Barrios alejados
La nieve, al cubrir la suciedad, el barro y la oscuridad de la ciudad, siempre despertaba en él una olvidada impresión de pureza, pero Ka perdió aquella sensación de inocencia con respecto a la nieve el primer día que pasó en Kars. Allí la nieve era algo cansino, agotador, terrorífico. Había nevado durante toda la noche. Y no dejó de nevar mientras Ka caminaba por las calles aquella mañana, se sentaba en cafés repletos de kurdos en paro, hablaba con los electores papel y lápiz en mano como un periodista entusiasta, trepaba por las calles empinadas y heladas que llevaban a los suburbios más pobres y entrevistaba a un antiguo alcalde, al ayudante del gobernador y a los familiares de las muchachas que se habían suicidado. Pero la visión de las calles nevadas, que en su niñez, y contemplada a través de las ventanas de las abrigadas casas de Nişantao, le había parecido formar parte de un cuento de hadas, ahora le parecía el final, y ni siquiera se atrevía a imaginárselo, de una vida de clase media que había llevado durante años en sus sueños como último refugio y el principio de una pobreza desesperada.
Por la mañana temprano, mientras la ciudad se estaba despertando, caminó con rapidez sin prestar atención a la nieve calle Atatürk abajo en dirección a los suburbios, hacia los barrios más pobres de Kars, hacia Kaleiçi. Mientras avanzaba a toda velocidad bajo las ramas heladas de los plátanos y los árboles del paraíso, miraba los viejos y destartalados edificios rusos, a través de cuyas ventanas salían las chimeneas de las estufas, la nieve que caía en el interior de la vacía y milenaria iglesia armenia que se elevaba entre los depósitos de leña y los transformadores eléctricos, los perros bravucones que le ladraban a cualquiera que pasara por el puente de piedra construido hacía quinientos años sobre el congelado arroyo Kars, las delgadísimas columnas de humo que se levantaban desde las minúsculas chabolas del barrio de Kaleiçi, que parecía vacío y abandonado bajo la nieve, y se sintió tan triste que las lágrimas se le acumularon en los ojos. En la otra orilla del arroyo dos niños, un niño y una niña, que habían sido enviados bien temprano a la tahona, se empujaban mutuamente con los panes calientes en los brazos y se reían con tal alegría que Ka también les sonrió. No era la pobreza ni la desesperación lo que le reconcomía de aquella manera, sino una extraña y poderosa sensación de soledad que luego observaría continuamente por toda la ciudad: en los escaparates vacíos de las tiendas de fotografía, en las ventanas heladas de las repletas casas de té donde los parados jugaban a las cartas, en las plazas cubiertas por la nieve. Era como si aquello fuera un lugar olvidado por todos y como si la nieve cayera silenciosamente en el fin del mundo.
Aquella mañana Ka tuvo suerte y fue recibido como si fuera un famoso periodista de Estambul por el que todos sintieran curiosidad y a quien todos quisieran darle la mano; desde el ayudante del gobernador hasta el más pobre le abrieron sus puertas y hablaron con él. Ka fue presentado a los habitantes de Kars por Serdar Bey, editor del Diario de la Ciudad Fronteriza, trescientos veinte ejemplares de venta media, que en tiempos había enviado noticias locales a La República (aunque la mayoría de ellas no se publicaban). Lo primero que hizo Ka aquella mañana en cuanto salió del hotel fue presentarse en la puerta del diario de aquel viejo periodista cuyo nombre le habían dado en Estambul presentándolo como «nuestro corresponsal local» y rápidamente se dio cuenta de que conocía a toda Kars. Serdar Bey fue el primero en hacerle a Ka la pregunta que le repetirían cientos de veces en los tres días que había de pasar en Kars.
—Bienvenido a nuestra ciudad fronteriza, señor mío. Pero ¿qué hace aquí?
Ka le respondió que había ido para escribir un artículo sobre las elecciones municipales y quizá sobre las jóvenes suicidas.
—Lo de las muchachas suicidas se ha exagerado tanto como en Batman —le dijo el periodista—. Vamos a ver a Kasim Bey, el subdirector provincial de seguridad. Que sepan que está aquí, por si acaso.
El que los forasteros que llegaban a la ciudad, aunque fuesen periodistas, fueran a ver a la policía era una costumbre pueblerina que venía de los años cuarenta. Como era un exiliado político que había regresado a su país años más tarde y como —aunque ni siquiera se hablara de ello— hasta cierto punto se podía notar la presencia de las guerrillas del PKK[1], Ka no se opuso.
Echaron a andar bajo la nieve y, pasando por el mercado de las frutas, por la calle Kâzim Karabekir, en la que se alineaban las ferreterías y las tiendas de repuestos, ante casas de té en las que melancólicos desempleados veían la televisión o miraban la nieve que caía y ante establecimientos de productos lácteos en los que se exponían quesos grandes como ruedas, les llevó quince minutos cruzar en diagonal la ciudad entera.
En cierto momento Serdar Bey se detuvo y le mostró a Ka la esquina en la que habían matado al anterior alcalde. Según ciertos rumores le habían disparado por un simple problema municipal, por el derribo de un balcón construido ilegalmente. Tres días más tarde el asesino había sido capturado, junto con su arma, en el pajar de una casa de la aldea a la que había huido. A lo largo de aquellos tres días habían surgido tantos rumores que al principio nadie se creyó que él hubiera cometido el crimen, y el hecho de que la causa del asesinato fuera tan simple había sido una auténtica decepción.
La Dirección de Seguridad de Kars era un edificio largo y de tres pisos cuya fachada daba a la calle Faikbey, a lo largo de la cual se alineaban viejas casas de piedra que antes habían pertenecido a adinerados rusos y armenios y que ahora se usaban en su mayor parte como oficinas estatales. Mientras esperaban al subdirector, Serdar Bey le mostró a Ka los artesonados del techo y le dijo que en la época rusa, entre 1877 y 1918, el edificio había sido primero una mansión de cuarenta habitaciones de un rico armenio y luego un hospital ruso.
El subdirector Kasim Bey salió al pasillo con su barriga cervecera y les invitó a pasar a su despacho. Ka se dio cuenta rápidamente de que no leía La República porque le parecía izquierdista y de que no le producía ninguna impresión positiva el hecho de que Serdar Bey alabara a nadie como poeta, pero que recelaba de este último porque era el propietario del periódico local de más venta en Kars. Cuando Serdar Bey terminó de hablar, le preguntó a Ka:
—¿Quiere protección?
—¿Cómo?
—Puedo darle a uno de nuestros hombres de civil para que le acompañe. Estará más tranquilo.
—¿Es necesario? —preguntó Ka con la preocupación del enfermo al que el médico le sugiere que a partir de entonces camine con un bastón.
—Nuestra ciudad es un lugar tranquilo. Hemos apresado a todos los terroristas separatistas. Pero por si acaso.
—Si Kars es un lugar pacífico, entonces no la necesito —respondió Ka. Le habría apetecido que el subdirector le afirmara una vez más que la ciudad era un lugar pacífico, pero Kasim Bey no lo repitió.
En primer lugar fueron a los barrios más pobres al norte de la ciudad, a Kaleiçi y Bayrampasa. Bajo una nieve que caía como si nunca fuera a parar, Serdar Bey llamaba a las puertas de chabolas construidas con piedras, ladrillos de conglomerado de cemento y uralita acanalada, les preguntaba a las mujeres que le abrían por el hombre de la casa y, si le reconocían, les decía con un tono que inspiraba confianza que ese compañero, famoso periodista, había venido desde Estambul a Kars con ocasión de las elecciones, pero que no escribiría sólo sobre las elecciones sino también de los problemas de Kars y de por qué las mujeres se suicidaban, y que si le contaban sus problemas sería bueno también para toda Kars. Algunas se alegraban al verlos tomándoles por candidatos a la alcaldía que llegaban con latas llenas de aceite de girasol, cajas y más cajas de jabón o paquetes de galletas o macarrones. Las que les dejaban pasar con curiosidad y hospitalidad, lo primero que hacían era decirle a Ka que no tuviera miedo de los perros que ladraban. Algunas, después de tantos años de presión policial, les abrían con temor pensando que se trataba de otro registro y, aunque descubrían que los recién llegados no eran funcionarios del Estado, se sumían en el silencio. En cuanto a las familias de las jóvenes que se habían suicidado (Ka pudo enterarse de seis casos en poco tiempo), todas insistían en que sus hijas no tenían la menor preocupación y que el suceso les había sorprendido y les había dejado muy abatidos.
Sentados en viejos sofás o sillones torcidos en habitaciones heladas de no más de un palmo con suelos de pura tierra o cubiertos por alfombras tejidas a máquina, entre niños, cuyo número parecía aumentar cada vez que pasaban de una casa a otra, que jugaban dándose empujones en medio de juguetes de plástico siempre rotos (coches, muñecas con un solo brazo), botellas y cajas vacías de medicamentos y té, frente a estufas de leña continuamente hurgadas para que calentaran, estufas eléctricas que se alimentaban de corriente pirateada y televisiones silenciosas pero permanentemente encendidas, escucharon los interminables problemas de Kars, oyeron hablar de su pobreza, de los despidos y las historias de las jóvenes suicidas. Madres que lloraban porque sus hijos estaban en el paro o en la cárcel, empleados de baños que a pesar de trabajar doce horas al día apenas podían dar de comer a sus familias de ocho miembros, parados que se obsesionaban con ir o no a la casa de té porque no podían costeárselo, todos le contaron a Ka sus propias historias, quejándose de su suerte, del Gobierno o del Ayuntamiento, como si fueran problemas del país y del Estado. En determinado punto de todas aquellas historias y toda aquella rabia, había un momento en que a Ka le parecía que se desplomaba sobre ellos la penumbra en las casas en las que habían entrado a pesar de la luz blanca que se filtraba por las ventanas, en que notaba que le costaba trabajo distinguir las formas de los objetos. Y aún peor, la repentina ceguera que le forzaba a volver la mirada hacia la nieve que caía en el exterior descendía sobre su cerebro como si fuera una cortina de tul, en forma de una especie de silencio de nieve, y su mente y su memoria se resistían a escuchar más historias de pobreza y miseria.
Con todo, hasta el día de su muerte no pudo borrar de su memoria ninguna de las historias de suicidio que escuchó. Lo que impactaba a Ka de aquellas historias no era la pobreza, ni la desesperación, ni el absurdo. Tampoco era la falta de comprensión de padres que pegaban continuamente a sus hijas y que ni siquiera les permitían salir a la calle, ni la opresión de maridos celosos, ni la falta de dinero. Lo que realmente sorprendía y aterrorizaba a Ka era que las jóvenes se hubieran suicidado en medio de su rutina diaria, sin avisar, sin la menor ceremonia, de repente.
Por ejemplo, una joven a quien estaban a punto de comprometer a la fuerza con el anciano propietario de una casa de té cenó con sus padres, sus tres hermanos y su abuela como hacía todas las noches y, después de recoger los platos sucios con sus hermanas entre risas y empellones como siempre, salió al jardín por la puerta de la cocina, adonde había ido para traer el postre, entró por la ventana en el cuarto de sus padres y se disparó con la escopeta de caza. Sus padres, que después del estampido del arma encontraron el cuerpo de su hija, que pensaban que estaba en la cocina, retorciéndose en un charco de sangre en su dormitorio, de la misma manera que no podían entender por qué se había suicidado, no fueron capaces de deducir cómo había llegado al dormitorio desde la cocina. Otra muchacha de dieciséis años anduvo a la greña con sus hermanos, como hacían todas las noches, para decidir qué canal de televisión iban a ver y quién se apoderaría del mando a distancia y, después de llevarse un par de fuertes bofetadas de su padre, que acudió a separarlos, se retiró a su habitación y se echó al coleto un frasco grande de insecticida agrario Mortalin como quien se toma una gaseosa. Otra, que se había casado encantada a los quince años, estaba tan harta de las palizas que le daba su marido, desempleado y deprimido y de quien había tenido un hijo seis meses antes, que después de una de las peleas habituales fue a la cocina, cerró la puerta con llave y, a pesar de los gritos de su marido, que intentaba romper la puerta para descubrir qué era lo que estaba haciendo, se ahorcó con el gancho y la cuerda que tenía preparados de antemano.
La rapidez y la desesperación del paso del flujo cotidiano de la vida a la muerte que había en todas aquellas historias fascinaban a Ka. Los ganchos clavados en el techo, las armas previamente cargadas, los frascos de insecticida llevados al dormitorio desde el cuarto de al lado, demostraban que las jóvenes suicidas llevaban consigo la idea del suicidio desde hacía tiempo.
El que las muchachas y las mujeres jóvenes habían comenzado a suicidarse de repente salió a la luz por primera vez en Batman, a cientos de kilómetros de Kars. A un joven y laborioso funcionario del Instituto Estadístico Estatal de Ankara le llamó la atención el que, aunque la media mundial de suicidios entre hombres fuera tres o cuatro veces superior a la de mujeres, en Batman hubiera tres veces más suicidios de mujeres que de hombres, cuadruplicando la media mundial, pero la breve noticia que un periodista amigo suyo publicó en La República no le interesó a nadie en Turquía. Sin embargo, cuando los corresponsales en Turquía de periódicos alemanes y franceses leyeron la noticia, se interesaron por ella, acudieron a Batman y publicaron reportajes en sus países de origen, también los periódicos turcos le dieron importancia a los suicidios y acudieron multitud de periodistas a la ciudad, nacionales y extranjeros. En opinión de los funcionarios del Estado que se ocupaban del asunto, todo aquel interés y aquellas publicaciones impulsaban aún más a algunas jóvenes al suicidio. Cuando Ka habló con el ayudante del gobernador, éste le dijo que los suicidios en Kars todavía no habían llegado al nivel de Batman desde el punto de vista estadístico, que no se oponía a que «por ahora» se entrevistara con las familias de las jóvenes suicidas y le rogó que cuando hablara con ellas no usara en exceso la palabra «suicidio» y que procurara no exagerar el asunto en el diario La República. Una comisión de expertos en suicidios formada por psicólogos, policías, fiscales y funcionarios de la Dirección General de Asuntos Religiosos se estaba preparando para venir a Kars desde Batman, ya se habían colgado de las paredes los carteles impresos por dicha Dirección General en los que se decía «El Ser Humano es una Obra Maestra de Dios y el Suicidio es una Blasfemia», y habían llegado a los despachos del gobernador una serie de folletos con el mismo encabezamiento. Pero el ayudante del gobernador no estaba seguro de que todas aquellas precauciones pudieran detener la epidemia de suicidios que acababa de empezar en Kars; temía que las «precauciones» produjeran el efecto contrario. Porque pensaba que muchas jóvenes habían tomado la decisión de matarse como reacción a los continuos sermones contra el suicidio que les daban el Estado, sus padres, los hombres y los predica dores antes de que aparecieran las noticias de las muertes.
—Por supuesto, la causa de estos suicidios es la extrema infelicidad de las jóvenes, de eso no hay la menor duda —le dijo el ayudante del gobernador a Ka—. Pero si la infelicidad fuera una razón válida para el suicidio, la mitad de las mujeres de Turquía lo haría —el ayudante del gobernador, de bigote como un cepillo y cara de ardilla, añadió que a las mujeres les irritaban las voces masculinas, estatales, familiares o religiosas, que las exhortaban diciendo «¡No te suicides!», y le explicó orgullosamente a Ka que por esa razón él había escrito a Ankara precisando que se necesitaba la presencia de al menos una mujer en las comisiones que se enviaran con el objeto de hacer propaganda contra el suicidio.
La idea de que el suicidio era tan infeccioso como la peste había surgido por primera vez después de que una muchacha viajara de Batman a Kars para matarse. Su tío materno, con el que Ka habló a primera hora de la tarde mientras se fumaban un cigarrillo en un jardín cubierto de nieve bajo los árboles del paraíso en el barrio Atatürk (no les habían permitido entrar en la casa), le contó que su sobrina había ido de recién casada a Batman dos años atrás, que se dedicaba de la mañana a la noche a las labores de la casa y que su suegra la insultaba continuamente porque no tenía hijos, pero todo aquello no eran razones suficientes para suicidarse y le explicó que la joven había cogido aquella idea en Batman, donde todas las mujeres se matan a sí mismas, pero que aquí, en Kars, en compañía de su familia, la difunta parecía muy feliz y que por eso les había sorprendido muchísimo cuando, la misma mañana en que tenía que regresar a Batman, habían encontrado su cadáver en la cama y una carta en la cabecera en la que decía que se había tomado dos cajas de somníferos.
La primera en imitar a aquella mujer que había traído la idea del suicidio de Batman a Kars fue, un mes más tarde, la hija de dieciséis años de su tía materna. La razón de aquel suicidio, que Ka prometió publicar con todos los detalles a sus desconsolados padres, fue que un profesor había dicho en clase que la joven no era virgen. Después de que el rumor se extendiera con rapidez por toda Kars, el prometido de la muchacha renunció a su compromiso y los anteriores pretendientes de la bella joven, que antes tanto habían frecuentado su casa, también dejaron de aparecer por allí. Por entonces su abuela comenzó a decirle «no te vas a casar nunca» y una noche, cuando estaban todos juntos viendo en la televisión una escena de boda y su padre, que estaba borracho, se echó a llorar, la joven se tomó de un golpe todos los somníferos que había ido robando de la caja de su abuela y se durmió (el método del suicidio era tan infeccioso como la propia idea). Al descubrirse en la autopsia que la muchacha era virgen, el padre culpó tanto al profesor que había extendido el rumor como a la pariente que había venido de Batman. Le contaban el suicidio con todo detalle porque querían que en el reportaje que Ka había de publicar en el periódico se proclamara que la acusación no tenía ninguna base y que el profesor que había iniciado la calumnia se sometiera al juicio del público.
En todas aquellas historias lo que provocaba que Ka cayera en una extraña desesperación era que las jóvenes suicidas hubieran encontrado la intimidad y el tiempo necesarios para matarse. Las muchachas que se habían suicidado tomando somníferos compartían su habitación con otras incluso mientras morían en secreto.
Ka, que se había criado en Estambul, en Nişantaşi, leyendo literatura occidental, cada vez que pensaba en su propio suicidio sentía que para hacerlo necesitaría tiempo y espacio en abundancia, una habitación a cuya puerta nadie llamara en días. Cada vez que se sumergía en las fantasías del suicidio que ejecutaría lentamente con toda esa libertad y somníferos y whisky, a Ka le asustaba tanto la infinita soledad de todo aquello que ni siquiera había pensado nunca seriamente en el suicidio.
La única joven cuya muerte le había despertado esa misma sensación de soledad había sido la «muchacha empañolada» que se había colgado un mes y una semana antes. Era una de esas jóvenes estudiantes de la Escuela de Magisterio que habían ido a clase sin quitarse el velo y a las que no se les permitió la entrada en los edificios de la escuela cuando por fin llegó una orden de Ankara en contra. Su familia era una de las menos pobres de las que hablaron con Ka. Mientras se tomaba la Coca-Cola que el desconsolado padre le había ofrecido tras sacarla del frigorífico del pequeño colmado del que era propietario, Ka se enteró de que la joven había expuesto la idea del suicidio a sus familiares y amigos antes de colgarse. Quizá hubiera imitado a su madre y a otras mujeres de su familia en lo que respecta al pañuelo, pero asumirlo como símbolo del islam político era algo que había aprendido de las compañeras que se resistían a las directrices que lo prohibían en la escuela. Como se había negado a quitarse el velo a pesar de la presión de sus padres, estaba a punto de ser expulsada por falta de asistencia de la institución cuyas puertas le impedía cruzar la policía. Cuando vio que algunas compañeras renunciaban a la resistencia y se descubrían la cabeza y que otras se quitaban el pañuelo y se ponían pelucas comenzó a decir a sus padres y a sus amigos que «la vida no tenía sentido» y que «no quería vivir». A nadie se le pasó por la cabeza que aquella muchacha tan religiosa fuera a suicidarse porque por aquellos días en Kars tanto la Dirección General de Asuntos Religiosos, dependiente del Estado, como los islamistas, se dedicaban a difundir la idea de que el suicidio era uno de los mayores pecados repitiéndolo sin cesar con carteles y folletos. En su última noche, la joven, que se llamaba Teslime, vio en silencio la serie Marianna, preparó té y se lo ofreció a sus padres, se retiró a su dormitorio, hizo sus abluciones, oró y, después de permanecer largo rato sumergida en sus pensamientos y rezar una oración, se colgó del gancho de la lámpara con su propio pañuelo.