos días ha cortado todas las comunicaciones de nuestra ciudad con el resto del mundo. Ayer, tras cerrarse la carretera a Ardan, la de Sarikamiş quedó completamente cubierta a mediodía. El autobús de la compañía Yilmaz que se dirigía a Erzurum se vio obligado a regresar a Kars debido a que la carretera estaba cortada por el exceso de nieve y hielo en la zona de Yolgeçnez. El Instituto de Meteorología ha anunciado que el frío proveniente de Siberia y las fuertes tormentas de nieve que lo acompañan continuarán aún otros tres días. Kars, como en los inviernos de antaño, se encontrará a su aire durante tres días. Es una oportunidad para que pongamos nuestros propios asuntos en orden.

Ka se levantó y estaba a punto de salir cuando Serdar Bey dio un salto de donde estaba sentado y asió la puerta para que escuchara lo último que tenía que decirle.

—¡Quién sabe lo que Turgut Bey y sus hijas le contarán a usted a su manera! Son amigos de corazón con quienes charlo por las tardes; pero no lo olvide: el ex marido de la señora İpek es el candidato a la alcaldía del Partido de Dios. Dicen que su hermana Kadife, a quien trajeron con su padre para que estudiara aquí, es la más militante de las muchachas veladas. ¡Y su padre es un antiguo comunista! Nadie en Kars tiene la menor idea de por qué vinieron aquí hace cuatro años, en los peores días de la ciudad.

A pesar de haber escuchado de un golpe tantas cosas nuevas que hubieran debido inquietarle, Ka no se alteró lo más mínimo.