44 • Consejo de Guerra

En la sala de oficiales de la Lenin había una fotografía del emperador. Leónidas IX miraba hacia la larga mesa de madera, y a ambos lados de su imagen había banderas imperiales y estandartes de guerra. Colgaban de los mamparos cuadros de batallas navales de la historia de ambos imperios, y en un rincón ardía una vela ante un icono de Santa Katerina. Había incluso un sistema de ventilación especial para que siguiera ardiendo en gravedad cero.

David Hardy no podía evitar una sonrisa ante aquel icono. La idea de una imagen como aquélla a bordo de una nave con aquel nombre resultaba divertida; suponía que o bien Kutuzov no sabía nada de la historia del comunismo (después de todo, había sido hacía mucho tiempo), o sus simpatías nacionalistas rusas le cegaban. Probablemente fuese lo primero, pues para la mayoría de los imperiales Lenin era el nombre de un héroe del pasado, un hombre conocido por la leyenda pero no con detalle. Había muchos así: César, Iván el Terrible, Napoleón, Churchill, Stalin, Washington, Jefferson, Trotsky, todos más o menos contemporáneos (salvo para historiadores cuidadosos); vista desde suficiente distancia, la historia preatómica tiende a mezclarse.

La sala de oficiales comenzó a llenarse al entrar científicos y oficiales y ocupar sus puestos. Los infantes de marina reservaron dos asientos, la cabecera de la mesa y el situado inmediatamente a su derecha, aunque Horvath había intentado ocupar aquel asiento. El Ministro de Ciencias se encogió de hombros cuando los infantes de marina se lo impidieron hablándole en ruso, y se fue al otro extremo, donde desplazó a un biólogo, luego mandó retirarse a otro científico del lugar situado a su derecha e invitó a sentarse allí a David Hardy. Si el almirante quería jugar a los prestigios, allá él; pero Anthony Horvath sabía también algo del tema.

Observó cómo iban entrando los demás. Cargill, Sinclair y Renner entraron juntos. Luego Sally Fowler y el capitán Blaine… extraño, pensó Horvath, que Blaine pudiese entrar ahora en un salón lleno de gente sin ningún ceremonial. Un infante de marina indicó asientos a la izquierda de la cabecera de la mesa, pero Rod y Sally se sentaron hacia la mitad. Él podía permitírselo, pensó Horvath. Había nacido para su cargo. Bien, mi hijo podrá hacerlo también. Mi trabajo en esta expedición será suficiente para que se me incluya en la próxima lista de honores…

—¡Atención!

Los oficiales se levantaron, y también la mayoría de los científicos. Horvath lo pensó un momento y se levantó también. Miró a la puerta, esperando al almirante, pero el único que entró fue el capitán Mijailov. Así que tendremos que pasar por esto dos veces, pensó Horvath.

El almirante le engañó. Llegó justo cuando Mijailov alcanzaba su asiento, y murmuró:

—Continúen, caballeros —tan rápidamente que el infante de marina no tuvo posibilidad de anunciarle. Si alguien quería desairar a Kutuzov, tendría que buscar otra oportunidad.

—El teniente Borman leerá las instrucciones de la expedición —dijo fríamente Kutuzov.

—Sección doce. Consejo de Guerra. Párrafo primero. El vicealmirante al mando pedirá consejo al equipo científico y a los primeros oficiales de la MacArthur, salvo cuando la dilación ponga en peligro, a juicio del almirante y sólo de él, la seguridad de la nave de combate Lenin.

«Párrafo dos. Si el jefe del equipo científico de esta expedición no estuviese de acuerdo con el vicealmirante al cargo, debe convocar un Consejo de Guerra para que aconseje al almirante. El jefe del equipo científico puede…

—Eso es suficiente, teniente Borman —dijo Kutuzov—. Siguiendo esas órdenes, y a petición formal del Ministro de Ciencias Horvath, se convoca este Consejo de Guerra para que asesore sobre la petición que han hecho los alienígenas de visitar el Imperio. Todo lo que aquí se diga quedará registrado. Puede usted empezar cuando quiera, señor Horvath.

Demonios, pensó Sally. Este ambiente es como el del presbiterio de San Pedro durante la misa mayor en Nueva Roma. El protocolo debe intimidar a todos los que no estén de acuerdo con Kutuzov.

—Gracias, almirante —dijo cortésmente Horvath—. Dado que la sesión puede ser larga (después de todo, señor, estamos discutiendo lo que puede ser la decisión más importante que todos nosotros hayamos tomado), creo que debemos pedir algo de beber. ¿No podría proporcionarnos su gente café, capitán Mijailov?

Kutuzov frunció el ceño, pero no había razón alguna para rechazar la petición.

Además rompía el hielo entre los que llenaban el compartimiento. Con los camareros y el olor del café y del té en el aire, se evaporaba gran parte de la rigidez protocolaria, tal como Horvath pretendía.

—Gracias. —Horvath estaba radiante—. Ahora, tal como todos saben, los pajeños nos han pedido que permitamos que envíen tres embajadores al Imperio. Esta embajada tendrá, me han dicho, plena autoridad para representar a la civilización pajeña, para firmar tratados de amistad y comercio, aprobar programas científicos comunes… no hace falta que siga. Las ventajas de llevarles ante el Virrey supongo que son evidentes. ¿No están de acuerdo?

Hubo un murmullo de aprobación. Kutuzov se mantenía tieso, los ojos oscuros achicados bajo las tupidas cejas, la cara una máscara moldeada con áspera arcilla.

—Sí —dijo Horvath—. Creo que es evidente que, si tenemos un medio de hacerlo, debemos tratar con toda cortesía a los embajadores pajeños. ¿No está de acuerdo, almirante Kutuzov?

Cazado en su propia trampa, pensó Sally. Esto se graba… tendrá que comportarse.

—Hemos perdido la MacArthur —dijo Kutuzov ásperamente—. Sólo nos queda esta nave. Doctor Horvath, ¿no estaba usted presente en la conferencia en la que el Virrey Merrill planeó esta expedición?

—Sí…

—Yo no, pero me la han contado. ¿No quedó claro entonces que no debía subir a bordo de esta nave ningún alienígena? Son órdenes directas del propio Virrey.

—Bueno… sí, señor. Pero el contexto indicaba claramente lo que el Virrey quería decir. No podría permitirse el acceso de alienígenas a la Lenin siempre que resultase evidente su hostilidad; así, hiciesen lo que hiciesen, la Lenin estaría segura. Pero sabemos muy bien que los pajeños no son hostiles. En las instrucciones finales de la expedición, Su Alteza deja la decisión al criterio de usted; no existe, pues, una prohibición oficial.

—Pero la decisión se dejó a mi criterio —dijo Kutuzov triunfalmente—. No entiendo por qué es diferente a las instrucciones verbales. Capitán Blaine, usted estaba presente: ¿me equivoco al suponer que Su Alteza dijo «que en ninguna circunstancia» abordarían los alienígenas la Lenin?

Rod tragó saliva.

—Sí, señor, pero…

—Creo que no hay más que hablar —le cortó el almirante.

—Oh, no —dijo suavemente Horvath—. Capitán Blaine, estaba usted a punto de continuar. Hágalo, por favor.

La sala de oficiales quedó en silencio. ¿Lo conseguirá?, se preguntaba Sally. ¿Qué puede hacerle el Zar? Puede ponerle las cosas difíciles en la Marina, pero…

—Sólo iba a decir, almirante, que Su Alteza no estaba tanto dando órdenes como indicando directrices. Creo que si hubiese pretendido obligarle a usted con ellas, no lo habría dejado a su discreción, señor. Lo habría incluido en las órdenes.

Muy bien, exclamó Sally silenciosamente.

Los ojos de Kutuzov se achicaron aún más. Pidió un té con un gesto a un camarero.

—Creo que subestima usted la confianza de Su Alteza en su juicio —dijo Horvath.

Sonaba a falso y se dio cuenta inmediatamente. Podía haberlo dicho cualquier otro, Hardy o Blaine, pero Horvath tenía miedo a lo que pudiesen decir ambos en aquella reunión. Eran los dos demasiado independientes.

—Gracias —dijo el almirante con una sonrisa—. Quizás confiase más en mí que en usted, doctor. Sí. Ha demostrado usted que puede obrar contra los deseos expresos del Virrey. Desde luego, yo no actuaré tan a la ligera. Y aún tiene usted que convencerme de que sea necesario. Puede volver otra expedición a por los embajadores.

—¿Enviarán otros después de un ultraje como éste? —estalló Sally. Todos la miraron—. Los pajeños no han pedido tanto, almirante. Y su petición es muy razonable.

—¿Cree usted que se ofenderán si la rechazamos?

—No… no sé, almirante. Pudiera ser. Sí. Que se ofendieran mucho.

Kutuzov asintió, como si pudiese entenderlo.

—Quizá sea menor el riesgo que se corre dejándoles entrar aquí, señora. Teniente Cargill. ¿Hizo usted el estudio que le pedí?

—Lo hice, señor —contestó con entusiasmo Jack Cargill—. El almirante me pidió que supusiera que los pajeños tienen los secretos del Impulsor y del Campo y que calculase su potencia militar en función de eso. He calculado su fuerza naval…

Hizo un gesto a un oficial y apareció un gráfico en la pantalla de intercomunicación de la sala de oficiales.

Se volvieron las cabezas y hubo un momento de sorprendido silencio. Alguien lanzó una exclamación. «¿Tantos?»… «¡Dios mío!»… «Pero eso es más que la flota del sector»…

Las curvas se elevaban abruptamente al principio, mostrando la relación entre naves de pasajeros y de carga pajeñas y naves de la Marina. Luego, se igualaban, pero más tarde empezaban a subir de nuevo.

—Puede verse que la amenaza es muy grave —dijo suavemente Cargill—. Dentro de dos años, los pajeños podrían reunir una flota que constituiría un serio desafío para toda la Marina imperial.

—Eso es ridículo —protestó Horvath.

—No lo es, señor —contestó Cargill—. He sido muy prudente en mis cálculos de su capacidad industrial. Tenemos las lecturas de neutrino y un buen cálculo de su generación energética (número de plantas de fusión, producción térmica), y supuse un nivel de eficiencia no superior al nuestro, aunque sospecho que sería más elevado. No hay duda de que les sobran trabajadores especializados.

—¿Y dónde van a conseguir los metales? —preguntó De Vandalia; el geólogo parecía desconcertado—. Han minado todo el planeta, y, si hemos de creer lo que nos dijeron, todos los asteroides.

—Pueden transformar los metales existentes. Artículos de lujo. Vehículos de transporte superfluos. En este momento, todos los Amos tienen una flota propia de automóviles y camiones que podrían fundirse. Carecen de algunas cosas, pero recordemos que los pajeños tienen todos los metales de un sistema planetario completo ya extraídos. —Cargill hablaba de corrido, como si esperase ya aquella objeción—. Una flota exige mucho metal, pero en realidad no es mucho comparando con los recursos de toda una civilización industrial.

—¡Muy bien, de acuerdo! —replicó Horvath—. Acepto los cálculos que ha hecho usted. Pero ¿por qué demonios considera que son unas cifras amenazadoras? Los pajeños no son una amenaza.

Cargill pareció enojarse.

—Es un término técnico. «Amenaza» en los servicios secretos alude a la capacidad…

—Y no a las intenciones. Eso ya nos lo ha dicho. Almirante, todo esto significa que haremos bien en ser corteses con esos embajadores, para que no se dediquen a construir naves de guerra.

—Mi interpretación no es ésa —dijo Kutuzov.

Parecía menos imperioso ahora; su voz tenía una modulación más suave, bien porque quería convencer a los otros, o bien porque se sentía más confiado, era algo que no estaba claro.

—Significa, a mi juicio —continuó—, que hemos de tomar todas las precauciones para evitar que los pajeños descubran el secreto del Campo Langston.

Hubo más silencio. Los gráficos de Cargill eran estremecedores en su sencillez. La flota pajeña era potencialmente mayor que las de todos los exteriores y rebeldes del sector unidas.

—Rod… ¿tiene razón? —preguntó Sally.

—Las cifras son correctas —murmuró hoscamente Blaine—. Pero… bien. Veamos —alzó la voz—. Almirante, de todos modos estoy seguro de que podemos proteger el Campo.

Kutuzov se volvió en silencio hacia él y le miró expectante.

—Primero, señor —dijo Rod cautamente—, existe el riesgo de que los pajeños hayan descubierto ya el secreto. Por las miniaturas. —Se pintó en su cara una mueca de dolor, y tuvo que esforzarse para no rascarse el puente de la nariz—. No creo que lo hayan conseguido, pero es posible. Segundo, pueden haberlo obtenido de los guardiamarinas perdidos. Tanto Whitbread como Staley sabían suficiente para facilitarles un buen principio…

—Sí. El señor Potter sabía más —secundó Sinclair—. Era un tipo muy estudioso, señor.

«Ridículo»… «Tan paranoico como el Zar»… «Está muerto.» Hablaban a la vez varios civiles. Sally se preguntaba qué estaba haciendo Rod, pero permanecía callada.

—Por último, los pajeños saben que existe el Campo. Todos hemos visto lo que son capaces de hacer… superficies sin fricción, permeabilidades diferenciales, reordenación de estructuras moleculares. ¡Consideren lo que hicieron las miniaturas con el generador de la MacArthur! Con sinceridad, almirante, dado que saben que el Campo es posible, es sólo cuestión de tiempo el que sus Ingenieros lo construyan. Por tanto, si bien la protección de nuestros secretos tecnológicos es importante, no puede ser la única consideración.

Hubo más cuchicheos nerviosos alrededor de la mesa, pero el almirante no escuchaba; parecía pensar en lo que había dicho Rod.

Horvath tomó aliento para hablar, pero se controló. Blaine había sido el Primero en conseguir impresionar visiblemente al almirante, y Horvath era lo bastante realista para saber que cualquier cosa que dijese sería rechazada automáticamente. Hizo una señal a Hardy.

—David, ¿puedes decir tú algo? —suplicó.

—Podemos tomar todas las precauciones que quiera —proclamó Sally—. Ellos aceptan la historia de la plaga, la crean o no. Dicen que sus embajadores están dispuestos a someterse a cuarentena… Supongo que no podrán eludir a los hombres de su servicio de seguridad, almirante. Y además, puede usted saltar tan pronto como suban a bordo.

—Eso es cierto —dijo Hardy pensativo—. Por supuesto, podemos irritar a los pajeños aún más tomando a sus embajadores… y no devolviéndolos nunca.

—¡Nosotros no haríamos eso! —protestó Horvath.

—Podríamos hacerlo, Anthony. Sea realista. Si Su Majestad decide que los pajeños son peligrosos y la Marina que saben demasiado, jamás se les permitirá volver.

—En consecuencia, no hay ningún riesgo —dijo rápidamente Sally—. Ninguna amenaza para la Lenin de unos pajeños sometidos a cuarentena. Almirante, estoy segura de que es menos arriesgado llevarlos. De ese modo, no nos exponemos a ofenderles hasta que el príncipe Merrill, o Su Majestad, decidan sobre su futuro.

—Hum —Kutuzov bebió un sorbo de té. Había interés en sus ojos—. Es usted persuasiva, señora. Lo mismo que usted, capitán Blaine —hizo una pausa—. El señor Bury no fue invitado a esta conferencia. Creo que es momento de oírle. Contramaestre, traiga usted a Su Excelencia a la sala de oficiales.

—¡Da, almirante!

Esperaron. Varias conversaciones en murmullos alrededor de la mesa rompieron el silencio.

—Rod, estuvo usted muy bien —Sally resplandecía. Se inclinó y le estrechó la mano por debajo de la mesa—. Gracias.

Entró Bury, seguido de los inevitables infantes de marina. Kutuzov hizo una seña y se retiraron, dejando al parpadeante Bury al fondo del salón. Cargill se levantó para indicarle un lugar en la mesa.

Bury escuchó atentamente el resumen que hizo el teniente Borman de las discusiones. Si le sorprendió lo que oía, no lo demostró, pues su expresión se mantuvo cortésmente interesada.

—Solicito su consejo, Excelencia —dijo Kutuzov cuando acabó Borman—. Confieso que no deseo que esas criaturas suban a mi nave. Sin embargo, a menos que constituyan una amenaza para la seguridad de la Lenin, no creo que mi negativa esté justificada.

—Ah —Bury se mesó la barba mientras intentaba poner en orden sus pensamientos—. ¿Saben ustedes que en mi opinión los pajeños son capaces de leer el pensamiento?

—¡Qué ridiculez! —exclamó Horvath.

—No es ninguna ridiculez —replicó Bury. Su voz era suave y lisa—. Quizás sea improbable, pero hay pruebas de una capacidad humana bastante insospechada. —Horvath comenzó a decir algo, pero Bury continuó suavemente—: No pruebas concluyentes, desde luego, pero son pruebas. Y cuando digo leer el pensamiento, no quiero decir necesariamente telepatía. Consideren la habilidad de los pajeños en el estudio de los humanos individuales, que es tal que pueden literalmente interpretar el papel de esa persona; interpretarlos tan bien que sus amigos no pueden apreciar la diferencia. Sólo la apariencia les traiciona. ¿Cuántas veces han visto a los soldados obedecer automáticamente las órdenes de un pajeño que imitaba a un oficial?

—Hable usted claro —pidió Horvath. Con aquello apenas podía argumentar; lo que Bury decía era del dominio público.

—En consecuencia, hagan esto por telepatía o por una identificación perfecta con los seres humanos, leen el pensamiento. Son, por lo tanto, las criaturas más persuasivas que puedan imaginarse. Saben exactamente cuáles son nuestras motivaciones, y exactamente qué argumentos esgrimir.

—¡Por amor de Dios! —explotó Horvath—. ¿Quiere decir que van a convencernos hablando de que les demos la Lenin?

—¿Puede usted estar seguro de que no pueden? ¿Absolutamente seguro, doctor?

David Hardy carraspeó. Todos se volvieron al capellán, y esto pareció ponerle un poco nervioso. Luego sonrió.

—Siempre supe que el estudio de los clásicos tendría algún valor práctico. ¿Conoce alguno de ustedes la República de Platón? No, por supuesto que no. Bien, en la primera página, Sócrates, al que se consideraba el más persuasivo de todos los hombres, se entera por sus amigos de que o bien permanece toda la noche con ellos por su voluntad, o bien lo hará por la fuerza. Sócrates pregunta razonablemente si no hay una alternativa… ¿podría persuadirles de que le dejasen irse a casa? La respuesta, por supuesto, es que no podría porque sus amigos no le escucharían.

Hubo un breve silencio.

—Oh —dijo Sally—. Por supuesto. Si los pajeños no conociesen nunca al almirante Kutuzov o al capitán Mijailov (o a ninguno de los miembros de la tripulación de la Lenin), ¿cómo iban a contarles nada? Supongo, señor Bury, que no creerá que podrían inducir a la tripulación de la MacArthur a amotinarse.

Bury se encogió de hombros.

—Señora, con todos los respetos, ¿ha pensado usted lo que pueden ofrecer los pajeños? Más riqueza de la que existe en todo el Imperio. Muchos hombres se han dejado corromper por mucho menos…

Y usted también lo ha hecho, pensó Sally.

—Si son tan eficientes, ¿por qué no lo han hecho ya? —la voz de Kevin Renner tenía un tono burlón, que bordeaba la insubordinación. Como iba a abandonar el servicio tan pronto como regresaran a Nueva Escocia, Renner podía permitirse cualquier cosa de la que no se le pudiese acusar oficialmente.

—Puede que aún no hayan necesitado hacerlo —contestó Bury.

—Lo más probable es que no puedan hacerlo —replicó Renner—. Y si pudieran leer el pensamiento, tendrían ya todos nuestros secretos. Tuvieron a Sinclair, que sabe arreglarlo todo en la Marina… tenían un Fyunch(click) asignado al señor Blaine, que debió de enterarse de todos los secretos políticos…

—Nunca estuvieron en contacto directo con el capitán Blaine —le recordó Bury.

—Tenían a la señorita Fowler, la tuvieron durante el tiempo que la necesitaron. —Renner rió entre dientes por algún chiste personal—. Ella debe de saber más sobre política imperial que la mayoría de nosotros. Señor Bury, los pajeños son buenos, pero no tanto, en la persecución o en la lectura del pensamiento.

—Me siento inclinado a darle la razón al señor Renner —añadió Hardy—. Aunque, desde luego, las precauciones sugeridas por la señorita Fowler serían adecuadas. Contacto con los alienígenas limitado a un puñado de elegidos: yo mismo, por ejemplo. Dudo que pudieran corromperme, pero aunque pudiesen, yo no tengo ninguna autoridad de mando. El señor Bury, si él aceptase. No, sugiero, el doctor Horvath o cualquier otro científico con acceso a equipo complejo, y ningún soldado salvo bajo supervisión directa y por intercomunicador. Quizás resulte duro para los pajeños, pero creo que la Lenin no correría mucho peligro.

—Hummm. Bien, ¿señor Bury? —preguntó Kutuzov.

—Pero… ¡Les aseguro que son peligrosos! Tienen una capacidad tecnológica increíble. Por la misericordia de Alá, ¿quién sabe lo que pueden construir a partir de objetos inofensivos? Armas, equipo de comunicación, sistemas de escape… —Bury ya no mantenía la calma y luchaba por contenerse.

—Retiro la sugerencia de que se dé acceso a los pajeños al señor Bury —dijo Hardy vigorosamente—. Dudo que sobreviviesen a la experiencia. Disculpe, Excelencia.

Bury murmuró en arábigo. Comprendió demasiado tarde que Hardy era lingüista.

—Oh, seguro que no —dijo Hardy con una sonrisa—. Conozco a mis antepasados mucho mejor que eso.

—Ya lo veo, almirante —dijo Bury—. Veo que no he sido suficientemente persuasivo. Lo siento, porque por una vez no me impulsaba nada más que el bienestar del Imperio. Si buscase sólo los beneficios… comprendo perfectamente el comercio potencial y la riqueza que podrían reportarnos nuestras relaciones con los pajeños. Pero les considero el mayor peligro con que se haya enfrentado la raza humana.

Da —dijo decididamente Kutuzov—. En esto quizá estemos de acuerdo si añadimos una palabra: peligro potencial, Excelencia. Lo que aquí consideramos es riesgo menor, y a menos que haya un riesgo para la Lenin estoy convencido de que es menor riesgo transportar a esos embajadores en las condiciones convenidas por el capellán Hardy. Doctor Horvath, ¿está usted de acuerdo?

—Si no hay otro medio de tratar con ellos, sí. Pero me parece vergonzoso hacerlo así…

—Bah. Capitán Blaine, ¿está usted de acuerdo?

Blaine se rascó la punta de la nariz.

—Sí, señor. Llevarlos es el menor riesgo… si los pajeños son una amenaza, podremos probarlo, y podemos aprender algo de los embajadores.

—¿Señora?

—Estoy de acuerdo con el doctor Horvath…

—Gracias —Kutuzov parecía estar chupando limones; tenía la cara crispada como si pasase por un calvario—. Capitán Mijailov. Disponga las cosas para que se confine a los pajeños en lugar seguro. El pretexto es el peligro de infección, pero se ocupará usted de que no puedan escapar. Capitán Blaine, informará a los pajeños que subiremos a bordo a sus embajadores, pero puede que no quieran venir cuando sepan las condiciones. Sin herramientas, sin armas, el equipaje debe ser inspeccionado y sellado, y no podrán disponer de él durante el trayecto. Ninguna miniatura ni otras castas inferiores, sólo diplomáticos. Den las razones que quieran, pero estas condiciones no están sujetas a cambio. —Se levantó bruscamente.

—Almirante, ¿y la nave obsequio? —preguntó Horvath—. No podemos tomar…

Su voz se apagó, porque no había nadie con quien hablar… El almirante había salido de la sala de oficiales.