Alrededor de la ciudad había un muro de tres metros de altura. Parecía de piedra o de plástico duro; era difícil distinguir la estructura a la luz rojinegra del Ojo de Murcheson. Tras el muro se distinguían grandes edificios oblongos. Se abrían sobre sus cabezas ventanas amarillas.
—Las puertas de la ciudad deben de estar bien guardadas —dijo la pajeña de Whitbread.
—Es de suponer —murmuró Staley—. ¿Vive aquí también el Encargado?
—Sí. En la estación del subterráneo. A los Encargados no se les permite tener tierras de cultivo propias. La tentación de explotar ese tipo de autosuficiencia podría ser excesiva hasta para un macho estéril.
—Pero ¿cómo llega uno a ser Encargado? —preguntó Whitbread—. Usted siempre está hablando de competencia entre Amos, pero ¿cómo compiten?
—¡Por amor de Dios, Whitbread! —explotó Staley—. Bueno, ¿qué vamos a hacer con ese muro?
—Tendremos que atravesarlo —dijo la pajeña de Whitbread; cuchicheó con Charlie un momento—. Hay alarmas, y habrá Guerreros de guardia.
—¿Podremos atravesarlo?
—Sería posible con un láser de rayos X, Horst.
—Demonios… ¿a qué tanto miedo?
—Es por las sublevaciones que provoca el hambre.
—Bueno, lo atravesaremos. ¿Hay algún lugar que sea más adecuado? Los pajeños se encogieron de hombros con los mismos gestos que Whitbread.
—Quizás medio kilómetro más allá. Allí hay una carretera rápida.
Caminaron siguiendo el muro.
—Dígame, ¿cómo compiten? —insistió Whitbread—. No hay otra cosa de que hablar.
Staley murmuró algo, pero se mantuvo próximo para escuchar.
—¿Cómo compiten ustedes? —preguntó la pajeña de Whitbread—. Eficiencia. Nosotros tenemos Comerciantes, ya sabe. El señor Bury quizás se sorprendiese de lo astutos que son algunos de nuestros Comerciantes. Los Amos compran, en parte, responsabilidades… es decir, demuestran que pueden controlar el trabajo. Consiguen que otros miembros más poderosos de la casta de los decisores les apoyen. Lo negocian los Mediadores. Se redactan contratos y se registran; los contratos son promesas de servicios, y cosas parecidas… Y algunos de los decisores trabajan para otros. Nunca directamente. Pero pueden tener un trabajo del que se cuiden y consultar a un Amo más poderoso sobre la política a seguir. Un Amo gana prestigio y autoridad cuando otros decisores empiezan a pedirle consejo. Y por supuesto sus hijas ayudan.
—Parece complicado —dijo Potter—. No creo que hubiese nada en la historia humana similar a eso en ninguna época ni en ningún lugar.
—Es complicado, no hay duda —convino la pajeña de Whitbread—. Pero ¿cómo podría ser de otro modo? Los decisores han de tener independencia. Eso fue lo que volvió loco al Fyunch(click) del capitán Blaine. El capitán Blaine era el Amo absoluto de la nave… salvo cuando llegaban órdenes de la Lenin. Entonces el capitán tenía que someterse a ellas, como un corderito.
—¿Habla usted realmente del capitán de ese modo? —preguntó Staley a Whitbread.
—Me niego a contestar porque podrían meterme en el transformador de masa —dijo Whitbread—. Además, el muro da la vuelta…
—Es por aquí, señor Staley —dijo la pajeña de Whitbread—. Hay una carretera al otro lado.
—Atrás.
Horst alzó el lanzacohetes y disparó. A la segunda explosión la luz atraveso la pared. En la parte superior brillaron más luces. Algunas iluminaron los campos mostrando los cultivos que crecían al borde del muro.
—Vamos, deprisa —ordenó Staley.
Atravesaron el agujero y entraron en la carretera. Coches y vehículos mayores pasaban rápidamente, esquivándoles por centímetros; ellos permanecían pegados al muro. Luego los tres pajeños irrumpieron audazmente en la carretera.
Whitbread gritó e intentó coger a su Fyunch(click). Ésta se soltó impaciente y se puso a cruzar la calle. Los coches pasaban casi rozando, sin disminuir en absoluto la velocidad. Al otro lado los Marrones-y-blancos les hacían señas con los brazos izquierdos. Era una seña inconfundible: ¡Venid!
A través del agujero de la pared entró luz. Algo había allí fuera en los campos donde habían estado ellos. Staley indicó a los otros que cruzasen la calle y disparó a través del agujero. El cohete estalló a unos cien metros de distancia, y la luz se apagó.
Whitbread y Potter cruzaron la carretera. Staley cargó por última vez el lanzacohetes, pero decidió ahorrar el proyectil. Ya no pasaba ninguna luz a través del agujero. Entró en la carretera y empezó a caminar. El tráfico silbaba a su alrededor. Pese a que sentía un impulso irresistible de correr, logró avanzar lentamente, a una velocidad constante. Pasó a su lado un camión como un huracán instantáneo. Luego otro. Después de un período interminable llegó al otro lado, vivo.
No había aceras. Seguían acosados por el tráfico, apretados contra una pared grisácea construida con un material parecido al hormigón.
La pajeña de Whitbread dio unos pasos hacia el interior de la calle e hizo un extraño gesto con tres brazos. Un gran camión rectangular se detuvo con chirriar de frenos. La pajeña habló con los conductores y los Marrones se bajaron inmediatamente, fueron a la parte trasera del camión y empezaron a mover cajas del compartimiento de carga. El tráfico continuaba pasando sin disminuir en absoluto la velocidad.
—Esto nos permitirá llegar —dijo la pajeña de Whitbread—. Los Guerreros vendrán a investigar el agujero de la pared…
Los humanos entraron enseguida. El Marrón que les había seguido pacientemente desde el museo ocupó el asiento situado a la derecha del conductor. La pajeña de Whitbread ocupó el otro asiento del conductor, pero Charlie le dijo algo. Los dos Marrones-y-blancos silbaron y cuchichearon, y Charlie gesticuló con vehemencia. Por fin la pajeña de Whitbread pasó también al compartimiento de carga y cerró las puertas. Cuando lo hacía los humanos vieron a los conductores del camión que se alejaban caminando lentamente calle abajo.
—¿Adonde van? —preguntó Staley.
—Mejor aún, ¿por qué era la discusión? —preguntó Whitbread.
—Uno a uno, caballeros —dijo la pajeña de Whitbread.
El camión arrancó. Se oyó el ronroneo de los motores y el rumor de los neumáticos. Se filtraban también los ruidos de otros millares de vehículos.
Whitbread estaba metido entre duras cajas de plástico, con el mismo espacio que si estuviese en un ataúd. Le recordaba desagradablemente su situación. No era que los otros tuviesen más espacio, por lo que Jonathon se preguntaba si se les habría ocurrido también la analogía. Tenía la nariz a sólo unos centímetros del pecho.
—Los Marrones irán a una asociación de transportes e informarán que su vehículo fue solicitado por un Mediador —dijo la pajeña de Whitbread—. Y la discusión era sobre quién debía ir delante con el Marrón. Perdí yo.
—¿Y por qué se convirtió en una discusión? —preguntó Staley—. ¿No confían uno en otro?
—Yo confío en Charlie. Pero él no confía realmente en mí… quiero decir, no puede… He prescindido de mi propio Amo. Para Charlie soy un Eddie el Loco. Es preferible que vea las cosas por sí mismo.
—Pero ¿adonde vamos? —preguntó Staley.
—Al territorio del Rey Pedro. Es el mejor camino.
—No podemos seguir mucho tiempo en este vehículo —dijo Staley—. En cuanto estos Marrones informen, se pondrán a buscarlo… ha de haber policía, un medio de localizar un camión robado. También aquí se cometen delitos, ¿no?
—No como ustedes piensan. En realidad no hay leyes… pero hay miembros de la clase decisora que tienen jurisdicción sobre las propiedades y los objetos perdidos. Ellos pueden localizar el camión por un precio. Sin embargo, mi Amo tardará un tiempo en negociar con ellos. Primero tendrá que demostrar que me he vuelto loca.
—Supongo que no habrá un espaciopuerto aquí… —dijo Whitbread.
—De todos modos no podríamos utilizarlo —replicó Staley. Escucharon un rato el rumor del tráfico.
—Yo también pensaba en eso —dijo Potter—. Una nave espacial destaca demasiado. Si un mensaje desencadena un ataque contra la Lenin, es indudable que no nos dejarían regresar.
—¿Y cómo vamos a volver a casa? —preguntó Whitbread; no pretendía decirlo en voz alta.
—Es cuento ya sabido —dijo Potter con tristeza—. Sabemos ya más de lo que pueden permitirnos. Y lo que sabemos es más importante que nuestras vidas, ¿no es así, señor Staley?
—Desde luego.
—¿Nunca saben ustedes cuándo tienen que ceder? —preguntó desde la oscuridad la voz de Whitbread; al principio no se dieron cuenta de que era la pajeña quien hablaba—. El Rey Pedro puede dejarles vivir. Puede permitirles volver a la Lenin. Si se convence de que eso es lo mejor, puede arreglarlo. Pero no tienen ustedes medios de enviar un mensaje a esa nave sin su ayuda.
—¡Cómo que no! —exclamó Staley, elevando la voz—. Métase esto en la mollera. Ha sido usted sincera con nosotros… al menos eso creo. Seré sincero también. Si hay un medio de enviar un mensaje, lo enviaré.
—Y después de eso, que sea lo que Dios quiera —añadió Potter. Escucharon unos minutos el rumor del tráfico.
—No tendrá usted esa posibilidad, Horst —dijo la voz de Whitbread—. No hay amenaza que pueda obligarnos a Charlie o a mí a ordenar a un Marrón que construya el equipo que necesitan. No pueden utilizar nuestros transmisores aunque los localicen… ni siquiera yo podría hacerlo sin ayuda de un Marrón. Quizás no haya, además, los medios de comunicación adecuados en este planeta.
—Basta ya —dijo Staley—. Dominan ustedes perfectamente la técnica de las comunicaciones espaciales, y sólo hay unas bandas determinadas en el espectro electromagnético.
—Sin duda. Pero nada permanece invariable aquí. Si necesitamos algo, los Marrones lo construyen. Cuando ya no es necesario, hacen otra cosa con las piezas. Y ustedes quieren algo que comunique con la Lenin sin que nadie sepa del asunto.
—Correré el riesgo. Si podemos enviar un aviso al almirante, él conseguirá conducir la nave de vuelta a casa.
Horst hablaba con completa seguridad. Aunque la Lenin fuese sólo una nave, naves como aquéllas habían derrotado a flotas enteras. Frente a los pajeños, que no disponían del Campo, sería invencible. Horst se preguntaba por qué había llegado a dudar de eso. En el museo había piezas electrónicas, y con ellas podrían haber construido un transmisor de un tipo u otro. Era ya demasiado tarde; ¿por qué habrían hecho caso a la pajeña?
Continuaron durante casi una hora. Los guardiamarinas iban encogidos y amontonados entre las cajas, en la oscuridad. Staley sentía una opresión en la garganta y tenía miedo a seguir hablando. Podría haber un temblor en su voz, algo que comunicase sus temores a los demás, y no podía permitir que supiesen que tenía tanto miedo como ellos. Deseaba que pasase algo, que tuviesen que luchar, cualquier cosa…
El camión hacía de vez en cuando paradas. De pronto se balanceó y giró y luego se detuvo. Esperaron. La puerta corredera se abrió y apareció Charlie encuadrado en la luz.
—No se muevan —dijo. Detrás había Guerreros, con las armas dispuestas. Por lo menos cuatro.
Horst Staley lanzó un gruñido furioso. ¡Traicionados! Buscó la pistola, pero la posición en que estaba le impidió sacarla.
—¡No, Horst! —gritó la pajeña de Whitbread; cuchicheó, dirigiéndose a Charlie, que cuchicheó a su vez en respuesta—. No hagan nada —dijo la pajeña de Whitbread—. Charlie ha pedido un vehículo aéreo. Los Guerreros pertenecen al propietario del vehículo. No harán nada siempre que vayamos directamente de aquí al aparato.
—Pero, ¿quiénes son? —exigió Staley, sin soltar la culata de su pistola. En realidad no tenían ninguna posibilidad de lucha… los Guerreros habían tomado posiciones y estaban preparados; parecían además mortíferos y eficientes.
—Se lo aseguro —dijo la pajeña de Whitbread—. Son guardaespaldas. Todos los Amos tienen. Bueno, casi todos. Ahora salgan, despacio, y aparten las manos de sus armas. No les hagan pensar que se proponen atacar a su Amo. Si creen eso, nos matarán a todos.
Staley calculó sus posibilidades. Eran pocas. Si estuviesen con él Kelley y su infante de marina en lugar de Whitbread y Potter…
—De acuerdo —admitió—. Hagan lo que dice. —Lentamente, bajó del camión.
Estaban en una zona de almacenamientos de equipajes. Los Guerreros mantenían sus posiciones, inclinándose levemente hacia adelante sobre sus anchos y córneos pies. A Staley le recordaron luchadores de kárate. Percibió un leve movimiento junto a la pared. Había por lo menos dos Guerreros más, ocultos. Menos mal que no habían intentado luchar.
Los Guerreros les observaban atentamente; se situaron al final de la extraña procesión formada por un Mediador, tres humanos, otro Mediador y un Marrón. Tenían las armas dispuestas, aunque sin apuntar a nadie concretamente, y avanzaban en abanico.
—¿No llamará su decisor a su Amo cuando nos vayamos? —preguntó Potter.
Los pajeños cuchichearon entre sí. Los Guerreros no parecían prestarles ninguna atención.
—Charlie dice que sí. Que notificará la situación a mi Amo y al Rey Pedro. Pero nos proporciona un avión, ¿no?
El avión era una especie de cuña aerodinámica de cuyo cuidado se encargaban varios Marrones. Charlie habló con ellos y comenzaron a retirar asientos, doblar metal y modificar piezas a velocidad vertiginosa. Había varias miniaturas en el aparato. Staley las vio y maldijo, aunque en voz baja, esperando que los pajeños no supiesen por qué. Permanecían esperando junto al aparato, bajo la mirada vigilante de los Guerreros.
—Esto resulta casi increíble —dijo Whitbread—. ¿No sabe el propietario que somos fugitivos?
—Pero no sus fugitivos —dijo la pajeña de Whitbread—. El sólo se encarga de la sección de equipajes del aeropuerto (silbido de pájaro). Nunca se atrevería a asumir las prerrogativas de mi Amo. Habló además con el jefe del aeropuerto y ambos están de acuerdo en procurar que mi Amo y el Rey Pedro no luchen aquí. Prefieren que nos vayamos lo más deprisa posible.
—Son ustedes las criaturas más extrañas que pueda imaginarse —dijo Potter—. No entiendo cómo esta anarquía no termina en… —se detuvo, embarazado.
—Sí termina —dijo la pajeña de Whitbread—. Dadas nuestras características especiales, tiene que ser así. De cualquier modo, el feudalismo industrial funciona mejor que todas las demás soluciones que hemos ensayado.
Los Marrones hicieron señas. Cuando entraron en el avión había una sola silla adaptada a la constitución pajeña en la parte posterior de estribor. El Marrón de Charlie la ocupó. Delante había un par de asientos humanos; luego un asiento humano junto a un asiento pajeño. Charlie y otro Marrón atravesaron el comportamiento de carga hasta la sección del piloto. Potter y Staley se sentaron juntos sin hablar, dejando a Whitbread y a su pajeña juntos. Aquello le recordaba al guardiamarina un viaje más agradable que había realizado no hacía mucho.
El aparato desplegó un área increíble de superficie alada. Despegó lentamente, en vertical. Bajo ellos se balancearon hectáreas de ciudad, y en el horizonte se alzaron más kilómetros cuadrados de luces urbanas. Volaron sobre las luces, mientras se extendía interminable la ciudad con la gran faja oscura de terreno agrícola cada vez más lejana. Staley atisbo por la escotilla y creyó ver, lejos a la izquierda, el borde de la ciudad: más allá no había nada, oscuridad, pero lisa. Más tierras agrícolas.
—Decía usted que cada amo tiene Guerreros —dijo Whitbread—. ¿Por qué no vimos ninguno antes?
—En Ciudad Castillo no hay Guerreros —contestó la pajeña con evidente orgullo.
—¿Ninguno?
—Ninguno. En los demás sitios, todo propietario de territorio o todo jefe importante tiene una guardia personal. Hasta los decisores que son aún niños están protegidos por los soldados de su madre. Pero los Guerreros son demasiado claramente lo que son. Mi Amo y los decisores, preocupados por ustedes y por esta idea Eddie el Loco, consiguieron que el resto de los de Ciudad Castillo lo aceptasen, para que no supieran ustedes lo belicosos que somos.
Whitbread se echó a reír.
—¿Qué diría el doctor Horvath?
Su pajeña se echó a reír también.
—Él tenía la misma idea, ¿verdad? Ocultar las guerras de los humanos a los pacíficos pajeños. Podrían impresionarse demasiado. ¿No le he contado que la sonda de Eddie el Loco desencadenó una guerra por sí sola?
—No. La verdad es que no nos ha hablado usted de ninguna de sus guerras…
—En realidad, fue aún peor que eso. Creo que entenderá el problema. ¿Quién se haría cargo de los lásers de lanzamiento? Cualquier Amo o coalición de ellos podría utilizar luego los lásers para proporcionar más territorio a su clan. Si fuesen los Mediadores los encargados de la instalación, siempre acabaría apoderándose de ella uno de los decisores.
—¿Ustedes tienen que obedecer sin más al primer Amo que les dé una orden? —preguntó incrédulo Whitbread.
—¡Jonathon, por amor de Dios! Por supuesto que no. En primer lugar, ese supuesto Amo tendría orden de no hacerlo. Pero los Mediadores no saben gran cosa de táctica. No sabemos manejar batallones de Guerreros.
—Sin embargo, son los Mediadores los que gobiernan el planeta…
—Para los Amos. Tenemos que hacerlo. Si los Amos se reúnen para negociar ellos solos, la negociación siempre acaba en lucha. En fin, lo que finalmente sucedió fue que una coalición de Blancos obtuvo el control de los lásers y sus hijos quedaron como rehenes en Paja Uno. Todos eran bastante mayores y tenían bastantes hijos. Los Mediadores les mintieron en cuanto al impulso que necesitaría la sonda de Eddie el Loco. Según los Amos, los Mediadores hicieron estallar los lásers con cinco años de antelación. Inteligente, ¿verdad? Aun así…
—¿Aun así qué?
—La coalición logró salvar un par de lásers. Tenían con ellos Marrones. Tenían que tenerlos. Potter, usted es del sistema hacia el que se dirigió la sonda, ¿no? Sus antepasados debieron de dejar testimonio de lo poderosos que eran aquellos lásers de lanzamiento.
—Lo bastante para eclipsar con su luz el Ojo de Murcheson. Llegó incluso a formarse una nueva religión como consecuencia. Entonces nosotros teníamos nuestras propias guerras…
—Fueron lo suficientemente poderosos también para dominar aquella civilización. Lo que importa es que el colapso se produjo antes aquella vez, y no retrocedimos hasta la barbarie total. Los Mediadores lo planearon sin duda desde el principio.
—Demonios —murmuró Whitbread—. ¿Siempre trabajan ustedes así?
—¿Cómo, Jonathon?
—Esperando que todo se desmorone en cualquier momento. Utilizando el hecho.
—La gente inteligente hace eso. Todos, salvo los Eddie el Loco. Yo creo que el caso típico del síndrome de Eddie el Loco fue aquella máquina del tiempo. La vieron ustedes en una de las esculturas.
—Sí.
—Un historiador pensó que se había producido un acontecimiento histórico crucial unos doscientos años antes y que, si pudiese interferir en los acontecimientos de aquella época, toda la historia pajeña a partir de aquel punto sería paz idílica. ¿Se imaginan? Y además podía demostrarlo. Tenía datos, fechas, viejos documentos, tratados secretos.
—¿Y qué acontecimiento era?
—Hubo un… Emperador, un Amo muy poderoso. Todos sus parientes habían muerto y heredó jurisdicción sobre un inmenso territorio. Su madre había convencido a Médicos y Mediadores para que fabricasen una hormona parecida a las pildoras anticonceptivas de ustedes. Estimularía el cuerpo de un Amo de modo que pensase que era preñez. Una dosis masiva y luego se convertiría en macho. Macho estéril. Cuando murió su madre, los Mediadores utilizaron la hormona con el Emperador.
—¡Pero entonces tenían ustedes pildoras anticonceptivas! —exclamó Whitbread—. Pueden controlar con ellas el aumento de población…
—Eso fue lo que pensó aquel Eddie el Loco. Bueno, pues utilizaron la hormona durante unas tres generaciones. La población se estabilizó, desde luego. No había muchos Amos. Todo estaba en paz. Pero, claro está, la explosión demográfica seguía en los demás continentes. Los otros Amos se unieron e invadieron el territorio del Emperador. Tenían muchos Guerreros… y muchos Amos para controlarlos. Así acabó el Imperio. Nuestro constructor de la máquina del tiempo pensó que podría arreglar las cosas de modo que el Imperio controlase todo Paja Uno. —La pajeña de Whitbread bufó de disgusto—. Imposible. ¿Cómo va uno a convencer a los Amos de que se conviertan en machos estériles? A veces sucede, de todos modos, pero ¿quién lo aceptaría antes de tener hijos? Y es entonces únicamente cuando puede funcionar la hormona.
—Oh.
—Aunque el Emperador hubiese conquistado todo Paja Uno y estabilizado la población… y piense, Jonathon, que el único medio de hacer eso sería que los Amos controlasen a los procreadores sin tener por su parte hijos… y que, aunque lo hicieran, serían atacados por las civilizaciones asteroidales.
—¡Pero es un principio, hombre! —protestó Whitbread—. Tiene que haber un medio.
—Yo no soy un hombre, y no tiene por qué haber un medio. Y ésa es otra razón de que no desee que se establezca contacto entre su especie y la mía. Ustedes son todos como Eddie el Loco. Creen que no hay problemas sin solución.
—¡Todos los problemas humanos tienen por lo menos una solución final! —dijo Gavin Potter suavemente desde el asiento de atrás.
—Los humanos quizás —dijo la alienígena—. Pero ¿tienen alma los pajeños?
—No soy quién para decirlo —contestó Potter, agitándose incómodo en su asiento—. Yo no soy portavoz del Señor.
—Tampoco su capellán lo sabe. ¿Cómo espera descubrirlo? Haría falta ciencia revelada… inspiración divina, ¿no? Dudo que lo consiguiéramos.
—¿Entonces ustedes no tienen religión? —preguntó Potter, incrédulo.
—Hemos tenido miles, Gavin. Los Marrones y otras clases semiinteligentes no cambian gran cosa las suyas, pero cada civilización que crean los Amos produce una distinta. La mayoría son variantes de la teoría de la transmigración de las almas, insistiendo en la supervivencia a través de los hijos. Creo que entenderán fácilmente el motivo.
—No dice usted nada de los Mediadores —observó Whitbread.
—Ya se lo expliqué… nosotros no tenemos hijos. Hay Mediadores que aceptan la idea de la transmigración. Reencarnación como Amo. Esas cosas. Lo más parecido a nosotros de las religiones humanas, que yo sepa, es el budismo, la «escuela del pequeño vehículo». Hablé con el capellán Hardy de esto. Según él los budistas creen que pueden escapar un día a lo que llaman la Rueda de la existencia. Eso recuerda bastante a los Ciclos. No sé, Jonathon. Antes creía y aceptaba la reencarnación, pero… no se sabe nada en realidad, ¿no le parece?
—¿No tienen nada que se parezca al cristianismo? —preguntó Potter.
—No. Tuvimos profecías de un Salvador que pondría fin a los Ciclos, pero tuvimos de todo, Gabin. Y desde luego aún no ha llegado un Salvador.
Bajo ellos se extendía interminable la ciudad. Potter se echó atrás en la silla y se puso a roncar. Whitbread le miró con asombro.
—También ustedes deberían dormir —dijo la pajeña—. Llevan despiertos mucho tiempo.
—Tengo demasiado miedo. Ustedes se cansan antes que nosotros… y no duermen.
—También tengo miedo.
—Hermano, ahora sí que tengo miedo yo realmente. —¿Le llamé realmente hermano? No, le llamé hermano a ella. Al diablo—. Había más cosas en aquel museo de arte de las que vimos nosotros, ¿verdad?
—Sí. Cosas sobre las que no queríamos hablar con detalle. Como la Matanza de Médicos. Un suceso muy antiguo, ya casi leyenda. Otra especie de Emperador decidió eliminar a todos los Médicos. Y estuvo a punto de lograrlo. —La pajeña se estiró—. Es agradable poder hablar con usted sin tener que mentir. Mentir es contrario a nuestro carácter, Jonathon.
—¿Por qué quería acabar con los Médicos?
—¡Para reducir la población, por supuesto! No resultó, claro. Algunos Amos los mantenían en lugares secretos, y después del colapso siguiente…
—…pasaron a valer su peso en iridio.
—Se cree que fueron realmente la base del comercio. Como el ganado en Tabletop.
La ciudad quedó por fin atrás, y el aparato voló sobre océanos oscuros bajo la luz roja del Ojo de Murcheson. Brillaba en el horizonte la estrella roja en su ocaso, mientras se alzaban otras al este bajo el borde negruzco del Saco de Carbón.
—Si quisiesen derribarnos, éste sería el mejor sitio —dijo Staley—. Donde la caída del aparato no produciría ningún desastre. ¿Está usted segura de saber dónde vamos?
La pajeña de Whitbread se encogió de hombros.
—A la jurisdicción del Rey Pedro. Si podemos llegar allí.
Volvió la vista hacia Potter. El guardiamarina estaba encogido en su asiento, con la boca entreabierta, roncando suavemente. Las luces del aparato eran difusas y todo parecía en paz, siendo la única nota discordante el lanzacohetes que Staley llevaba en el regazo.
—Debería usted dormir un poco también.
—Sí. —Horst se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos. Pero sus manos seguían apretando con firmeza el arma.
—Ni siquiera abandona la vigilancia cuando duerme —dijo Whitbread—. O por lo menos lo intenta. Supongo que Horst estará tan asustado como nosotros.
—Sigo preguntándome si esto servirá para algo —dijo la alienígena—. Estamos en realidad a punto de desmoronarnos. Se olvida usted de unas cuantas cosas más de aquel zoo, ¿sabe? Como el animal que se utiliza como alimento. Una variedad de pajeño, casi sin brazos, incapaz de defenderse de nosotros lo suficiente para sobrevivir. Otro de nuestros parientes, que se criaba para carne en una época vergonzosa, hace mucho tiempo…
—Dios mío —dijo Whitbread—. Pero ahora no harían ustedes nada parecido…
—Oh, no.
—¿Entonces por qué tienen aquellos ejemplares allí?
—Mera cuestión estadística; una coincidencia que quizás le parezca a usted interesante. No hay zoo en el planeta que no tenga ejemplares de Carnes. Y los rebaños crecen sin cesar…
—¡Dios mío! ¿Es que nunca dejan de pensar en el próximo colapso?
—No.
El Ojo de Murcheson se había desvanecido hacía mucho. Ahora el este era rojo sangre, en un crepúsculo que aún asombraba a Whitbread. En mundos habitables eran raros los crepúsculos rojos. Pasaban sobre una cadena de islas. Delante, hacia el oeste, brillaban luces donde aún estaba oscuro. Había un paisaje urbano como mil Espartas seguidas, entrecruzado sin cesar por fajas oscuras de tierra cultivada. En los mundos del hombre serían parques. Allí eran territorio prohibido, guardado por demonios deformes.
Whitbread bostezó y miró a la alienígena que iba a su lado.
—Creo que la llamé hermano, esta noche.
—Lo sé. Quería decir hermana, supongo. Para nosotros el género tambien es importante. Cuestión de vida o muerte.
—No estoy seguro de que quisiese decir eso tampoco. Quería decir amiga —explicó Whitbread con cierta torpeza.
—Fyunch(click) es una relación más íntima. Pero me alegro de ser su amiga —dijo la pajeña—. Me alegra haber tenido esta experiencia, de conocerle.
El silencio era embarazoso.
—Mejor será que despierte a los otros —dijo suavemente Whitbread.
El aparato efectuó un brusco giro y enfiló hacia el norte. La pajeña de Whitbread miró hacia la ciudad que se extendía debajo, luego al otro lado para asegurarse de la posición del sol, y luego abajo otra vez. Se levantó, fue al compartimiento del piloto y parloteó. Charlie contestó; charlaron un rato.
—Horst —dijo Whitbread—. Señor Staley. Despierten. Horst Staley se había obligado a dormir. Estaba aún rígido como una estatua, con el lanzacohetes sobre las piernas, agarrado con fuerza.
—¿Sí?
—No sé. Cambiamos de rumbo, y ahora… escuchen —dijo Whitbread. Los pajeños aún seguían parloteando. Sus voces aumentaban de volumen.