En realidad, fue un viaje bastante breve, pero Yaya sabía que lo recordaría siempre, sobre todo algunas noches a las tres de la madrugada después de una cena pesada. Recordaría los colores irisados que zumbaban en el aire, la horrible sensación de densidad, la impresión de que algo muy grande y muy gordo acababa de sentarse encima del universo.
Recordaría la risa de Esk. Pese a todos sus esfuerzos, recordaría la manera en que la tierra se aceleró bajo ellas, cómo cordilleras enteras pasaron zumbando con un desagradable silbido.
Y, sobre todo, recordaría haber alcanzado a la noche.
Apareció ante ella, una línea quebrada de oscuridad que discurría por delante del despiadado amanecer. Vio con horror y fascinación como la línea se transformaba en un punto, en una mancha, en todo un continente de negrura que se precipitaba hacia ellas.
Por un instante, quedaron suspendidas en la cumbre del amanecer, que rompía sobre la tierra como un trueno silencioso. Ningún surfista había cabalgado jamás sobre una ola semejante, pero la escoba rompió la membrana de luz y se deslizó suavemente hacia la frialdad de delante.
Yaya se permitió volver a respirar.
La oscuridad hizo que el vuelo fuera un poco menos aterrador. También significaba que, si Esk perdía el interés, la escoba volvería a volar por sus propios medios de magia oxidada.
—… —dijo Yaya. Se aclaró la garganta, seca como un hueso, y lo intentó de nuevo—. ¿Esk?
—Es divertido, ¿eh? ¿Cómo lo habré hecho?
—Sí, muy divertido —asintió Yaya débilmente—. ¿Me dejas que lleve yo la escoba, por favor? No quiero que nos salgamos del Disco. Por favor.
—¿Es verdad que hay una catarata gigante alrededor del Borde del mundo, y que si miras hacia abajo se ven las estrellas? —preguntó Esk.
—Sí. ¿Podemos ir un poco más despacio?
—Me gustaría ir allí.
—¡No! Quiero decir, ahora no.
La escoba aminoró la marcha. La burbuja irisada que la rodeaba desapareció con un audible «pop». Sin un trompicón, sin un solo frenazo brusco, Yaya se encontró volando de nuevo a una velocidad respetable.
Yaya se había ganado una reputación sólida de conocer siempre la respuesta a todo. Conseguir que admitiera no saber algo, incluso para sus adentros, era un logro asombroso. Pero el gusano de la curiosidad roía ya la manzana de su mente.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó por fin.
Se hizo un silencio pensativo a su espalda.
—No lo sé —dijo Esk—. Simplemente, lo necesitaba, y lo tenía en la cabeza. Como cuando te acuerdas de algo que habías olvidado.
—Sí, pero… ¿cómo?
—No…, no lo sé. Sólo tenía una imagen de cómo quería que fueran las cosas, y bueno…, más o menos… entré en la imagen.
Yaya clavó los ojos en la noche. En su vida había oído hablar de magia como aquélla, pero parecía desagradablemente poderosa, y quizá letal. ¡Entrar en la imagen! Por supuesto, toda magia cambiaba el mundo en cierto modo, los magos no la querían para otra cosa (no comprendían el concepto de dejar el mundo tal como estaba y cambiar a la gente), pero aquello sonaba como más literal. Había que pensar al respecto. En tierra firme.
Por primera vez en su vida, Yaya se preguntó si no habría algo importante en todos esos libros que la gente valoraba tanto. Su aversión a los libros tenía un fundamento moral, ya que había oído decir que muchos de ellos estaban escritos por gente muerta, y por tanto leerlos sería peor que la necromancia. Entre las muchas cosas de este universo con las que Yaya no estaba de acuerdo, una de ellas era hablar con los muertos, que ya tenían bastantes problemas sin que nadie los molestase.
Pero no tantos como ella, pensó ahora. Contempló el terreno oscuro, y se preguntó difusamente por qué las estrellas estaban bajo ella.
Durante un cardíaco momento, tuvo la sensación de que se habían salido del Borde, hasta que se dio cuenta de que los miles de puntitos eran demasiado amarillos, y además parpadeaban. ¿Y desde cuándo se encontraban las estrellas en pautas tan ordenadas?
—Qué bonito —dijo Esk—. ¿Es una ciudad?
Yaya escudriñó el espectáculo, nerviosa. Si era una ciudad, desde luego parecía demasiado grande. Pero, ahora que lo pensaba, olía a mucha gente junta.
En torno a ellas, el aire apestaba a incienso, grano, especias y cerveza, pero sobre todo a ese olor causado por un nivel hidrostático alto, miles de personas y un primitivo sistema de cloacas.
Se sacudió mentalmente. El día las seguía de cerca. Buscó una zona donde las antorchas fueran más pequeñas y estuvieran más espaciadas, razonando que aquello indicaría un barrio más pobre (la gente pobre no solía tener nada contra las brujas), y bajó suavemente el mango de la escoba.
Consiguió llegar a metro y medio del suelo antes de que amaneciera por segunda vez.
Las puertas eran muy grandes, muy negras, y parecían hechas de oscuridad sólida.
Yaya y Esk se sumaron a la multitud que abarrotaba la plaza junto a la Universidad Invisible, y las contemplaron desde abajo.
—No sé cómo puede entrar la gente —dijo al final Esk.
—Supongo que con magia —respondió Yaya—. Así son los magos. Cualquier otra persona habría puesto una aldaba. —Agitó la escoba en dirección a las altas puertas—. Seguro que hay que decir alguna palabreja rara para entrar, no me extrañaría —añadió.
Llevaban tres días en Ankh-Morpork y, para su propia sorpresa, Yaya estaba empezando a disfrutar. Habían encontrado alojamiento en Las Sombras, una zona antigua de la ciudad cuyos habitantes eran en su mayoría noctámbulos, y nunca se metían en los asuntos de los demás porque la curiosidad no sólo mató al gato, sino que también lo arrojó al río con pesos atados a los pies. Sus habitaciones estaban en un piso superior, junto a las bien vigiladas instalaciones de un respetable comerciante de artículos robados, porque Yaya se sentía subsidiariamente protegida.
En resumen, en Las Sombras moraban dioses desacreditados, ladrones sin licencia, damas de la noche, traficantes de productos exóticos, alquimistas de la mente, actores errantes y todo el aceite del motor de la civilización.
Aun así, pese al hecho de que estas personas solían agradecer los efectos de una magia moderada, había una gran escasez de brujas. En pocas horas, la noticia de la llegada de Yaya había corrido por todo el barrio, y un río de gente se arrastraba, cojeaba o se dirigía a hurtadillas hacia su puerta, buscando pócimas, amuletos o datos sobre el futuro, aparte de varios servicios personales especializados que las brujas proporcionan tradicionalmente a aquellos cuyas vidas son oscuras, o negras como el betún.
Primero se sintió molesta, luego abochornada, por último adulada: sus clientes tenían dinero, que siempre era útil, pero le pagaban sobre todo con respeto, una de las monedas más sólidas.
Así que Yaya había llegado a plantearse la posibilidad de buscar un alojamiento algo más grande, con un trocito de jardín, y hacerse traer a sus cabras. El olor sería un problema, desde luego, pero las cabras tendrían que acostumbrarse.
Habían visitado los lugares turísticos de Ankh-Morpork, sus abarrotados muelles, sus muchos puentes, sus mercadillos, sus calles llenas de templos y de nada más. Yaya había contado los templos con gesto pensativo. Los dioses siempre exigían a sus seguidores que actuaran de una manera diferente a la que les indicaba su naturaleza, cosa que siempre acababa por dar mucho trabajo a las brujas.
Los terrores de la civilización tampoco se habían presentado, aunque un ladrón intentó apropiarse del bolso de Yaya. Para sorpresa de los transeúntes, Yaya le ordenó que volviera, y el ladrón volvió, luchando contra unos pies que de pronto ya no le obedecían. Nadie vio qué pasaba con los ojos de Yaya cuando los clavó en su rostro, ni oyó lo que susurraba a su oído acobardado, pero el caso fue que el ladrón se lo devolvió todo, amén de una buena cantidad de dinero perteneciente a otras personas. Además, antes de que le soltara, le prometió afeitarse, caminar erguido y ser bueno el resto de su vida. Antes de que anocheciera, la descripción de Yaya ya había circulado por todo el Gremio de Ladrones, Rateros, Revientapisos y Profesiones Relacionadas[1], junto con estrictas instrucciones de esquivarla a toda costa. Los ladrones, que también solían ser criaturas de la noche, reconocían un problema en cuanto lo tenían delante.
Yaya había escrito dos cartas más a la Universidad. No recibió respuesta.
—Me gustaba más el bosque —dijo Esk.
—No sé —titubeó Yaya—. En el fondo, esto se parece al bosque. Y, además, aquí la gente aprecia a una bruja en todo su valor.
—Son muy simpáticos —concedió Esk—. ¿Te acuerdas de esa casa que hay al final de la calle, la de la señora gorda que vive con todas esas chicas jóvenes? Me dijiste que eran parientes suyas.
—La señora Palma —asintió Yaya con cautela—. Una mujer muy respetable.
—Pues la gente va a visitarlas durante toda la noche. Lo he visto. No sé cuándo duermen.
—Mmm.
—Pobre mujer, debe de pasarlo muy mal, y además tiene que alimentar a todas esas hijas. La gente debería tener más consideración.
—Pues, la verdad —dijo Yaya—, no estoy segura de que…
La salvó la llegada a las puertas de la Universidad de un gran carromato pintado con colores brillantes. El conductor tiró de las riendas de los bueyes a pocos metros de Yaya.
—Disculpa, buena mujer —la saludó—, ¿te importaría apartarte?
Yaya dio un paso atrás, insultada por aquel despliegue de sincera educación, muy molesta ante la idea de que alguien la considerase una buena mujer. Entonces, el conductor vio a Esk.
Era Treatle, que sonrió como una serpiente preocupada.
—Vaya, vaya. La jovencita que cree que las mujeres pueden ser magos, ¿eh?
—Sí —replicó Esk, sin hacer caso del puntapié de Yaya.
—Qué graciosa. Has venido a unirte a nosotros, ¿eh?
—Sí —asintió Esk. Como los modales de Treatle parecían exigirlo, añadió—: señor. Pero no podemos entrar.
—¿Podemos? —preguntó Treatle, intrigado. Volvió a fijarse en Yaya—. Ah, ya. Claro. Debe de ser tu tía, ¿no?
—Mi yaya. Aunque en realidad no es mi yaya, es como la yaya de todo el mundo.
Yaya asintió con gesto rígido.
—Esto no se puede consentir, claro que no —dijo Treatle con voz tan cordial como un budín de ciruelas—. Ni pensarlo. Nuestra primera mujer mago no se puede quedar en la puerta. Sería una vergüenza. ¿Puedo acompañaros?
Yaya agarró a Esk por el hombro con firmeza.
—Si no le importa… —empezó a decir.
Pero Esk se liberó de su mano, y echó a correr tras el carro.
—¿De verdad puedes llevarme adentro? —preguntó, con los ojos brillantes.
—Claro que sí. Los jefes de las Órdenes estarán encantados de conocerte. También se asombrarán un poco, claro —añadió con una carcajada.
—Eskarina Herrero… —dijo Yaya. Se detuvo y miró a Treatle—. No sé qué tienes en mente, señor Mago, pero no me gusta —empezó de nuevo—. Ya sabes dónde vivimos, Esk. Si quieres hacer tonterías, hazlas, pero hazlas sola.
Se dio media vuelta y echó a andar por la plaza.
—Qué mujer tan especial —dijo Treatle vagamente—. Veo que todavía llevas tu escoba. Excelente.
Soltó las riendas un momento y trazó un complejo signo en el aire con ambas manos.
Las enormes puertas se abrieron de par en par, permitiendo ver un amplio patio rodeado de césped. Tras el césped, había un edificio irregular, o más bien unos edificios irregulares: no era fácil distinguirlos, porque, más que un diseño premeditado, parecía como si un montón de arcos, paredes, torres, ventanas, cúpulas y portones se hubieran juntado mucho para darse calor.
—¿Es esto? —preguntó Esk—. Parece un poco… fundida.
—Sí —respondió Treatle—. Por supuesto, por dentro es mucho más grande, algo así como un iceberg, o eso me han dicho, yo nunca he visto uno. La Universidad Invisible…, como su nombre indica, buena parte de ella no está a la vista. ¿Te importa ir a buscar a Simón?
Esk apartó las pesadas cortinas y escudriñó en la oscuridad del interior del carromato. Simón estaba tumbado sobre un montón de alfombras, leyendo un libro muy grande y tomando notas en trozos de papel.
El chico alzó la vista y sonrió.
—¿Eres tú? —preguntó.
—Sí —respondió Esk con convicción.
—Pppensamos que te habías mmmmarchado. Todos creíamos que ibas en otro cccarro, y c-cuando nos de-detuvimos…
—Más o menos… os he alcanzado. Creo que el señor Treatle quiere que salgas a ver la Universidad.
—¿Yyya hemos llegado? —La miró de manera extraña—. ¿Y tú estás aquí?
—Sí.
—¿Cómo?
—El señor Treatle me invitó a entrar, dijo que todo el mundo se soprendería al conocerme. —La inseguridad brilló un momento en las profundidades de sus ojos—. ¿Crees que tiene razón?
Simón bajó la vista hacia su libro, y se secó los ojos llorosos con un pañuelo rojo.
—A v-veces le dan esos c-caprichos —murmuró—. Pppero no es maaa…, mmmmala p-persona.
Extrañada, Esk contempló las páginas amarillentas que el muchacho tenía ante sí. Estaban llenas de símbolos rojos y negros muy complicados que, por alguna razón inexplicable, eran tan desagradables como un paquete que hiciera tic-tac, pero que de todos modos captaban la atención de cualquiera de la misma manera que un accidente atroz. A uno le entraban ganas de entender lo que decían, pero con la sensación de que, una vez lo supiera, preferiría olvidarlo.
Simón vio su expresión y cerró el libro apresuradamente.
—Sólo es una cosa q-que estoy estudiando —murmuró—. Algo de ma-mmmma…
—… magia… —dijo Esk automáticamente.
—Gracias.
—Debe de ser muy interesante eso de leer libros —dijo Esk.
—Mmmás o mmmmenos. ¿No sss-sssabes leer, Esk?
La niña se sorprendió al oír el asombro reflejado en su voz.
—Supongo que sí —replicó, desafiante—. Nunca lo he intentado.
Esk no habría sabido lo que era un nombre colectivo aunque le hubiera metido el dedo en el ojo, pero sí sabía lo que era un rebaño de cabras o una reunión de brujas. No entendía lo que era un montón de magos. ¿Una orden de magos? ¿Una conspiración? ¿Un círculo?
Fuera lo que fuera, la Universidad estaba llena de eso. Los magos paseaban entre los claustros y se sentaban en bancos bajo los árboles. Los magos jóvenes correteaban por los senderos mientras sonaban las campanas, con los brazos cargados de libros o —en el caso de los estudiantes más antiguos— con los libros aleteando en el aire tras ellos. El ambiente rezumaba el tacto grasiento de la magia, y sabía a latón.
Esk caminaba entre Treatle y Simón, bebiéndose el mundo con los ojos. No era sólo que hubiera magia en el aire, sino que además estaba domesticada, funcionaba como un molino bien engrasado. Era poder, pero poder contenido.
Simón estaba tan emocionado como ella, aunque sólo lo demostraban sus ojos, más humedecidos, y su tartamudeo empeorado. No dejaba de detenerse para señalar los diferentes colegios universitarios y edificios de investigación.
Uno era muy bajo y recio, con ventanas elevadas y estrechas.
—E-eso es la b-biblioteca —dijo Simón con la voz cargada de admiración y respeto—. ¿P-puedo echar un v-vistazo?
—Ya habrá tiempo para eso —respondió Treatle.
Simón echó una mirada nostálgica al edificio.
—T-todos los libros de mmmmagia que ssse han escrito —susurró.
—¿Por qué hay barrotes en las ventanas?
Simón tragó saliva.
—Ppp-orque los libros de mmm-magia no sssson como los otros libros, t-tienen una…
—Ya es suficiente —le interrumpió bruscamente Treatle.
Bajó la vista hacia Esk, la miró como si nunca la hubiera visto, y frunció el ceño.
—¿Por qué estás aquí?
—Tú me invitaste a pasar —señaló Esk.
—¿Yo? Oh, sí. Claro. Perdona, estaba distraído. La señorita que quiere ser mago. Sigamos, ¿te parece?
Los guió subiendo un ancho tramo de escalera hasta unas puertas impresionantes. O que, al menos, estaban diseñadas para ser impresionantes. El diseñador había invertido osadamente en cerrojos pesados, bisagras ondulantes, remaches de cobre y un arco de complicadas tallas, para dejar perfectamente claro a cualquiera que entrase que, en el fondo, no era una persona muy importante.
Era un mago. Se había olvidado de la aldaba.
Treatle llamó a la puerta con su cayado. Ésta titubeó un instante y luego, lentamente, los cerrojos se deslizaron, y se abrió.
La sala estaba abarrotada de magos y de niños. Y de padres de los niños.
Hay dos maneras de entrar en la Universidad Invisible (la verdad es que hay tres, pero los magos aún no lo sabían).
La primera es realizar un buen trabajo de magia, como recuperar alguna reliquia tan antigua como poderosa, o inventar un hechizo completamente nuevo, pero en estos tiempos ya era cosa rara. En el pasado había habido grandes magos, capaces de extraer hechizos completamente nuevos del caos de magia pura que cubría el mundo, magos para quienes florecía la magia; pero esos días ya habían pasado. Ya no quedaban generachiceros.
Así que la manera más típica era que te avalara un mago respetado, tras un periodo de aprendizaje.
Había mucha competencia por una plaza en la Universidad, y por los honores y privilegios que reportaba un título de la Invisible. Muchos de los niños que correteaban por la sala, lanzándose unos a otros hechizos menores, fracasarían. Tendrían que pasarse el resto de sus vidas como hechiceros inferiores, simples técnicos de la magia con barbas desafiantes y parches de cuero en los codos, que se congregaban en pequeños grupos y partidos celosos.
Para ellos no había sombreros puntiagudos con símbolos astrológicos optativos, ni túnicas impresionantes, ni cayados de autoridad. Pero al menos podían mirar por encima del hombro a los conjuradores, que solían ser alegres y gordos, hablaban incorrectamente, bebían cerveza e iban por ahí con tristes mujeres flacas vestidas con leotardos de lentejuelas, y además enfurecían a los hechiceros porque no comprendían lo inferiores que eran y les contaban chistes. Por debajo de todos —excepto de las brujas, por supuesto— estaban los taumaturgos, que no recibían la menor instrucción. En un taumaturgo se podía confiar lo justo como para permitirle lavar un alambique. Muchos hechizos requerían cosas como moho extraído de un cadáver aplastado, o semen de un tigre vivo, o la raíz de una planta que lanzaba un grito ultrasónico cuando la arrancaban. ¿Quién tenía que ir a buscar estas cosas? Exacto.
Es un error muy extendido denominar a estos magos inferiores «magos iletrados». En realidad, la magia iletrada es una forma de hechicería muy especializada, a la que se suelen dedicar hombres silenciosos y pensativos, de inclinaciones druidas e inclinaciones botánicas. Si invitas a un mago iletrado a una fiesta, se pasará la mitad de la velada charlando con tu ficus. Y la otra mitad, escuchando la respuesta.
Esk advirtió que en la sala había algunas mujeres, porque hasta los magos jóvenes tenían madres y hermanas. Las familias enteras acudían a despedir a los hijos agraciados por la suerte. Muchos se sonaban las narices y se secaban las lágrimas, y las monedas tintineaban cuando padres orgullosos ponían algo de dinero para gastos en manos de sus retoños.
Magos muy viejos deambulaban por entre los grupos, hablando con los magos avaladores y examinando a los futuros estudiantes.
Varios de ellos salieron de entre la gente para recibir a Treatle, moviéndose como galeones a todo trapo. Se inclinaron con toda seriedad ante él, y miraron a Simón con gesto aprobador.
—Conque éste es el joven Simón, ¿eh? —dijo el más gordo de todos, examinando al chico—. Hemos recibido muy buenos informes sobre ti, muchacho. ¿Eh? ¿Qué?
—Simón, saluda al archicanciller Cortángulo, archimago de los Magos de la Estrella de Plata —indicó Treatle.
Simón se inclinó con aprensión.
Cortángulo le miró con benevolencia.
—Hemos oído cosas excelentes sobre ti, muchacho —dijo—. El aire de la montaña debe de ser bueno para el cerebro, ¿eh?
Se echó a reír. Los magos que le rodeaban se echaron a reír. Treatle se echó a reír. A Esk le pareció muy raro, porque no estaba pasando nada divertido.
—No ssssé, ssss…
—¡Por lo que nos han dicho, debe de ser lo único que no sabes, hijo! —dijo Cortángulo muerto de risa.
Hubo otro coro de carcajadas cuidadosamente cronometradas. Cortángulo palmeó el hombro de Simón.
—Éste es el chico de la beca —siguió—. Unos resultados asombrosos, nunca los he visto mejores. Y además, autodidacta. ¿No es sorprendente? ¿Verdad, Treatle?
—Sensacional, archicanciller.
Cortángulo recorrió con la mirada a los magos que los observaban.
—Quizá puedas darnos alguna muestra —dijo—. Una pequeña demostración, ¿eh?
Simón lo miró con pánico animal.
—La v-verdad, no sssssoy muy bbbbuuu…
—Vamos, vamos —le interrupió Cortángulo con lo que probablemente creía que era un tono de voz tranquilizador—. No tengas miedo. Tómate tiempo. Cuando estés preparado.
Simón se lamió los labios y dirigió a Treatle una mirada de muda súplica.
—Ehh —dijo—. Ssssss… —Se detuvo y tragó saliva—. El bbbbb…
Los ojos se le salían de las órbitas, las lágrimas le brotaron de los ojos, y le temblaron los hombros.
Treatle le dio unas palmaditas consoladoras en la espalda.
—Alergia —explicó—. No puedo curársela, lo he intentado todo.
Simón tragó saliva y asintió. Hizo apartarse a Treatle con un gesto de sus largas manos blancas, y cerró los ojos.
Durante unos segundos, nada sucedió. Se quedó allí de pie, moviendo los labios sin emitir sonido alguno, y de él emanó silencio como la luz emana de una vela. Ondas de sinruidez recorrieron a las multitudes de la sala, golpeando las paredes con toda la potencia de un besito y luego retrocediendo en olas concéntricas. Los congregados vieron como sus acompañantes hablaban sin emitir sonido alguno, y se pusieron rojos cuando sus propias carcajadas resultaron tan audibles como el chillido de un mosquito.
Unas motitas de luz aparecieron en torno a la cabeza de Simón. Giraron en espiral en una danza tridimensional, para luego crear una forma.
En realidad, a Esk le pareció que la forma había estado allí desde siempre, esperando a que sus ojos la vieran, de la misma manera que una nube de lo más inocente puede transformarse de pronto, sin sufrir ningún cambio perceptible, en una ballena, en un barco o en una cara.
La forma que rodeaba la cabeza de Simón era el mundo.
Era bastante obvio, aunque el brillo y el movimiento de las lucecitas hacían borrosos algunos de los detalles. Pero allí estaba Gran A’Tuin, la tortuga celestial, con los cuatro elefantes sobre su concha, cargados con el Disco. Se divisaba el resplandor de la gran cascada que rodeaba el Borde del mundo y el brillo de la delgada aguja rocosa en el mismo Eje, la gran montaña Cori Celesti donde vivían los dioses.
La imagen se amplió, centrándose en el Mar Circular, y luego en la misma Ankh. Las lucecitas que brotaban de Simón parpadeaban y se extinguían a un metro por encima de su cabeza. Ahora mostraban la ciudad desde el aire, dirigiéndose hacia los observadores. Se veía la Universidad, cada vez más grande. Se veía la Sala Principal…
… se veía a la gente, mirando silenciosa y boquiabierta, y al mismo Simón dibujado en puntitos de luz plateada. Y una pequeña imagen giraba en el aire en torno a él, y esa imagen contenía otra imagen, que contenía otra imagen, que contenía otra imagen…
Todo el mundo tuvo la sensación de que el universo se había vuelto del revés en todas las dimensiones de golpe. Era una sensación roma, inflamada. Sonaba como si el mundo entero hubiera dicho «glup».
Los muros desaparecieron. El suelo, también. Los retratos de grandes magos de la antigüedad, todo pergaminos, barbas y ceños fruncidos, se esfumaron. Las baldosas del suelo, con su bonito diseño en blanco y negro, se evaporaron… para ser sustituidas por arena fina, gris como la luz de la luna y fría como el hielo. Estrellas raras e inesperadas brillaron arriba. En el horizonte había pequeñas colinas erosionadas, no por el viento ni por la lluvia de este lugar sin clima, sino por la suave lija del mismísimo Tiempo.
Nadie más parecía advertirlo. De hecho, nadie más parecía vivo. Esk estaba rodeada de personas tan quietas y silenciosas como estatuas.
Y no estaban solas. Había otras… Cosas… tras ellas, y seguían apareciendo más y más. No tenían forma, o más bien parecían tomar su forma al azar copiando a toda una serie de criaturas. Daba la impresión de que alguien les había hablado de brazos, piernas, mandíbulas, garras y órganos, pero sin explicarles cómo hacerlos encajar. O sin que a ellos les importara. O quizá estaban tan hambrientos que no se habían molestado en averiguarlo.
El sonido que emitían recordaba a un enjambre de moscas.
Eran las criaturas que poblaban sus sueños, habían venido a alimentarse de la magia. Esk sabía que ya no sentían interés por ella, excepto como postre de la cena. Toda su atención se centraba en Simón, que desconocía su presencia.
Esk le dio una patada en el tobillo.
El frío desierto desapareció. El mundo real regresó rápidamente. Simón abrió los ojos, sonrió débilmente y, con suavidad, cayó de espaldas en brazos de Esk.
Un susurro recorrió las filas de los magos, y muchos empezaron a aplaudir. Nadie parecía haber advertido nada extraño, aparte de las luces plateadas.
Cortángulo recuperó el habla y alzó una mano para acallar a la multitud.
—Es… asombroso —dijo a Treatle—. ¿Y dices que lo ha elaborado él solo?
—Sí, señor.
—¿No le ha ayudado nadie?
—No había nadie que pudiera ayudarle —señaló Treatle—. Iba vagando de pueblo en pueblo, haciendo pequeños hechizos. Pero sólo si la gente le pagaba en libros o en papel.
Cortángulo asintió.
—No ha sido ninguna ilusión —dijo—, pero el chico no ha utilizado las manos. ¿Qué estaba diciendo para sí mismo? ¿Lo sabes?
—Dice que no son más que palabras para que su mente funcione bien —explicó Treatle. Se encogió de hombros—. La verdad es que no entiendo la mitad de las cosas que masculla. Me ha comentado que tiene que inventar palabras, porque no hay ninguna para describir las cosas que hace.
Cortángulo miró de soslayo a sus camaradas magos. Todos asintieron.
—Será un honor admitirlo en la Universidad —dijo—. ¿Te importa decírselo cuando despierte?
Sintió que algo le tiraba de la túnica, y bajó la vista.
—Disculpa —dijo Esk.
—Hola, jovencita —la saludó Cortángulo con voz almibarada—. ¿Has venido a ver como tu hermano ingresa en la Universidad?
—No es mi hermano —dijo Esk. Había ocasiones en las que el mundo parecía lleno de hermanos, pero ésta no era una de ellas—. ¿Eres importante? —preguntó.
Cortángulo miró a sus colegas y sonrió. Los magos, como todo el mundo, tenían sus modas. A veces los magos eran flacos, demacrados, y hablaban con los animales (los animales no escuchaban, pero la intención es lo que vale), mientras que otras tendían hacia lo moreno y saturnino, con barbitas puntiagudas. En aquel momento, la grasa era el último grito. Y Cortángulo rebosaba modestia.
—Bastante importante —dijo—. Hago lo que puedo por servir a la humanidad. Sí. Bastante importante, diría yo.
—Quiero ser mago —dijo Esk.
Los magos menores situados tras Cortángulo la miraron como si fuera una interesante especie de escarabajo desconocida hasta entonces. El rostro del archicanciller se puso rojo, y los ojos se le salieron de las órbitas. Bajó la vista hacia Esk, pareció contener el aliento. Luego, se echó a reír. La risa comenzó en algún punto de su amplia zona estomacal, y después fue ascendiendo, rebotando de costilla a costilla y provocando pequeños magomotos en su pecho antes de brotar en una serie de bufidos estrangulados. Aquella risa era fascinante. Tenía personalidad propia.
Pero se interrumpió al ver la mirada de Esk. Si la risa era un payaso de cabaret, los ojos decididos de la niña eran un cubo de agua fría bien dirigido.
—¿Mago? —dijo el hombre—. ¿Tú quieres ser mago?
—Sí —respondió Esk, poniendo al desmayado Simón en los brazos del desganado Treatle—. Soy octavo hijo de un octavo hijo. O sea, hija.
Los magos que la rodeaban se miraban entre ellos y susurraban. Esk trató de no hacerles caso.
—¿Qué ha dicho?
—¿Es en serio?
—A esta edad los niños son riquísimos, ¿verdad?
—¿Eres el octavo hijo de una octava hija? —preguntó Cortángulo—. ¿De verdad?
—Al revés, pero no exactamente —replicó Esk, desafiante. Cortángulo se enjugó los ojos con un pañuelo.
—Esto es fascinante —dijo—. Me parece que en mi vida había visto nada semejante, ¿eh?
Volvió la vista hacia el creciente público que le rodeaba. La gente del fondo no veía a Esk, y todos estiraban el cuello para averiguar si se estaba ejecutando alguna magia interesante. Cortángulo no sabía qué hacer.
—Bueno, bueno —dijo—. ¿Quieres ser mago?
—Eso le digo a todo el mundo, pero nadie me hace caso —respondió Esk.
—¿Cuántos años tienes, nenita?
—Casi nueve.
—¿Y quieres ser mago cuando seas mayor?
—Quiero ser mago ahora —insistió Esk—. Aquí es donde enseñan a los magos, ¿no?
Cortángulo miró a Treatle y le guiñó un ojo.
—Te he visto —le advirtió Esk.
—Me parece que nunca ha habido una mujer mago —dijo Cortángulo—. Es más, creo que iría contra las normas. ¿No preferirías ser bruja? Tengo entendido que es una buena profesión para las chicas.
Un mago inferior se echó a reír tras él. Esk le dirigió una mirada.
—Ser bruja no está mal —concedió Esk—. Pero creo que los magos se divierten más. ¿Qué te parece a ti?
—Me parece que eres una niñita muy singular —respondió Cortángulo.
—¿Qué significa eso?
—Significa que como tú sólo hay una.
—Es verdad —asintió Esk—. Y sigo queriendo ser mago.
Cortángulo se quedó sin palabras.
—Bueno, pues no puede ser —dijo al final—. ¡Vaya idea!
Se irguió en toda su anchura y se dio media vuelta. Algo le tiró de la túnica.
—¿Por qué no? —preguntó una voz. Se volvió.
—Porque —respondió lenta, deliberadamente—, porque…, porque es una idea ridícula, por eso. ¡Y, desde luego, va contra las normas!
—¡Pero si yo puedo hacer magia de mago! —exclamó Esk, con apenas un leve temblor en la voz.
Cortángulo se inclinó hasta que su rostro quedó a la altura del de la niña.
—No, no puedes —siseó—. Porque no eres mago. Las mujeres no son magos, ¿me explico con claridad?
—Mira —dijo Esk.
Extendió la mano derecha con los dedos separados y la siguió con la vista hasta alinearla con la estatua de Malich el Sabio, fundador de la Universidad. Instintivamente, los magos que se encontraban entre la niña y la estatua se apartaron a un lado, y luego se sintieron un poco tontos.
—Va en serio —advirtió Esk.
—Adelante, nenita —dijo Cortángulo.
—Bien —replicó Esk.
Entrecerró los ojos y se concentró en la estatua con todas sus fuerzas…
Las grandes puertas de la Universidad Invisible están hechas de octirón, un metal tan inestable que sólo puede existir en un universo saturado de magia pura. Son impenetrables para cualquier energía que no sea la magia: ni el fuego, ni un ariete, ni un ejército entero podría derribarlas.
Por eso la mayoría de los visitantes normales que acuden a la Universidad entran por la puerta trasera, que está hecha de madera completamente normal y no va por ahí aterrorizando a la gente, ni siquiera se queda quieta aterrorizando a la gente. Tiene una aldaba como dios manda, y todo.
Yaya examinó detenidamente la puerta, y dejó escapar un gruñido de satisfacción cuando encontró lo que buscaba. En ningún momento había dudado de que estaría allí, astutamente oculta en la textura de la madera.
Agarró la aldaba, que tenía forma de cabeza de dragón, y llamó a la puerta con tres golpes secos. Tras un rato, le abrió una joven con la boca llena de pinzas para la ropa.
—¿O oono vo? —le preguntó.
Yaya se inclinó, permitiendo que la chica viera el sombrero negro puntiagudo con las horquillas en forma de murciélagos. Surtió un efecto impresionante: enrojeció y, echando un vistazo apresurado al desierto callejón, hizo un gesto apremiante a Yaya para que entrara.
Al otro lado del muro había un gran patio cubierto de musgo, lleno de cuerdas donde se secaba la colada. Yaya tuvo la oportunidad de convertirse en una de las pocas mujeres que saben qué llevan los magos bajo las túnicas, pero apartó los ojos con recato y siguió a la chica cuando ésta bajó por un ancho tramo de peldaños.
Daban a un largo túnel de techo elevado, bordeado de arcos y, en aquel momento, lleno de vapor. Yaya vio las largas hileras de lavaderos en las habitaciones de los lados. El aire tenía el olor cálido y denso del planchado. Un grupo de chicas cargadas con cestos de ropa pasaron junto a ella y subieron apresuradamente por la escalera… y se detuvieron a medio camino, volviéndose lentamente para mirarla.
Yaya irguió la espalda y trató de parecer tan misteriosa como le fuera posible.
Su guía, que todavía no se había quitado las pinzas de la boca, la llevó por un pasillo lateral hasta una habitación que era un laberinto de estantes llenos de ropa limpia. En el centro mismo del laberinto, sentada junto a una mesa, había una mujer muy vieja con una peluca color jengibre. Había estado escribiendo algo en un libro de cuentas —aún lo tenía abierto ante ella—, pero en aquel momento examinaba un chaleco con una gran mancha.
—¿Habéis probado a blanquearlo? —preguntó.
—Sí, señora —respondió la jovencita que tenía al lado.
—¿Y con tinte de mirryt?
—Sí, señora. No hizo más que volverlo azul.
—Nunca había visto nada semejante —suspiró la encargada de la lavandería—. Y he limpiado manchas de azufre, de hollín, de sangre de dragón, de sangre de demonio y de no sé cuántas cosas más. —Volvió el chaleco del revés y leyó la etiqueta cuidadosamente cosida en la parte interior—. Granpán el Blanco. Si no cuida mejor su ropa, se convertirá en Granpán el Gris. Te lo digo yo, chica, un mago blanco no es más que un mago negro con un buen servicio de lavandería. Créeme…
Vio a Yaya, y se interrumpió.
—Ha llaado a la uedta —explicó la guía de Yaya, con una apresurada reverencia—. Coo zu zombedo…
—Sí, sí, gracias, Ksandra, puedes marcharte —la interrumpió la mujer gorda.
Se levantó y dirigió una sonrisa a Yaya. Con un chasquido casi audible, su voz subió varias clases sociales.
—Te ruego que nos disculpes —dijo—. Esto está manga por hombro, hoy es día de colada. ¿Se trata de una visita de cortesía, o puedo atreverme a preguntar…? —Bajó la voz—. ¿Hay algún mensaje del Hotro Ladio?
Yaya la miró inexpresiva, pero sólo una fracción de segundo. Las marcas brujeriles en el marco de la puerta indicaban que la propietaria acogía con agrado a las brujas y tenía gran interés en recibir noticias de sus cuatro maridos; también había iniciado la caza del quinto, de ahí la peluca y, si los ojos no engañaban a Yaya, el crujido de tantos huesos de ballena como para despertar las iras de todo un movimiento ecologista. Crédula y boba, decían también los signos. Yaya prefería no juzgar aún, porque las brujas urbanas tampoco le parecían demasiado listas.
La mujer debió de malinterpretar su expresión.
—No tengas miedo —dijo—, mis trabajadoras tienen órdenes de recibir bien a las brujas, aunque, por supuesto, los de arriba no lo aprueban. ¿Quieres tomar una taza de té y unas pastas?
Yaya se inclinó con solemnidad.
—Y veremos si podemos encontrar un buen fardo de ropa vieja para ti —añadió la mujer con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Ropa vieja? Oh. Sí. Gracias.
La encargada de la lavandería echó a andar como un viejo cortacésped durante una tempestad, e hizo un gesto a Yaya para que la siguiera.
—Haré que nos suban el té a mi piso. Té con muchas hojas.
Yaya caminó tras ella. ¿Ropa vieja? ¿Lo diría en serio aquella gorda? ¡Qué desfachatez! Aunque claro, si era de buena calidad…
Parecía haber todo un mundo bajo la Universidad. Era un laberinto de bodegas, despensas, cocinas y almacenes, y cada una de las personas con las que se cruzaron llevaba algo, o bombeaba algo, o empujaba algo, o simplemente gritaba algo. Yaya atisbo habitaciones llenas de hielo, y otras que irradiaban calor procedente de cocinas al rojo vivo que se extendían de pared a pared. Los hornos olían a pan reciente, y las bodegas a cerveza vieja. Y todo apestaba a sudor y a humo.
La encargada la había hecho subir por una antigua escalera de caracol, y abrió una puerta con una de las muchas llaves que colgaban de su cinturón.
La habitación en la que entraron era rosa y abarrotada de encajes. Había encajes en cosas que nadie en su sano juicio adornaría con encajes. Era como estar en el interior de un montón de azúcar hilado.
—Muy bonito —dijo Yaya. Advirtió que se esperaba algo más de ella—. Buen gusto —añadió.
Buscó algo sin encajes para sentarse, y se rindió.
—¿En qué estoy pensando? —preguntó la encargada—. Soy la señora Panadizo, pero doy por supuesto que eso ya lo sabe. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
—¿Eh? Oh, soy Yaya Ceravieja.
Yaya se estremeció. Los encajes empezaban a darle dolor de cabeza.
—Yo también tengo poderes psíquicos, por supuesto —añadió la señora Panadizo.
Yaya no tenía nada contra adivinar el futuro, siempre y cuando lo hicieran mal personas sin ningún talento para ello. Pero era muy diferente cuando lo hacía gente con cerebro. Ella consideraba que el futuro ya era bastante frágil en el mejor de los casos, y que si la gente lo miraba con demasiada atención, cambiaba. Yaya tenía algunas teorías bastante complicadas sobre el espacio, el tiempo y por qué no había que andar jugando con ellos, pero por fortuna los buenos adivinos escaseaban, y de todas formas la gente prefería a los malos, que aportaban la dosis adecuada de optimismo.
Yaya sabía perfectamente cómo adivinar mal el futuro. Era mucho más difícil que hacerlo bien. Hacía falta una gran imaginación.
No pudo evitar preguntarse si la señora Panadizo no sería una bruja nata que no llegó a recibir instrucción. Desde luego, aquella mujer estaba asediando al futuro con todas sus fuerzas. Había una bola de cristal bajo un mantelito de encaje rosa, varios juegos de cartas de adivinación, una bolsita de terciopelo rosa llena de piedras rúnicas, una de esas mesitas con ruedas que ninguna bruja prudente tocaría con una escoba de tres metros, y —aunque Yaya no estaba muy segura de esto— unos cuantos excrementos secos de monje, o quizá de lama, que se podían utilizar para adivinar la suma total de la sabiduría y el conocimiento existentes en el universo. Todo era muy triste.
—Y también están los posos de té, por supuesto —dijo la señora Panadizo, señalando la gran tetera marrón que había sobre la mesa, entre ellas—. Sé que muchas brujas los prefieren, aunque a mí me parecen un poco… vulgares. Sin ánimo de ofender.
No la había ofendido, desde luego, pensó Yaya. La mirada que le dirigía la señora Panadizo era muy semejante a la de un cachorrito de perro cuando no sabe qué esperar y empieza a preocuparse por si lo que se avecina es el periódico enrollado.
Cogió la taza de la señora Panadizo y empezó a escudriñar el interior, pero vio la expresión de desencanto que cruzaba el rostro de la encargada como una sombra por un campo cubierto de nieve. Entonces, recordó lo que estaba haciendo, sacudió la taza unas cuantas veces, hizo unos pases mágicos sobre ella y murmuró un hechizo (en realidad, era el que usaba para curar la mastitis en las cabras viejas, pero eso daba igual). Aquel despliegue de poderes mágicos pareció animar muchísimo a la señora Panadizo.
A Yaya no se le daban muy bien los posos de té, pero escudriñó la costra azucarada del fondo de la taza, y dejó vagar su mente. Lo que necesitaba en aquel momento era una rata, o como mínimo una cucaracha, que estuviera por casualidad cerca de Esk, para poder tomar Prestada su mente.
Y Yaya descubrió que la Universidad tenía una mente propia.
Es bien sabido que la piedra puede pensar, porque toda la electrónica se basa en ese hecho, pero en algunos universos los hombres se pasan siglos buscando otras inteligencias en el cielo, sin mirar ni una sola vez lo que tienen bajo los pies. Eso es porque no tienen ni idea de la duración del tiempo. Desde el punto de vista de la piedra, el universo está recién creado, las cordilleras saltan como cabras mientras los continentes se mueven con buen humor, chocando unos contra otros por el simple placer de darse impulso y sacudirse las rocas. Pasará mucho tiempo antes de que la piedra tenga alguna enfermedad de la piel que la obligue a rascarse. Menos mal.
Pero las piedras con las que estaba construida la Universidad Invisible llevaban muchos miles de años absorbiendo magia, y ese poder tenía que acumularse en alguna parte.
Así que la Universidad había desarrollado una personalidad propia.
Yaya la sentía como un animal grande y bondadoso, como si estuviera a punto de tumbarse sobre el tejado para que le rascaran el suelo. Pero la personalidad no le prestaba atención. Estaba observando a Esk.
Yaya encontró a la niña al final de las hebras de la atención de la Universidad, y observó fascinada las escenas que tenían lugar en la Sala Principal…
—… ahí?
La voz le llegó desde muy lejos.
—¿Mmm?
—He preguntado qué ves ahí.
—¿Eh?
—He preguntado…
—Oh.
Yaya recuperó su mente, un poco confusa. Lo malo de tomar Prestada otra mente era que siempre te sentías algo fuera de lugar cuando volvías a tu propio cuerpo, y Yaya era la primera persona del mundo en leer la mente de un edificio. Ahora se sentía grande, agrietada y llena de pasillos.
—¿Te encuentras bien?
Yaya asintió y abrió las ventanas. Extendió el ala este y la oeste, e intentó concentrarse en la tacita que sostenía entre sus pilares.
Por fortuna, la señora Panadizo atribuyó su palidez de yeso y su silencio pétreo a los poderes ocultos, y Yaya descubrió que la breve visión de la memoria silícea de la Universidad había estimulado su imaginación.
Con una voz que era como un pasillo cavernoso, cosa que impresionó mucho a la encargada, tejió un futuro lleno de jóvenes ansiosos peleando por los amplios favores de la señora Panadizo. Habló muy deprisa, porque lo que había visto en la Sala Principal la hacía desear volver lo antes posible a la puerta de entrada.
—Hay otra cosa —añadió.
—¿Sí? ¿Sí?
—Te veo contratando a una nueva criada… Tú eres quien contrata a las criadas, ¿no? Sí…, ésta es una niña, muy económica, buena trabajadora, sirve para todo.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó la señora Panadizo, saboreando las gráficas descripciones de Yaya sobre su futuro, ebria de curiosidad.
—Los espíritus no lo dicen muy claro —indicó Yaya—, pero es muy importante que la contrates.
—No hay problema —asintió la señora Panadizo—. Aquí las criadas no duran nada. Es por toda esa magia. Tiene escapes. Sobre todo en la biblioteca, donde guardan todos esos libros mágicos. En realidad, ayer se despidieron dos de las doncellas del piso superior, dijeron que estaban hartas de acostarse sin saber con qué forma se despertarían por la mañana. Los magos mayores las curaban, claro. Pero no es lo mismo.
—Sí, bueno, los espíritus dicen que esta niña no causará ningún problema en ese aspecto —señaló Yaya con tono sombrío.
—Si sabe barrer y fregar, bienvenida sea —asintió la señora Panadizo, asombrada.
—Hasta trae su propia escoba. Según los espíritus, claro.
—Qué amable. ¿Cuándo llegará esa jovencita?
—Oh, pronto, pronto…, eso dicen los espíritus.
Una tenue sombra de sospecha nubló el rostro de la encargada.
—No es el tipo de cosas que suelen decir los espíritus. ¿Dónde lo pone, exactamente?
—Aquí —señaló Yaya—. Mira, en ese montoncito de posos que hay entre el azúcar y la grieta. ¿Tengo razón o no?
Las dos mujeres se miraron. La señora Panadizo tendría sus debilidades, pero era suficientemente dura como para controlar el submundo de la Universidad. Pero Yaya podía hacer apartar la vista a una serpiente: tras unos segundos, a la encargada empezaron a llorarle los ojos.
—Sí, supongo que sí —respondió débilmente mientras pescaba un pañuelo de entre las profundidades de su seno.
—Entonces, perfecto —dijo Yaya incorporándose en la silla y dejando la taza de té en su platito.
—Aquí hay muchas oportunidades para cualquier jovencita que quiera trabajar duro —explicó la señora Panadizo—. Yo misma empecé como doncella.
—Igual que todas —señaló Yaya ambiguamente—. Ahora, tengo que irme.
Se levantó y cogió su sombrero.
—Pero…
—He de darme prisa. Una cita urgente —dijo Yaya por encima del hombro mientras bajaba apresuradamente la escalera.
—Hay un fardo de ropa vieja…
Yaya se detuvo, con sus instintos luchando por el dominio.
—¿Algo de terciopelo negro?
—Sí, y también de seda.
Yaya no estaba muy segura de que la seda fuera decente, había oído decir que la sacaban del capullo de los gusanos, pero el terciopelo negro siempre había ejercido una poderosa atracción sobre ella. Al final, la lealtad venció.
—Guárdamelo, puede que vuelva —gritó mientras corría pasillo abajo.
Las cocineras y criadas corrieron a refugiarse cuando la anciana pasó trotando sobre las losas resbaladizas, subió a saltos la escalera del patio y salió patinando al callejón, con el chal ondeando a su espalda y las botas arrancando chispas de los guijarros. Una vez al aire libre, se arremangó las faldas y echó a correr al galope, doblando la esquina que daba a la plaza principal con un chirrido de suelas que dejó un largo arañazo blanco sobre las piedras.
Llegó justo a tiempo de ver como Esk salía por la puerta, hecha un mar de lágrimas.
—¡La magia no funcionó! ¡La notaba, sabía que estaba ahí, pero no salió!
—Quizá lo intentaste demasiado —señaló Yaya—. La magia es como pescar. Si vas por ahí saltando y chapoteando, nunca pescarás un pez, tienes que quedarte quieta y dejar que suceda con naturalidad.
—¡Y luego todos se rieron de mí! ¡Hasta me dieron un caramelo!
—Entonces, al menos has salido ganando algo.
—¡Yaya! —exclamó Esk, acusadora.
—Bueno, ¿y qué esperabas? —preguntó la anciana—. Menos mal que sólo se rieron. La risa no duele. Vas al mago jefe, haces el tonto delante de todo el mundo, ¿y sólo se ríen de ti? Pues no te ha ido nada mal. ¿Te has comido ya el caramelo?
—Sí —refunfuñó Esk.
—¿De qué era?
—De café.
—No me gusta el café.
—Ya —dijo Esk—. Supongo que, la próxima vez, querrás que lo coja de menta.
—No se te ocurra ponerte antipática conmigo, señorita. La menta no tiene nada de malo. Pásame esa fuente.
Otra de las ventajas de la vida urbana, como había descubierto Yaya, eran los recipientes de cristal. Algunas de sus pócimas más complicadas requerían instrumental que, o bien tenía que comprar a los enanos a precios de estafa, o pedirlo al soplador de vidrio humano más próximo. De esta última manera, los recipientes llegaban en paja y, generalmente, en añicos. Yaya había tratado de aprender a soplar cristal, pero el esfuerzo la hacía toser, lo que producía resultados muy divertidos. Pero la próspera profesión alquímica de la ciudad implicaba que había tiendas enteras llenas de cristal, y a una bruja siempre se le hacía descuento.
Observó cuidadosamente como un vapor amarillo recorría el laberinto de tubos entrelazados, para al final condensarse en una gran gota pegajosa. La recogió limpiamente con una cuchara de cristal, y la guardó en un vial de vidrio.
Esk la miró entre las lágrimas.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Un atiqueteimporta —replicó Yaya al tiempo que sellaba la boca del vial con cera.
—¿Una medicina?
—En cierto modo.
Yaya sacó los instrumentos de escribir y eligió una plumilla. Asomó la punta de la lengua por la comisura de la boca mientras escribía cuidadosamente una etiqueta, con muchas pausas para pensar y deletrear.
—¿Para quién es?
—Para la señora Aquimino, la mujer del soplador de vidrio.
Esk se sonó la nariz.
—Ése que no sopla mucho vidrio, ¿verdad?
Yaya la miró por encima del escritorio.
—¿Qué quieres decir?
—Ayer, cuando hablaba contigo, lo llamó Viejo Una Vez Al Mes.
—Mpf.
Terminó cuidadosamente la frase: «Mecclar con un baso de agua i acerle el te con esto i acordarse de yebar ropa suelta i que no baya a benir nadie».
Algún día, se dijo, tendría que hablar con ella de eso.
La niña parecía extrañamente ignorante. Ya había asistido a suficientes partos, había llevado las cabras al macho de la vieja Nanny Ananzana, pero sin sacar las conclusiones obvias. Yaya no sabía muy bien qué debía hacer, y nunca llegaba el momento adecuado para sacar el tema. Se preguntó si, en el fondo del fondo, no le daría vergüenza: se sentía como un veterinario capaz de herrar caballos, curarlos, ensillarlos y juzgarlos, pero sin la más remota idea de cómo montarlos.
Pegó la etiqueta en el vial y lo envolvió cuidadosamente en papel.
Ahora.
—Hay otra manera de entrar en la Universidad —dijo mirando de soslayo a Esk, que machacaba hierbas en un mortero con poca habilidad—. Una manera para brujas.
Esk alzó la vista. Yaya se permitió una leve sonrisa y empezó a escribir otra etiqueta. Escribir etiquetas era lo más difícil de la magia, al menos para ella.
—Pero supongo que no te interesará —añadió—. No es muy elegante.
—Se rieron de mí —murmuró Esk.
—Sí. Ya me lo dijiste. Así que no querrás volver a intentarlo. Casi lo comprendo.
Se hizo un silencio, quebrado sólo por los arañazos de la plumilla de Yaya.
—Esa manera… —dijo Esk al final.
—¿Mmm?
—¿Sirve para que entre en la Universidad?
—Por supuesto. Te dije que encontraría un camino, ¿no? Además, es un camino muy bueno. No tendrás que aprender lecciones, tendrás libertad para ir a todas partes, nadie te verá…, serás como invisible. Pero claro, se rieron, así que no querrás volver. ¿Verdad?
—¿Otra taza de té, Yaya Ceravieja?
—Sí —aceptó Yaya—. Con tres terrones, por favor.
La señora Panadizo empujó el azucarero hacia ella. Esperaba con ansiedad las visitas de Yaya, pero le salían caras en azúcar. Los terrones desaparecían pronto cuando Yaya estaba cerca.
—Es muy malo para la silueta —dijo—. Y creo que también para los dientes.
—Nunca he tenido una silueta presentable, y mis dientes saben cuidarse solos —dijo Yaya.
Por desgracia, era verdad. Yaya padecía de unos dientes robustos y saludables, cosa que consideraba una grave desventaja para una bruja. Sentía auténtica envidia de Nanny Ananzana, la bruja de la montaña, que había conseguido perder todos los dientes antes de cumplir los veinte años, y tenía la credibilidad inherente. Sin dientes, uno se ve obligado a comer mucha sopa, pero también obtiene mucho respeto. Y luego, las verrugas. A Nanny Ananzana no le había costado nada tener una cara que parecía un calcetín lleno de guijarros, mientras que Yaya había probado todos los métodos capaces de causar verrugas, sin siquiera obtener la obligatoria de la nariz. Había brujas con suerte.
—¿Mmm? —dijo, consciente del parloteo de la señora Panadizo—. Estaba diciendo que la pequeña Eskarina es un auténtico tesoro. Una chiquilla increíble. Mantiene los suelos sin una mancha, sin una mancha. Ningún trabajo es excesivo para ella. Ayer voy y le digo: «Esa escoba tuya es como si estuviera viva», ¿y sabes lo que me respondió?
—No me atrevo a imaginarlo —dijo Yaya débilmente.
—¡Dijo que el polvo tenía miedo de la escoba! ¿Te lo imaginas?
—Sí.
La señora Panadizo empujó la taza de té en dirección a ella, y sonrió avergonzada.
Yaya suspiró para sus adentros, y examinó las nada limpias profundidades del futuro. Empezaba a agotársele la imaginación.
La escoba recorrió el pasillo levantando una gran nube de polvo que luego parecía absorbido por las cerdas, como habría visto cualquier observador atento. Si el observador fuera muy, muy atento, advertiría también que el mango de la escoba tenía extrañas marcas, dibujos que no parecían tallados, sino que más bien cambiaban a medida que los mirabas.
Pero allí no había ningún observador atento.
Esk se sentó en el alféizar de una de las ventanas y contempló la ciudad. Se sentía más furiosa que de costumbre, así que la escoba atacaba al polvo con un vigor inusitado. Las arañas huían desesperadamente de su paso, abandonando sus telas ancestrales a merced del instrumento. En las paredes, en el interior de sus agujeros, los ratones se abrazaban aterrados. Las carcomas se arrastraban por el interior de las vigas, tratando de resistirse a la fuerza inexorable que las arrancaba de sus túneles.
—¡Esto sí que es limpiar! —dijo Esk.
Admitía que aquel puesto tenía sus ventajas. La comida era sencilla pero abundante, tenía una habitación entera para ella en algún lugar del tejado, y podía permitirse el lujo de dormir hasta las cinco de la mañana, hora que para Yaya hubiera sido prácticamente el mediodía. Desde luego, el trabajo no era duro. Sólo tenía que empezar a barrer hasta que el cayado comprendía lo que se quería de él, y luego Esk podía descansar hasta que acababa. Si se acercaba alguien, el cayado se apoyaba inmediatamente en la pared, fingiendo inocencia.
Pero Esk no estaba aprendiendo magia. Podía entrar en aulas vacías y examinar los diagramas dibujados con tiza en la pizarra, o en el suelo cuando se trataba de clases más avanzadas, pero las formas no tenían sentido. Ni estética.
Le recordaban los dibujos en el libro de Simón. Parecían vivas.
Paseó la mirada por los tejados de Ankh-Morpork y razonó así: la escritura no era más que las palabras que decía la gente, aplastadas entre capas de papel hasta que quedaban fosilizadas (en el Mundodisco conocían bien los fósiles, grandes conchas espirales o criaturas mal construidas, restos de cuando el Creador aún no sabía muy bien qué quería hacer y se había dedicado a juguetear con el Pleistoceno). Y las palabras que decía la gente no eran más que sombras de las cosas reales. Pero…, pero algunas cosas eran demasiado grandes como para dejarse encerrar en palabras, e incluso las palabras eran demasiado poderosas como para que la escritura las domesticara por completo.
Así que algunas cosas escritas intentaban transformarse en cosas de verdad. En este punto, los pensamientos de Esk se volvieron confusos, pero estaba segura de que las palabras más mágicas eran esas que palpitaban furiosas, tratando de escapar y de hacerse reales.
Y no parecían muy agradables.
Pero, entonces, recordó el día anterior. Había sido bastante extraño. Las aulas de la Universidad estaban diseñadas según el principio del embudo, con hileras de asientos —pulidos por los traseros de los mejores magos del Disco— que parecían precipitarse hacia la zona central, donde había una mesa, un par de pizarras y un espacio de suelo en el que cabía un octograma de tamaño aceptable. Bajo las hileras había un buen espacio, y Esk descubrió que eran un punto de observación bastante útil, aunque tuviera que mirar al instructor por entre las botas puntiagudas de los aprendices de mago. Era un lugar muy tranquilo, el murmullo de las conferencias la acunaba con la misma suavidad que el zumbido de las abejas en el jardín de hierbas especiales de Yaya. Nunca había magia práctica, sólo palabras. Al parecer, a los magos les encantaban las palabras.
Pero el día anterior había sido diferente.
Esk había estado sentada en la penumbra polvorienta, tratando de pergeñar algo de magia sencilla, cuando oyó el ruido de la puerta al abrirse y el de unas pisadas de botas. Aquello era sorprendente. Esk conocía los horarios, y los estudiantes de segundo año que solían ocupar aquella sala estaban en el gimnasio, con Jeofal el Vigoroso, en Principios de Desmaterialización. (Los estudiantes de magia no necesitaban para nada ejercicio físico. El gimnasio era una gran habitación con las paredes forradas de plomo y de madera de serbal, donde los neófitos podían trabajar con magia superior sin desequilibrar gravemente el universo, aunque no siempre sin desequilibrarse seriamente ellos mismos. La magia no tenía piedad con los débiles. Algunos estudiantes torpes tenían la suerte de salir por su propio pie, a otros los sacaban en botellas).
Esk escudriñó por entre las hendiduras. Aquéllos no eran estudiantes, eran magos. Y muy importantes, a juzgar por sus túnicas. Y conocía de sobra a la figura que se subió al púlpito del conferenciante como una marioneta mal manejada, chocando contra el atril y pidiéndole disculpas distraídamente. Se trataba de Simón. No había nadie más que tuviera los ojos como dos huevos pasados por agua y la nariz roja de tanto sonarse. Para Simón, el polen estaba presente en todas partes.
A Esk se le ocurrió que, aparte de su alergia generalizada a toda la creación, con un buen corte de pelo y unas cuantas lecciones de comportamiento, el chico podía ser bastante guapo. Era una idea desacostumbrada, y la reservó para analizarla más adelante.
Cuando los magos se hubieron sentado, Simón empezó a hablar. Leía sus notas y, cada vez que se atascaba con una palabra, todos los magos, como un solo hombre, la coreaban sin poder impedirlo.
Tras un rato, un trozo de tiza se elevó del atril y se dirigió hacia la pizarra situada tras Simón. Esk había aprendido lo suficiente sobre magia de magos como para saber que aquello era un logro asombroso… Simón llevaba apenas un par de semanas en la Universidad, y la mayoría de los estudiantes no dominaban la Levitación Ligera hasta el final de su segundo año.
La barrita blanca se deslizó y chirrió por la superficie negra, acompañando a la voz de Simón. Incluso sin el tartamudeo, el chico no habría sido buen orador. Dejaba caer las notas. Se corregía. Llenaba las frases de «mmms» y «ehhhhs». Y a Esk le parecía que no estaba diciendo nada interesante. Hasta su escondrijo llegaban frases como «el tejido básico del universo». Ella no entendía qué era eso, a menos que se refiriese al terciopelo o a la franela. En cuanto a la «mutabilidad de la matriz de probabilidad», no tenía la menor idea de lo que quería decir.
A veces parecía estar diciendo que nada existía a menos que la gente pensara que existía, que el mundo estaba allí porque la gente se empeñaba en imaginarlo. Pero luego parecía decir que había montones de mundos, todos casi iguales y en el mismo lugar, pero separados por el espesor de una sombra, de manera que todo lo que podía suceder tuviera un lugar donde suceder.
(Esk sí que entendía esto. Lo había intuido desde que limpiara el lavabo de los magos superiores, o mejor dicho, mientras el cayado lo hacía y ella examinaba los urinarios. Con la ayuda de lo que recordaba de sus hermanos cuando se metían en la cuba para bañarse, ante la chimenea de su casa, formuló la Teoría General de anatomía comparada. El lavabo de los magos superiores eran un lugar mágico, con auténtica agua corriente, baldosas interesantes y, lo más importante, dos grandes espejos de plata clavados en paredes enfrentadas, de manera que alguien que se mirase en uno podía ver su imagen repetida una y otra vez, hasta que era minúscula. Así trabó contacto Esk con la idea del infinito. Más aún, tuvo la sensación de que una de las Esks del espejo, la que atisbaba por el rabillo del ojo, la estaba saludando).
Las frases de Simón tenían algo de turbador. Parecía dar a entender que el mundo era tan real como una burbuja de jabón o un sueño.
La tiza chirrió por la pizarra tras él. A veces, Simón tenía que detenerse para explicar los símbolos a los magos, quienes, según le pareció a Esk, se emocionaban ante frases muy tontas. Luego la tiza se movía de nuevo, trazando estelas de cometa en la oscuridad y dejando su rastro de polvillo.
La luz empezaba a desaparecer en el cielo del exterior. A medida que las sombras invadían la habitación, las palabras escritas en tiza brillaron. De repente, a Esk le pareció que la pizarra no es que fuera oscura, sino que no estaba allí, como esas bolas de nada que la magia podía transformar en estrellas, mariposas o diamantes. Todo estaba hecho de vacío.
Lo raro era que a Simón le parecía fascinante.
Esk sólo era consciente de que las paredes de la habitación se habían vuelto tan finas e insustanciales como el humo, como si su vacío se hubiera extendido hasta engullir todo lo que las definía como paredes. Ahora sólo quedaba la conocida llanura fría, vacía, brillante, con sus lejanas colinas erosionadas y las criaturas inmóviles como estatuas que miraban desde arriba.
Ahora había muchas más. Parecían estar por todas partes, arremolinadas como polillas en torno a una luz.
Pero había una diferencia importante: la cara de una polilla, incluso vista desde cerca, sería tan simpática como la de un conejito comparada con las cosas que observaban a Simón.
En aquel momento entró un criado para encender las lámparas, y las criaturas desaparecieron, transformándose en las inofensivas sombras que poblaban los rincones de la sala.
En algún momento del pasado más reciente, alguien había decidido animar los antiguos pasillos de la Universidad con una mano de pintura, con la vaga noción de que Aprender Debe Ser Divertido. No había salido bien. En todos los universos, es un hecho que no importa el cuidado con que se elijan los colores, toda decoración institucional acaba siendo verde vómito, marrón inmencionable, amarillo nicotina o rosa vendaje usado. Por alguna ley de resonancia simpática apenas conocida, los pasillos pintados de estos colores siempre olían ligeramente a repollo hervido, aunque jamás se hubiera hervido un repollo en los alrededores.
En algún lugar de los pasillos, sonó una campana. Esk se dejó caer del alféizar, agarró el cayado y empezó a barrer industriosamente mientras las puertas se abrían de golpe para dejar salir a los estudiantes. Pasaron junto a ella a ambos lados, como corrientes de agua en torno a una roca. Durante unos minutos, todo fue confusión. Luego las puertas se cerraron, las pisadas se alejaron, y Esk se encontró sola de nuevo.
No por primera vez, la niña deseó que el cayado pudiera hablar. El resto de los criados y criadas eran simpáticos, sí, pero con ellos no se podía mantener una conversación. Al menos, sobre magia.
También empezaba a llegar a la conclusión de que debía aprender a leer. Ese asunto de la lectura parecía ser la clave de la magia de magos, que era todo cuestión de palabras. Los magos creían que los nombres eran lo mismo que las cosas, y que si cambias el nombre, cambias la cosa. O algo por el estilo…
Leer. O sea, la biblioteca. Simón había dicho que allí había miles de libros, y con tantas palabras seguro que existían un par de ellas que Esk pudiera leer. Se puso el cayado al hombro y echó a andar decididamente hacia el despacho de la señora Panadizo.
Casi había llegado cuando una pared le dijo:
—¡Psst!
Esk la miró, y ésta se transformó en Yaya. No era que Yaya pudiera hacerse invisible. Simplemente, tenía la capacidad de fundirse con el entorno, de manera que nadie la veía.
—¿Qué tal te va? —preguntó la anciana—. ¿Cómo va la magia?
—¿Qué haces aquí, Yaya? —preguntó Esk.
—He venido a adivinarle el futuro a la señora Panadizo —respondió Yaya, sujetando con cierta satisfacción un gran fardo de ropa vieja.
Su sonrisa se borró ante la mirada testaruda de Esk.
—Bueno, en la ciudad las cosas son diferentes —explicó—. La gente de la ciudad siempre está muy preocupada por el futuro, les pasa por comer tanta comida rara. Además —añadió al comprender que se estaba disculpando—, ¿por qué no debería adivinar el futuro?
—Porque siempre dices que Hilta estaba jugando con la estupidez de las mujeres —señaló Esk—. Dijiste que los que adivinaban el futuro deberían avergonzarse, y además, no necesitas ropa vieja.
—No desperdicies nada, no desperdicies nada —la sermoneó Yaya. Se había pasado la vida llevando ropa vieja, y no pensaba permitir que una prosperidad temporal la hiciera cambiar—. ¿Te dan bien de comer?
—Sí —respondió Esk—. Yaya, la magia de magos es todo palabras…
—Ya te lo decía yo.
—No, quiero decir… —empezó Esk.
Pero Yaya sacudió una mano en gesto de irritación.
—En este momento no puedo ocuparme de eso —dijo—. Tengo unos encargos importantes para esta noche, si las cosas siguen así tendré que entrenar a alguien. ¿Por qué no vienes a verme cuando te den una tarde libre, o algo así?
—¿Entrenar a alguien? —se horrorizó Esk—. ¿Como bruja?
—No —respondió Yaya—. Bueno, quizá.
—¿Y yo, qué?
—Tú sigues tu propio camino —señaló Yaya—. Sea el que sea.
—Mpf —gruñó Esk.
Yaya la miró.
—Bien, me voy —dijo al final.
Se dio media vuelta y echó a andar hacia la entrada de la cocina. Al hacerlo, su capa revoloteó sobre sus hombros, y Esk advirtió que el forro interior era rojo. Rojo oscuro, rojo vino, pero rojo al fin y al cabo. En Yaya, cuya ropa visible siempre había sido de un sufrido negro, aquello era increíble.
—¿La biblioteca? —dijo la señora Panadizo—. ¡Pero si nadie limpia la biblioteca!
Parecía sinceramente asombrada.
—¿Por qué? —preguntó Esk—. ¿No entra polvo?
—Bueno… —titubeó la señora Panadizo. Meditó un momento—. Sí, supongo que sí, ahora que lo mencionas. La verdad es que nunca lo había pensado.
—Es que ya he limpiado por todas partes —dijo Esk dulcemente.
—Sí —asintió la señora Panadizo—. Es verdad, sí.
—Entonces, bien.
—La cosa es que… nunca lo habíamos hecho —se rindió la mujer—. Aunque la verdad, no sé por qué.
—Entonces, bien —repitió Esk.
—¿Ook? —dijo el bibliotecario jefe, alejándose de Esk.
Pero la niña había oído hablar de él, y venía preparada. Le ofreció un plátano.
El orangután extendió la mano lentamente, y agarró el plátano con una sonrisa triunfal.
Quizá haya universos en los que la profesión de bibliotecario se considere tranquila, en los que el único riesgo inherente es que caiga un libro grande de la estantería y te dé en la cabeza. Pero el puesto de bibliotecario mágico no es para gente descuidada. Los hechizos tienen poder, escribirlos y encerrarlos entre cubiertas no basta para reducirlo. Los libros tienen escapes. Los grimorios suelen reaccionar unos en presencia de otros, creando una magia aleatoria con mente propia. Los libros de magia suelen estar encadenados a los estantes, pero no es para impedir que los roben…
Uno de estos accidentes había transformado al bibliotecario en simio, y desde entonces se había resistido a todos los intentos de devolverle su forma, explicando en lenguaje de signos que la vida de un orangután era considerablemente mejor que la de un ser humano, ya que todas las grandes cuestiones filosóficas se reducían a preguntarse de dónde vendría el siguiente plátano. Además, los brazos largos y los pies prensiles eran ideales para los estantes altos.
Esk le dio todo un racimo de plátanos y se escabulló entre los libros antes de que el bibliotecario pusiera objeciones.
Esk jamás había visto más de un libro a la vez, así que, para ella, aquella biblioteca era igual que cualquier otra. Cierto, era un poco extraño que el suelo pareciera fundirse con la pared en la distancia, y las estanterías engañaban a la vista, parecían tener más dimensiones aparte de las tres habituales. También sorprendía un poco ver estanterías en el techo, con algún que otro estudiante vagando despreocupadamente entre ellas.
La verdad era que la presencia de tanta magia distorsionaba el espacio donde se encontraba. El terciopelo —o quizá la franela— del universo estaba retorcido allí para adoptar formas peculiares. Los millones de palabras atrapadas, incapaces de escapar, deformaban la realidad a su alrededor.
A Esk le parecía lógico que entre todos aquellos libros hubiera uno que te enseñara cómo leer los demás. No sabía muy bien cómo encontrarlo, pero en el interior de su corazón sentía que, probablemente, tendría dibujos de gatitos y conejitos alegres en la cubierta.
Desde luego, la biblioteca no era silenciosa. De cuando en cuando se oía el zumbido de alguna descarga mágica, y un chispazo octarino saltaba de estante en estante. Las cadenas tintineaban débilmente. Y, por supuesto, se escuchaba el crujido de miles de páginas en sus prisiones de encuadernación de cuero.
Esk se aseguró de que no había nadie cerca, y cogió el volumen más próximo. Se abrió de golpe en sus manos, y la niña advirtió con pesadumbre que las páginas estaban llenas de los mismos diagramas desagradables que había advertido en el libro de Simón. La escritura no significaba nada para ella, cosa de la que se alegraba…, sería horrible conocer todo lo que significaban de verdad aquellas letras, que parecían criaturas horripilantes haciéndose cosas complicadas unas a otras. Cerró el libro con esfuerzo, pese a la resistencia desesperada de las palabras. En la cubierta había un dibujo de una criatura. Se parecía sospechosamente a una de las cosas del desierto frío. Desde luego, no era un gatito alegre.
—¡V-vaya! ¿Esk, verdad? ¿C-cómo has llegado a-aquí?
Era Simón, que llevaba un libro bajo cada brazo.
Esk se sonrojó.
—Yaya no quiere decírmelo —respondió—. Creo que tiene algo que ver con los hombres y las mujeres.
Simón la miró sin comprender. Luego, sonrió. Esk volvió a pensar sobre la pregunta.
—Trabajo aquí. Barriendo.
Señaló el cayado en gesto de explicación.
—¿Aquí?
Esk le miró. Se sentía sola, perdida y muy traicionada. Todo el mundo parecía concentrado en vivir sus vidas, excepto ella. Se pasaría los años limpiando detrás de los magos. No era justo, estaba harta.
—La verdad es que no. Estoy aprendiendo a leer para poder ser mago.
El chico la contempló con sus ojos húmedos unos instantes. Luego, amablemente, cogió el libro de manos de Esk y leyó el título.
—Demonoylogía Deformatorum de Expulsión de Espíritus Inmundos. ¿Cómo p-pretendes leer esto?
—Mmm —respondió Esk—. Bueno, hay que intentarlo hasta que lo consigues, ¿no? Es como ordeñar, o hacer punto o… Su voz se fue apagando.
—No estoy muy ssseguro. Estos libros s-son un ppppoco agresivos. Sssi no tienes cuidado, son ellos l-los que te l-leen a ti.
—¿Qué quieres decir?
—Hay quien dddddd…
—… dice… —aportó Esk automáticamente.
—… que había un mmmmm…
—… mago…
—… que empezó a l-leer el Necroteleconomicón, y se le escapó la mmmmm…
—… mente…
—… y al otro día e-encontraron sssus ropas en la sssilla, con el sssombrero encima, y el libro tenía…
Esk se metió los dedos en los oídos, pero no consiguió dejar de oír.
—Si es muy horrible, no quiero saberlo.
—… tenía mmmuchas mmmás páginas.
Esk se sacó los dedos de los oídos.
—¿Había algo en las páginas?
Simón asintió con solemnidad.
—Sí. En cada una de ellas ha-había ppp…
—No —le interrumpió Esk, aunque maldita la falta que hacía—. No quiero ni imaginarlo. Pensé que leer era una cosa más tranquila, o sea, Yaya leía su Almanaque todos los días y nunca le pasó nada.
—Yo d-diría que las palabras nnn…
—… normales…
—… son adecuadas —concedió Simón con magnanimidad.
—¿Estás completamente seguro?
—Lo que pasa es que las pppalabras tienen pppoder —dijo Simón, colocando el libro en su sitio con firmeza. El volumen hizo tintinear sus cadenas—. Y dicen que la pppluma es mmmás p-po-derosa que la esss…
—… espada —terminó Esk—. Es posible, pero… ¿con cuál de las dos cosas preferirías que te golpearan?
—Mmm, sssupongo que es inútil d-decirte que no dddeberías estar aquí, ¿verdad? —inquirió el joven mago.
Esk consideró la cuestión.
—Sí —asintió—. Me parece que sí lo sería.
—Ppp-podría llamar a los g-guardianes pppara que te echaran.
—Sí, pero no lo harás.
—Es que no qqqu…
—… quiero…
—… que te pppase nada mmmalo. De v-verdad. Este lugar es pppeligroso…
Esk percibió una tenue agitación en el aire sobre el chico. Por un momento las vio, grandes formas grises surgidas del lugar frío. Estaban observando. Y, en la tranquilidad de la biblioteca, donde el peso de la magia menguaba considerablemente la consistencia del universo, se habían decidido a entrar en Acción.
Alrededor, el sordo crepitar de los libros se convirtió en un estruendo desesperado de páginas crujiendo. Algunos de los libros más poderosos consiguieron salir revoloteando de sus estantes, tirando de las cadenas como locos. Un enorme grimorio se las arregló para saltar de su nido en el estante más elevado —arrancando su cadena de paso— y huyó como un pollo asustado, dejando atrás un reguero de páginas.
Un viento mágico arrancó el pañuelo de la cabeza de Esk, y su pelo gritó a sus espaldas. Vio como Simón intentaba asirse a una estantería mientras los libros saltaban contra él. El aire era espeso y sabía a latón. Zumbaba.
—¡Están intentando entrar! —gritó Esk.
El rostro torturado de Simón se volvió hacia ella. Un incunable aterrorizado le golpeó salvajemente en la rabadilla y le hizo caer al suelo tembloroso antes de rebotar muy por encima de las estanterías. Esk se agachó para esquivar una bandada de diccionarios que trazaban círculos en torno al estante, y avanzó a gatas hacia el chico.
—¡Eso es lo que asusta a los libros! —le gritó al oído—. ¿Los ves?
Simón asintió sin poder formular palabra. Un libro se liberó de su encuadernación y las páginas llovieron sobre ellos.
El horror puede entrar en la mente a través de todos los sentidos. Está el sonido de una risita amenazadora en una habitación oscura, la visión de medio gusano en la ensalada, el curioso olor procedente de la habitación de un inquilino, el sabor de una babosa en la coliflor. Por lo general, el tacto no tiene mucho que decir.
Pero algo le sucedía al suelo bajo las manos de Esk. Bajó la vista, con el rostro convertido en un rictus de horror, porque los polvorientos tablones de repente parecían arenosos. Y secos. Y muy, muy fríos.
Entre sus dedos había una arenilla plateada.
Agarró el cayado, se protegió los ojos del viento, y lo agitó en dirección a las imponentes figuras que tenía ante ella. Sería bonito poder decir que un relámpago de purísimo fuego blanco limpió el aire grasiento. Pero no hubo ningún relámpago…
El cayado se retorció como una serpiente en su mano, y golpeó a Simón en la sien.
Las Cosas grises titubearon y desaparecieron.
La realidad volvió y trató de fingir que no se había ido en ningún momento. El silencio se posó como un grueso paño de terciopelo. Era un silencio pesado, retumbante. Unos cuantos libros cayeron bruscamente del aire, sintiéndose muy ridículos.
Bajo Esk, el suelo era de madera, sin lugar a dudas. De todos modos, la niña le dio un par de puntapiés para asegurarse.
Había sangre en el suelo, y Simón yacía inmóvil. Esk miró al chico, luego al aire tranquilo, luego al cayado. Éste parecía muy satisfecho.
Le llegó el sonido de voces y pasos apresurados.
Una mano semejante a un guante de piel se deslizó suavemente entre sus dedos, y una voz tras ella susurró:
—Ook.
Se volvió y se encontró frente al rostro amable y peludo del bibliotecario. El orangután se llevó un dedo a los labios, gesto inconfundible, y le tiró de la mano.
—¡Le he matado! —susurró Esk.
El bibliotecario negó con la cabeza y volvió a tirarle de la mano.
—Ook —explicó—. Ook.
De mala gana, Esk se dejó arrastrar hacia una salida lateral en el laberinto de antiguas estanterías, justo antes de que un grupo de magos, atraídos por el sonido, doblaran la esquina.
—Los libros han vuelto a pelearse…
—¡Oh, no! ¡Tardaremos siglos en capturar a los hechizos de nuevo! Ya sabes que siempre se esconden…
—¿Quién es ese que está en el suelo?
Hubo una pausa.
—Está inconsciente. Ha debido de darse contra un estante.
—¿Quién es?
—El chico nuevo. Ya sabes, el que dicen que tiene toda la cabeza llena de cerebro.
—Pues si ese estante llega a apuntar un poco mejor, ahora mismo lo estaríamos comprobando.
—Vosotros dos, llevadlo a la enfermería. Los demás recogeremos los libros. ¿Dónde está el condenado bibliotecario? No debió permitir que llegara a producirse una Misa Crítica.
Esk miró de soslayo al orangután, que arqueó las cejas. Sacó un polvoriento volumen sobre hechizos de jardinería, cogió un blando plátano marrón oculto tras él, y se lo comió con la tranquilidad de quien sabe que, sean cuales sean los problemas, pertenecen en su totalidad a los seres humanos.
La niña volvió la vista hacia el cayado que tenía en la mano, y apretó los labios. Sabía que no se le había resbalado. El cayado se había lanzado contra Simón, con sus entrañas de madera llenas de intenciones asesinas.
El chico yacía en una cama dura de la pequeña habitación, con una toalla fría sobre la frente. Treatle y Cortángulo le examinaban cuidadosamente.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó Cortángulo.
Treatle se encogió de hombros.
—Tres días.
—¿Y no ha recuperado el sentido en ningún momento?
—No.
Cortángulo se dejó caer pesadamente en el borde de la cama, y se pellizcó la nariz, pensativo. Simón nunca había parecido muy saludable, pero ahora su rostro estaba espantosamente demacrado.
—Una mente genial —suspiró—. Su explicación de los principios fundamentales de la magia y la materia… fue asombrosa.
Treatle asintió.
—¡Y cómo absorbe conocimientos! —siguió Cortángulo—. He trabajado como mago toda mi vida y, hasta ahora, nunca había comprendido el funcionamiento de la magia. Hasta que él lo explicó. Tan claro. Tan…, bueno, tan obvio.
—Todo el mundo lo dice —respondió Treatle, sombrío—. Cuentan que es como si te quitaran una venda de los ojos y vieras la luz del día por primera vez.
—Exacto —asintió Cortángulo—. Tiene madera de mago supremo, desde luego. Acertaste al traerlo. Hubo una pausa meditativa.
—Sólo que… —dijo Treatle.
—¿Sólo qué? —preguntó Cortángulo.
—Sólo que… ¿qué comprendiste, exactamente? Eso es lo que me preocupa. Quiero decir, ¿podrías explicarlo?
—¿El qué?
Cortángulo parecía preocupado.
—Lo que dice él —insistió Treatle, con voz desesperada—. Oh, es cierto, estoy seguro. Pero… ¿qué es, exactamente?
Cortángulo le miró con la boca abierta.
—Es muy sencillo —dijo al final—. El universo está lleno de magia, ya sabes, y cada vez que el universo cambia, no, quiero decir, cada vez que se invoca la magia, el universo cambia, sólo que en todas las direcciones a la vez, entiendes, y… —Agitó las manos, inseguro, tratando de captar alguna chispa de comprensión en el rostro de Treatle—. Por decirlo de otra manera, cualquier trozo de materia, como una naranja, o el mundo, o…, o…
—¿O un cocodrilo? —sugirió Treatle.
—Sí, o un cocodrilo, o lo que sea, tiene forma de zanahoria.
—No recuerdo que dijera eso.
—Pues yo estoy seguro de que sí —afirmó Cortángulo, que empezaba a sudar.
—No, lo que yo recuerdo es cuando parecía sugerir que, si ibas suficientemente lejos en cualquier dirección, acababas viéndote tu propia nuca —insistió Treatle.
—¿Seguro que no se refería a otra nuca?
Treatle meditó un momento.
—No, estoy casi seguro de que dijo «tu propia nuca» —insistió—. Y me parece que también dijo que podía demostrarlo.
Consideraron la idea en silencio. Por fin, Cortángulo habló lenta, cuidadosamente.
—Tal y como yo lo veo, las cosas están así —dijo—. Antes de oírle hablar, yo era como todo el mundo, ¿entiendes lo que quiero decir? Estaba confuso e inseguro acerca de los pequeños detalles de la vida. Pero ahora —se animó—, aunque sigo estando confuso e inseguro, es en un plano muy superior, al menos sé que me asombran los hechos realmente importantes y fundamentales del universo.
Treatle asintió.
—No lo había visto desde esa perspectiva, pero tienes toda la razón. Ha ampliado los límites de la ignorancia. ¡Hay tantas cosas que no sabemos del universo…!
Los dos saborearon la extraña satisfacción de ser mucho más ignorantes que las personas normales, que sólo eran ignorantes con respecto a cosas normales.
—Espero que se ponga bien —suspiró Treatle al final—. La fiebre ha bajado, pero no parece querer despertar.
Un par de criadas entraron con un barreño de agua y toallas limpias. Una de ellas llevaba una escoba un tanto cochambrosa. Cuando empezaron a cambiar las sábanas empapadas en sudor sobre las que yacía el joven, los dos magos se marcharon, todavía discutiendo sobre las amplias perspectivas de ignorancia que el genio de Simón había descubierto al mundo.
Yaya esperó hasta que sus pisadas se hubieron alejado, y se quitó el pañuelo de la cabeza.
—Condenado trasto —dijo—. Escucha junto a la puerta, Esk.
Quitó la toalla que cubría la cabeza de Simón, y le tocó la frente.
—Has sido muy amable al venir —dijo Esk—. Ya sé que tienes mucho trabajo, y todo eso.
—Mpf.
Yaya frunció los labios. Alzó los párpados de Simón y le tomó el pulso. Apoyó una oreja contra el pecho de xilófono, y escuchó los latidos de su corazón. Se quedó quieta unos instantes, sondeando el interior de la cabeza del chico.
Puso mala cara.
—¿Está bien? —preguntó Esk, ansiosa.
Yaya contempló los muros de piedra.
—Condenado lugar. No es sitio para un enfermo.
—No, pero ¿está bien?
—¿Qué? —se sobresaltó Yaya, arrancada bruscamente de sus pensamientos—. Oh, sí. Probablemente. Dondequiera que esté.
Esk la miró, y luego contempló el cuerpo de Simón.
—No hay nadie en casa —se limitó a decir Yaya.
—¿Qué quieres decir?
—Vaya con la niña, cualquiera diría que no le he enseñado nada. Quiero decir que su mente está Errante. No está aquí. —Miró el cuerpo de Simón con algo semejante a la admiración—. La verdad es que no deja de sorprenderme —añadió—. Nunca había conocido a un mago que pudiera tomar un Préstamo.
Se volvió hacia Esk, cuya boca era una O de horror.
—Recuerdo que, cuando yo era niña, la vieja Nanny Ananzana empezó a Errar. Se metió demasiado en la mente de una raposa, si no me falla la memoria. Tardamos días en encontrarla. Y a ti te pasó lo mismo. Nunca habría dado contigo de no ser por el cayado, y… por cierto, niña, ¿qué has hecho con él?
—Le golpeó —murmuró Esk—. Intentó matarle. Lo tiré al río.
—No fuiste muy amable, después de que te salvó la vida —dijo Yaya.
—¿Me salvó golpeándole?
—¿No te diste cuenta? Simón estaba llamando a… esas Cosas.
—¡No es verdad!
Yaya vio los ojos desafiantes de Esk, y la idea le pasó por la cabeza: la he perdido. Tres años de trabajar con ella, por el retrete. No puede ser mago, pero al menos habría podido ser bruja.
—¿Por qué no es verdad, Señorita Lista? —preguntó.
—¡Él no haría una cosa semejante! —Esk estaba al borde de las lágrimas—. Le he oído hablar, es…, no es malo, es un genio, entiende casi todas las cosas, es…
—Supongo que es un buen muchacho —la interrumpió Yaya—. Nunca he dicho que hiciera magia negra.
—¡Son Cosas horribles! —sollozó Esk—. ¡Él no las llamaría! Él no las quiere para nada, todo lo contrario, y tú eres una vieja mala y…
La bofetada resonó como una campana. Esk dio un paso atrás, blanca de la sorpresa. Yaya seguía con la mano alzada, temblorosa.
Había pegado a Esk una vez antes…, el golpe que recibe un bebé para presentarle al mundo y darle una idea aproximada de lo que puede esperar de la vida. Pero aquella vez fue la última. En los tres años que habían pasado bajo el mismo techo había habido causas suficientes, cuando la leche hervía hasta salirse, o las cabras quedaban sin agua, pero una palabra brusca o un silencio aún más brusco consiguieron siempre más que la fuerza, y además no dejaban cicatrices.
Agarró a Esk firmemente por los hombros, y la miró a los ojos.
—Escúchame —dijo apremiante—, ¿no te he dicho siempre que si usas la magia pasarás por el mundo como un cuchillo a través del agua? ¿No te lo he dicho?
Esk, mesmerizada como un conejito asustado, asintió.
—Y tú pensaste que eran tonterías de la vieja Yaya, ¿no es cierto? Pero la verdad es que, si usas la magia, atraes la atención. La atención de Ellos. Vigilan todo el mundo a la vez. Las mentes normales no significan nada para Ellos, no se toman molestias por tan poca cosa, pero una mente que tenga magia brilla, llama su atención como un faro. A Ellos no los atrae la oscuridad, sino la luz, ¡la luz que crea las sombras!
—Pero…, pero… ¿qué les interesa? ¿Qué quieren Ellos?
—Vida y forma —replicó Yaya. Soltó a Esk—. En realidad, son patéticos. No tienen vida ni forma propias, pero pueden robar. No son capaces de vivir en este mundo, igual que un pez no podría vivir en el fuego, pero eso no les impide intentarlo. Y tienen suficiente inteligencia como para odiarnos porque estamos vivos.
Esk se estremeció. Recordó el tacto de la arena fría.
—¿Qué son Ellos? Siempre pensé que eran una especie de demonios.
—No. En realidad, nadie lo sabe. Sólo son cosas de las Dimensiones Mazmorra, fuera del universo. Criaturas de sombra. Se volvió hacia la forma inerte de Simón.
—No tendrás ni idea de dónde está, ¿verdad? —dijo mirando inquisitivamente a Esk—. No se habrá ido a volar con las gaviotas, ¿verdad?
Esk sacudió la cabeza.
—No —suspiró Yaya—, ya me parecía a mí que no. Lo tienen Ellos.
No era una pregunta. Esk asintió con tristeza y dolor.
—No es culpa tuya —la consoló Yaya—. Su mente les proporcionó una abertura y, cuando se quedó sin sentido, se lo llevaron con Ellos. Aunque…
Hizo tamborilear los dedos sobre el borde de la cama, y tomó una decisión.
—¿Quién es el mago más importante de este sitio?
—Mmm… Lord Cortángulo —respondió Esk—. Es el archicanciller. Era uno de los que estaban aquí cuando llegamos.
—¿El gordo, el que parecía avinagrado?
Esk intentó no imaginar a Simón en el desierto frío, y se descubrió respondiendo:
—En realidad, es un mago de octavo nivel, tiene un gran prestigio.
—O sea, que es viejo y tramposo —señaló Yaya—. No deberías pasar tanto tiempo entre magos, niña, estás empezando a tomártelos en serio. Todos se autodenominan Altísimo Señor lo que sea y no sé qué Imperial. Es parte de su sistema. Hasta los hechiceros lo hacen, una habría imaginado que eran más sensatos, pero no, en el fondo son iguales. Bueno, ¿y dónde está esa eminencia?
—Ahora todos estarán cenando en la Sala Principal —respondió Esk—. Entonces, ¿él puede traer de vuelta a Simón?
—Eso es lo difícil —suspiró Yaya—. Creo que podemos traer algo de vuelta, algo que camine y hable. Pero ¿será Simón? Eso ya es harina de otro costal. —Se levantó—. Bien, vayamos a esa Sala Principal. No hay tiempo que perder.
—Mmm… no dejan entrar a las mujeres —dijo Esk.
Yaya se detuvo junto a la puerta. Irguió los hombros y se volvió lenta, muy lentamente.
—¿Qué has dicho? ¿Me engañan estas viejas orejas? No me digas que sí, porque sé que no.
—Lo siento —se disculpó Esk—. La fuerza de la costumbre.
—Veo que te han estado metiendo ideas raras en la cabeza —dijo Yaya fríamente—. Ve a buscar a alguien para que cuide del chico, y luego veremos qué tiene esa sala para que yo no pueda entrar.
Y así fue como, mientras toda la facultad de la Universidad Invisible se encontraba cenando en la venerable sala, las puertas se abrieron de golpe produciendo un efecto teatral que se vio bastante mermado cuando una de ellas chocó contra un camarero y rebotó hacia Yaya, dándole un golpe en el tobillo. En vez de las zancadas desafiantes que tenía proyectadas para cruzar la sala, se vio obligada a cojear y andar a saltitos. Al menos, esperaba que fueran unos saltitos dignos.
Esk corrió tras ella, dolorosamente consciente de que los cientos de ojos estaban clavados en ellas.
El rugido de la conversación y el tintineo de los cubiertos enmudecieron al instante. Un par de sillas cayeron al suelo. Al otro lado de la sala, vio a casi todos los magos superiores, en su mesa elevada sobre una tarima. A su vez, la tarima flotaba por encima de las baldosas. Todos las miraban.
Un mago de grado medio —Esk lo reconoció, ayudaba en las clases de Astrología Aplicada— corrió hacia ellas agitando las manos.
—Nonononono —gritó—. Os habéis equivocado. Marchaos.
—No te preocupes por mí —dijo Yaya tranquilamente, pasando de largo.
—Nononono, va contra las reglas, tenéis que marcharos ya. ¡Las damas no pueden entrar aquí!
—No soy una dama, soy una bruja —replicó Yaya. Se volvió hacia Esk—. ¿Éste es muy importante?
—Me parece que no —respondió Esk.
—Bien. —Yaya se volvió hacia el ayudante—. Ve a buscar a un mago importante, por favor. Deprisa.
Esk la rozó en la espalda. Un par de magos con más presencia de ánimo se habían situado junto a la puerta, y varios porteros avanzaban amenazadores por la sala, entre los aplausos de los estudiantes. A Esk no le gustaban los porteros, que vivían aislados en su residencia, pero en aquel momento se compadeció de ellos.
Dos de los hombres apoyaron sus manos peludas en los hombros de Yaya. El brazo de la mujer desapareció a su espalda, hubo un breve borrón de movimiento, y los dos hombres saltaron hacia atrás, quejándose y maldiciendo.
—Una horquilla —explicó Yaya.
Agarró a Esk con la mano libre y avanzó como un tornado hacia la mesa elevada, desanimando con una mirada a cualquiera que pareciera pensar en interponerse. Los estudiantes más jóvenes, que reconocían una diversión gratuita en cuanto la veían, patalearon, aplaudieron e hicieron resonar los platos contra las largas mesas. La tarima cayó sobre las baldosas con un fuerte golpe, y los magos se pusieron apresuradamente tras Cortángulo mientras éste trataba de reunir sus reservas de dignidad. Sus esfuerzos no se vieron coronados por el éxito: es muy difícil aparentar dignidad con una servilleta atada al cuello.
Alzó las manos para pedir silencio, y toda la sala aguardó expectante mientras Yaya y Esk se aproximaban a él. Yaya observó con interés los antiguos retratos y estatuas de magos del pasado.
—¿Quiénes son estos cretinos? —preguntó entre dientes.
—Fueron magos jefes —susurró Esk.
—Parece que tienen diarrea. No he conocido a ningún mago que fuera bien del vientre.
—Yo sólo sé que acumulan un montón de polvo.
Cortángulo se irguió con las piernas separadas, las manos en la cintura y el estómago con aspecto de pista de esquí para principiantes, todo él adoptando una pose que generalmente se asocia a Enrique VIII, con opción a Enrique IX y a Enrique X.
—¿Sí? —rugió—. ¿Qué significa este ultraje?
—¿Éste es importante? —preguntó Yaya a Esk.
—¡Yo, señora, soy el archicanciller! ¡Y dirijo esta Universidad! ¡Y usted, señora, está en terreno muy peligroso! Se lo advierto…, ¡deje de mirarme así!
Cortángulo se tambaleó hacia atrás, con las manos alzadas para defenderse de la mirada de Yaya. Los magos que tenía detrás se dispersaron, derribando las mesas en su prisa por huir de aquellos ojos.
Al retroceder, el archicanciller chocó contra una columna, y el golpe le hizo recuperarse. Sacudió la cabeza, irritado, alzó una mano y lanzó un rayo de fuego blanco hacia la bruja.
Sin dejar de mirar, Yaya alzó una mano y desvió las llamas hacia el techo. Hubo una explosión, y llovieron fragmentos de yeso.
La mujer abrió los ojos de par en par.
Cortángulo desapareció. En el lugar donde había estado, vieron ahora una enorme serpiente enroscada, dispuesta a atacar.
Yaya desapareció. En su lugar, había una gran cesta de mimbre.
La serpiente se convirtió en un gigantesco reptil surgido de las nieblas del tiempo.
La cesta se transformó en el vendaval de nieve de los Gigantes del Hielo, cubriendo de escarcha al monstruo que se debatía.
El reptil se transformó en un tigre dientes de sable, flexionado para saltar.
El vendaval se transformó en un hirviente pozo de brea. El tigre consiguió transformarse en un águila abatiéndose sobre su presa.
El pozo de brea se transformó en un capuchón.
Las imágenes se hicieron borrosas a medida que las formas cambiaban a velocidad cada vez mayor. Sombras estroboscópicas bailaban por toda la sala. Se levantó un viento mágico, espeso y aceitoso, que arrancaba chispas octarinas de los dedos y las barbas. Esk, situada en el centro de todo aquello, apenas distinguía las dos figuras de Yaya y Cortángulo, estatuas satinadas en medio del torbellino de imágenes.
También era consciente de otra cosa, un sonido agudo casi inaudible.
Lo había oído antes, en la llanura fría…, un sonido chirriante, el zumbido de una colmena, el murmullo de un hormiguero…
—¡Vienen Ellos! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Vienen ahora!
Salió de detrás de la mesa tras la que se había refugiado cuando comenzara el duelo mágico, y trató de llegar hasta Yaya. Una ráfaga de magia la levantó por los aires y la lanzó hacia una silla.
El zumbido resonaba más alto ahora, de manera que el aire rugía como un cadáver de tres semanas en un día de verano. Esk intentó de nuevo llegar hasta Yaya, y retrocedió cuando un fuego verde le recorrió el brazo y le chamuscó el pelo.
Miró a su alrededor, enloquecida, buscando a los otros magos. Pero los que no habían huido de los efectos de la magia estaban acurrucados tras muebles volcados mientras la tormenta negra rugía sobre ellos.
Esk corrió por la habitación y salió al pasillo oscuro. Las sombras la rodearon mientras subía los escalones sollozante, en dirección a la pequeña habitación de Simón.
Algo intentaría entrar en el cuerpo, lo había dicho Yaya. Algo que caminaría y hablaría como Simón, pero no sería Simón…
Un grupo de estudiantes miraban ansiosos por la puerta. Volvieron los rostros blancos hacia Esk cuando la niña corrió hacia ellos, y estaban tan nerviosos como para retirarse y dejarle paso.
—Ahí dentro pasa algo —dijo uno.
—¡No podemos abrir la puerta!
La miraron expectantes.
—No llevarás la llave maestra por casualidad, ¿verdad?
Esk agarró el pestillo y lo giró. Se movió un poco, pero luego retrocedió con tal fuerza que casi le despellejó las manos. El chirrido del interior subió de volumen, y también había otro ruido, como el batir de unas alas de cuero.
—¡Vosotros sois magos! —gritó Esk—. ¡Haced magia, maldita sea!
—Pero aún no hemos estudiado telekinesis —se disculpó uno.
—Yo estaba enfermo cuando dieron las clases de Lanzamiento de Fuego…
—Es que la Desmaterialización no se me da muy bien…
Esk se dirigió hacia la puerta y se detuvo con un pie en el aire. Recordó a Yaya cuando la anciana le contaba que los edificios, si eran muy viejos, tenían mente. Y la Universidad era muy vieja.
Se deslizó cuidadosamente hacia un lado y pasó las manos sobre las piedras milenarias. Había que hacerlo con mucha cautela para no asustarla… Percibió la mente de las piedras, lenta, sencilla, pero mente al fin y al cabo. Palpitaba en torno a ella, notaba las chispitas en lo más profundo de la roca.
Algo ululaba tras la puerta.
Los tres estudiantes miraban atónitos a Esk, que seguía con las manos y la frente apoyadas en la pared.
Casi había llegado. Sentía su propio peso enorme, la enormidad de su cuerpo, los recuerdos lejanos del amanecer de los tiempos, en el que la roca estaba fundida y libre. Por primera vez en su vida, supo lo que era tener balcones.
Se deslizó con suavidad por la mente del edificio, agudizando las impresiones, buscando tan deprisa como se atrevía este pasillo, esta puerta.
Extendió un brazo con suma cautela. Los estudiantes vieron como estiraba un dedo muy, muy despacio.
Las bisagras de la puerta empezaron a chirriar.
Hubo un momento de tensión cuando los clavos de las bisagras saltaron y se estrellaron contra la pared tras la niña. Las tablas empezaron a combarse a medida que la puerta trataba de abrirse, pese a la fuerza de…, de lo que fuera que la mantenía cerrada.
La madera se hinchó.
Rayos de luz azul salieron al pasillo, moviéndose y bailando mientras formas indefinidas se cruzaban en el brillo de la habitación. La luz era nebulosa y actínica, ese tipo de luz que hace que Steven Spielberg llame a los abogados para defender sus derechos.
El pelo de Esk se erizó hasta que la niña pareció un geranio con patas. Gusanillos de fuego mágico le recorrieron la piel cuando cruzó la puerta.
Fuera, los estudiantes la miraron con horror mientras desaparecía hacia la luz.
La luz se apagó con una explosión silenciosa.
Cuando por fin reunieron el valor necesario como para echar un vistazo hacia el interior, no vieron más que el cuerpo dormido de Simón. Y a Esk, silenciosa y fría en el suelo, respirando con lentitud. Los tablones del suelo estaban cubiertos de una fina capa de arena plateada.
Esk flotaba entre las nieblas del mundo, advirtiendo con una curiosa sensación impersonal la manera precisa en que atravesaba la materia sólida.
No estaba sola. Oía su parloteo.
Se enfureció. Se volvió y echó a andar tras el ruido, luchando contra las seductoras fuerzas que no dejaban de decirle lo agradable que sería relajar su mente y hundirse en un cálido mar de nada. Estar furiosa, ése era el truco. Sabía que lo más importante era seguir realmente furiosa.
El Mundodisco quedó tras ella, muy abajo, como el día en que se convirtió en águila. Pero, esta vez, bajo ella estaba el Mar Circular —exactamente circular, como si Dios se hubiera quedado sin ideas— y más allá estaban los brazos del continente, y la larga hilera de las Montañas del Carnero en su desfile hacia el Eje. También había otros continentes de los que nunca había oído hablar, y pequeños grupos de islas.
La perspectiva cambió, alcanzó a ver la Periferia. Era de noche, puesto que el sol del Disco se encontraba debajo del mundo e iluminaba la larga catarata que ribeteaba el Borde.
También iluminaba a Gran A’Tuin, la Tortuga del Mundo. Esk se había preguntado a menudo si la Tortuga no sería en realidad un mito. Le parecía que ningún ser inteligente se tomaría la molestia de pasear un mundo por ahí. Pero allí estaba, casi tan grande como el Disco que transportaba, glaseada de polvo estelar y llena de cráteres de meteoritos.
Su cabeza pasó delante de la niña, que miró directamente hacia un ojo tan grande que por él podrían navegar todos los barcos del mundo. Había oído decir que, si pudieras ver a lo lejos en la dirección hacia la que miraba Gran A’Tuin, verías el final del universo. Quizá fuera sólo por la forma de su pico, pero Gran A’Tuin parecía vagamente esperanzada, incluso optimista. Quizá el final de todas las cosas no fuera tan malo, al fin y al cabo.
Como en sueños, trató de tomar en Préstamo la mente más grande del universo.
Se detuvo justo a tiempo, como un niño con un tobogán de juguete que esperase una suave pendiente y se encontrase de pronto ante inmensas montañas cubiertas de nieve en un infinito gélido. Nadie podía tomar Prestada aquella mente, sería como intentar beberse todo el mar. Los pensamientos que se movían por ella eran grandes y lentos como glaciares.
Más allá del Disco estaban las estrellas, y parecía que les sucedía algo malo. Giraban como copos de nieve. De cuando en cuando, se posaban y quedaban tan inmóviles como siempre, pero luego volvían a bailar como locas.
Las estrellas de verdad no debían de hacer eso, supuso Esk. Así que no estaba viendo estrellas de verdad. Así que no estaba exactamente en un lugar de verdad. Pero el sonido cerquísima de ella le recordó que, casi con certeza, moriría de verdad si llegaba a perderles la pista a esos ruidos. Se volvió y los persiguió a través de la tormenta de nieve estelar.
Y las estrellas saltaban, se paraban, saltaban, se paraban…
A medida que ascendía, Esk trató de concentrarse en cosas cotidianas, porque sabía que, si dejaba que su mente se detuviese en lo que iba delante de ella, daría media vuelta, y no estaba segura de conocer el camino. Trató de recordar las dieciocho hierbas que curan el dolor de oídos, cosa que la mantuvo ocupada un rato, ya que nunca conseguía acordarse de las cuatro últimas.
Una estrella pasó velozmente, y luego se desvió de pronto: tendría unos seis metros de diámetro.
Cuando se le acabaron las hierbas, empezó con las enfermedades de las cabras, cosa que la mantuvo ocupada bastante tiempo, porque las cabras pueden atrapar un montón de las cosas que padecen las vacas, junto con otro montón de las que padecen las ovejas, junto con otro montón de horribles dolencias exclusivas. Cuando terminó con la xeroftalmía, trató de recordar todo el código de puntos y rayas que había en los árboles alrededor de Culo de Mal Asiento para que la gente que se perdía pudiera encontrar el camino de vuelta en las noches de nieve.
Ya había llegado a punto punto punto raya punto raya («A kilómetro y medio del pueblo en dirección Eje, gira a la derecha»), cuando el universo que la rodeaba desapareció con un tenue «pop». Esk cayó hacia adelante, se golpeó contra algo duro y arenoso, y rodó hasta que consiguió detenerse.
La cosa arenosa era arena. Arena fina, seca, fría. Daba la sensación de que, aunque excavaras muchos metros, seguiría igual de fría, igual de seca.
Esk se quedó un momento tendida de bruces, reuniendo todo su valor para alzar la vista. A poca distancia por delante de ella vio el ribete de un vestido perteneciente a alguien. Perteneciente a algo, se corrigió. A no ser que fuera un ala. Podía ser un ala, un ala de cuero.
La recorrió hacia arriba con los ojos hasta dar con una cara, más alta que una casa, recortada contra el cielo estrellado. Obviamente, su propietario trataba de parecer como salido de una pesadilla, pero se había pasado. En general, tenía el aspecto de un pollo que llevara dos meses muerto, pero el efecto de repugnancia quedaba bastante mitigado por los colmillos de jabalí, las antenas de polilla, las orejas de lobo y el cuerno de unicornio. Parecía que se hubiera construido a sí mismo, como si el propietario hubiera oído hablar de la anatomía, pero sin ver ilustraciones.
La cara miraba en dirección a algo que no era Esk. Algo situado tras la niña ocupaba toda su atención. Esk volvió la cabeza muy despacio.
Simón estaba sentado, con las piernas cruzadas, en el centro de un círculo de Cosas. Había cientos de ellas, tan quietas y silenciosas como estatuas, mirando al chico con paciencia de reptiles.
Éste sostenía en las manos algo pequeño y anguloso. Emitía una borrosa luz azulada que daba un aspecto extraño a su rostro.
Otras formas yacían en el suelo junto a él, cada una envuelta en su suave brillo dorado. Eran esas formas regulares a las que Yaya denominaba despectivamente «jometría»: cubos, diamantes de muchas caras, conos, incluso un globo. Todos eran transparentes, y dentro había…
Esk se acercó más. Nadie se fijaba en ella.
Dentro de una esfera de cristal que yacía sobre la arena, flotaba una bola color azul verdoso, surcada por nubéculas blancas y cosas que casi habrían parecido continentes si alguien fuera tan idiota como para vivir en una bola. Quizá fuera una maqueta, pero su brillo tenía algo que dijo a Esk que era real, probablemente muy grande y que, además, no estaba dentro de la esfera, al menos no en todos los sentidos.
Volvió a dejarla con todo cuidado y examinó un bloque de diez caras en el cual flotaba un mundo mucho más aceptable. Tenía la forma de disco acostumbrada, pero en vez de Catarata Periférica había un muro de hielo, y en vez de Eje había un árbol gigantesco, tan grande que sus raíces formaban cadenas montañosas.
Junto a él, un prisma contenía otro disco que giraba lentamente, rodeado de diminutas estrellas. Éste no tenía muros de hielo, sino un hilo rojo y dorado que, visto desde más cerca, resultaba ser una serpiente…, una serpiente tan grande como para rodear todo un mundo. Por razones que ella sabría, se estaba mordiendo su propia cola.
Con curiosidad, Esk dio vueltas y más vueltas al prisma, advirtiendo que el disquito del interior permanecía estable.
Simón dejó escapar una risita. Esk depositó el disco-serpiente en el suelo y miró cautelosamente por encima de su hombro.
El chico tenía en la mano una pequeña pirámide de cristal. Dentro había estrellas y, de vez en cuando, la agitaba para que se movieran como copos de nieve al viento, antes de volver a sus lugares correspondientes. Entonces, dejaba escapar una risita.
Y más allá de las estrellas…
Era el Mundodisco. Una Gran A’Tuin no mayor que un platito avanzaba cargada con un mundo que más bien parecía obra de un joyero enloquecido.
Reír, agitar. Reír, agitar, reír. El cristal ya presentaba finísimas grietas.
Esk miró los ojos inexpresivos de Simón, y luego los rostros hambrientos de las Cosas más cercanas. Avanzó unos pasos, le arrebató la pirámide de las manos y echó a correr.
Las Cosas no se inmutaron cuando corrió hacia ellas, casi doblada por la mitad, abrazando la pirámide contra su pecho. Pero, de repente, sus pies ya no corrían sobre la arena, y se elevaba en el aire gélido, y una Cosa con cara de conejo ahogado se volvió lentamente hacia ella extendiendo una garra.
«No estás aquí —se dijo Esk—. Sólo es una especie de sueño, una de esas analogerías que dice Yaya. No te puede pasar nada. Todo son imaginaciones. No te puede pasar absolutamente nada, lo que ves está dentro de tu mente».
Se preguntó si la Cosa lo sabría.
La garra la había atrapado en el aire, y la cara de conejo se abrió como una piel de plátano. No tenía boca, sólo un agujero oscuro, como si la Cosa no fuera en realidad más que una abertura a una dimensión todavía peor, un lugar en el que la arena gélida y la luz de luna sin luna parecerían una alegre tarde en la playa por comparación.
Esk se aferró a la pirámide del Disco y, con la mano libre, golpeó la garra que la rodeaba. No surtió el menor efecto. La oscuridad se cernió sobre ella, una puerta hacia el fin.
La niña le dio una patada con todas sus fuerzas.
Que no fue muy fuerte, dadas las circunstancias. Pero cuando su pie asestó el golpe, hubo una explosión de chispas blancas y una especie de «pop»… que habría sido una explosión mucho más satisfactoria si el escaso aire del lugar no hubiera absorbido el sonido.
La Cosa chirrió como una sierra que acabara de encontrarse con un clavo viejo y olvidado en el interior de un tablón. Las demás dejaron escapar un zumbido como un eco.
Esk le propinó otra patada, y la Cosa chilló y la dejó caer en la arena. La niña tuvo la inteligencia necesaria para rodar sobre sí misma, protegiendo el pequeño mundo contra ella, porque hasta en sueños un tobillo roto es muy doloroso.
La Cosa se irguió insegura sobre ella. Esk entrecerró los ojos. Con mucho cuidado, dejó el mundo en el suelo, golpeó a la Cosa con todas sus fuerzas más o menos en el lugar donde estarían sus espinillas en el caso de que hubiera espinillas bajo aquella capa, y volvió a coger el mundo con un movimiento rápido.
La criatura aulló, se dobló por la mitad y luego se derrumbó como un saco de perchas. Cuando chocó contra el suelo, se desparramó como una masa de miembros desencajados. La cabeza rodó un cierto trecho antes de detenerse.
«¿Ya está? —pensó Esk—. ¿Casi no pueden ni andar? ¿Cuando los golpeas, se derrumban?».
Las Cosas más cercanas chirriaron y trataron de retroceder cuando ella se les acercó con gesto decidido. No se les daba nada bien, dado que lo que mantenía sus cuerpos unidos era una buena dosis de voluntad. Esk golpeó a una cuya cara era como una pequeña familia de pulpos, y la Cosa se desinfló hasta transformarse en un montón de huesos reptantes, trochos de pellejo y extremos de tentáculos, algo muy semejante a una comida griega. Otra tuvo algo más de éxito, y había empezado a alejarse tambaleante, cuando Esk le asestó una patada en una de sus cinco espinillas.
Se agitó desesperadamente mientras caía, derribando a otras dos.
Para entonces, las demás se las habían arreglado para apartarse de Esk, y la miraban desde lejos.
La niña dio unos pasos hacia la más cercana, que intentó alejarse y cayó.
Quizá fueran feas. Quizá fueran malvadas. Pero, en cuestión de poesía en movimiento, las Cosas tenían tanta elegancia y coordinación como un pupitre.
Esk las miró, y luego clavó los ojos en el Disco encerrado en la pirámide de cristal. Pese a todos los movimientos, seguía imperturbable.
La niña pensó que podía salir, si es que el Disco era un lugar en el que entrar. Pero ¿cómo podría volver?
Alguien se rió. Era la clase de risa…
En términos generales, era p’ch’zarni’chiwkov. Esta palabra machacagargantas se utilizaba muy raramente en el Disco, a no ser que lo hicieran lingüistas de exhibición muy bien pagados, excepto por supuesto en la pequeña tribu de los K’turni, quienes la habían inventado. No tenía ningún sinónimo, aunque la palabra cumjuli squernt («lo que se siente al descubrir que el anterior ocupante del retrete ha usado todo el papel») proporciona una idea general de su significado. La traducción más aproximada es la siguiente:
EL RUIDITO DESAGRADABLE DE UNA ESPADA AL SER DESENVAINADA JUSTO DETRÁS DE TI CUANDO PENSABAS QUE YA HABÍAS TERMINADO CON TODOS TUS ENEMIGOS
… aunque los k’turniparlantes aseguran que no recoge todo el sentido de sudor frío, corazón detenido y entrañas enroscadas del original.
Era esa clase de risa.
Esk se volvió muy despacio. Simón avanzaba por la arena hacia ella, con las manos formando un cuenco y los ojos fuertemente cerrados.
—¿De verdad pensaste que sería así de fácil? —preguntó.
O algo lo preguntó. No parecía la voz de Simón, sino una docena de voces hablando a la vez.
—¿Simón? —dijo Esk, insegura.
—Él ya no nos sirve de nada —dijo la Cosa con la forma de Simón—. Nos ha mostrado el camino, niña. Ahora, danos lo que nos pertenece.
Esk retrocedió.
—No creo que os pertenezca —replicó—. Seáis quienes seáis.
El rostro que tenía ante ella abrió los ojos. Allí no había nada más que negrura…, no un color, eran agujeros que daban a otro espacio.
—Podríamos decirte que, si nos lo dieras, tendríamos piedad.
Podríamos decirte que te dejaríamos salir de aquí con tu propia forma. Pero no serviría de nada, ¿verdad?
—No os creería.
—Claro, claro. —La Cosa-Simón sonrió—. Lo único que haces es aplazar lo inevitable.
—Por mí, perfecto.
—Podríamos cogerlo cuando quisiéramos.
—Entonces, cogedlo. Pero me parece que no podéis. No podéis coger nada a menos que os lo den, ¿verdad?
Las Cosas dieron media vuelta.
—Nos lo entregarás —dijo la Cosa-Simón.
Otras empezaban a acercarse por el desierto con horribles movimientos tambaleantes.
—Te cansarás —siguió—. Podemos esperar. Se nos da muy bien esperar.
Hizo una finta hacia la derecha, pero Esk se volvió rápidamente para quedar frente a aquello.
—Eso no importa —dijo—. Esto no es más que un sueño, y en mis sueños no podéis hacerme daño.
La Cosa hizo una pausa y la miró con sus ojos vacíos.
—En vuestro mundo hay una palabra, creo que es «psicosomático».
—Nunca la había oído —replicó Esk.
—Significa que en tus sueños sí podemos hacerte daño. Y lo mejor de todo es que, si mueres en tu sueño, te quedarás aquí. Será estupeeeendo.
Esk miró de soslayo en dirección a las montañas lejanas, que se erguían en el gélido horizonte como pasteles de barro derretido. No había árboles, ni siquiera rocas. Sólo arena, y estrellas frías, y…
Más que oír el movimiento, lo sintió, y se volvió con la pirámide aferrada entre sus manos como una porra. Golpeó a la Cosa-Simón en mitad del salto con un ruido muy satisfactorio… pero, en cuanto chocó contra el suelo, se incorporó de un brinco con desagradable facilidad. Pero había oído el gemido de Esk, había visto el breve ramalazo de dolor en sus ojos.
—Ah, eso te ha dolido, ¿eh? No te gusta ver sufrir a alguien, al menos a éste.
Se dio media vuelta, hizo un gesto, y dos de las Cosas más altas le agarraron firmemente por los brazos.
Sus ojos cambiaron. La oscuridad desapareció, y luego los auténticos ojos de Simón la miraron desde su rostro. El chico alzó la vista y miró a las dos Cosas que tenía a ambos lados. Trató de zafarse, pero una le había rodeado la muñeca con varios pares de tentáculos, y la otra le sujetaba el brazo con la pinza de langosta más grande del mundo.
Entonces vio a Esk, y sus ojos se clavaron en la pequeña pirámide de cristal.
—¡Escapa! —siseó—. ¡Llévatela de aquí! ¡No dejes que la cojan!
Hizo una mueca cuando la pinza le apretó el brazo.
—¿Es un truco? —preguntó Esk—. ¿Quién eres de verdad?
—¿Es que no me reconoces? —sollozó—. ¿Qué haces tú en mi sueño?
—Si esto es un sueño, me gustaría despertarme, por favor —pidió Esk.
—Escucha, tienes que huir ahora mismo, ¿lo entiendes? ¡No te quedes ahí con la boca abierta!
—Entréganoslo —dijo una voz fría dentro de la cabeza de Esk.
Esk miró la pirámide de cristal con su disquito despreocupado, y luego miró a Simón, con la boca convertida en una O de asombro.
—Pero ¿qué es?
—¡Míralo bien!
Esk escudriñó a través del cristal. Si entrecerraba los ojos, le parecía que el pequeño disco era granuloso, como si estuviera compuesto por millones de motas. Si miraba las motas con atención…
—¡Sólo son números! —exclamó—. El mundo entero… está hecho de números…
—No es el mundo, es una idea del mundo —explicó Simón—. La creé para ellos. Verás, no pueden pasar a través de nosotros, pero aquí las ideas tienen forma. ¡Las ideas son reales!
—Entréganoslo.
—¡Pero las ideas no le pueden hacer daño a nadie!
—Transformé las cosas en números para comprenderlas, pero ellos sólo quieren controlar —dijo Simón con amargura—. Cavaron túneles en mis números como si…
Gritó.
—Entréganoslo o le haremos pedazos.
Esk miró la cara de pesadilla más cercana.
—¿Cómo sé que puedo confiar en vosotros?
—No puedes confiar en nosotros. Pero no tienes elección.
Esk miró el círculo de rostros que no habrían agradado ni a un necrófilo, rostros fabricados con restos de un estercolero, rostros elegidos al azar por cosas que habitaban en profundas simas oceánicas y cuevas encantadas, rostros que no eran tan humanos como para hacer muecas o lanzar carcajadas burlonas, pero que resultaban tan amenazadores como una aleta en forma de V cerca de un bañista incauto.
No podía confiar en ellos. Pero no tenía elección.
Algo más estaba sucediendo, en un lugar situado a la distancia del espesor de una sombra.
Los estudiantes habían vuelto corriendo a la Sala Principal, donde Cortángulo y Yaya Ceravieja seguían enzarzados en el equivalente mágico de un combate indio. Las losas del suelo estaban medio fundidas y rotas bajo Yaya, y la mesa situada tras Cortángulo había echado raíces y ya presentaba una buena cosecha de piñas.
Uno de los estudiantes se había ganado varias medallas al valor por atreverse a tirar de la túnica de Cortángulo…
Y ahora, todos estaban en la pequeña habitación, mirando los dos cuerpos.
Cortángulo llamó a los doctores del cuerpo y a los de la mente, y la habitación rezumaba de magia cuando empezaron a trabajar.
Yaya le tocó en el hombro.
—Quiero decirle unas palabras, joven —empezó.
—No tan joven, señora, no tan joven —suspiró Cortángulo.
Se sentía agotado y seco. Hacía décadas que no sostenía un duelo de magia, aunque eran muy corrientes entre los estudiantes. Y tenía la desagradable sensación de que, tarde o temprano, Yaya habría ganado. Luchar con ella era como intentar sacudirte una mosca de la nariz. No sabía cómo demonios se le había ocurrido intentarlo.
Yaya hizo que le acompañara al pasillo, y doblaron la esquina para dirigirse hacia un banco junto a una ventana. Ella se sentó y apoyó la escoba contra la pared. La lluvia tamborileaba fuertemente sobre los tejados en el exterior, y unos cuantos relámpagos zigzagueantes anunciaban que una tormenta de proporciones propias de las Montañas del Carnero se acercaba a la ciudad.
—Fue una exhibición impresionante —dijo la anciana—. Casi estuvo a punto de vencerme en un par de ocasiones.
—Oh —se animó Cortángulo—, ¿lo dice de verdad?
Yaya asintió.
Cortángulo se palmeó la túnica hasta localizar una sucia bolsita de tabaco y un rollito de papel de fumar. Las manos le temblaban mientras cogía unas hebras de segunda mano y formaba un delgado pitillo. Se llevó el maltrecho cigarrillo a la lengua y lo humedeció ligeramente. En aquel momento, un tenue recuerdo de buen comportamiento se agitó en el fondo de su mente.
—Mmm —dijo—, ¿le importa que fume?
Yaya se encogió de hombros. Cortángulo encendió una cerilla contra la pared e intentó con todas sus fuerzas dirigir la llama y el cigarrillo hacia un mismo lugar. Yaya le cogió la cerilla amablemente de la mano temblorosa, y le ayudó a encenderlo.
Cortángulo dio una calada, dejó escapar la tosecilla ritual y se recostó en el asiento. La roja brasa del cigarrillo era la única luz en el sombrío pasillo.
—Están Errantes —dijo Yaya por último.
—Lo sé —asintió Cortángulo.
—Sus magos no podrán traerlos de vuelta.
—Eso también lo sé.
—Pero puede que traigan algo de vuelta.
—Preferiría que no hubiera dicho eso.
Hicieron una pausa para meditar sobre lo que podía volver dentro de aquellos cuerpos, comportándose casi igual que sus habitantes originales.
—Probablemente, es culpa mía… —empezaron al unísono.
Se detuvieron, atónitos.
—Usted primero, señora —dijo Cortángulo.
—Estas cosas, los cigarrillos…, ¿son buenas para los nervios? —preguntó Yaya.
Cortángulo abrió la boca para señalar con toda cortesía que el tabaco era una costumbre reservada para los magos, pero se lo pensó mejor. Tendió a Yaya la bolsa de picadura.
Ella le habló del nacimiento de Esk, de la llegada del viejo mago, del cayado y de las incursiones de la niña en el mundo de la magia. Para cuando terminó, había conseguido enrollar un cilindro delgado y prieto que ardió con una llamita azulada y le hizo llorar los ojos.
—Me parece que será mejor tener los nervios destrozados —tosió.
Cortángulo no la escuchaba.
—Es asombroso —dijo—. ¿Y de verdad a la niña no le sucedió nada?
—Que yo sepa, no —asintió Yaya—. El cayado parecía…, bueno, parecía estar de su parte, no sé si me entiende.
—¿Y dónde está ahora ese cayado?
—Esk dijo que lo había tirado al río…
El viejo mago y la anciana bruja se miraron con los rostros iluminados por un relámpago del exterior.
Cortángulo sacudió la cabeza.
—El río estará crecido —dijo—. Es una posibilidad de una entre un millón.
Yaya sonrió con amargura. Era la clase de sonrisa de la que huían los lobos. Agarró decididamente su escoba.
—Las posibilidades de una entre un millón salen bien nueve de cada diez veces —dijo.
Hay tormentas que son francamente teatrales, con relámpagos y truenos imponentes. Hay tormentas que son tropicales y opresivas, con preferencia por los vientos cálidos y los chispazos eléctricos. Pero ésta era una tormenta de las llanuras del Mar Circular, y su principal ambición era golpear el suelo con la mayor cantidad posible de agua. Era la clase de tormenta que sugiere que todo el cielo ha estado tomando diuréticos. El trueno y el rayo se quedan de secundarios, una especie de coro, y la lluvia es la estrella del espectáculo. Bailaba claque sobre la tierra.
Los terrenos de la Universidad se extendían hasta el río. Durante el día, eran un esquema muy formalito de senderos de gravilla y setos, pero en una noche húmeda y enloquecida los setos parecían haber desaparecido, y los senderos se habían escondido en algún sitio seco.
—¿No puede usar una de esas bolas de fuego de los magos?
—Tenga piedad, señora.
—¿Seguro que ella debió de venir por aquí?
—Si no me he extraviado, aquí hay una especie de espigón. Se oyó el ruido de un cuerpo pesado chocando contra un arbusto, y luego un chapuzón.
—El caso es que he encontrado el río.
Yaya Ceravieja escudriñó a través de la chorreante oscuridad. Oía el rugido del agua, y divisaba apenas las crestas blancas de la inundación. También captaba el peculiar olor del río Ankh, que sugería que todo un ejército lo había utilizado primero como orinal y luego como sepulcro.
Cortángulo chapoteó hacia ella.
—Esto es una tontería —dijo—. Sin ánimo de ofender, señora. Pero la corriente lo habrá arrastrado hasta el mar. Y yo me voy a morir de frío.
—No se puede mojar más de lo que está. Además, no sabe caminar con la lluvia.
—¿Cómo dice?
—Va como encorvado, pelea contra ella, y no se hace así. Debería…, bueno, moverse entre las ropas.
Y, en realidad, Yaya no parecía más que algo mojada.
—Lo tendré en cuenta. Vamos, señora, necesito una buena chimenea y una taza de algo caliente.
Yaya suspiró.
—No sé. En cierto modo, esperaba verlo salir del barro, o algo así. Pero con tanta agua…
Cortángulo le dio unas palmaditas amables en el hombro.
—Quizá podamos hacer otra cosa… —empezó.
Se vio interrumpido por otro relámpago, seguido por su correspondiente trueno.
—Decía que quizá podamos hacer algo… —empezó de nuevo.
—¿Qué es eso que he visto? —quiso saber Yaya.
—¿El qué? —preguntó Cortángulo, intrigado.
—¡Proporcióneme algo de luz!
El mago dejó escapar un suspiro húmedo, y extendió una mano. Un rayo de fuego dorado surcó las aguas hirvientes y siseó al apagarse.
—¡Eso! —exclamó Yaya, triunfal.
—No es más que un bote —explicó Cortángulo—. Los muchachos lo usan en verano…
Vadeó tras la figura decidida de Yaya tan deprisa como pudo.
—¡No estará pensando en sacarlo con una noche como ésta! ¡Es una locura!
Yaya avanzó por los empapados tablones del espigón, que estaba casi sumergido.
—¡No sabe manejar un bote! —protestó Cortángulo.
—En ese caso, tendré que aprender deprisa —replicó Yaya con tranquilidad.
—¡Pero si no he ido en bote desde que era un chiquillo!
—No le he pedido que venga. ¿El lado puntiagudo va delante?
Cortángulo gimió.
—Esto tiene mucho mérito, pero… ¿no sería mejor esperar a mañana?
Un relámpago iluminó el rostro de Yaya.
—Quizá no —concedió Cortángulo.
Avanzó por el espigón y atrajo el pequeño bote de remos hacia sí. Subirse a él era cuestión de suerte, pero al final lo consiguió, tanteando la boza en la oscuridad.
El bote salió al agua, que lo arrastró haciéndolo girar lentamente.
Yaya se aferró al asiento mientras el bote se mecía en las aguas turbulentas, y miró a Cortángulo expectante.
—¿Y? —dijo.
—¿Y qué?
—Dijo que sabía manejar un bote.
—No. Dije que usted no sabía.
—Oh.
Se agarraron como pudieron mientras el bote se escoraba peligrosamente, se enderezaba de milagro y la corriente lo seguía arrastrando.
—Cuando dijo que no había estado en un bote desde que era un chiquillo… —empezó Yaya.
—Creo que tenía dos años.
El bote quedó atrapado en un remolino, giró sobre sí mismo y siguió corriente abajo.
—Creí que había sido usted la clase de niño que se pasaba el día metido en un bote.
—Nací en las montañas. Por si le interesa, la hierba húmeda me mareaba —dijo Cortángulo.
El bote chocó contra un tronco sumergido, y una ola entró por la proa.
—Conozco un hechizo para no ahogarnos —añadió con tristeza.
—Me alegra oírlo.
—Pero hay que pronunciarlo cuando se está en tierra seca.
—Quítese las botas —ordenó Yaya.
—¿Qué?
—¡Que se quite las botas, hombre!
Cortángulo se removió inquieto en el banquito.
—¿Qué está pensando?
—¡No sé mucho sobre botes, pero sí que se supone que el agua debe estar fuera! —Yaya señaló la marea oscura que lamía los pantoques—. ¡Llene las botas de agua y tírela por la borda!
Cortángulo asintió. Tenía la sensación de que las dos últimas horas habían pasado sin que él tuviera nada que decir al respecto, y por un momento acarició la idea, extrañamente consoladora de que no tenía control sobre su propia vida y, por tanto, nadie podría echarle la culpa. Llenarse las botas de agua para achicarla del bote en un río crecido a medianoche y sentado frente a una mujer, era tan lógico como cualquier otra cosa, dadas las circunstancias.
Y una mujer que era toda una figura, dijo una voz olvidada en el fondo de su mente. Al verla barrer el agua con su escoba para sacarla del bote, algo en el descuidado subconsciente de Cortángulo empezó a agitarse.
No estaba muy seguro sobre lo de la figura, por supuesto, dado el viento, la lluvia y la costumbre de Yaya de ponerse todo su guardarropa a la vez. Cortángulo carraspeó, titubeante. Toda una figura, metafóricamente hablando, decidió.
—Mmm… mire —dijo—. Todo esto tiene mucho mérito, pero consideremos las circunstancias, la velocidad del agua y todo eso, ¿entiende? Puede que ahora ya esté en medio del océano. Quizá nunca vuelva a la orilla. ¡Incluso puede caer por la Catarata Periférica!
Yaya, que había estado escudriñando las aguas, se dio media vuelta.
—¿No se le ocurre decir nada que pueda servir de ayuda? —inquirió.
Cortángulo siguió achicando unos momentos.
—No —dijo.
—¿Ha oído hablar alguna vez de alguien que Volviera?
—No.
—Entonces vale la pena intentarlo, ¿no cree?
—Nunca me ha gustado el océano —suspiró—. Debería estar pavimentado. Hay cosas horribles en él, en las zonas profundas. Monstruos marinos. O eso dicen.
—Siga achicando, muchacho, o tendrá ocasión de comprobarlo.
La tormenta rugía sobre ellos. Allí, sobre las llanuras fluviales, se sentía perdida. Su lugar estaba en las Montañas del Carnero, donde la gente sabía apreciar una buena tormenta. Rondaba por allí, buscando aunque fuera una colina moderadamente alta para dejar caer un relámpago sobre ella.
La lluvia amainó hasta convertirse en esa llovizna suave capaz de caer insistente durante días. Una niebla marina se disponía a ayudarla.
—Si tuviéramos remos, podríamos remar, en el caso de que supiéramos adónde vamos —dijo Cortángulo.
Yaya no respondió.
El mago achicó unas cuantas botas de agua, y pensó que el bordado de oro de su túnica no volvería a ser el mismo. Era bonito pensar que, algún día, eso tendría importancia.
—Supongo que no sabrá usted por casualidad hacia dónde está el Eje —aventuró, sólo por preguntar algo.
—En dirección a donde crece el musgo en los árboles —replicó Yaya sin volver la cabeza.
—Ah —asintió.
Escudriñó las aguas aceitosas con gesto sombrío, y se preguntó de dónde vendrían. A juzgar por el olor a sal, ya debían de estar en la bahía.
Lo que realmente le aterraba del mar era que lo único que se interponía entre él y las cosas horribles que vivían en el fondo, era el agua. Por supuesto, la lógica le indicaba que lo único que se interponía entre él y, por ejemplo, los tigres devoradores de hombres de las selvas de Klatch era la distancia. Pero no era lo mismo. Los tigres no surgen de abismos espeluznantes, con bocas llenas de dientes como agujas…
Se estremeció.
—¿No lo nota? —preguntó Yaya—. ¿No lo saborea en el aire? ¡Magia! ¡Y tiene que salir de alguna parte!
—En realidad, no se disuelve en el agua —dijo Cortángulo.
Chasqueó los labios un par de veces. Desde luego, debía admitir que la niebla tenía un ligero sabor metálico, y que el aire era levemente aceitoso.
—Usted es un mago —gruñó Yaya—. ¿No puede llamarlo, o algo así?
—Nunca se habían dado las circunstancias —se excusó Cortángulo—. Hasta ahora, ningún mago había tirado su cayado al mar.
—Sé que está aquí, por alguna parte. ¡Ayúdeme a buscarlo, hombre!
Cortángulo gimió. Había sido una noche ajetreada, y antes de hacer más magia necesitaba urgentemente doce horas de sueño, varias comidas abundantes y una tarde tranquila ante una buena chimenea. Se estaba haciendo viejo, ése era el problema. Pero cerró los ojos y se concentró.
Allí alrededor había magia, desde luego. Hay lugares en los que la magia se acumula por naturaleza. Va creciendo en torno a trozos de metal octhierro, en la madera de ciertos árboles, en lagos aislados, y las personas que saben hacerlo pueden cogerla y almacenarla. En aquella zona había un buen depósito de magia.
—Es potente —dijo—. Muy potente. Se llevó las manos a las sienes.
—Hace un frío de muerte —gruñó Yaya.
La lluvia insistente se había transformado en nieve.
El mundo cambió de repente. El bote se detuvo, pero no bruscamente, sino como si el mar hubiera decidido de pronto volverse sólido. Yaya miró por la borda.
El mar se había vuelto sólido. El sonido de las olas venía de muy lejos, y parecía alejarse cada vez más.
Se inclinó por encima de la borda y tanteó el agua.
—Hielo —dijo.
El bote se había quedado inmóvil en un océano de hielo. Crujía ominosamente.
Cortángulo asintió con lentitud.
—Tiene sentido —dijo—. Si están… donde creemos que están, allí hace mucho frío. Se dice que tanto como entre las estrellas durante la noche. Así que el cayado también lo siente.
—Bien —dijo Yaya, saliendo del bote—. Ahora, sólo tenemos que encontrar el centro del hielo, y allí estará el cayado, ¿verdad?
—Sabía que diría eso. ¿Puedo al menos ponerme las botas?
Caminaron entre las olas heladas. Cortángulo se detenía de vez en cuando para sentir la ubicación exacta del cayado. La túnica se le estaba congelando. Le castañeteaban los dientes.
—¿No tiene frío? —preguntó a Yaya, cuyo vestido apenas crujía.
—Tengo frío —concedió la mujer—. Sencillamente, no tirito.
—Cuando yo era niño, los inviernos eran así —suspiró Cortángulo, echándose aliento en los dedos—. En Ankh casi nunca nieva.
—¿De verdad? —dijo Yaya, escudriñando a través de la nieve helada.
—Recuerdo que, en la cima de las montañas, había nieve durante todo el año. Ah, las temperaturas ya no son como antes. Al menos, hasta ahora —añadió dando una patada al hielo.
Éste crujió amenazador, recordándole que sólo él se interponía entre su vida y el fondo del mar. El siguiente paso fue tan suave como le resultó posible.
—¿A qué montañas se refiere? —preguntó Yaya.
—Ah, las Montañas del Carnero. Más hacia el Eje. Nací en Cuello de Lata.
Yaya meditó un instante.
—Cortángulo, Cortángulo… —dijo suavemente—. ¿Tiene algo que ver con el viejo Acktur Cortángulo? Vivía en una gran casa vieja, al pie de la Montaña Saltarina, y tenía un montón de hijos.
—Era mi padre. ¿Cómo discos lo sabe, señora?
—Crecí allí —dijo Yaya, dominando la tentación de sonreír—. En el valle de al lado, en Culo de Mal Asiento. Recuerdo a su madre. Buena mujer, tenía gallinas morenas y blancas. Yo solía ir a comprar huevos para la mía. Antes de hacerme bruja, claro.
—No la recuerdo a usted —suspiró Cortángulo—. Pero claro, fue hace mucho tiempo. Siempre había muchos niños alrededor de nuestra casa. —Suspiró de nuevo—. Hasta es posible que le tirase a usted del pelo alguna vez. Solía hacer esas cosas.
—Quizá. Recuerdo a un niño gordo, muy antipático.
—Puede que fuera yo. Me parece recordar a una niña un tanto mandona, pero fue hace mucho tiempo.
—En aquellos tiempos, yo no tenía el pelo blanco.
—En aquellos tiempos, todo era diferente.
—Cierto.
—En verano no llovía tanto.
—Los ocasos eran más rojos.
—Había más ancianos. El mundo estaba lleno de ancianos —dijo el mago.
—Sí, lo sé. Y ahora está lleno de jóvenes. Es raro…, cualquiera habría dicho que sería al revés.
—Hasta el aire era mejor. Más fácil de respirar —dijo Cortángulo.
Siguieron caminando a través de los torbellinos de nieve, meditando sobre las ironías del clima y del tiempo.
—¿Ha vuelto alguna vez a casa? —preguntó Yaya.
Cortángulo se encogió de hombros.
—Cuando murió mi padre. Es extraño, nunca le he contado esto a nadie, pero…, bueno, allí están mis hermanos, porque soy octavo hijo, por supuesto. Todos tienen hijos, y hasta nietos, y casi ninguno sabe escribir su propio nombre. Yo podría haber comprado todo el pueblo. Y me trataron como a un rey, pero…, bueno, he estado en lugares y he visto cosas que los volverían locos, me he enfrentado con criaturas peores que sus pesadillas, conozco secretos que muy pocos comparten…
—Se sintió usted desplazado —dijo Yaya—. No tiene nada de raro. A todos nos pasa lo mismo. Nosotros lo elegimos.
—Los magos no deberían volver a casa.
—Yo no creo que tengan casa —asintió Yaya—. Como siempre digo yo, no se puede cruzar el mismo río dos veces.
Cortángulo pensó un instante sobre aquella afirmación.
—Creo que en eso se equivoca —señaló—. Yo he debido de cruzar el mismo río miles de veces.
—Oh, pero no era el mismo río.
—¿No?
—No.
Cortángulo se encogió de hombros.
—Pues el condenado río parecía el mismo.
—No tiene por qué hablar así —le reprochó—. ¡No sé por qué debo aguantar ese vocabulario de un mago que ni siquiera responde a las cartas!
Cortángulo se quedó en silencio, a excepción del castañeteo de sus dientes.
—Oh —dijo—. Oh, ya. Las envió usted, ¿eh?
—Exacto. Iban firmadas. Se supone que eso da una pista en cuanto al remitente, ¿no?
—Sí, sí. Pero pensé que eran una especie de broma —murmuró Cortángulo.
—¿Una broma?
—No recibimos muchas solicitudes de mujeres. No recibimos ninguna.
—No sé por qué no me respondió —insistió Yaya.
—Si quiere saber la verdad, las tiré.
—Al menos, podría haber… ¡Ahí está!
—¿Dónde? ¿Dónde? Oh, ahí.
La niebla se despejó y lo vieron con claridad…, un surtidor de nieve, una columna ornamental de aire helado. Y bajo ella…
El cayado no estaba encerrado en el hielo, sino que yacía tranquilamente en un charco de agua.
Uno de los aspectos más inusuales de un universo mágico es la existencia de opuestos. Ya se ha mencionado que la oscuridad no es el opuesto de la luz, sino una simple ausencia de luz. De la misma manera, el cero absoluto no es más que la ausencia de calor. Si queréis saber lo que es el auténtico frío, un frío tan intenso que el agua no puede helarse, sino antihervir, solo tenéis que mirar ese charco.
Lo miraron en silencio unos segundos, olvidando la discusión.
—Si mete la mano en eso, los dedos se le quebrarán como zanahorias —dijo pausadamente Cortángulo.
—¿No puede cogerlo usted con magia?
Cortángulo se palmeó los bolsillos y al final dio con la bolsita de tabaco. Con dedos experimentados, convirtió los restos de unas cuantas colillas y un papel de fumar en un pitillo nuevo, y lo lamió para darle forma sin apartar los ojos del cayado.
—No —dijo—. Pero lo intentaré.
Miró con añoranza el cigarrillo, y luego se lo colocó tras la oreja. Extendió las manos con los dedos entreabiertos, y sus labios se movieron sin emitir sonido alguno, formulando algunas palabras de poder.
El cayado giró en el charco y luego se elevó suavemente sobre el hielo. Al instante, se convirtió en el centro de un capullo de aire helado. Cortángulo gimió por el esfuerzo. La levitación directa era la parte más difícil de la magia aplicada, por el constante peligro de los conocidos principios de acción y reacción, que vienen a decir que si un mago intenta levantar algún objeto pesado sólo con el poder de su mente, se arriesga a acabar con el cerebro en las botas.
—¿Puede ponerlo de pie? —preguntó Yaya.
Con gran delicadeza, el cayado giró lentamente en el aire hasta quedar frente a Yaya, a pocos centímetros por encima del hielo. El hielo brillaba en sus tallas, pero a Cortángulo le pareció (a través de la neblina roja de la migraña que pendía ante sus ojos) que le estaba mirando. Resentido.
Yaya se ajustó el sombrero y se irguió con decisión.
—Bien —dijo.
Cortángulo dio un respingo. Su tono de voz cortaba como un filo de diamante. Recordaba vagamente las reprimendas de su madre cuando era niño; pues era la misma voz, sólo que refinada, concentrada, afilada, un tono imperativo capaz de poner en pie a un cadáver y hacerlo cruzar medio cementerio antes de que se acordara de que estaba muerto.
Yaya se cruzó de brazos ante el cayado flotante, casi fundiendo su cobertura de hielo con la ira de su mirada.
—¿Te parece que es manera de comportarse? ¿Quedarte ahí tendido en el mar mientras la gente muere? ¡Vaya, qué bonito!
Paseó trazando un semicírculo en torno al cayado. Para sorpresa de Cortángulo el bastón se volvió para seguirla.
—Bien, te tiraron al agua —le espetó Yaya—. ¿Y qué? No es más que una niña, y los niños acaban por tirarnos a todos tarde o temprano. ¿A esto lo llamas lealtad? ¿Es que no te da vergüenza, quedarte aquí haciendo el vago cuando por fin podías hacer algo útil?
Se inclinó hacia adelante, con la nariz ganchuda a pocos centímetros del cayado. Cortángulo estuvo casi seguro de que el cayado intentaba retroceder.
—¿Quieres que te diga lo que les pasa a los cayados malos? —siseó—. ¿Quieres saber lo que te haré si Esk no vuelve a este mundo? Una vez te salvaste del fuego porque ella sentía el dolor. La próxima vez, no será fuego.
Su voz se convirtió en un susurro como un látigo.
—Primero, un cepillo de carpintero. Luego, una lija, y un berbiquí, y un cuchillo de mondar…
—Ya basta, ya basta —dijo Cortángulo con los ojos llorosos.
—… y lo que quede de ti lo dejaré en el bosque para los hongos, los gusanos y los escarabajos. Tardarán años en acabar contigo.
Las tallas se estremecieron. La mayoría se habían trasladado a la parte trasera del cayado, huyendo de la mirada de Yaya.
—Ahora —insistió la bruja—, te diré lo que voy a hacer. Te cogeré y volveremos todos juntos a la Universidad, ¿de acuerdo? Si no, la sierra.
Se arremangó y extendió una mano.
—Mago —indicó—. Quiero que lo suelte.
Cortángulo asintió boquiabierto.
—Cuando diga ya. ¡Ya!
Cortángulo volvió a abrir los ojos.
Yaya estaba de pie, con el brazo estirado ante ella y la mano aferrada al cayado.
El hielo caía de él en gotas de vapor.
—Bien —terminó Yaya—, y si esto vuelve a suceder, me enfadaré mucho. ¿Ha quedado claro?
Cortángulo bajó las manos y corrió hacia ella.
—¿Está herida?
Ella sacudió la cabeza.
—Es como sostener un carámbano caliente —dijo—. Vamos, no podemos perder tiempo charlando.
—¿Cómo volveremos?
—Oh, vamos, hombre, piense un poco. Iremos volando. Yaya agitó su escoba. El archicanciller la miró, dubitativo.
—¿En eso?
—Por supuesto. ¿Es que los magos no vuelan en sus cayados?
—No es muy digno.
—Si yo puedo soportarlo, usted también.
—Sí, pero… ¿iremos seguros?
Yaya le dirigió una de sus miradas.
—¿Quiere decir en términos absolutos? —preguntó—. ¿O comparándolo con la posibilidad de quedarnos aquí, sobre un témpano de hielo que se está fundiendo?
—Es la primera vez que vuelo en una escoba —dijo Cortángulo.
—¿De veras?
—Pensé que sólo hacía falta montarse, y ellas volaban —siguió el mago—. No sabía que había que correr, y gritarles.
—Es un truco.
—Y pensé que iban más deprisa —insistió Cortángulo—. Y a más altura, para ser sinceros.
—¿Cómo que a más altura? —preguntó Yaya, tratando de compensar el peso del mago en la parte trasera mientras viraba hacia la parte superior del río.
Como todos los pasajeros desde el amanecer de los tiempos, insistía en inclinarse hacia el lugar erróneo.
—Bueno…, como por encima de los árboles —dijo el mago, agachándose para esquivar el latigazo de una rama.
—Esta escoba no tiene nada que no se arreglase si perdiera usted unos cuantos kilos —le espetó Yaya—. ¿O prefiere bajarse e ir andando?
—La verdad, mis pies van rozando el suelo la mitad del trayecto —señaló Cortángulo—. Pero no quiero avergonzarla. Si alguien me hubiera pedido una lista de los peligros inherentes al hecho de volar, nunca se me habría ocurrido anotar el riesgo de que los arbustos te destrozaran las piernas.
—¿Está fumando? —preguntó Yaya con la mirada clavada al frente—. Huelo a quemado.
—Sólo es para calmar los nervios, señora.
—Pues apáguelo ahora mismo. Y agárrese. La escoba ascendió un poco, y aceleró hasta alcanzar la velocidad de un corredor geriátrico.
—¿Señor mago?
—¿Sí?
—Cuando le dije que se agarrara…
—¿Sí?
—No me refería ahí.
Hubo una pausa.
—Oh. Sí. Ya. Lo siento muchísimo.
—No pasa nada.
—Mi memoria ya no es lo que era…, se lo aseguro…, no pretendía ofenderla.
—No me ha ofendido.
Volaron en silencio un momento más.
—De todos modos —siguió Yaya, pensativa—, creo que preferiría que apartara las manos.
La lluvia recorría las tejas de la Universidad Invisible y bajaba por las zanjas, en las que los nidos de los cuervos, abandonados desde el verano, flotaban como barquichuelos mal construidos. El agua gorgoteaba por cañerías viejísimas. Encontraba una manera de filtrarse entre las losas y saludar a las arañas que vivían bajo ellas.
Bajo los interminables tejados de la Universidad habitaban ecosistemas enteros: los pájaros cantaban en pequeñas selvas nacidas de pepitas de manzana y semillas de hierba, pequeñas ranas nadaban en las zanjas, y una colonia de hormigas se dedicaba a inventar una civilización tan compleja como interesante.
Una de las cosas que el agua no podía hacer era descender a través de las gárgolas ornamentales que recorrían los tejados. Eso era porque las gárgolas corrían a esconderse en los desvanes a la primera señal de lluvia: mantenían que, aunque fueran feas, no eran idiotas.
Llovía a cántaros. Llovía a ríos. Llovía a mares. Pero, sobre todo, llovía a través del techo de la Sala Principal, donde el duelo entre Yaya y Cortángulo había dejado un buen agujero. Treatle se sentía como si estuviera lloviendo personalmente sobre él.
Estaba de pie sobre una mesa, organizando a los equipos de estudiantes que retiraban los antiguos cuadros y tapices antes de que se empaparan por completo. Lo de la mesa era necesario, ya que el agua ya había subido algunos centímetros.
Por desgracia, no era agua de lluvia. Era agua con auténtica personalidad, ese carácter que obtiene el agua tras un largo viaje. Tenía la textura de la genuina agua del Ankh…, demasiado sólida como para beberla, demasiado líquida como para sembrar en ella.
El río se había liberado de sus orillas, y un millón de regueros corrían hacia las bodegas y las ranuras de las baldosas para meterse bajo ellas. De cuando en cuando, resonaba una explosión lejana cuando el agua entraba en alguna mazmorra y hacía reaccionar a alguna magia olvidada. A Treatle no le hacían la menor gracia los siseos y burbujas que salían a la superficie.
Volvió a pensar en lo bonito que sería convertirse en la clase de mago que vivía en una cueva oculta, recogía hierbas, se dedicaba a pensar cosas importantes y entendía lo que decían los búhos. Pero, seguramente, la cueva estaría húmeda, las hierbas serían venenosas, y Treatle no estaba demasiado seguro de qué pensamientos eran importantes a aquellas alturas.
Bajó trabajosamente y chapoteó por las oscuras aguas. Bueno, había hecho todo lo posible. Había tratado de organizar a los magos superiores para que arreglaran el techo con sus artes mágicas, pero se entabló una discusión generalizada sobre los hechizos concretos que debían usarse, y se llegó a la conclusión de que aquello era cosa de los albañiles.
«Así son los magos —pensó sombrío mientras vadeaba entre los arcos goteantes—: siempre sondeando el infinito, sin jamás advertir lo concreto, y menos en cuestiones del hogar. Antes de que llegara esa mujer, nunca habíamos tenido esta clase de problemas».
Subió por la escalera, iluminada por un relámpago particularmente impresionante. Tenía la fría certeza de que, aunque nadie podía culparle por lo sucedido, todo el mundo lo haría. Se agarró el borde de la túnica y lo exprimió, antes de buscar su bolsa de tabaco.
Era una bonita bolsa, verde e impermeable. Así que la lluvia que había entrado en ella no había podido salir luego. Era indescriptible.
Encontró el rollito de papel de fumar. Las hojas estaban hechas un montón compacto, como el legendario billete encontrado en el bolsillo trasero de unos pantalones que acaban de ser lavados, secados y planchados.
—Mierda —masculló con ganas.
—¡Por favor! ¡Treatle!
Treatle miró a su alrededor. Había sido el último en salir de la sala, donde ahora sólo quedaban los bancos, que empezaban a flotar. Remolinos y burbujas marcaban los lugares en que la magia salía de las bodegas, pero no había nadie a la vista.
A menos, por supuesto, que hubiera hablado una de las estatuas. Eran demasiado pesadas para sacarlas de allí, y Treatle recordaba haber dicho a los estudiantes que un buen lavado no les sentaría mal.
Miró los rostros de piedra, y lo lamentó. Las estatuas de magos muertos muy poderosos tenían a veces más vida de la que corresponde a una estatua. Quizá debió haberlo dicho en voz baja.
—¿Sí? —aventuró, dolorosamente consciente de las miradas pétreas.
—¡Aquí arriba, idiota!
Alzó la vista. La escoba descendió pesadamente en medio de la lluvia con una serie de trompicones y movimientos bruscos. A cosa de metro y medio por encima del suelo, perdió las pocas pretensiones aéreas que le quedaban, y cayó con un sonoro chapuzón.
—¡No te quedes ahí, imbécil!
Treatle miró nervioso en la oscuridad.
—Tengo que quedarme en alguna parte —explicó.
—¡Quiero decir que nos eches una mano! —le gritó Cortángulo, surgiendo de entre las aguas como una Venus gorda y furiosa—. A la señora primero, por supuesto.
Se volvió hacia Yaya, que trataba de pescar algo en el agua.
—He perdido el sombrero —dijo.
Cortángulo suspiró.
—¿Cree que tiene mucha importancia, en un momento como éste?
—Una bruja tiene que llevar sombrero, si no nadie sabrá que lo es.
Consiguió atrapar un objeto oscuro y empapado, lo esgrimió triunfal y se lo puso en la cabeza. Ya no estaba rígido, y la punta le colgaba descuidadamente ante un ojo.
—Bien —dijo en un tono de voz que sugería que el universo haría bien en tener cuidado.
Hubo otro relámpago, demostración de que hasta los dioses del clima tienen buen ojo para lo teatral.
—Le queda muy bien —dijo Cortángulo.
—Disculpa —le interrumpió Treatle—, pero… ¿no es la b…?
—Eso no importa —se apresuró a decir Cortángulo, cogiendo a Yaya de la mano y ayudándola a subir la escalera.
Cogió también el cayado.
—Pero va contra las normas que una m… Se detuvo al ver como Yaya tocaba la pared húmeda, junto a la puerta. Cortángulo clavó un índice en el pecho de Treatle.
—¿Dónde está escrito eso? —preguntó.
—Los han llevado a la biblioteca —intervino Yaya.
—Era el único lugar seco —asintió Treatle—. Pero…
—A este edificio le dan miedo las tormentas —dijo Yaya—. Alguien debería consolarlo un poco.
—Pero las reglas… —insistió el desesperado Treatle.
Yaya caminaba ya a zancadas pasillo abajo, y Cortángulo trotaba tras ella. Se dio media vuelta.
—Ya has oído a la señora.
Treatle los vio alejarse, con la boca abierta. Cuando el ruido de sus pisadas desapareció en la distancia, se quedó un momento en silencio, pensando en la vida y en qué momento de la suya se había equivocado.
Pero nadie le iba a acusar de desobediencia.
Con suma cautela, sin saber muy bien por qué, extendió la mano y dio una palmadita cariñosa al muro.
—Calma, calma —dijo.
Por extraño que pareciera, se sintió mucho mejor.
Cortángulo pensó que debería ser él quien abriera el camino, ya que se trataba de su Universidad, pero, cuando Yaya tenía prisa, un adicto casi terminal a la nicotina no era rival para ella, así que se limitó a seguirla a saltitos de cangrejo.
—Es por aquí —dijo pisando charcos.
—Lo sé, el edificio me lo dijo.
—Sí, iba a preguntarle sobre eso —dijo Cortángulo—. Verá, a mí nunca me ha dicho nada, y hace años que vivo aquí.
—¿Se ha parado a escuchar alguna vez?
—A escuchar, lo que se dice a escuchar, no —concedió Cortángulo.
—Pues eso —replicó Yaya, salvando de un salto una catarata que ocupaba el lugar de la escalera de la cocina (el lavadero de la señora Panadizo no volvería a ser el mismo)—. Creo que está ahí arriba, al final del pasillo, ¿verdad?
Pasó junto a un trío de magos atónitos, que se sorprendieron al verla a ella y pegaron un respingo al ver su sombrero.
Cortángulo jadeaba tras Yaya, y la agarró por un brazo al llegar junto a las puertas de la biblioteca.
—Mire —dijo desesperadamente—, sin ánimo de ofender, señorita…, mmm, señora…
—Puede llamarme Esmeralda, ahora que hemos compartido una escoba y todo eso.
—¿Le importa que pase yo delante? Es mi biblioteca —suplicó.
Yaya se dio media vuelta, con la sorpresa reflejada en el rostro. Luego, sonrió.
—Por supuesto. Lo siento mucho.
—Es por las apariencias, ya sabe —se disculpó Cortángulo.
El mago abrió la puerta de golpe.
La biblioteca estaba llena de magos, que cuidaban de sus libros igual que las hormigas cuidan de sus huevos… y, en los momentos difíciles, los transportaban de manera muy similar. El agua había entrado incluso allí, y se encontraba en los lugares más extraños debido a los curiosos efectos gravitacionales de la biblioteca. Los magos habían quitado los libros de los estantes más bajos, y los estaban amontonando en cada mesa o balda seca. El sonido crepitante de las páginas furiosas llenaba el aire, casi cubriendo el retumbar lejano de la tormenta.
Obviamente, aquello molestaba al bibliotecario, que saltaba de mago en mago tirándoles de las túnicas y chillando «ook».
Vio a Cortángulo, y se cimbreó rápidamente hacia él. Yaya no había visto un orangután en su vida, pero no estaba dispuesta a admitirlo, así que permaneció impasible ante el hombrecillo de vientre abultado, brazos larguísimos y una piel talla 40 en un cuerpo talla 32.
—Ook —explicó—. Ooooook.
—Supongo que sí —replicó brevemente Cortángulo.
Agarró al mago más cercano, que se tambaleaba bajo el peso de una docena de grimorios. El hombre le miró como si fuera un fantasma, vio a Yaya por el rabillo del ojo, y dejó caer los libros al suelo. El bibliotecario se estremeció.
—¿Archicanciller? —se atragantó el mago—. ¿Estás vivo? Quiero decir…, nos dijeron que se te había llevado… —Volvió a mirar a Yaya—. Quiero decir, Treatle nos avisó…, pensamos…
—Oook —intervino el bibliotecario, volviendo a colocar algunas páginas entre las cubiertas.
—¿Dónde están el joven Simón y la niña? ¿Qué habéis hecho con ellos? —exigió saber Yaya.
—Están…, los pusimos allí —señaló el mago, al tiempo que retrocedía—. Mmm…
—Guíanos —dijo Cortángulo—. Y deja de tartamudear, hombre. Cualquiera diría que nunca has visto a una mujer.
El mago tragó saliva con un esfuerzo y asintió vigorosamente.
—Desde luego. Y…, quiero decir…, seguidme, por favor…, m…
—No irías a decir nada sobre las reglas, ¿verdad? —preguntó Cortángulo.
—Mmm… no, archicanciller.
—Bien.
Lo siguieron entre las hileras de estanterías y magos, muchos de los cuales dejaban de trabajar para mirar a Yaya.
—Esto empieza a ser embarazoso —masculló Cortángulo por la comisura de la boca—. Tendré que nombrarla a usted mago honorario.
Yaya siguió mirando al frente, y apenas movió los labios al responder:
—Si se atreve a hacerlo —siseó—, le nombraré bruja honoraria.
Cortángulo cerró la boca de golpe.
Esk y Simón estaban tumbados sobre una mesa, en una de las salas de lectura, y media docena de magos los vigilaban. Retrocedieron nerviosos al ver acercarse al trío.
—He estado pensando —dijo Cortángulo—, sin duda sería mejor darle el cayado a Simón. Él es un mago, y…
—Sobre mi cadáver —replicó Yaya—. Y también sobre el de usted. Están consiguiendo su poder a través de él, ¿quiere darles más?
Cortángulo suspiró. Había estado admirando el cayado, era uno de los mejores que había visto.
—Muy bien. Tiene usted razón, por supuesto.
Se inclinó y puso el cayado sobre la forma dormida de Esk, y luego se irguió con un gesto teatral.
Nada sucedió.
Uno de los magos carraspeó, nervioso.
Nada siguió sucediendo.
Las tallas del cayado parecían sonreír.
—No funciona, ¿verdad? —señaló Cortángulo.
—Ook.
—Déle tiempo —aconsejó Yaya.
Le dieron tiempo. En el exterior, la tormenta recorría el cielo, tratando de levantar las tapaderas de las casas.
Yaya se sentó en un montón de libros y se frotó los ojos. Las manos de Cortángulo volaron hacia su bolsita de tabaco. El mago del carraspeo nervioso salió de la habitación auxiliado por un colega.
—Oook —dijo el bibliotecario.
—¡Ya lo sé! —exclamó Yaya con tal brío que el pitillo a medio liar cayó de entre los dedos temblorosos de Cortángulo con una lluvia de tabaco.
—¿El qué?
—¡No está acabado!
—¿El qué?
—¡Esk no puede usar el cayado, por supuesto! —dijo Yaya, poniéndose de pie.
—Pero si dijo usted que barría los suelos con él, y que la protegía, y… —empezó Cortángulo.
—Nonononono —le interrumpió Yaya—. Eso significa que el cayado se usa a sí mismo o la usa a ella, pero Esk nunca ha sido capaz de usarlo, ¿comprende?
Cortángulo miró los dos cuerpos inmóviles.
—Pues no entiendo por qué. Es un cayado de mago perfectamente normal.
—Ah. Entonces, ella es un mago perfectamente normal, ¿no? —señaló Yaya.
Cortángulo titubeó.
—No, claro que no. No puede pedirnos que la declaremos mago. No hay precedente.
—¿No hay qué? —preguntó Yaya con voz cortante.
—Que nunca había sucedido.
—Hay muchas cosas que nunca habían sucedido hasta que sucedieron. Sólo nacemos una vez.
Cortángulo le dirigió una mirada de súplica muda.
—Pero va contra las r…
Estaba a punto de decir «reglas», pero se tragó la palabra.
—¿Dónde está escrito eso? —preguntó Yaya triunfal—. ¿Dónde pone que las mujeres no pueden ser magos?
Los siguientes pensamientos cruzaron la mente de Cortángulo a toda velocidad:
«… No lo pone en ninguna parte, lo pone en todas partes».
«… Pero el joven Simón pareció decir que todas partes se parece tanto a ninguna parte que a veces no hay diferencia».
«… ¿Quiero que me recuerden como el primer archicanciller que permitió que entraran mujeres en la Universidad? Aunque… me recordarían, seguro».
«… Cuando adopta esa postura, es una mujer realmente impresionante».
«… Ese cayado tiene ideas propias».
«… Esto tiene su lógica».
«… Se reirán de mí».
«… Puede que no funcione».
«… Puede que sí funcione».
No podía confiar en ellos. Pero no tenía elección.
Esk miró los terribles rostros que la contemplaban, los cuerpos enjutos, piadosamente ocultos por las capas.
Las manos le cosquillearon.
En el mundo de la sombra, las ideas eran reales. El pensamiento pareció viajar por sus brazos.
Era un pensamiento vigoroso, como lleno de burbujas. Se rió, separó las manos, y el cayado apareció entre ellas como un rayo de electricidad sólida.
Las Cosas empezaron a chirriar nerviosas, y una o dos retrocedieron tambaleantes. Simón cayó de bruces cuando las que le retenían le soltaron apresuradamente, y aterrizó en el suelo sobre las manos y las rodillas.
—¡Úsalo! —gritó—. ¡Eso es! ¡Tienen miedo!
Esk le dedicó una sonrisa, y siguió examinando el cayado. Por primera vez, podía ver cómo eran de verdad las tallas. Simón cogió la pirámide del mundo, y corrió hacia ella.
—¡Vamos! —le dijo—. ¡Eso no les gusta!
—¿Cómo dices?
—¡Usa el cayado! —la apremió Simón. Extendió una mano para cogerlo—. ¡Eh! ¡Me ha mordido!
—Lo siento —se disculpó Esk—. ¿De qué estábamos hablando? —Alzó la vista y miró a las Cosas como si las viera por primera vez—. Ah, de ésos. Sólo existen dentro de nuestras cabezas. Si no creyéramos en ellos, no existirían en absoluto.
Simón miró a su alrededor.
—Sinceramente, no puedo decirte que te creo.
—Me parece que deberíamos volver a casa —indicó Esk—. La gente estará preocupada.
Juntó las manos, y el cayado desapareció, aunque por un momento los dedos le brillaron como si ocultara una vela tras ellos.
Las Cosas aullaron. Unas cuantas se derrumbaron.
—Lo más importante de la magia es cómo no usarla —dijo Esk, agarrando a Simón por el brazo.
El chico miró fijamente las figuras despavoridas que los rodeaban, y en su rostro se dibujó una sonrisa estúpida.
—¿Cómo no usarla? —preguntó.
—Exacto —asintió Esk mientras caminaban hacia las Cosas—. Prueba tú.
Extendió las manos, y el cayado brotó del aire. Se lo tendió al chico. Simón hizo ademán de cogerlo, pero se detuvo.
—Eh… no —dijo—. Me parece que no le gusto.
—Creo que, si te lo doy yo, no pasa nada. No puede discutir.
—¿Adónde va cuando desaparece?
—Me parece que se convierte en una idea de sí mismo.
Simón volvió a extender la mano, y cerró los dedos en torno a la madera pulida.
—Bien —dijo, alzándolo en la clásica pose vengativa del mago—. ¡Ahora verán!
—No, mal hecho.
—¿Cómo que mal hecho? ¡Tengo el poder!
—Son como… reflejos de nosotros —explicó Esk—. No puedes golpear a tus reflejos, siempre serán tan fuertes como tú. Por eso se acercaron más a ti cuando empezaste a utilizar la magia. Y no se cansan. Se alimentan de magia, así que no puedes derrotarlos con ella. No, la cosa es…, bueno, no es no usar la magia porque no puedes, eso no sirve de nada. Pero no usar la magia porque puedes… eso sí que les molesta. No les gusta nada. Si la gente dejara de usar la magia, morirían.
Las Cosas que estaban ante ellos cayeron unas sobre otras en su prisa por retroceder.
Simón miró el cayado, luego a Esk, luego a las Cosas, luego otra vez al cayado.
—Habrá que pensar mucho sobre eso —dijo, inseguro—. Me gustaría analizar esa idea.
—Lo harás muy bien.
—Porque lo que estás diciendo es que el auténtico poder es atravesar la magia y salir por el otro lado.
—Pero funciona, ¿no?
Ahora estaban solos en la llanura. Las Cosas no eran más que palos a lo lejos.
—¿Será esto lo que llaman «superhechicería»? —se preguntó Simón.
—No sé. Puede.
—Me gustaría analizar esa idea —repitió el chico, dando vueltas al cayado entre sus manos—. Podríamos preparar algunos experimentos, ¿sabes?, cómo no usar magia deliberadamente. Cuidadosamente, podríamos no dibujar un octograma en el suelo, deliberadamente no invocar a ninguna cosa, y… ¡Sólo pensarlo me hace sudar!
—Yo preferiría pensar en cómo volver a casa —dijo Esk, mirando la pirámide.
—Bueno, se supone que ésta es mi idea del mundo. Debería ser capaz de encontrar un camino. ¿Cómo haces eso con las manos?
El chico las juntó. El cayado se deslizó entre ellas, y su luz le iluminó los dedos un momento, antes de desaparecer. Sonrió.
—Perfecto. Ahora sólo tenemos que buscar la Universidad…
Cortángulo encendió su tercer pitillo con la colilla del segundo. Este último pitillo debía mucho a los poderes creativos de la energía nerviosa, y parecía un camello sin patas.
Ya había visto como el cayado se elevaba suavemente sobre Esk para pasar a Simón.
Y ahora volvía a flotar en el aire.
Otros magos habían entrado en la habitación. El bibliotecario estaba sentado bajo la mesa.
—¡Ojalá supiéramos qué está pasando! —suspiró Cortángulo—. No soporto el suspense.
—Sea optimista, hombre —replicó Yaya—. Y apague ese condenado cigarrillo, no creo que nadie quiera volver a una habitación que huele como una chimenea.
Como un solo hombre, todos los magos reunidos se volvieron hacia Cortángulo, expectantes.
Él se quitó de entre los labios el amasijo humeante y, con una mirada que ninguno de los otros magos se atrevió a mantener, la aplastó bajo su bota.
—Probablemente ya es hora de que lo deje —asintió—. Y eso va también por vosotros. A veces este lugar huele peor que un fogón sucio.
En aquel momento, vio el cayado. Estaba…
Cortángulo sólo podía describir el efecto diciendo que parecía ir muy deprisa sin moverse del mismo lugar.
Chispazos de algo semejante a un gas brillaron en su superficie, y luego desaparecieron. El cayado resplandeció como un cometa diseñado por un creador de efectos especiales inepto. Saltaron chispas de colores, que se esfumaron al instante.
También estaba cambiando de color, empezaba por un rojo oscuro y luego subía por todo el espectro hasta un violeta hiriente. Unas serpientes de fuego coruscaban en toda su longitud.
(Pensó que debería de haber una palabra para designar a las palabras que suenan como sonarían algunas cosas que hicieran ruido. La palabra «viso» sugiere un brillo aceitoso, y si alguna vez hubo una palabra que sugiriera exactamente el aspecto que tienen las chispas cuando reptan por el papel quemado, o la manera en que las luces de las ciudades se extenderían por el mundo si toda la civilización humana decidiera reunirse una noche, esa palabra sería «coruscar»).
Sabía lo que sucedería después.
—Cuidado —susurró—. Va a…
En el silencio absoluto, la clase de silencio que absorbe todos los sonidos, el cayado entero brilló con luz octarina pura.
El octavo color, producido por la luz al atravesar un campo mágico potente, bañó los cuerpos, las estanterías, las paredes. Los demás colores se difuminaban y desaparecían en un borrón, como si la luz fuera un vaso de ginebra vertido sobre la acuarela del mundo. Las nubes que cubrían la Universidad brillaron, se retorcieron adoptando formas fascinantes e inesperadas, y salieron disparadas hacia arriba.
Un observador situado por encima del Disco habría visto un pequeño parche de tierra, cerca del Mar Circular, brillando como una piedra preciosa durante largos segundos, antes de apagarse.
El silencio de la habitación quedó roto por un estampido de madera cuando el cayado se desplomó desde el aire y chocó contra la mesa.
Alguien dejó escapar un tenue «ook».
Por fin, Cortángulo recordó cómo usar las manos, y las alzó hacia donde esperaba que estuvieran sus ojos. Todo se había vuelto negro.
—¿Hay… alguien ahí? —preguntó.
—Dioses, no sabes cuánto me alegro de oír eso —dijo otra voz.
De pronto, el silencio estaba lleno de balbuceos.
—¿Todavía estamos donde estábamos?
—No lo sé. ¿Dónde estábamos?
—Creo que aquí.
—¿Te importa extender la mano?
—Sí, a menos que sepa lo que voy a tocar, buen hombre —dijo la voz inconfundible de Yaya Ceravieja.
—Que todo el mundo extienda las manos y trate de tocar a alguien —ordenó Cortángulo.
Ahogó un grito cuando una mano como un guante de cuero se cerró en torno a su tobillo. Sonó un «ook» satisfecho, que le proporcionó la alegría y el alivio de tocar a otro ser humano o, en este caso, antropoide.
Se oyó un chasquido, y luego divisó la bendita llama roja cuando un mago al otro lado de la habitación encendió un cigarrillo.
—¿Quién ha sido?
—Lo siento, archicanciller, la fuerza de la costumbre.
—Fuma todo lo que quieras.
—Gracias, archicanciller.
—Me parece que ahora veo el perfil de la puerta —dijo otra voz.
—¿Yaya?
—Sí, ahora estoy seguro de ver…
—¿Esk?
—Estoy aquí, Yaya.
—¿Puedo fumar yo también, señor?
—¿El chico está contigo?
—Sí.
—Ook.
—Estoy aquí.
—¿Qué pasa?
—¡Silencio todos!
Una luz normal, lenta, gratificante para los ojos, volvió a la biblioteca.
Esk se levantó, librándose del cayado. El bastón rodó bajo la mesa. La niña sintió algo que se deslizaba sobre sus ojos, y alzó las manos para cogerlo.
—¡Un momento! —ordenó Yaya, lanzándose hacia ella.
Cogió a la niña por los hombros y le miró los ojos.
—Bienvenida —dijo.
Y la besó.
Esk subió la mano y palpó algo duro que tenía sobre la cabeza. Se lo quitó para examinarlo.
Era un sombrero puntiagudo, un poco más pequeño que el de Yaya, pero de un azul brillante y con un par de estrellas plateadas.
—¿Un sombrero de mago? —preguntó.
Cortángulo dio un paso al frente.
—Esto…, sí —dijo. Carraspeó—. Verás, pensamos…, se nos ocurrió…, en fin, que cuando lo meditamos…
—Eres un mago —se limitó a decir Yaya—. El archicanciller cambió las reglas. La verdad es que fue una ceremonia bastante sencilla.
—El cayado tiene que estar por aquí —siguió Cortángulo—. Lo vi caer… Oh. —Cogió el cayado y se lo mostró a Yaya—. Creí que tenía tallas. Parece un palo vulgar.
Y era verdad. El cayado parecía tan poderoso y amenazador como la pata de una silla.
Esk giró el sombrero entre sus manos, como alguien que, al abrir el proverbial paquete de regalo, se encuentra dentro un frasco de sales de baño.
—Es muy bonito —dijo, insegura.
—¿Eso es todo? —inquirió Yaya.
—También es puntiagudo.
Por alguna razón, ser mago no le parecía diferente de no serlo.
Simón se inclinó hacia adelante.
—Recuerda —susurró—, tienes que haber sido mago. Luego podrás pasar al otro lado. Como tú dijiste.
Se miraron y sonrieron.
Yaya miró a Cortángulo. El mago se encogió de hombros.
—A mí que me registren —dijo—. ¿Qué ha pasado con tu tartamudeo, chico?
—Parece que ha desaparecido, señor —respondió Simón animadamente—. Lo he debido de dejar en alguna parte.
El río seguía marrón e hinchado, pero al menos volvía a parecer un río.
Hacía un calor antinatural para tratarse de los últimos días del otoño, y en toda la parte baja de Ankh-Morpork el vapor se alzaba de miles de alfombras y mantas puestas a secar. Las calles estaban llenas de cieno, cosa que en realidad era una mejora…, la impresionante colección cívica de perros de Ankh-Morpork habían sido arrastrados por las aguas.
El vapor se alzaba también de las losas de la galería privada del archicanciller, y de la tetera colocada sobre la mesa.
Yaya se recostó en la vieja mecedora, y dejó que el calor le acariciara los tobillos. Contempló con escaso interés a un equipo de hormigas urbanas, que habían vivido tanto tiempo bajo las losas de la Universidad que la magia residual había alterado sus genes de manera permanente. En aquel momento, transportaban un terrón de azúcar en un diminuto carrito. Otro grupo estaba erigiendo una grúa con cerillas al borde de la mesa.
Quizá a Yaya le habría interesado saber que una de las hormigas era Tambor Leño, que había decidido dar otra oportunidad a la vida.
—Dicen que, si ves una hormiga el Día de la Vigilia de los Puercos, el resto del invierno no será muy frío —señaló Yaya.
—¿Quién lo dice? —quiso saber Cortángulo.
—Por lo general, gente que se equivoca. Tomo notas en mi Almanaque. La gente cree muchas cosas que son falsas.
—Como eso de «Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo» o «No se pueden enseñar trucos nuevos a un perro viejo» —asintió Cortángulo.
—Yo no creo que los perros viejos estén para eso —señaló Yaya.
El terrón de azúcar había llegado hasta la grúa, y un par de hormigas lo estaban colgando de una polea microscópica.
—No entiendo la mitad de las cosas que dice Simón —suspiró Cortángulo—, aunque a algunos estudiantes les emocionan mucho.
—Yo entiendo perfectamente lo que dice Esk, sencillamente no me lo creo —señaló Yaya—. Excepto lo de que los magos necesitan corazón.
—También dijo que las brujas necesitan cabeza —añadió Cortángulo—. ¿Quiere un panecillo? Me temo que están un poco húmedos.
—Esk dice que, si la magia le da a la gente lo que quiere, no usar la magia le dará lo que necesita —siguió Yaya, con la mano sobre el plato.
—Eso me ha dicho Simón. Aunque no lo entiendo. La magia es para usarla, no para almacenarla. Vamos, vamos, tome uno más.
—Magia más allá de la magia —bufó Yaya.
Tomó el panecillo y lo untó de mermelada. Tras un momento de vacilación, también le puso crema de leche.
El terrón de azúcar llegó al suelo y, al momento, quedó rodeado por otro equipo de hormigas, que lo ataron a una larga hilera de hormigas rojas esclavas, capturadas en el huerto.
Cortángulo se removió incómodo en la silla, que crujió.
—Esmeralda —empezó—, he pensado pedirle…
—No —respondió Yaya.
—En realidad, iba a decir que hemos pensado en aceptar a algunas chicas más en la Universidad. A modo de experimento. Una vez arreglemos el problema de los cuartos de baño.
—Eso depende de usted, por supuesto.
—Y, ya que parece que vamos a convertirnos en un colegio mixto, me parece que…, bueno, lo más apropiado…
—¿Sí?
—En fin, que quizá a usted no le parezca mal…, ¿querría aceptar un sillón?
Volvió a acomodarse en la silla. El terrón de azúcar pasó bajo ella rodando sobre cerillas, mientras las hormigas esclavas lanzaban gemidos inaudibles.
—Mmm —dijo Yaya—. No veo por qué no. Siempre me han gustado esos grandes, mullidos, con orejas de piel. Si no es mucha molestia.
—No me refería exactamente a eso —dijo Cortángulo—. Aunque puede arreglarse —añadió rápidamente—. Hablaba de un sillón en el claustro de profesores. ¿Querría venir a dar conferencias a los estudiantes? ¿De vez en cuando?
—¿Sobre qué?
Cortángulo buscó rápidamente un tema.
—¿Hierbas? —aventuró—. Aquí no sabemos casi nada sobre hierbas. Y cabezología. Esk me habló de eso, parece fascinante.
Con un último tirón, el terrón de azúcar desapareció por una ranura de la pared más cercana. Cortángulo hizo un ademán en dirección a las hormigas.
—Se llevan mucho azúcar —explicó—, pero nos da pena hacer algo para evitarlo.
Yaya frunció el ceño, y luego asintió. Señaló el brillo lejano de la nieve en las Montañas del Carnero, visible entre la neblina de la ciudad.
—Están muy lejos, y a mi edad no puedo ir yendo y viniendo.
—Podemos comprarle una escoba mucho mejor —insistió Cortángulo—. Una con la que no haya que dar saltos para despegar. Y además, puede tener aquí una segunda residencia. Y toda la ropa vieja que quiera —añadió, usando el arma secreta.
Había invertido su tiempo inteligentemente en una conversación con la señora Panadizo.
—Mpf —dijo Yaya—. ¿Seda?
—Negra y roja.
Imaginó a Yaya envuelta en seda negra y roja, y tuvo que tomar aliento.
—Y quizá, en verano, podamos llevar algunos estudiantes a su casa —siguió Cortángulo—. Con salidas culturales.
—¿Quién es Cultur Ales?
—Quiero decir…, podrán aprender muchas cosas, estoy seguro.
Yaya meditó sobre la idea. Desde luego, el excusado necesitaba una buena revisión antes de que empezara a hacer demasiado calor, y había que hacer algunos arreglos en el cobertizo de las cabras. También había que arreglar la plantación de hierbas. El techo del dormitorio era un desastre, y hacía falta fijar algunas tejas.
—¿Cosas prácticas? —preguntó, pensativa.
—Completamente prácticas.
—Mpf. Bueno, lo pensaré —asintió Yaya, vagamente consciente de que una no debía ir demasiado lejos en la primera cita.
—¿Querría cenar conmigo esta noche para comunicarme su decisión? —pidió Cortángulo, con los ojos brillantes.
—¿Qué habrá para comer?
—Carne fría y patatas.
La señora Panadizo había hecho un buen trabajo.
Y así fue.
Esk y Simón siguieron desarrollando un nuevo tipo de magia que nadie comprendía muy bien, pero que, pese a ello, todo el mundo consideraba muy valiosa y, en cierto modo, tranquilizadora.
Más importante aún: las hormigas usaron todos los terrones que pudieron robar para construir una pequeña pirámide de azúcar en uno de los muros huecos. Dentro de la pirámide, con gran ceremonia, enterraron el cuerpo momificado de una reina muerta. En la pared de una pequeña cámara secreta escribieron, con jeroglíficos de insecto, el secreto de la longevidad.
Lo habían descubierto, funcionaba, y sin duda habría tenido consecuencias importantísimas para el universo si no hubiera sido porque, la siguiente vez que la Universidad se inundó, el agua disolvió la pirámide por completo.