Pesadas nubes cruzaban los cielos de Nueva Escocia. Se separaron, dejando a los luminosos rayos de Nueva Caledonia invadir cálidamente la sala de conferencias. Brillantes objetos relampaguearon momentáneamente ante las ventanas polarizadas. Fuera se veían profundas sombras en los terrenos de Palacio, pero la luz del sol brillaba ya en las estrechas calles donde las oficinas del Gobierno se vaciaron. Muchedumbres que vestían faldas escocesas se amontonaba cuando el sector burocrático se apresuraba a volver a casa con su familia, para tomar un trago y ver la trivisión.
Rod Blaine miraba pensativo por la ventana. Abajo, una bonita secretaria salía apresurada de Palacio, con tanta prisa por llegar a un vehículo de transporte público que casi derriba a un funcionario más viejo. Una cita importante, pensó Rod. Y el funcionario tendrá familia… todas esas personas. Y son responsabilidad mía, y debo tenerlo en cuenta en mis tratos con los pajeños.
Tras él había mucha actividad.
—¿Se han hecho los arreglos necesarios para dar de comer a los pajeños? —preguntaba Kelley.
—Sí, señor —contestó un camarero—. Al chef le gustaría aderezar algo ese musgo que comen… ponerle algunas especias. No le parece bien poner simplemente carne y cereal en una cazuela y cocerlo.
—Ya podrá hacer obras de arte en otra ocasión. Los comisionados no quieren ninguna fantasía esta noche. Sólo quieren darles de comer lo que quieran. —Kelley miró la cafetera mágica para asegurarse de que estaba llena, luego miró airado un espacio vacío contiguo—. ¿Dónde está el maldito chocolate? —preguntó.
—Ahora llega, señor Kelley —dijo el camarero.
—Está bien. Que esté aquí antes de que lleguen los pajeños. Tardarán una hora. —Kelley miró el reloj de pared—. Muy bien. Supongo que estaremos preparados. Pero aseguraos de ese chocolate.
Los pajeños eran adictos al chocolate caliente desde que lo habían descubierto a bordo de la Lenin. Era una de las pocas pócimas humanas que les gustaban. ¡Pero cómo les gustaba! Kelley se estremeció. Lo de la mantequilla podía entenderlo. Ponían mantequilla en el chocolate a bordo de las naves normalmente. ¡Pero añadir un chorro de aceite de máquina en cada taza!
—¿Preparado para nosotros, Kelley? —preguntó Rod.
—Sí, señor —le aseguró Kelley.
Ocupó su puesto en el bar y apretó un botón para indicar que podía empezar la conferencia. Algo inquieta al jefe, dedujo. No es su chica, sin embargo. Me alegro de no tener sus problemas.
Se abrió una puerta y entró el equipo de la Comisión, seguido de varios científicos de Horvath. Tomaron asiento a un lado de la mesa y sacaron sus computadoras de bolsillo. Hubo suaves zumbidos cuando comprobaron su contacto con el sistema computerizado de Palacio.
Horvath y el senador Fowler aún seguían discutiendo cuando entraron.
—Doctor, lleva tiempo procesar esas cosas…
—¿Por qué? —preguntó Horvath—. Sé que no tienen que comprobar con Esparta.
—Está bien. Me lleva tiempo aclarar las ideas, entonces —dijo Fowler irritado—. Mire: veré lo que puedo hacer por usted el próximo aniversario. Su actividad es anterior a la expedición pajeña. Pero, maldita sea, doctor, no estoy seguro de que esté usted temperamentalmente dotado para ocupar un puesto en… —se interrumpió al ver que las miradas se volvían hacia él—. Seguiremos más tarde.
—Muy bien —Horvath miró a su alrededor y fue a sentarse justo enfrente de Ben. Hubo un arrastrar de sillas cuando el Ministro de Ciencias situó a su equipo a su lado de la mesa.
Entraron otros: Kevin Renner, el capellán Hardy, ambos aún con uniforme de la Marina. Una secretaria. Entraron camareros y hubo más confusión cuando Kelley encargó el café.
Rod frunció el ceño mientras tomaba asiento, luego sonrió al ver entrar a Sally.
—Siento llegar tarde —se disculpó—. Es que…
—Aún no hemos empezado —dijo Rod, indicando un sitio contiguo al suyo.
—¿Qué es todo esto? —preguntó quedamente; había algo en la actitud de Rod que la inquietaba, y le estudiaba detenidamente—. ¿Por qué está tío Ben tan interesado en la historia pajeña? ¿Qué pasó exactamente anoche?
—Ya lo verás. El senador va a empezar.
—Y espero que todo sea positivo, querida, aunque lo dudo. ¿Qué será de nosotros después? —Rod se volvió ceñudo a la conferencia—. Me pregunto qué hará ahora mi Fyunch(click). Sería curioso enviar un representante a esto y…
—Empecemos —dijo bruscamente el senador Fowler—. Esta reunión de los comisionados extraordinarios que representan a Su Majestad Imperial ante los habitantes del sistema pajeño se da por iniciada. Escriban, por favor, sus nombres y las instituciones a las que representen.
Hubo un segundo de silencio, roto por el suave murmullo de las computadoras.
—Tenemos mucho trabajo —continuó el senador—. Anoche se descubrió que los pajeños nos habían mentido en ciertos asuntos de vital importancia…
—También les mentimos nosotros —interrumpió el doctor Horvath. ¡Maldición! Tengo que controlarme mejor. Tenía que decirlo, pero si el senador se enfada de veras…
—Lo que nos preocupa es el asunto sobre el que mienten, doctor —dijo suavemente Fowler. Hizo una pausa y pareció rodearle una aureola de poder. Aquel hombre viejo, descuidado y barrigudo desapareció. Hablaba el primer ministro—. Miren, a mí me gustan las cosas informales. Si tengo algo que decir, lo suelto, pero déjenme acabar las frases. —Esbozó una sonrisa sutil, invernalmente fría—. Puede usted interrumpir a cualquier otro si se atreve. Ahora, doctor Horvath, ¿sabe usted lo que los pajeños nos ocultan? —Anthony Horvath se pasó los delgados dedos por el ralo cabello.
—Necesito más tiempo, senador. Hasta esta mañana no se me había ocurrido que los pajeños ocultasen algo. —Miró nervioso al capellán Hardy, pero nada dijo el eclesiástico.
—Fue una sorpresa para todos —dijo Fowler—. Pero tenemos pruebas de que los pajeños procrean a una velocidad vertiginosa. La cuestión es, ¿podemos mantener su controlado número si ellos no quieren? Rod, ¿podrían los pajeños habernos ocultado armas?
Rod se encogió de hombros.
—¿En todo un sistema? Ben, pudieron ocultar cualquier cosa.
—Pero son totalmente antibelicistas —protestó Horvath—. Senador, estoy tan preocupado como el que más por la seguridad del Imperio. Me tomo muy en serio mis deberes como ministro del sector, se lo aseguro.
No está asegurándolo, está hablando para la grabadora, pensó Kelley. El capitán Blaine lo sabe también. ¿Qué será lo que inquieta al jefe? Tiene la misma expresión que antes de entrar en combate.
—… ninguna prueba de actividades bélicas entre los pajeños —concluía Horvath.
—Pues resulta que no es así —intervino Renner—. Doctor, me gustan los pajeños tanto como a usted, pero algo produjo a los Mediadores.
—Oh, bueno, sí —dijo Horvath—. En su prehistoria debían de luchar como leones. La analogía es muy adecuada, por cierto. El instinto territorial aún aparece… en su arquitectura y en su organización social, por ejemplo. Pero las guerras fueron hace mucho, muchísimo tiempo.
—¿Cuánto?—preguntó el senador Fowler. Horvath le miró incómodo.
—Puede que un millón de años.
Hubo un silencio. Sally movió la cabeza, triste. Atrapados en un pequeño sistema durante un millón de años… ¡Un millón de años civilizados! ¡Cuanta paciencia debieron de aprender!
—¿Y ninguna guerra más desde entonces? —preguntó Fowler—. ¿De veras?
—Sí, maldita sea, han tenido guerras —contestó Horvath—. Dos por lo menos como las que hubo en la Tierra cuando terminó el período del Condominio. ¡Pero eso fue hace mucho tiempo! —tuvo que alzar la voz para superar la exclamación de asombro de Sally. Hubo murmullos en la mesa.
—Una de esas guerras bastó para hacer la Tierra prácticamente inhabitable —dijo lentamente Ben Fowler—. ¿De cuánto tiempo está hablando? ¿De un millón de años también?
—Centenares de miles, al menos —dijo Horvath.
—Miles, probablemente —dijo el capellán Hardy—. O menos. Sally, ¿ha revisado sus cálculos sobre la edad de aquella civilización primitiva que usted investigó?
Sally no respondió. Hubo un silencio incómodo.
—Por anotarlo, padre Hardy —preguntó el senador Fowler—, ¿está usted aquí como miembro del equipo de la Comisión?
—No, señor. El cardenal Randolph me pidió que representase a la Iglesia ante la Comisión.
—Gracias.
Hubo más silencio.
—No tenían adonde ir —dijo Anthony Horvath; se estremeció nervioso; alguien rió entre dientes y luego se calló al continuar Horvath—: Es evidente que sus primeras guerras fueron hace muchísimo tiempo, por lo menos un millón de años. Se percibe en su desarrollo. El doctor Horowitz ha examinado las muestras biológicas de la expedición y… bueno, dígaselo usted, Sigmund.
Horowitz esbozó una sonrisa triunfal.
—Cuando examiné al piloto de la sonda pensé que podría ser un mutante. Tenía razón. Son mutaciones, sólo que sucedieron hace mucho tiempo. La vida animal primigenia de Paja Uno es bilateralmente simétrica, como en la Tierra y en casi todas partes. El primer pajeño asimétrico debió de ser una mutación brusca. Tampoco debía de ser una forma tan bien desarrollada como las actuales. ¿Por qué no murieron? Porque hubo esfuerzos deliberados para obtener la forma asimétrica, creo. Y porque todo lo demás estaba mutando también. La lucha por sobrevivir era escasa.
—Pero eso significa que tenían civilización cuando se desarrollaron las formas actuales —dijo Sally—. ¿Es eso posible?
Horowitz sonrió de nuevo.
—¿Y el Ojo? —preguntó Sally—. Debió de irradiar el sistema pajeño cuando se hizo supergigante.
—Hace demasiado tiempo —dijo Horvath—. Lo comprobamos. Después de todo, tenemos el equivalente a una observación de quinientos años del Ojo en datos de nuestras naves exploradoras, y coincide con la información que los pajeños dieron al guardiamarina Potter. El Ojo lleva siendo supergigante seis millones de años o más, y los pajeños adquirieron su forma actual mucho después.
—Oh —dijo Sally—. Pero entonces ¿cuál fue la causa…?
—Las guerras —proclamó Horowitz—. El incremento general de los niveles de radiación planetarios. Junto con una selección genética deliberada. Sally asintió a regañadientes.
—En fin… tuvieron guerras atómicas. También nosotros. Si el Condominio no hubiese inventado el Impulsor Alderson nos habríamos exterminado unos a otros en la Tierra. —No le gustaba la respuesta, sin embargo; era difícil de aceptar—. ¿No pudo haber otra especie dominante que se exterminó a sí misma y que los pajeños evolucionaran después?
—No —respondió Horvath—. Su propio trabajo, señorita Sally: usted ha mostrado lo bien adaptada que está la forma pajeña para el uso de herramientas. El mutante debió de ser un ser que ante todo manejaba herramientas… o que estaba controlado por usuarios de herramientas. O las dos cosas.
—Eso es una guerra —dijo el senador Fowler—. La que creó a los pajeños tal como son ahora. Usted habló de dos. Horvath asintió con tristeza.
—Sí, señor. Los actuales pajeños debieron de luchar con armas atómicas. Más tarde hubo otro período de radiación que extinguió las especies de todas aquellas castas… las formas civilizadas y las animales. Más intermedios como los Relojeros. —Horvath miró exculpatorio a Blaine, pero sin ningún signo de emoción.
Sigmund Horowitz carraspeó. Era evidente que disfrutaba con aquello.
—Creo que los Marrones fueron la forma original. Cuando pasaron a dominar, los Blancos criaron a las demás subespecies para sus propios fines. De nuevo evolución controlada, como ven. Pero algunas formas evolucionaron por sí mismas.
—Entonces ¿los animales asimétricos no son antepasados de los pajeños? —preguntó curioso el senador Fowler.
—No. —Horowitz se frotó las manos y acarició su computadora de bolsillo anhelante—. Son formas degeneradas… Puedo mostrarles los mecanismos genéticos.
—No será necesario —dijo enseguida el senador Fowler—. Así que tenemos dos guerras. Posiblemente los Mediadores nacieran de la segunda…
—Son más bien tres guerras —dijo Renner—. Aunque aceptemos que sobrevivieron a la radiactividad de la segunda.
—¿Por qué? —preguntó Sally.
—Usted vio el planeta. Luego tenga en cuenta la adaptación al espacio —dijo Renner. Miró expectante a Horvath y a Horowitz. La sonrisa triunfal de Horowitz se había ensanchado.
—Vuelve a ser trabajo suyo, señora mía. Los pajeños están tan bien adaptados al espacio que uno se pregunta si no evolucionarían allí. Lo hicieron. —El xenobiólogo asintió teatralmente—. Pero después de pasar por un largo período de evolución en el planeta mismo. ¿Quiere que exponga las pruebas? Mecanismos psicológicos que ajustan a baja presión y gravedad nula, astronavegación intuitiva…
—Le creo —dijo Sally.
—¡Marte! —gritó Rod Blaine; todos le miraron—. Marte. ¿Pensaba usted en eso, Kevin?
Renner asintió. Parecía verse en un conflicto, su mente corría demasiado y no le gustaba lo que descubría.
—Desde luego —dijo—. Combatieron por lo menos una guerra con asteroides. No hay más que ver la superficie de Paja Uno, toda llena de cráteres. Debieron de estar a punto de arrasar el planeta. Y los supervivientes se asustaron tanto que se llevaron los asteroides de allí para que nadie pudiera volver a utilizarlos de aquel modo…
—Pero la guerra casi liquidó la mayor parte de la vida superior del planeta —concluyó Horowitz—. Mucho tiempo después, el planeta fue repoblado por pajeños que se habían adaptado al espacio.
—Pero hace muchísimo tiempo —protestó el doctor Horvath—. Los cráteres asteroidales están fríos y las órbitas son estables. Todo esto fue hace mucho.
Horvath no parecía muy a gusto con sus conclusiones, y Rod escribió una nota. No es bastante buena, pensó Rod. Pero… ha de haber una explicación…
—Pero aún podían luchar con asteroides —continuó Horvath—. Si querían. Haría falta más energía, pero siempre que estuviesen dentro del sistema podían moverlos. No tenemos ninguna prueba de guerras recientes, y ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros, de todos modos? Ellos lucharon, en el pasado, y crearon luego a los Mediadores mediante un proceso evolutivo para acabar con la guerra, y lo lograron. Ahora ya no tienen guerras.
—Quizás no —gruñó el senador Fowler—. O quizás sí.
—No lucharon contra nosotros —insistió Horvath.
—Hay un crucero de combate destruido —dijo Fowler—. Bien, ahórreme las explicaciones. Están también los guardiamarinas, y sí, he oído lo que se dice de ellos. El hecho es, doctor Horvath, que si los pajeños luchan entre sí sabe perfectamente que una facción buscará aliados entre los exteriores y los rebeldes. Demonios, podrían incluso fomentar las revueltas, y, por Dios, no nos hace ninguna falta eso… además hay otra cosa que me inquieta… ¿Han conseguido llegar a un gobierno planetario?
Hubo más silencio.
—¿Bien, Sally? —exigió el senador—. Es tu campo.
—Ellos… Bueno, tienen una especie de gobierno planetario, la jurisdicción. Un Amo o un grupo de ellos adquieren jurisdicción sobre algo y el resto lo acepta.
Ben Fowler miró ceñudo a su sobrina.
—Demonios, nosotros no dejamos siquiera a los humanos andar por el universo hasta que no han conseguido crear un gobierno planetario. ¿Se imaginan ustedes que una colonia pajeña decida ayudar a una facción de Paja Uno, el planeta natal? —Miró a su alrededor y frunció el ceño de nuevo—. Maldita sea, no me miren todos así. ¡Es como si pensaran que quiero fusilar a los Reyes Magos! Quiero comerciar con los pajeños, pero no olvidemos la Directriz Primordial del Imperio.
—Necesitamos más tiempo —protestó Horvath—. ¡No podemos decidir las cosas ahora mismo!
—No tenemos tiempo —dijo con calma Rod—. Doctor, debe usted tomar conciencia de la expresión. Usted ayudó a crearla. No hay grupo de intereses en este sector que no exija acción inmediata. —Rod había estado recibiendo llamadas diarias de la Liga de la Humanidad, y estaba seguro de que el ministro Horvath estaba proporcionándoles información.
—Lo que a usted le inquieta es la tasa de natalidad potencial —dijo Horvath—. Estoy seguro de que comprende que ellos tienen que ser capaces de controlar su población. No habrían sobrevivido tanto tiempo si no.
—Pero pueden no querer —objetó Fowler—. ¿Podríamos obligarles a hacerlo? Rod, ¿no ha trabajado más el teniente Cargill en ese cálculo de amenaza potencial?
—Sólo en detalles, senador. Sus cálculos originales eran bastante correctos.
—Por tanto, se necesitaría una gran operación de la Flota para obligar a los pajeños… y esto con sus recursos actuales. ¿Qué problemas tendrían nuestros nietos si les ayudáramos a conseguir colonias?
—No puede usted impedirles hacerlo —protestó Horvath—. Capit… señor Blaine, su análisis lo demostraba. Acabarán consiguiendo el Campo Langston, y saldrán de su encierro. Debemos tener relaciones amistosas con ellos antes. Yo sostengo que debemos empezar a comerciar con ellos ahora y resolver nuestros problemas sobre la marcha. No podemos resolverlo todo inmediatamente.
—¿Ésa es su recomendación? —preguntó Fowler.
—Lo es. La mía, la de la Liga de la Humanidad, la de la Asociación de Comerciantes…
—No todos ellos —interrumpió Rod—. Su consejo local está dividido. Hay una notable minoría que no quiere saber nada de los pajeños.
—Lo mismo harán las industrias a las que la tecnología pajeña arruine —dijo Horvath despectivamente—. Podemos resolver ese problema. Senador, los pajeños crearán inevitablemente algo que les permita salir de su sistema. Tendríamos que vincularles hasta tal punto al Imperio que sus intereses fuesen los nuestros antes de que pasara eso.
—O integrarles en el Imperio y apechugar con ellos —murmuró Fowler—. Estuve pensando eso anoche. Si ellos no pueden controlar su población, podemos hacerlo nosotros por ellos…
—Pero sabemos que pueden —protestó Horvath—. Se ha demostrado que llevan mucho tiempo de civilización en su sistema. Han aprendido…
—se paró un momento, y luego continuó con excitación—: ¿No han pensado que quizás tengan repartos de población? Los pajeños de aquella nave expedicionaria quizás tuviesen que tener hijos en un tiempo determinado, o no tenerlos. Por eso los tuvieron a bordo de la nave.
—Humm —dijo Fowler; su ceño desapareció—. Quizás haya dado usted con una clave. Les preguntaremos… les preguntaré a los pajeños cuando vengan. Doctor Hardy, está usted ahí sentado como un hombre al que estuvieran a punto de ahorcar en baja gravedad. ¿Qué es lo que le inquieta?
—Las ratas —dijo lentamente el capellán.
Horvath miró a su alrededor rápidamente, luego asintió sumiso.
—¿Le inquietan también a usted, David?
—Por supuesto. ¿Puede usted encontrar el expediente, o quiere que lo haga yo?
—Yo lo tengo —dijo Horvath suspirando. Marcó números en la placa de su computadora de bolsillo, ronroneó ésta y las pantallas de la pared se iluminaron…
… una ciudad pajeña, arrasada por el desastre. Vehículos volcados y oxidados por calles destrozadas. Había vehículos aéreos empotrados entre las ruinas de edificios calcinados. Crecían matorrales entre las fisuras del pavimento. El centro de la imagen era un inmenso montón de escombros, y un centenar de pequeñas formas negras que salían y entraban y corrían sobre él.
—No es lo que parece. Es una planta del zoo pajeño —explicó Horvath.
Accionó sus controles y la imagen se aproximó y se centró en una sola forma negra que creció hasta que las líneas exteriores se difuminaron: una cara afilada y ratonesca, con malignos dientes. Pero no era una rata.
Tenía una oreja membranosa y cinco miembros. El primero de ellos, del lado derecho, era una quinta garra. Era un brazo largo y ágil, que terminaba en unas uñas como dagas curvadas.
—¡Oh! —exclamó Horowitz; miró acusador a Horvath—. Usted no me enseñó esto… más guerras, ¿eh? Una de las guerras debió de destruir tanta vida que los nichos ecológicos debieron de quedar vacíos. Pero esto… ¿consiguieron un espécimen?
—Por desgracia no.
—¿De qué degeneró? —preguntó asombrado Horowitz—. Hay mucha distancia entre el pajeño inteligente y… y eso. ¿Hay alguna casta pajeña que no me hayan enseñado? ¿Algo similar a eso?
—No, por supuesto que no —contestó Sally.
—Nadie criaría selectivamente una cosa así —musitó Horowitz—. Debió de ser selección natural… —sonrió satisfecho—. Más pruebas, si es que hacían falta. Una de sus guerras casi despobló su planeta. Y además durante muchísimo tiempo.
—Sí —dijo rápidamente Renner—. Y mientras esos seres se apoderaban de Paja Uno, los pajeños civilizados estaban fuera, en los asteroides. Debieron de procrear allí durante generaciones, Blancos y Marrones y Relojeros y quizás otros que no vimos porque no llegamos a la civilización asteroidal.
—Pero de eso también hace mucho tiempo —dijo Horvath—. Muchísimo… El trabajo del doctor Buckman sobre las órbitas asteroidales… Bueno. Quizás los Mediadores evolucionasen en el espacio antes de volver al planeta. Ya pueden ver que eran necesarios.
—Lo que significa que los Blancos son tan belicosos ahora como antes —indicó el senador Fowler.
—Ahora tienen Mediadores, tío Ben —le recordó Sally.
—Sí. Y quizás hayan resuelto su presión demográfica… ¡Doctor, quite ese maldito ser de la pantalla! Me pone los pelos de punta. ¿Por qué demonios se les ocurriría meter una ciudad destruida en un zoo?
La horrible imagen desapareció, para alivio de todos.
—Lo explicaron —Horvath parecía otra vez casi alegre—. Algunas de sus formas evolucionaron en ciudades. Un zoo completo tendría que incluirlas.
—¿Ciudades destruidas?
—Quizás para recordarles lo que pasa cuando no escuchan a los Mediadores —sugirió quedamente Sally—. Un horrible ejemplo para que teman la guerra.
—No hay duda de que es eficaz —dijo Renner; se estremeció levemente.
—Bien, resumamos. Los pajeños estarán aquí dentro de unos minutos —dijo el senador Fowler—. Uno: La tasa de reproducción potencial es enorme, y los pajeños parecen dispuestos a tener hijos en lugares donde nosotros no lo haríamos.
»Dos: Los pajeños mintieron para ocultar su elevada tasa de natalidad.
»Tres: Los pajeños han tenido guerras. Al menos tres grandes. Quizás más.
«Cuatro: Su civilización es muy antigua. Mucho, realmente. Eso parece indicar que han conseguido controlar su población. No sabemos cómo lo hacen, pero podría relacionarse con el hecho de que tengan hijos en misiones peligrosas. Debemos preguntárselo. ¿De acuerdo, por ahora?
Hubo un coro de asentimiento.
—Ahora las opciones. Primera: Podemos seguir el consejo del doctor Horvath y negociar acuerdos comerciales. Los pajeños han pedido estaciones permanentes, y el derecho a buscar y poblar mundos vírgenes dentro del Imperio y más allá de él. No insisten en el espacio interior, pero les gustaría obtener lo que nosotros no usamos, asteroides y rocas terraformables, por ejemplo. Ofrecen mucho a cambio.
Hizo una pausa por si había comentarios, pero no los hubo. Todos dejaban satisfechos que el senador resumiese lo dicho para la grabación.
—Ahora bien, esa actitud implica dejar sueltos a los pajeños. En cuanto tengan bases, no controlaremos el acceso a ellas, y es seguro que exteriores y rebeldes harán acuerdos con los pajeños. Hemos de tenerlo en cuenta, y es posible que nuestra generosidad de ahora nos proporcione más tarde su gratitud. El acuerdo inmediato tiene el apoyo del miembro de la Comisión Sandra Bright Fowler. ¿De acuerdo hasta ahora?
Hubo más síes y cabeceos afirmativos. Unos cuantos científicos miraron con curiosidad a Sally. El doctor Horvath le dirigió una sonrisa alentadora.
—Segunda opción: Acogemos a los pajeños en el Imperio. Instalamos un general gobernador, al menos en alguna colonia pajeña, posiblemente en el propio Paja Uno. Esto sería caro y no sabemos lo que pasaría si los pajeños se opusieran. Tienen un elevado potencial militar.
—Yo creo que eso sería una terrible imprudencia —dijo Anthony Horvath—. No creo que los pajeños se sometieran fácilmente, y…
—Sí. Intento exponer todas las opciones, doctor. Ahora que ha expuesto usted su objeción debo decir también que este plan tiene en principio el apoyo del Ministro de Guerra y de la mayoría de los miembros de la Oficina Colonial. Aún no tiene el de ningún miembro de la Comisión, pero pienso planteárselo a los pajeños como una posibilidad. Demonios, podrían querer.
—Bueno, si ingresan voluntariamente en el Imperio, yo lo apoyaría —dijo Horvath.
—También yo —añadió Sally.
Ben Fowler fijó sus gruesos rasgos en una máscara de contemplación.
—Yo no creo que funcionase —musitó—. Generalmente gobernamos através de los habitantes del lugar. ¿Qué premio podemos prometer por cooperar con nosotros contra una conspiración de toda su raza? Pero lo plantearemos.
Fowler se estiró en la silla. Su sonrisa cavilosa e irónica desapareció.
—Tercera posibilidad: El remedio de la glosopeda. Hubo exclamaciones de sorpresa. Horvath frunció los labios y respiró profundamente.
—¿Significa eso lo que pienso, senador?
—Sí. Si no hay glosopeda, no habrá necesidad de remedio. Si no hay pajeños, no habrá problema pajeño.
David Hardy habló en voz baja pero muy firme:
—La Iglesia se opone rotundamente a eso, senador. Y lo hará utilizando todos los medios de que dispone.
—Comprendo, padre. Me doy cuenta también de lo que pensará la Liga de la Humanidad. En realidad, la exterminación no provocada no es una verdadera alternativa. Aunque pudiéramos hacerlo materialmente, no podríamos, desde el punto de vista político. A menos que los pajeños fuesen una amenaza inmediata y directa para el Imperio.
—Y no lo son —dijo rotundamente Horvath—. Son una oportunidad. Me gustaría ser capaz de convencerle y de que lo viese así también.
—Doctor, puedo ver las cosas lo mismo que usted. ¿No se le ha ocurrido? En fin, las posibilidades son ésas. ¿Estamos preparados para recibir a los pajeños, o alguien tiene algo que decir?
Rod miró a Sally. Esto no va a gustarle…
—Senador, hemos olvidado las excavaciones de Sally… Recuerde que Sally encontró una civilización primitiva de una antigüedad no superior a los mil años. ¿Cómo eran primitivos los pajeños en fecha tan reciente?
Más silencio.
—Tuvieron que ser las guerras, ¿no es cierto? —preguntó Rod.
—No —dijo Sally—. He pensado en eso… los pajeños tienen zoos, ¿no? ¿No podría ser aquello… bueno, una reserva para primitivos? Las tenemos en todo el Imperio, reservas culturales para gente que no quiere integrarse en la civilización tecnológica…
—¿Después de un millón de años de civilización? —pregunto Renner—. Lady Sally, ¿cree de veras eso?
—Son alienígenas —dijo Sally, encogiéndose de hombros.
—No lo había olvidado —dijo Ben Fowler—. Está bien, discutámoslo. Sally, tu idea es absurda. Sabes lo que sucedió, movieron los asteroides mientras los pozos estuvieron fríos. Luego, hacia la época del Condominio, sus luchas les volvieron de nuevo a la Edad de Piedra. Supongo que nadie seguirá diciendo que no aprendieron a luchar, ¿verdad?
—Nosotros hicimos lo mismo entonces —dijo Sally—. O lo habríamos hecho, si hubiésemos estado encerrados en un solo sistema.
—Sí —contestó Fowler—. Y si yo fuese un comisionado del imperio pajeño, no dejaría a los humanos vagar por el espacio sin vigilancia. ¿Algo más?
—Sí, señor —dijo Rod—. Sally, no me gusta esto, pero…
—Adelante —gruñó Fowler.
—De acuerdo. —¿La perderé por causa de los pajeños? Pero no puedo olvidarlo sin más—. Doctor Horvath, parecía usted muy inquieto después de que llegamos a la conclusión de que los pajeños tenían una civilización milenaria. ¿Por qué?
—Bueno… en realidad por nada… salvo que… bueno, he de hacer más comprobaciones, eso es todo.
—Como Ministro de Ciencias, es usted responsable de las previsiones tecnológicas, ¿verdad? —preguntó Rod.
—Sí —admitió Horvath.
—¿En qué punto nos encontramos respecto al Primer Imperio?
—Aún no hemos llegado a ese nivel. Tardaremos aún otro siglo.
—¿Y dónde estaríamos de no haber sido por las Guerras Separatistas? ¿Si el Viejo Imperio hubiese seguido sin interrupción…?
Horvath se encogió de hombros.
—Probablemente tenga razón. Sí. También a mí me preocupa. Senador, lo que quiere decir el comisionado Blaine es que los pajeños no están lo suficientemente avanzados para haber tenido civilización un millón de años. E incluso diez mil. Posiblemente ni mil.
—Sin embargo, sabemos que trasladaron esos asteroides hace por lo menos diez mil años —exclamó Renner; había en su voz asombro y nerviosismo—. ¡Debieron de recolonizar la Paja aproximadamente cuando se inventó el Impulsor Alderson en la Tierra! ¡En realidad los pajeños no son mucho más viejos que nosotros!
—Hay otra explicación —indicó el padre Hardy—. Recolonizaron mucho antes… y tuvieron una nueva serie de guerras cada milenio.
—O incluso con más frecuencia —añadió suavemente el senador Fowler—. Y si así fuese, sabemos cómo controlan su población, ¿no les parece? ¿Qué nos dice a eso, doctor Horvath? ¿Qué nos aconseja?
—Yo… yo qué sé —tartamudeó el Ministro de Ciencias; se mordió las uñas, comprendió lo que hacía, y dejó las manos sobre la mesa, donde vagabundearon como animalitos heridos—. Creo que debemos asegurarnos.
—Eso creo yo —le dijo el senador—. Pero no perjudicaría el que… Rod, mañana trabajarás con el almirante.
—Le recuerdo, senador, que la Iglesia prohibirá a sus miembros participar en el exterminio de los pajeños —dijo Hardy.
—Eso se acerca mucho a traición, padre.
—Quizás. Pero es cierto.
—En fin, no era eso lo que yo había pensado. Quizás tengamos que incluir a los pajeños en el Imperio. Les guste o no. Puede que se sometan sin luchar si vamos allí con una gran flota.
—¿Y si no se someten?—preguntó Hardy.
El senador Fowler no contestó.
Rod miró a Sally, luego miró a su alrededor, y por último a las paredes.
Es una habitación tan corriente, pensó. No hay nada especial tampoco en la gente que hay aquí. Y aquí exactamente, en esta sala de conferencias ridiculamente pequeña en un planeta apenas habitable, hemos decidido la suerte de una raza que puede ser un millón de años más vieja que nosotros.
Los pajeños no van a rendirse. Si son lo que creemos que son, no podremos derrotarlos tampoco. Pero sólo tienen un planeta y unos cuantos asteroides. Si vinieran…
—Kelley, puede usted traer ya a los pajeños —dijo el senador Fowler. Penetraban en la estancia los últimos rayos mortecinos de Nueva Caledonia. Fuera, los terrenos de Palacio se hacían de un púrpura sombrío.